La oficina de mi padre estaba situada en uno de los pisos más altos de un enorme rascacielos en la Castellana. Para acceder al edificio resultaba imprescindible presentar el carnet de identidad a un guardia que inquiría acerca de la persona a la que querías ver y el motivo de tu visita («personal», en mi caso). Pero se trataba sólo del primer control. Luego había que subir en el ascensor y entrar a la oficina de mi padre, y allí superar el segundo control, más sutil, menos severo y no por eso menos desagradable: el de una recepcionista cuarentona que dirigió una mirada crítica a mi minifalda. Se notaba que, debajo del traje caro y los dos kilos de maquillaje, se trataba de una mujer no demasiado guapa. Me preguntó a quién buscaba. Le informé que venía a ver al señor de Haya. Ella quiso saber si tenía cita.

—Soy su hija —le dije.

—Veré si puede recibirla —replicó, con tono de estar convencida de que el señor de Haya no se dignaría a hacer tal cosa.

Llamó por el interfono y comunicó a mi padre mi presencia en un susurro, como si le suministrara información confidencial. Esperó respuesta y luego me hizo saber con tono desabrido que mi padre me esperaba. Avancé por el pasillo enmoquetado sin rebajarme a dirigirle la mirada. Sabía perfectamente cómo llegar al despacho de mi padre.

Mi padre habitaba diez horas al día un pequeño cubículo cuya relativa intimidad —o sea, el hecho de que tuviera una puerta que pudiera cerrarse si el ocupante de la celda deseaba resguardarse de miradas insidiosas— le confería un cierto estatus dentro de su empresa. Era un despacho como tantos otros, de esos en los que se fotografían los ejecutivos de la revista Ranking: mesa de caoba, amplios ventanales de cristales blindados y ahumados, una litografía de Saura tras el respaldo del sillón tapizado, mucho lujo y tronío en general y cierto aire caduco y un tanto egoísta. Mi padre se desenroscó, sinuoso, desde su sillón, haciéndose cada vez más alto. Cuando se hubo alzado del todo me tendió la mano, me indicó con un gesto que me sentara frente a él y me rogó que cerrara la puerta. Así lo hice.

—Ya era hora de que dieras señales de vida, ¿no? Estoy harto de vosotras dos… —Encendió un cigarrillo en un gesto de impaciencia—. A ver, ¿cómo estás y qué quieres?

—Estoy bien. Estoy en casa de Mónica.

—Eso ya lo sabíamos. Y bien… ¿piensas volver? Supongo que sí, porque dudo que tengas la intención de pasar el resto de tu vida en casa de tu amiguita. Deberías hablar con tu madre y disculparte. Es con ella con la que te has peleado. En fin, ya sabes cómo es… Cuando se pone histérica es mejor no hacerle caso. Pero luego todo se le olvida. No le des más importancia de la que tiene. No ganas nada siguiéndole el juego.

De nada hubiera servido decirle que las cosas no eran tan fáciles, que la última discusión había sido demasiado violenta y que yo había llegado a un punto en que la mera presencia de mi madre me amargaba. Resultaba evidente que él estaba intentando a la desesperada zafarse de cualquier responsabilidad, y, en el fondo, yo no le culpaba. En cierto modo casi le agradecía la actitud absentista que había adoptado en los últimos años. Le prefería con mucho así que a como era en el pasado, cuando le daba por intervenir, por saldar las discusiones a golpes y bofetadas.

En ese momento repiqueteó el teléfono. Mi padre accedió a que le pasaran la llamada y acto seguido se enzarzó en una conversación de negocios, completamente ajeno a la presencia de su hija. Discutía, recuerdo, sobre unos márgenes de distribución. Por lo visto el futuro de la Humanidad dependía de que no subiesen un punto. Mi padre se iba acalorando cada vez más y entretanto yo jugueteaba nerviosa con uno de mis mechones blancos, esperando a que él diese por finalizada la conversación. Cuando por fin colgó, se me quedó mirando sin articular palabra, como sorprendido de mi presencia. Quizá, en el calor de la discusión, se había olvidado de mí. Después me dijo que tendría que perdonarle, que debía atender en breve una reunión importante. Entonces me puse a llorar. Juro que intenté contenerme, pero no pude. Él comenzó a tamborilear con los dedos sobre la mesa, visiblemente nervioso.

