—No. ¡No existes! —chillé asustado.
Oí más pasos sobre el suelo de linóleo. Entonces alguien encendió la luz del sótano.
Miré hacia abajo y vi… ¡a mi madre!
—¿Eh? —grité sorprendido.
—Marco… ¿por qué no estás en la cama? —me preguntó con el cejo fruncido y los brazos en jarra.
—Porque no tengo sueño —respondí—. Mamá, ¿qué haces ahí abajo?
—Estoy lavando la ropa —dijo—. Yo tampoco tengo sueño. Por eso estoy lavando la ropa. Ya sabes que me relaja mucho.
—Mamá… sube. ¡Rápido! —grité—. ¡Ahí abajo hay alguien más!
Me miró entornando los ojos. Inclinó la cabeza v me observó detenidamente.
—¿Cómo? —preguntó en voz baja.
—¡Date prisa! —insistí—. Ese muchacho ha vuelto a hablar conmigo.
—Marco, estoy muy preocupada —dijo mamá con calma. Comenzó a subir la escalera sin apartar la vista de mí—. Lo que dices no tiene sentido, querido.
—¡Sí lo tiene! —insistí—. Lo he escuchado, mamá. ¡Acaba de hablar conmigo! ¡Está ahí abajo! ¡De verdad!
—Es demasiado tarde para llamar al doctor Bailey —aseveró. Subió del todo y me puso la mano en la frente—. No tienes fiebre.
—¡No son imaginaciones, mamá! —me quejé.
—Mañana es domingo —dijo—. Quiero que descanses todo el día. Y ya veremos si el lunes ya estarás bien para volver a la escuela.
—Pero, mamá—comencé a decir—, yo…
La voz del muchacho me interrumpió.
—Marco —gritó—, haz caso a tu madre.
—Mamá, ¿has oído eso? —chillé.