—¿Qué? —La contemplé horrorizado.
Gwynnie esbozó una sonrisa burlona.
—¡El sótano está lleno de gente! —exclamó—. Docenas de personas. Se hacen llamar el «Club del sótano». Se quedan ahí hasta que nosotros nos marchamos. Y entonces suben a la casa y utilizan todas nuestras cosas.
Se echó a reír como si acabara de contar el chiste más gracioso del mundo.
—Deja de tomarle el pelo a tu hermano —le riñó mamá—. ¿Por qué te metes con él, Gwynnie? ¿No ves que lo ha pasado mal?
—Lo siento —se disculpó Gwynnie sin dejar de sonreír burlonamente.
—Está nerviosa —explicó mamá—. Estaba muy preocupada por ti, Marco. De verdad.
Apoyé la cabeza en la almohada.
—El sueño… parecía tan real —musité.
—Descansa un poco —sugirió mamá con ternura—. Necesitas tiempo para recuperarte de lo ocurrido.
Hizo un gesto a Gwynnie para que saliera de la habitación.
—Tu hermana y yo iremos a la sala de espera para que puedas dormir.
—Pero… ¿cuándo podré volver a casa? —pregunté.
—Pronto —me prometió mamá—. En cuanto el doctor Bailey lo crea conveniente. Ha dicho que si te encontrabas bien podías salir hoy mismo.
—¡Bien! —exclamé.
Deseaba salir de esa cama de hospital con todas mis fuerzas. Para empezar, las sábanas me tenían aprisionado y aparte sabía que en mi cama no volvería a tener esos sueños tan extraños e inquietantes.
—Hasta luego, Marco —dijo Gwynnie al salir por la puerta. Pero al cabo de un momento volvió a asomar la cabeza—. Una última pregunta. ¿Cuánto son cuatro más cuatro?
—¡Gwynnie! —Mamá obligó a Gwynnie a salir al pasillo.
—¡Nueve! —dije en voz alta.
Gwynnie se echó a reír.
—¡Vaya! ¡Has acertado!
Cuando me hube quedado solo, me quedé mirando la puerta durante un buen rato. Acto seguido, observé el techo unos minutos, contando los cuadrados blancos.
Me dolía mucho la cabeza pero había empezado a tranquilizarme. La habitación había dejado de darme vueltas. Cerré los ojos, y supongo que me quedé dormido. Poco después noté que alguien me daba un ligero golpecito en el hombro. Abrí los ojos y vi a un médico joven enfundado en una bata blanca mirándome fijamente.
—¿Marco? ¿Estás despierto? —me preguntó con voz queda—. Soy el doctor Bailey.
No guardaba ningún parecido con el doctor Bailey de mis sueños. Tenía el pelo rubio y ondulado y los ojos azul claro. Era joven y estaba bronceado. Parecía un actor, un médico de los que salen en la televisión, no un médico de los de verdad.
—¿Cómo te sientes? —inquirió en voz baja y susurrante—. ¿Estás un poco mareado? ¿Tienes dolor de cabeza?
—Un poco —respondí.
—Es normal —afirmó—. Deja que te examine, Marco. Creo que ya podrás irte a casa.
—Estoy bien —manifesté.
—Bueno, veamos… —dijo el doctor Bailey antes de inspeccionarme los ojos—. Parece que tienes bien los ojos. Es una buena señal. Abre la boca, por favor.
Abrí la boca. El doctor acercó la mano derecha y me agarró la lengua. Empezó a tirar de ella.
—¡Eh! —Intenté protestar, pero no podía hablar.
Me agarró la lengua con más fuerza y tiró todavía más de ella.
«¡Pare! ¡Me está haciendo daño! Pero ¿qué hace?»
Eso es lo que quería gritar.
Sin embargo, lo único que pude articular fue un «¿aaahhhh?» ahogado.
El doctor Bailey me tiraba de la lengua con fuerza. Me salía de la boca como si fuera una salchicha.
Forcejeé para evitar que siguiera tirando, pero él tenía una mano apoyada en mi pecho mientras me tiraba de la lengua con la otra.
Tiraba y tiraba…
La lengua me medía ya casi un metro. Me caía por el lado de la cama. Y él iba sacando más lengua, más y más… Metro tras metro. Mi lengua, húmeda y rosada, se iba enrollando en el suelo.
Eché la cabeza hacia atrás con fuerza e hice esfuerzos para recobrar el aliento.
Mientras tanto, el médico extraía más lengua de mi boca abierta. Más lengua. Más…
La lengua quedaba amontonada en el suelo como una interminable serpiente húmeda junto a la cama.
Murmurando para sus adentros, el doctor Bailey siguió tirando.
«Es un sueño —me dije—. Otra terrible pesadilla.»
Cerré los ojos con todas mis fuerzas e intenté obligarme a despertarme, a salir de ese oscuro sueño.
«¡Despierta, Marco! ¡Despierta! ¡Despierta!»
Pero cuando abrí los ojos, el médico continuaba encorvado sobre mí, tirándome de la lengua. Tirando… tirando…
No era un sueño.