—Hija, por favor… que ya no tienes edad. Estamos en mi oficina, coño. Haz el favor de no dar la nota como tienes por costumbre.

Abrió un cajón y sacó una caja de pañuelos de papel. Me acercó uno para que me sonara. Me sequé las lágrimas e intenté reprimir los sollozos.

—¿Sabes? —dijo él—, quizá deberías hablar de esto con el psiquiatra. Estás en una edad muy delicada… ya sabes. Tu madre ha estado viendo a uno últimamente y parece que está mejor. Está tomando no sé qué pastillas que parece que hacen milagros, un antidepresivo que acaban de sacar los americanos. Mi secretaria también las toma.

—Pues no parece que a ella le funcionen —dije yo, milagrosamente repuesta—. No se la ve muy contenta, que digamos.

—Además —continuó él, como si no me hubiera escuchado—, parecía que tu psiquiatra te gustaba.

—Precisamente porque me gustaba me convenciste de que dejara de ir —respondí.

El médico al que se refería me escuchó durante tres sesiones y luego insistió en que mis padres fueran a verle, porque le parecía esencial confrontar nuestros problemas en una terapia de grupo. Obvia decir que mi padre se negó categóricamente a participar. Dijo que estaba demasiado ocupado como para perder el tiempo en tonterías semejantes, y que él tenía muy claro que no necesitaba ver a ningún psiquiatra. Después me enviaron a otro, bastante mayor que el primero, que se limitaba a escucharme sin molestar a mis padres.

Mi padre le echó una ojeada nerviosa al reloj y me anunció que debía marcharse. Me dijo que no me preocupara por mi madre, que él se encargaría de decirle que me había visto y que yo estaba bien. Por último, me preguntó si necesitaba dinero. Negué con la cabeza y salí del despacho pegando un portazo.

Antes de abandonar la oficina, a punto de entrar en el ascensor, giré sobre mis talones y le espeté a la recepcionista:

—Adiós, y que siga usted tan amable y tan simpática.

—Que sepas que cuando yo tenía tu edad tenía el mismo o mejor tipo que tú, y era bastante más educada —me respondió ella muy digna.

Mi padre debía de estar más que harto de convivir con dos enfermas mentales, su mujer y su única hija. Porque mi infancia, hace falta explicarlo, transcurrió con la conciencia de que mi madre estaba enferma, aunque nadie me precisó muy bien en qué consistía su enfermedad. Yo sabía que no convenía ponerla muy nerviosa ni someterla a emociones fuertes, que no podía beber alcohol ni pasarse demasiado rato frente al televisor, que debía tomar a diario unas gotas antes de cada comida, que su mesilla estaba repleta de frascos de pastillas de distintos colores a los que ella llamaba, en conjunto, su medicación. Y que no podía conducir. Cuando mi madre iba a buscarme al colegio era la única que no lo hacía en coche, y las otras niñas no comprendían que viniese a buscarme en autobús y que luego nos fuéramos de vuelta a casa juntas otra vez en autobús. Para eso, opinaban, bien podía irme yo en el autocar del colegio. Yo no acertaba a explicarles por qué a mi madre le tranquilizaba tanto saber que yo iba a volver con ella, por qué mi madre parecía tan deseosa de estar conmigo a todas horas, de no dejarme sola un momento. Tampoco sabía explicarles entonces por qué no podía conducir.

La primera vez que presencié uno de sus ataques yo debía de tener seis o siete años. Lo recuerdo bastante bien, aunque lógicamente las brumas de la memoria me hayan alterado un poco la escena. La memoria es mentirosa y muchas veces nos engaña transformando los hechos del pasado. Es, además, selectiva y subjetiva porque cuando rememoramos un episodio ya sucedido somos incapaces de reconstruirlo segundo a segundo, sólo recordamos los detalles que fueron más relevantes para nosotros. La memoria se deshace poco a poco en el olvido, como azúcar en agua. Así que trato de reconstruir la escena como puedo, aunque mantengo la seguridad de que mi percepción está alterada por montones de lagunas y lapsos que mi propia mente ha incorporado a aquella comida que tanto me impresionó.

