Mi grito se convirtió en el sonido de una estridente sirena.
Gwynnie, la Gwynnie con las tripas fuera, temblaba delante de mí, temblaba y latía.
El sonido de mi chillido pareció hacerla temblar más; ahora temblaba como una masa de gelatina rosa y amarilla.
Mientras gritaba fuimos rodeados por una luz blanca. Era tan brillante que seguí percibiéndola aun cerrando los ojos.
Era de un color blanco inmaculado, un blanco cegador.
Mi grito atravesó la blancura. Gwynnie se desvaneció en el interior de ésta. El sótano también se desvaneció.
Me hundí en la blancura, en el quejido agudo de mi propio grito.
En cuanto abrí los ojos, levanté la mirada hacia el techo blanco. Una lámpara de techo blanca. Cortinas blancas en una ventana medio abierta por la que se entreveían unos nubarrones.
Me dolía la garganta y dejé de gritar.
Parpadeé para que mis ojos se acostumbraran de nuevo a tanta luz. Entonces advertí el rostro de mi madre.
—¿Marco? ¿Te has despertado ya? —preguntó con ternura.
El maquillaje se le había corrido. Tenía los ojos inyectados de sangre. Vi el rastro de las lágrimas en sus mejillas pálidas.
—¿Despertado? —farfullé con voz ronca y somnolienta.
—Te pondrás bien —dijo mamá, al tiempo que me daba un golpecito en el pecho por encima de la manta.
Eché un vistazo a mi alrededor. Estaba tumbado boca arriba en una cama. En una habitación pequeña, una habitación de hospital.
—Te has dado un buen golpe en la cabeza, Marco —explicó mamá—. La ambulancia te ha traído aquí rápidamente, al hospital. Has estado inconsciente casi una hora.
—¿Cómo? ¿Que he estado inconsciente? —susurré—. ¿Dormido?
Mamá asintió.
—Estaba en el sótano —protesté—. Gwynnie y yo estábamos buscando al chico.
Mamá adoptó una expresión temerosa. La barbilla empezó a temblarle.
—¿El chico? ¿Qué chico?
—Keith —respondí—. El muchacho que dice que vive en el sótano.
—Marco, estabas soñando —dijo mamá.
—Ha… ha sido espantoso —exhalé un suspiro.
—Eso es del golpe que te has dado —explicó mamá—. Te has quedado frío. Eso te habrá producido unas pesadillas terribles.
—¿ Quieres decir que todavía no he estado en casa? —pregunté extrañado—. ¿No he ido a la escuela?
Mamá me miró atentamente, me escudriñó el rostro.
—No, has estado en esta cama de hospital desde que te golpearon.
Negó con la cabeza.
—Te lo advertí, Marco. Te dije que no jugaras al béisbol. Sabía que ocurriría una cosa así.
Siguió hablando pero yo dejé de escucharla.
Estaba absorto en mis pensamientos y me sentí enormemente feliz.
Todo había sido un sueño. Keith viviendo en el sótano… El doctor Bailey queriendo extirparme el cerebro… Gwynnie sacando las tripas…
Todo había sido un sueño horrible y descabellado.
Nunca había ocurrido. Nada de todo aquello.
Y ahora había terminado. Y todo iba a salir bien.
Me sentía tan bien que quería saltar de la cama. Quería gritar de alegría.
Pero entonces miré por encima del hombro de mamá en dirección a la puerta.
¡Y vi a… Gwynnie!
—¡Noooo! —proferí un grito de terror.
Gwynnie era real. ¡Gwynnie estaba viva! ¡Y venía a por mí, se acercaba a mi cama con un brillo malicioso en los ojos!