No dije nada. No podía pensar. Miré al muchacho desde el pasillo.

De repente, las piernas me comenzaron a temblar. Me agarré al marco de la puerta para no caerme.

Keith esbozó una sonrisa maligna. Sus oscuros ojos centellearon.

—Entra. Creo que deberíamos conocernos mejor —dijo—. Sobre todo teniendo en cuenta que, a partir de ahora, tendrás que ocuparte de mí.

Tragué saliva.

Permanecí paralizado durante largo rato.

Y luego comencé a gritar.

—¡No! ¡No pienso hacerlo!

Cerré la puerta de mi habitación. Había una llave en la cerradura, que nunca utilizamos. La giré sin que la mano me dejara de temblar y luego comprobé que la puerta quedase cerrada.

¡Sí! Había encerrado a Keith. Estaba atrapado en mi habitación.

Ahora mamá podría verle. Y tendría que creerme.

—¡Mamá! —grité—. ¡Sube! ¡Date prisa!

Silencio.

¿Habría salido?

No. Seguramente estaría en la cocina, preparando la cena.

Volví a comprobar que la puerta estuviese cerrada. Luego bajé corriendo la escalera al tiempo que llamaba a gritos a mi madre.

—¿Marco? ¿Qué demonios…? —Se acercó a mí corriendo, con una cebolla y un cuchillo en la mano.

—¡Sube conmigo! ¡Date prisa! —grité—. ¡Lo he atrapado! ¡Está en mi habitación!

—¿Qué es lo que has atrapado? —Me miró con recelo—. ¿Quién está en tu habitación?

—¡El muchacho! —chillé. La agarré del brazo y la empujé escalera arriba—. Keith. El muchacho que vive en el sótano.

—Marco… espera. —Mamá tiró con fuerza y logró que le soltase el brazo—. Por favor, no empieces otra vez. Ya sabes lo mucho que me preocupo cada vez que dices locuras.

—¡No estoy diciendo locuras! —exclamé.

La agarré de nuevo del brazo. Se le cayó la cebolla y rebotó en el suelo.

—Deja de empujarme. Ya voy —dijo con brusquedad—. Te estás comportando de una forma muy rara, Marco. No me gusta nada. El doctor Bailey me dijo que si comenzabas a comportarte de una forma que no era normal debía llamarle de inmediato…

—¡Mamá… no sigas hablando! —le rogué—. No digas nada más. Por favor… sígueme. Está en mi habitación. Lo he encerrado. Lo verás con tus propios ojos. Y entonces te darás cuenta de que no estoy loco.

Mamá refunfuñó pero me siguió escalera arriba.

Me detuve delante de la puerta de la habitación y alargué la mano para girar la llave. El corazón me latía con tanta fuerza que pensé que el pecho me estallaría. La cabeza comenzó a palpitarme de nuevo.

Giré la llave y abrí la puerta de mi habitación.

—¡Ahí está! —grité mientras señalaba la cama.