Debía de ser un fin de semana, porque estábamos sentados los tres, mi padre, mi madre y yo, en la mesa del comedor. La luz del día se filtraba por la cristalera, así sé que no se trataba de una cena. Los días laborables mi padre no comía nunca en casa, y yo tampoco, casi nunca, porque lo hacía en el colegio. Fin de semana, pues. Mis padres estaban intercambiando agrias recriminaciones, pero me resulta imposible recordar el tema de la discusión. En un momento dado, mi madre elevó el tono de voz hasta un nivel desacostumbrado incluso para una casa como la nuestra en la que los gritos estaban a la orden del día.

Lo siguiente que recuerdo es que mi madre se derrumbó como una marioneta a la que le hubiesen cortado los hilos. La cabeza se le quedó colgando por encima de la silla, la melena rubia haciendo contraste con el tapizado damasco del respaldo. Estaba tan blanca como el mantel. Un hilillo de baba le caía por la comisura de los labios y descendía hacia la mandíbula. Boqueaba como un pez recién sacado del agua, y le acometían unos espasmos que le retorcían todo el cuerpo, como si le estuvieran aplicando descargas eléctricas: parecía un androide cuyos sistemas de coordinación acabaran de sufrir un cortocircuito. Mi padre saltó de la silla como accionado por una palanca, se precipitó sobre aquella muñeca babeante y desmadejada que hasta hacía unos minutos había sido su mujer, y le introdujo como pudo una servilleta en la boca.

«Llama al médico», gritó mi padre dirigiéndose a mí. «Llama al médico. Busca el número en una agenda negra que hay sobre la mesa de mi despacho. En la M. Explícale a quien te coja quién eres y di que tu madre ha sufrido un ataque». Por el tono comprendí que la cosa era grave y atravesé el pasillo volando. En dos zancadas me planté en el despacho de mi padre y me precipité sobre la mesa. La dirección y el teléfono del médico figuraban los primeros en la lista de la M y en una letra más grande que el resto de los contactos anotados, para resaltar, sin duda, la vital importancia de esa persona y ese número. Las manos me temblaban de tal manera que me costaba marcar los dígitos en el disco. Por fin llamé y me respondió una voz femenina a la que le expliqué entre hipidos lo que sucedía. Ella me contestó con voz tranquilizadora que no debía preocuparme, que en seguida avisaban al doctor. Volví corriendo al comedor. Mi madre yacía sobre la alfombra agitándose como una lubina recién pescada. Mi padre, que le sujetaba los brazos por encima de la cabeza, intentando contener sus movimientos asincopados, me ordenó, en cuanto vio asomar mi cara asustada por el marco de la puerta, que me fuera inmediatamente a la cocina y que esperara la llegada del doctor. Me quedé, pues, en la cocina apoyando la mejilla contra la puerta para poder escuchar el traqueteo del ascensor y anticiparme a la llegada del médico. Abrí la puerta cinco o seis veces, confundiendo las subidas y bajadas de los vecinos con la llegada de aquel señor, hasta que finalmente, después de una espera que para mí duró una eternidad, llegó aquel doctor al que yo conocía de toda la vida, el mismo que me había curado las paperas y la varicela y me había puesto inyecciones en el culo cuando yo era un mico que no alzaba dos palmos del suelo. Le dije que mi madre estaba en el comedor, y no hizo falta que yo le indicara dónde estaba puesto que ya conocía la casa. Entró en el comedor y cerró la puerta tras de sí.

A través de la madera de pino yo le escuchaba dirigirse a mi madre por su nombre de pila y mantener algún tipo de conversación con mi padre que no conseguía descifrar. Al rato salieron. Mi padre llevaba a mi madre en brazos, inerte como una muñeca de trapo, blanca y hermosa con su pelo suelto cayendo en cascada, como las ilustraciones que representaban a la Bella Durmiente en mis libros de cuentos. La llevó a su cuarto, seguido de cerca por el médico, y yo me quedé esperando. Poco después salió mi padre y me explicó en pocas palabras y con voz grave que todo había pasado, que mi madre se encontraba bien, aunque débil, y que no debía preocuparme. Me envió a jugar a mi cuarto, y yo obedecí como la niña buena que era entonces, y allí me tumbé sobre la cama, ocultando la cara en la almohada esforzándome por permanecer quieta, muy quieta, inmóvil, intentando contener los parpadeos y la respiración, y procurando dejar la mente en blanco como solía hacer cuando algo me preocupaba.

