—¡Una ardilla! —gritó Jeremy.
Si. Una gruesa ardilla de color gris había saltado y había caído sobre mi pierna.
Se cayó al suelo. Tenía los ojos bien abiertos y no dejaba de mover las patas. Comenzó a corretear por el suelo de linóleo del sótano.
—¿Cómo habrá entrado aquí? —preguntó Jeremy.
Me sentía demasiado perplejo como para responder.
Seguí a la ardilla con la mirada. Intentó subir a una de las vigas de hormigón, pero se resbaló, se dio la vuelta y salió disparada hacia el cuarto de 1a lavadora.
Finalmente, pude hablar.
—¡Tenemos que sacarla de aquí! —grité—. Mamá se vuelve loca cuando algún animal entra en casa. Por lo de los microbios.
La ardilla nos observaba desde la puerta del cuarto de la lavadora.
—¡A por ella! —exclamé.
Jeremy y yo nos lanzamos a atraparla.
Comenzó a corretear de un lado a otro. Se escondió detrás de la secadora. Pero ya no podría escaparse.
—¡Ya te tengo! —chillé. Alargué las manos y las moví con rapidez.
Pero la ardilla se me subió a la espalda y se escapó corriendo. Esquivó a Jeremy y se dirigió hacia el centro del sótano.
Me empezó a doler la cabeza y me costaba respirar.
Salí del cuarto de la lavadora. La ardilla se escondió bajo la mesa de billar, con la peluda cola bien levantada.
Comprobé que las ventanas del sótano estuvieran abiertas. Luego tomé una red de pescar vieja que estaba en la pared.
La ardilla, asustada, dejó de correr y se volvió hacia nosotros. Estaba temblando. Sus pequeños ojos negros parecían pedirnos ayuda.
—¡Ven aquí, ardilla! ¡Ven aquí! —dije mientras agitaba la red—. No vamos a hacerte daño.
Le lancé la red, pero fallé.
La ardilla comenzó a correr de nuevo. Jeremy intentó atraparla pero tampoco pudo.
Sin poder hacer nada, contemplamos cómo la ardilla subió a la pila de cajas que estaban junto a la caldera. Llegó a la parte más elevada y salió al exterior por una de las ventanas del sótano.
—¡Sííííí! —Jeremy y yo gritamos de alegría y chocamos los cinco.
—¡Venceremos a todas las ardillas! —exclamó Jeremy con voz profunda.
No sabía muy bien a qué se refería, pero nos echamos a reír.
La voz de mamá hizo que dejáramos de reírnos.
—¿Qué pasa ahí abajo? —gritó.
—Nada —me apresuré a decir—. Estamos jugando al billar.
—Marco… ten cuidado con los tacos —chilló—. ¡Te sacarás un ojo!
Jeremy y yo jugamos varias partidas. Me ganó con facilidad, pero nos divertimos. Y no nos sacamos ningún ojo.
Mamá nos preparó emparedados y sopa de pollo con fideos para comer. Nos dijo una y otra vez que sopláramos la sopa porque si no nos quemaríamos la lengua.
¡Puaj!
Después de comer, estaba cansado. Jeremy se fue a su casa.
—Sube a tu habitación y ponte a ver la televisión o duerme la siesta —me aconsejó mamá—. Te dije que no hicieses ningún esfuerzo.
—No he hecho ningún esfuerzo —refunfuñé. Fui a mi habitación y dormí durante un buen rato.
Tal vez demasiado. Por la noche no tenía sueño y no podía dormir. Leí un poco. Luego hice zapping, pero no había nada interesante.
Miré el reloj de la mesita de noche. Era algo más de medianoche. El estómago me hacía ruido. Pensé que tal me conviniese tomar un tentempié.
Encendí la luz del pasillo y me dirigí hacia la cocina. Pero no llegué. Para mi sorpresa, la puerta del sótano estaba abierta.
—¡Qué raro! —murmuré. Mamá siempre cierra esa puerta. Es una maniática con lo de las puertas abiertas.
Me acerqué a la puerta y comencé a empujar para cerrarla. Pero me detuve al oír un ruido en el sótano.
¿Eran pasos?
Asomé la cabeza y escudriñé en la oscuridad.
—¿Quién… quién está ahí? —grité.
Oí más pasos.
Y luego la voz de un muchacho.
—Soy yo. Keith. ¿No te acuerdas de mí? Vivo aquí abajo.