—¡Marco! ¡Oye, Marco!

Gwynnie me había clavado la mirada. Volvió a agitar el bate por encima de la cabeza.

Estaba paralizado. Las piernas no me obedecían. Grité y, finalmente, pude darme la vuelta y comenzar a correr para alejarme de allí.

Atravesé la calle sin comprobar si venían coches o no. «¿Qué le pasa a Gwynnie? ¿Está loca? —pensé—. ¿Por qué se comporta así?»

¿De veras creía Gwynnie que me devolvería la memoria con un golpe en la cabeza?

Doblé la esquina, respirando a duras penas. Miré hacia atrás y la vi al otro lado de la calle. Dos autobuses escolares pasaron retumbando y no la dejaron cruzar.

Incliné la cabeza hacia abajo, sujeté la mochila y eché a correr de nuevo.

Cuando llegué a casa, el corazón me latía con tanta fuerza que me dolía. La herida de la cabeza me palpitaba y también me dolía.

Entré en casa y cerré de un portazo. Apoyé la espalda contra 1a puerta e intenté recuperar el aliento.

—¿Marco? ¿Eres tú? —gritó mamá desde el estudio.

Intenté responder, pero apenas podía respirar, por lo que sólo fui capaz de emitir un sonido ronco.

Mamá apareció por la puerta de la sala de estar. Entornó los ojos y me miró detenidamente.

—¿Qué tal te ha ido?

—Bien —respondí a duras penas.

—¿No habrás hecho nada raro, verdad? —preguntó—. ¿Por qué estás tan pálido? ¿Has ido a clase de gimnasia? Te hice un justificante para que no fueras, ¿lo recuerdas?

—No… no tuvimos clase… de gimnasia —murmuré.

Mamá siempre me da justificantes para que no vaya a las clases de gimnasia. Está segura de que me sacaré un ojo o de que me romperé todos los huesos.

—¿Por qué respiras así? —me preguntó al tiempo que se aproximaba a mí. Me puso la mano en la frente—. Estás sudando. ¿Acaso no te he explicado más de una vez lo que pasa cuando se suda? ¡Te resfriarás!

—Estoy bien, estoy bien —dije. Ya me sentía mejor. Me agaché para evitar su mano y, de reojo, miré hacia fuera por la ventana que daba a la entrada de casa.

¿Me habría perseguido Gwynnie hasta casa?

No la veía.

—Hoy me siento bien —le dije—. Estoy bien.

Quería hacerle preguntas sobre el hospital, pero no que supiese que había perdido la memoria. Si lo hacía, estaba seguro de que surgirían más problemas.

No le dije nada sobre el hospital. Me dirigí hacia la escalera.

—Tengo muchos deberes atrasados —expliqué—. Estaré en mi habitación.

—¿Te apetece un tentempié? —me preguntó—. No deberías hacer los deberes con el estómago vacío.

—No, gracias —respondí. Subí la escalera y me apresuré a recorrer el pasillo.

Me detuve en la entrada.

Entonces dejé escapar un grito de sorpresa al ver a un muchacho sentado en mi cama.

Parecía de mi edad. Tenía el pelo negro y ondulado y el semblante serio. Me miró con sus ojos oscuros y tristes. Llevaba unos vaqueros negros y una holgada camisa de franela de cuadros.

No parecía sorprendido de verme.

—¿Q-quién eres? —tartamudeé.

—Soy yo. Keith —respondió en voz baja—. Ya te lo he dicho. Vivo en el sótano.