A la mañana siguiente mi madre vino a despertarme más cariñosa que de costumbre. Se sentó a mi lado y me dijo que esa mañana desayunaríamos las dos juntas en la cama, porque ella tenía muchas cosas que explicarme acerca de lo que había pasado el día anterior. Salió del cuarto y volvió al cabo de un rato con una bandeja plegable sobre la que había una jarra de zumo de naranja y un plato rebosante de croissants con mermelada, y entre tragos y bocados me explicó qué era la epilepsia.

A esta conversación se sucederían muchas otras a lo largo de los años en las que mi madre me explicaría el inicio de su enfermedad, sus síntomas y sus consecuencias; y con el tiempo llegué a tener datos suficientes como para poder elaborar un historial clínico detallado de mi madre, si hubiera querido. Yo fui mucho tiempo su confidente y solía hablarme con una claridad y una sinceridad que los padres no suelen utilizar con sus hijos. Desde luego, mi padre nunca me habló así.

Cuando volví a casa de Mónica, después de la entrevista con mi padre, me encontré a la parejita recién levantada, desayunando en la mesa de la cocina. Mónica me preguntó dónde había estado y le dije que había salido a dar un paseo. Insistió en que fuera prudente con los vecinos y no preguntó más. Luego Coco, sonriente, pasó a comunicarme la última gran idea que habían estado madurando. Después del éxito de la última venta de pastillas, habían decidido ampliar el negocio: hasta las tres de la mañana, Coco seguiría pasando, como siempre, en el bar de Malasaña en el que todo el mundo sabía dónde encontrarle. Después, se dedicaría a pasar éxtasis en La Metralleta. A partir de las cuatro cerraban la mayoría de los garitos, y a esas horas La Metralleta se ponía hasta los topes de jovencitos con ganas de bailar y de drogarse. Lo mejor de todo es que esta nueva operación no iba a requerir coste alguno de inversión, puesto que podrían fabricar algo parecido al éxtasis a partir del arsenal de pastillas de Charo.

—Eso se llama estafar —opiné.

—Te equivocas —respondió Coco—. Se llama aumento de rentabilidad. ¿No eras tú la que quería estudiar empresariales? Pues vete enterando: las anfetas las vendes a cinco libras, y los éxtasis a tres talegos. Además, todo el mundo sabe que en la calle no se encuentra éxtasis del bueno.

Yo ya había oído hablar de esos falsos éxtasis. De los niños que la palmaban de un síncope en medio de la pista de baile, de los que se enganchaban a un jaco que ni siquiera sabían que habían estado consumiendo. No me parecía de ley aquello de vender pastillas de palo.

—Qué tonterías dices… —me reprochó Mónica—. La cantidad de caballo es mínima.

—Bueno, haced lo que queráis —respondí—. Pero que conste que esta vez YO no pienso ser la que los pase.

Llamaron por teléfono: dos timbrazos, pausa, dos timbrazos. El código que indicaba que la llamada estaba dirigida a Coco. Él se levantó despacio y cogió el teléfono. Hubo un breve intercambio de miradas entre Mónica y yo. Yo estaba celosa porque ella le hubiese permitido a él en tan poco tiempo hacerse con su espacio de semejante manera. Y ella no quería que yo me metiera en lo que no me importaba.

—Pensé que nunca llamarías… —dijo él—. Sí, claro que lo tengo… Sí, en tu casa, como acordamos. Pero no te lo voy a llevar yo. Te lo llevará una amiga mía… Muy guapa.

La primera vez que mi madre sufrió un ataque, me lo contó ella misma, apenas contaba cinco años. Estaba jugando tan feliz cuando de repente una especie de fogonazo negro le nubló la vista. Lo siguiente que alcanzaba a recordar era la visión de un enjambre de caras curiosas, agolpándose unas sobre otras, comentando horrorizadas lo sucedido. Ese dato era común a todos sus ataques: el no recordar nada de lo sucedido una vez volvía en sí. Lo malo es que aquello ocurrió en pleno Campo de San Francisco, cuando jugaba al corro con otras niñas, y en seguida se corrió la voz de que la niña estaba endemoniada. Su padre la llevó a Madrid a que la vieran los mejores médicos de la capital. Entonces las cosas no eran tan fáciles. No existían la medicación ni los conocimientos de ahora, decía mi madre. Nadie parecía tener claro lo que le pasaba.

