—¡Imposible! —exclamé.
Me volví hacia la pantalla. Negra. El monitor estaba apagado.
No había caras, ni palabras.
Gwynnie dio unos pasos por la habitación y se apoyó en la repisa de la ventana. Se cruzó de brazos.
—Era una broma, ¿verdad? —preguntó.
No podía apartar los ojos de la pantalla. ¿Me había imaginado la cara? ¡No! La había visto con claridad.
«No estoy loco», pensé.
—¡Ha sido él! —le dije a Gwynnie con voz temblorosa—. Keith, se llama Keith. Me está… me está tendiendo trampas. ¡Me persigue!
Gwynnie me miró con suspicacia.
—Marco, ¿cuándo le viste por primera vez? Después del golpe en la cabeza, ¿no es así?
—¡Me da lo mismo! —exclamé—. Está aquí, Gwynnie. Lo vi. Estaba sentado ahí mismo. En mi cama. Dice que vive en el sótano.
Gwynnie movió la cabeza. La cabellera negra se le enmarañó de nuevo.
—Tranquilízate, Marco. Piensa fríamente en lo que acabas de decir.
—No sabría cómo describirlo —insistí jadeando—. Tiene el pelo negro, del mismo color que tú, círculos negros alrededor de los ojos y una expresión sombría.
Gwynnie chasqueó la lengua.
—Piénsalo —repitió—. ¿Por qué iba a estar aquí? ¿Por qué iba a estar en el sótano?
—Me dijo que tenía que ocuparme de él —respondí acaloradamente—. ¡Dijo que tenía que cuidar de él durante el resto de mi vida!
Gwynnie entornó los ojos. No articuló palabra pero quedó claro que estaba escudriñándome.
Y sé lo que estaba pensando:
«Pobre Marco. Ha perdido la chaveta.»
Entonces se me ocurrió una idea.
—Gwynnie, está ahí abajo —afirmé con voz queda—. Keith está en el sótano. Sé que está ahí.
Ella seguía sin responder.
—Baja conmigo —le rogué—. Por favor.
Se mordió el labio superior.
«Gwynnie es mucho más valiente que yo —me dije—. Es más corpulenta que yo, y más atrevida y fuerte que yo. Si encontramos a Keith en el sótano, me sentiré mucho más seguro si estoy con Gwynnie.»
—Esto es una tontería —dijo finalmente—. Debería marcharme a casa. Todavía no he empezado a hacer la redacción que tenemos de deberes. —Se dirigió a la puerta.
—¡No, espera! —supliqué, corriendo detrás de ella—. No estoy loco, Gwynnie. Baja al sótano conmigo para que pueda demostrártelo.
Se detuvo en el umbral de la puerta.
—Yo…
—¡Por favor! —insistí—. Está ahí abajo. Lo encontraremos. Sé que lo encontraremos. —Acto seguido, añadí—: No tienes miedo, ¿verdad?
—¡Por supuesto que no! —se apresuró a decir Gwynnie. Emitió un quejido y levantó las manos—. Bueno, bueno. Bajemos al sótano.
Sabía que así la convencería.
—Venga, date prisa—instó Gwynnie—. Enséñame a tu amiguito, que luego tengo que irme a casa.
La conduje hasta la escalera que llevaba al sótano. Entonces abrí la puerta y encendí la luz.
Eché un vistazo por la escalera de madera. No se veía nada. Sin embargo, yo sentí un escalofrío.
—Tú primero —le dije a Gwynnie.