—¿Que si he oído el qué? —me preguntó mamá clavándome una severa mirada.
—Al muchacho… —comencé a decir. Pero no acabé la frase. Alguien me golpeó con fuerza por la espalda.
Me tambaleé hacia el sótano y estuve a punto de caer por la escalera.
—¡Eh! —grité y me di la vuelta.
Tyler meneó el rabo al verme. Volvió a abalanzarse sobre mí. Siempre lo hace, supongo que para jugar.
—¡Perro estúpido! —chillé—. ¡Casi me matas!
Tyler dejó de menear el rabo. Me miró con sus enormes ojos marrones.
—No le grites al perro —me regañó mamá—. No te estás comportando de forma normal, Marco. Vayamos a la cama, ¿de acuerdo? Estás muy cansado.
—Pero, mamá…
Pensé que no debía discutir. ¿De qué me serviría?
Miré hacia el sótano, con la esperanza de ver al muchacho. Pero todo estaba oscuro.
¿Dónde estaba? ¿Dónde se escondía?
Estaba seguro de que existía y de que le había escuchado.
Entonces, ¿qué es lo que ocurría?
El lunes, mamá me dejó ir a la escuela. Sin embargo, teniendo en cuenta lo que me pasó, hubiera preferido que no me dejara ir.
Me sentía bien. La herida de la cabeza todavía estaba morada aunque la hinchazón se había reducido considerablemente.
Cuando entré en la escuela, todos se acercaron a mí. Los gemelos Franklin discutían sobre las mochilas que llevaban e intentaban averiguar a quién le pertenecía cada una de ellas. Siempre confunden las cosas que llevan.
Pero, nada más verme, dejaron caer las mochilas y se acercaron corriendo.
—Marco, ¿cómo estás?
—¿Estás bien?
—Déjame ver la herida.
—¡Vaya, tiene mal aspecto!
—¿Te duele?
—¡No puedo creer que hayas vuelto!
—¡Tienes que tener una cabeza bien dura!
Todos se reían y hacían bromas sobre lo que me había sucedido. Me gustaba ser, por una vez, el centro de atención de los demás. ¡Normalmente, nadie se fija en mí!
La verdad es que me sentía muy bien.
Hasta que sonó la campana y la señorita Mosely me pidió que me levantara y saliera a la pizarra.
—Nos alegramos mucho de verte de nuevo, Marco —dijo.
Jeremy empezó a aplaudir y luego todos los demás hicieron lo mismo. Hasta Gwynnie, que estaba sentada ante la profesora, aplaudió.
—Puesto que hemos estado estudiando algunas nociones elementales de medicina —prosiguió la señorita Mosely—, me gustaría que nos contases cómo era el hospital.
¿El hospital?
La miré fijamente. La cabeza comenzó a darme vueltas y me quedé boquiabierto.
¿Había estado en el hospital?
—¿Cómo era tu habitación? —preguntó la señorita Mosely—. ¿Y el médico que te reconoció? ¿Qué te hizo?
Parpadeé. Hice un gran esfuerzo e intenté recordar.
—Cuéntanoslo todo —insistió la señorita Mosely. Cruzó los brazos y me miró con sus gafas redondas de montura negra.
—N-no me acuerdo —tartamudeé.
Uno de los gemelos Franldin se rió. Varios muchachos murmuraban entre sí.
—¿Qué es lo recuerdas del hospital, Marco? —inquirió la señorita Mosely, pronunciando con gran claridad cada una de las palabras, como si estuviera hablando con un niño de tres años.
—No recuerdo nada. ¡Nada de nada! —respondí.
Gwynnie se inclinó hacia delante, tanto que hasta se apoyaba en la mesa de la señorita Mosely.
—Tal vez debería volver a golpearle en la cabeza —dijo—. Puede que así recupere la memoria.
Algunos muchachos se rieron.
La señorita Mosely frunció el cejo.
—¡No deberías decir algo tan horrible! No se trata de una broma. La pérdida de la memoria es algo muy serio.
Gwynnie se encogió de hombros.
—Sólo bromeaba —murmuró—. ¿Es que no se pueden hacer bromas?
Mientras tanto, yo seguía de pie, delante de todos, y me sentía incómodo y confundido.
¿Por qué no recordaba el hospital? Lo primero que recordaba era que estaba tumbado en el sofá del estudio de casa.
La señorita Mosely me indicó con la mano que me sentase.
—Nos alegramos mucho de que estés bien, Marco —dijo—. Y no te preocupes por las cosas que no recuerdes. Recuperarás la memoria dentro de poco.
Hasta ese momento, no me había planteado esa posibilidad. Me dejé caer en la silla, cansado y abatido.
El resto del día fue como un borrón.
Esa misma tarde, camino de casa, seguía pensando en lo mismo e intentando recordar algo sobre el hospital.
Vi a algunos chicos jugando al softball en el patio. Pensar en el softball me producía escalofríos.
Comencé a alejarme… pero vi a alguien que me llamó la atención.
¡Gwynnie!
Se acercaba corriendo hasta donde yo estaba. Llevaba un bate de béisbol y lo agitaba por encima de la cabeza.
Tenía una expresión sombría y decidida.
—¡Marco! ¡Oye, Marco! —gritó al tiempo que agitaba el bate de forma amenazadora.
«Va a golpearme otra vez», pensé.
Pero ¿por qué?
—¡No! —grité, mirándola boquiabierto y horrorizado—. ¡Gwynnie, por favor, no lo hagas!