Cuando la niña creció, su madre, su padre y sus tías se pusieron de acuerdo por una vez. La niña no debía quedarse en Oviedo, porque allí todo el mundo sabía lo de su enfermedad, y resultaría imposible casarla. Al padre, que era abogado y había estudiado en Madrid, no le apetecía condenar a la niña a la maledicencia de los ignorantes, y a la madre y a las tías les parecía una pena que una delicia de chica como aquélla, tan fina y tan mona, se tuviera que quedar a vestir santos. (Cuando oía la historia me estremecía un escalofrío al pensar que si mi madre no hubiera sido tan guapa a las mujeres de su familia les hubiera parecido lógico condenarla a zurcir calcetines y a oír misas para el resto de su vida). Así que la enviaron a Madrid, a estudiar a un internado de monjas francesas donde las señoritas de familia bien aprendían francés, costura, bordado y economía doméstica, preparándose para convertirse en buenas esposas y madres el día de mañana. Las hermanas, enteradas de su problema, procuraron siempre ahorrarle emociones y disgustos a la niña, y habían sido bien informadas de los pasos a seguir si le sobrevenía una crisis.

En Madrid vivía un tío de mi madre que rondaba la cuarentena y tenía fama de vividor, y al que la familia no veía con muy buenos ojos. Ahora imagino que cuando la familia lo discriminaba por soltero y juerguista querían dar a entender su condición de homosexual. En cualquier caso, se trataba del único contacto con el que mi madre contaba en Madrid, así que, como niña educada que era, le hizo llegar una nota formal haciéndole saber su residencia. Su tío no tardó en responderla y rápidamente se convirtió, para alegría de mi madre y escándalo de la familia, en su chevalier servant, en el galante acompañante que los fines de semana la llevaba a pasear al Retiro, al cine, al teatro, a mirar escaparates por la Gran Vía, a los conciertos del Real, y a tomar cócteles en Chicote y que, eso sí, la dejaba en la puerta del internado a las nueve y media, como mandaban los cánones. Mi madre lo adoraba y ella estaba convencida de que él la correspondía de una manera platónica.

Habían llegado a tal grado de confianza que ella se atrevió a contarle su secreto, a pesar de que había sido bien aleccionada por su madre y por sus tías para no revelarlo a no ser que resultara estrictamente necesario. Su tío, que era un hombre culto, le enseñó a admitir su propia enfermedad, y le explicó que Julio César había sido epiléptico, y probablemente también la propia Teresa de Jesús, que se trataba de una enfermedad como cualquier otra, o quizá incluso distinta, porque era patrimonio de genios, y que ella, por tanto, no debía avergonzarse de serlo. Y esto me lo contaba mi madre con un punto de orgullo en la voz.

Tomando cócteles en Chicote, mi madre conoció a mi padre. Mi padre era entonces un abogado joven y guapo (el hombre más guapo de todo Madrid, según mi madre) que de inmediato puso los ojos sobre esa niña recién llegada de provincias y no paró hasta conseguir que se la presentaran. Le debí hacer gracia precisamente, decía mi madre, porque no quería saber nada de él, porque era una chiquilla tímida que no se atrevía a mirarle a los ojos y se negaba rotundamente a salir con él a solas. Le costó meses conseguir sacarme a pasear al Retiro. La verdad es que a mí me volvía loca, pero me hubiera muerto antes de permitir que se me notase.

Al cabo de un año, el día que ella cumplía los dieciocho, él, que ya rondaba la treintena y se confesaba cansado de aventurillas mundanas y deseoso de sentar cabeza con una mujer católica como Dios manda, se le declaró. En cuanto en Oviedo se enteraron de la noticia hubo consejo familiar en el que se decidió que la niña debería quedarse en Madrid, porque si se volvía a Oviedo era seguro que la distancia acabaría con la relación, y no era cosa de arriesgarse a perder a un partido como aquél. Además, si el joven novio iba a visitar a su amada a Oviedo, alguien acabaría por contarle lo del problema de la niña, y, de momento, lo mejor era mantener aquello en secreto. Así que se llegó a un acuerdo con las monjas según el cual, aunque mi madre ya había finalizado su instrucción, se le permitiría continuar residiendo allí siempre y cuando respetase estrictamente las reglas y los horarios de la casa. Mi madre «trabajaba» (es un decir) en la Sección Femenina enseñando cocina y organizando visitas caritativas a los barrios pobres. Y salía todas las tardes, con su tío o con su novio formalísimo, o con ambos, al hipódromo, al Gijón, al Chicote, al Café Comercial, a Lhardy. Tenía el novio más guapo de Madrid y llevaba una vida digna de figurar en los ecos de sociedad. Era feliz, en suma. Nadie le había enseñado a aspirar a más.

