Mamá y yo gritamos de sorpresa.

Tyler estaba sentado sobre la cama y nos miraba. Resollaba y la lengua le colgaba. Cuando nos vio, comenzó a menear el rabo.

Mamá apoyó con firmeza su mano en mi hombro.

—Acuéstate en la cama, Marco —ordenó—. Voy a llamar al médico ahora mismo.

—No. Espera —insistí. Me agaché y me soltó el hombro.

Me recosté sobre el suelo y miré debajo de la cama.

—Keith… ¿dónde estás?

Allí no estaba. Me incorporé, crucé la habitación y abrí la puerta del armario de un tirón.

—¿Keith…?

Tampoco estaba allí.

Me di la vuelta. ¿Dónde se habría escondido?

Tyler saltó de la cama y salió de la habitación.

—Al pobre no le gusta que lo encierren —dijo mamá en tono preocupado.

—¡Yo no he encerrado a Tyler! —grité—. ¡He encerrado a Keith!

Mamá chasqueó la lengua.

—Te pondrás bien, Marco. De verdad. —Le temblaba la voz.

Era fácil imaginar lo que en realidad quería decir: «Ese golpe en la cabeza te ha trastocado, Marco. ¡Te estás comportando como un auténtico chalado!»

Respiré profundamente e intenté explicárselo todo una vez más.

—Mamá, no sé cómo ha entrado aquí Tyler. Pero lo que sí sé es que había un muchacho sentado en la cama y que lo había encerrado.

—Voy a llamar al doctor Bailey ahora mismo —respondió mamá—. Pero no quiero que te preocupes. Todo irá bien. —Salió de la habitación rápidamente.

«Todo irá bien.» Las palabras de mamá resonaban en mi cabeza.

Pero, como siempre, estaba equivocada.

La sala de espera del doctor Bailey era azul y verde. Había una pecera enorme junto a la pared que burbujeaba sin hacer casi ruido. Las sillas verdiazules, la alfombra verdiazul y las paredes verdiazules hacían que yo también me sintiera como en una pecera.

La mujer que estaba en la recepción tomó nota de nuestra llegada.

Luego nos sentamos sobre un duro sofá de plástico situado junto a la pared.

Un padre y su hija estaban sentados en las sillas de plástico que estaban un poco más allá. La niña debía de tener unos siete u ocho años. Cada pocos segundos, hipaba con fuerza y todo el cuerpo le temblaba.

—Hace dos semanas que está así —explicó el padre al tiempo que negaba con 1a cabeza.

—Papá —dijo la niña con brusquedad—, sólo llevo diez días.

—¿Ha comido muchos huevos? —preguntó mamá—. Comer huevos en exceso provoca hipo.

El hombre clavó su mirada en mamá.

—Es por culpa de las claras —prosiguió mamá—. Son demasiado escurridizas y el estómago no puede digerirlas.

El hombre seguía mirando a mamá.

—No creo que hayan sido los huevos —murmuró finalmente.

La niña volvió a hipar y a estremecerse.

La pecera burbujeaba.

Tuve la sensación de que estaba nadando con los peces, atravesando el agua azul.

«¡Pero no se puede respirar debajo del agua!», me dije.

La niña volvió a hipar.

Aquel sonido comenzaba a irritarme. Quería volver a casa. Me volví hacia mamá, que había cogido una revista y la estaba hojeando.

—¿Podemos irnos? —rogué—. Estoy bien.

Negó con la cabeza.

—El doctor Bailey quiere verte —respondió sin apartar los ojos de la revista—. Un golpe en la cabeza es algo muy serio. Sólo tienes una cabeza.

La niña hipó.

—Intenta contener la respiración —le aconsejó su padre.

—¡Llevo diez días conteniendo la respiración! —refunfuñó la niña.

Al cabo de varios cientos de hipos, la enfermera nos condujo a la consulta del doctor Bailey. Al entrar, me percaté de que también era verdiazul.

El médico era un hombre alegre y gordinflón. Tenía la cara redonda, una calva reluciente y llevaba una pajarita debajo de la bata verde de laboratorio. Cuando hablaba, la pajarita se le movía con la nuez.

Se acercó a la mesa de escritorio y me estrechó la mano. Luego me levantó los párpados con los pulgares para examinarme los ojos.

—Hum… parece que todo está bien —murmuró.

Con el pulgar, recorrió suavemente el chichón que tenía en la cabeza.

—¿Te duele, Marco?

—Un poco —admití.

—Está cicatrizando a la perfección —le dijo a mamá—. A la perfección. Entonces, ¿cuál es el problema, Marco?

Vacilé. ¿Debía contarle lo de Keith? Si lo hago, ¿pensará que estoy loco? ¿Me enviará de nuevo al hospital o algo parecido?

¿Debía decirle que no recordaba en absoluto haber estado en un hospital?

El doctor Bailey me miraba pacientemente, esperando que comenzara a hablar.

Finalmente, decidí que se lo contaría todo. Al fin y al cabo era médico. Comprendería mi situación.

Le expliqué que no recordaba el hospital. Y luego le conté lo del muchacho que decía que vivía en el sótano de casa. También le dije que había visto a Keith y que lo había encerrado en mi habitación. Y que habíamos encontrado a Tyler.

Mientras yo hablaba, el doctor Bailey permanecía sentado detrás de la mesa y no dejaba de mirarme. La pajarita palpitaba sobre su nuez, pero no dijo nada hasta que hube acabado mi relato de los hechos.

Después de contárselo todo me sentía bien. Entonces se inclinó hacia delante y suspiró.

—No parece que las cosas vayan tan mal —dijo.

—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó mamá.

El doctor Bailey se rascó la calva.

—Pero ¿sabéis lo que me gustaría hacer para asegurarme de que todo es normal? —preguntó.

—¿El qué? —preguntamos mamá y yo al unísono.

—Me gustaría extraerte el cerebro y examinarlo con el microscopio —explicó.