Proferí un grito. Hice esfuerzos para levantarme pero las sábanas y la manta estaban bien metidas bajo el colchón.

No podía moverme.

—¡Mamá… deténla! —supliqué—. ¡Por favor, no permitas que me haga daño!

Gwynnie se colocó al lado de la cama con ojos encendidos. Mamá posó una mano en el hombro de Gwynnie.

—Marco, ¿qué sucede? —preguntó mamá—. ¿Por qué le tienes miedo a tu hermana?

«¿Hermana?»

—¡No! —protesté—. Ella agitó el bate y me golpeó en la cabeza. Y luego…

—¡Yo no fui! —se defendió Gwynnie—. ¡Yo no te golpeé! ¿Te has vuelto loco?

Mamá hizo que Gwynnie retrocediera algunos pasos.

—Gwynnie no lo hizo, Marco —afirmó mamá con ternura—. Gwynnie no estaba en el campo de juego. ¿No te acuerdas?

—Ese golpe en la cabeza le hace confundir las cosas —dijo Gwynnie. Me dedicó una mirada severa al tiempo que negaba con la cabeza—. ¿Recuerdas algo, Marco?

—Por supuesto —murmuré.

De repente me sentí mareado, como si el cerebro me diera vueltas dentro de la cabeza. Me sentía enormemente confundido.

No sabía qué era lo que recordaba y qué había olvidado.

—¿Cuánto son cuatro más cuatro? —preguntó Gwynnie.

—Gwynnie, no seas pesada —la reprendió mamá antes de dirigirse a mí—. Ahora te acuerdas de tu hermanita, ¿verdad, Marco?

«¿Hermanita?»

Gwynnie abultaba el doble que yo.

—Sí, la recuerdo —respondí. Puse los ojos en blanco—. ¿Cómo iba a olvidarla? Supongo que ese horrible sueño ha hecho que lo mezcle todo —expliqué—. En mi sueño no era mi hermana. Y agitaba el bate que…

—¡Tu amigo Jeremy fue quien agitó el bate! —afirmó Gwynnie—. ¿No recuerdas nada?

—¿Jeremy? —pregunté extrañado.

—Marco necesita algo de tiempo —le dijo mamá a Gwynnie—. Pero el doctor Bailey dice que se recuperará totalmente.

—Pero se quedará tonto —insistió Gwynnie.

Mamá exhaló un suspiro.

—¡Gwynnie! ¿Por qué dices eso?

Gwynnie soltó una risita nerviosa.

—¡Porque ya era tonto antes de que lo golpearan en la cabeza!

Emití un quejido. Quería saltar de la cama y propinarle un puñetazo a Gwynnie, pero la sábana me tenía aprisionado y me sentía demasiado débil.

Tenía la sensación que la cabeza iba a estallarme de un momento a otro. No dejaban de aparecérseme en la mente fragmentos de aquel sueño.

De nuevo vi a Gwynnie en el sótano, sacando las tripas. Contemplé sus órganos rosados y amarillos agitándose como una masa de gelatina.

También veía a Keith sentado en mi cama. ¡Tan tranquilo y relajado como si estuviese en su habitación!

—Mamá —dije, intentando ahuyentar aquellas imágenes extrañas y confusas de mi mente—. No hay ningún muchacho que se llame Keith, ¿verdad? Me refiero a que yo no conozco a ningún chico llamado Keith. No vive en nuestro sótano, ¿verdad?

—¡Por supuesto que sí! —afirmó Gwynnie.