Cuando por fin se fijó la fecha de la boda, Herminita hubo de enfrentarse a un serio problema moral. Su novio no tenía la menor idea de lo de su enfermedad. Las monjas habían guardado celosamente el secreto, tal y como habían sido prevenidas, y, afortunadamente, él, mi futuro padre, nunca había tenido que ser testigo de una de sus crisis. La enfermedad era hereditaria, ella lo sabía, y comprendía muy bien que ningún hombre quisiera hacerse cargo de una esposa con semejante problema, y, menos aún, arriesgarse a transmitírselo a su progenie. Habría sido fácil mantener el silencio, tal y como la madre y las tías aconsejaban, y más tarde, cuando sobreviniera alguna crisis, asegurar que aquélla había sido la primera, que nadie sabía nada del asunto, pues no eran raros los casos descritos en los que el primer ataque no aparecía hasta muy entrada la edad adulta. Pero mi madre sabía que la mentira era un pecado, un pecado cuya gravedad se acentuaba más si cabe si se tenía en cuenta que ella iba a mentir a la persona con la que iba a compartir el resto de su vida, unidos por un vínculo basado en el respeto, la lealtad y la sinceridad mutua. Así que lo consultó con su confesor y finalmente resolvió contárselo todo a su novio.

Y cuál no sería su sorpresa cuando él pareció entender perfectamente el problema, y es más, resultó que estaba informado de la naturaleza de la enfermedad y sabía bien que se trataba de un problema neurológico y no de una maldición. Y no le importaba lo más mínimo que Herminita fuese epiléptica y no le parecía que aquello representase obstáculo suficiente como para interponerse entre su amor. Entonces, decía mi madre con un brillo nostálgico en los ojos, entonces me quería de verdad, y yo me casé segura de él, de que él me cuidaría toda la vida. Porque siempre la habían cuidado, las madres, las tías, las monjas, su tío, y ella no había podido imaginarse siquiera una vida en la que alguien no estuviera permanentemente pendiente de su persona. Pero él no era así. Él, que había imaginado niños correteando por la casa, uno o dos varoncitos que perpetuaran su nombre y una niña que heredara la belleza de la madre, se decepcionó al ver que aquellos niños no llegaban y se cansó pronto de ella, como un niño que, aburrido de jugar, relega para siempre a un rincón el cochecito por el que había suspirado tantos meses. Durante aquellos interminables años baldíos él se fue distanciando, hastiado de las quejas y suspiros de su esposa, de las consultas de los ginecólogos, de la amargura que envenenaba el aire de la casa. Ella jamás pensó que no tendría niños. Al principio se aburría, luego se desesperó, finalmente se convirtió en una histérica insoportable. Cuando por fin me concibió hacía tiempo que daba por perdido el amor de su marido, pero pensó que ya no importaba, que allí estaba yo para mimarla, para adorarla y para ocuparme de ella. Nunca pudo perdonarme que no lo hiciera.

Aquel portal impresionaba. Una escalinata de mármol que ascendía hasta perderse en un larguísimo pasillo que se adivinaba desde el portón de hierro. En el remate del pasamanos, un gato de piedra se sentaba erguido con dignidad y elegancia. Subí hasta el descansillo. El ascensor era imponente: uno de esos ascensores antiguos, de cabina, en cuyo interior las paredes, de madera noble, estaban revestidas de espejos. Un pequeño asiento forrado de terciopelo rojo sugería, allí dentro, una curiosa idea de anticuada comodidad. Pulsé el botón del tercero. El ascensor baqueteaba y chirriaba mientras ascendía lentamente, y se me ocurrió —tarde— que quizá habría sido mejor subir por las escaleras. Por fin, aquel trasto se detuvo y yo, aliviada, me encontré en el rellano del tercer piso con el chico que me había abierto el portal desde el portero automático y que había salido a recibirme. Se trataba de un muchacho joven, bronceado y engominado, vestido con una camisa a rayas planchadísima, unos vaqueros con aspecto de recién comprados y unos zapatos italianos. Le dije que venía de parte de Coco, y él asintió con la cabeza y me indicó que pasara. Entré y me condujo a un amplísimo salón decorado en tonos claros. Un cuadro enorme colgado encima de la chimenea llamó poderosamente mi atención: era un Zóbel, y parecía auténtico. Me preguntó si quería beber algo; un vaso de güisqui, quizá. Asentí con la cabeza, sin decir palabra. Se dirigió al mueble bar y volvió con una botella y dos vasos.

—¿Esta casa es tuya? —pregunté, por decir algo.

—Sí. Es decir, es de mis viejos. Están de vacaciones —me aclaró.

—Como todos —dije yo.

Sirvió el güisqui en los vasos con mano temblorosa y me alargó uno.

—¿Has traído el paquete? —me preguntó.

Saqué de la mochila un paquete muy pesado que me había dado Coco. Él me rogó que le esperase un momento. Asentí y, una vez hubo abandonado el salón, apuré el vaso de un trago. El chico regresó al minuto, transformado por una expresión de radiante satisfacción que le iluminaba las facciones; relevada, por lo visto, la tensión que suponía la incertidumbre con respecto al contenido del paquete. Se sentó en el sillón y me dedicó una mirada entre sorprendida y escrutadora, como si reparase por vez primera en mi presencia. Aquel día yo iba disfrazada de Mónica, apenas vestida con una minifalda mínima y una raída camiseta dos tallas menor de la que nos correspondía. Además, me había cardado el pelo. Me di cuenta de que el chico no apartaba la vista de mis piernas, y pensé que quizá debiera haber acudido al encuentro vestida de otra manera.

—¿A ti te gusta la música? —preguntó sin venir a cuento.

—Sí, claro —contesté.

—Mi viejo es director de orquesta, aunque dudo que sepas quién es.

Citó el nombre de un director bastante famoso. Le dije que sí, que le conocía —aunque no personalmente, claro—, que incluso le había visto dirigir alguna vez. Le expliqué que mi madre era miembro de la Asociación Filarmónica de Madrid, que de pequeña solía ir con ella a los Conciertos del Real. A él parecían sorprenderle mucho mis conocimientos de música. Los tíos deben de creer que cuando te pones una minifalda tu cociente intelectual disminuye automáticamente diez puntos.

—Deberías ver la colección de discos de mi viejo —sugirió—. Ven…

Se levantó y me indicó que le siguiera con un gesto de la mano. Cruzamos un pasillo largo, estrecho y oscuro, de paredes enteladas, que iba a morir a una habitación enorme, de aspecto sobrio y ordenado. Reparé en la presencia de un crucifijo sobre la cama, un detalle que me recordó a la habitación de mi madre. Además de la estrecha cama, había dos sillones de cuero con aspecto de ser muy cómodos, separados por una pequeña mesita. Una pared entera estaba forrada de estanterías en las que se apilaba una impresionante colección de CDs.

—¿Ésta es la habitación de tu padre? —pregunté.

—Sí, duermen separados.

—Los míos también.

Me explicó que en verano, cuando sus padres estaban de vacaciones, él se trasladaba a la habitación de su padre, que era la más fresca y la más tranquila de la casa. La suya daba al patio, me dijo, y entre el ruido de los vecinos y el calor le resultaba imposible dormir. Los dos últimos veranos no había salido de Madrid porque estaba preparando la oposición al Cuerpo Diplomático, cuya convocatoria tenía lugar en septiembre. Lo cierto es que tampoco albergaba muchas esperanzas de llegar a aprobar aquel año, y eso que era la tercera vez que se presentaba.

—Supongo que acabaré dándome por vencido, y entonces no tengo ni puta idea de lo que haré. Espero que el viejo me encuentre un curro en alguna parte.

Me senté en uno de los sillones y empecé a curiosear los lomos de los discos. Cogí el que más me llamó la atención: las Variaciones Goldberg interpretadas por Glenn Gould.

—¿Puedes ponerlo? —le pregunté.

—Por mí… como si te lo llevas. Nadie se va a enterar. Al viejo se los mandan de las compañías, porque escribe en el ABC y en varias revistas —me informó—. Fíjate: hay algunos que conservan el envoltorio de celofán. Ni siquiera los ha abierto. Qué raro que a una tía como tú, con esa pinta, le guste esta música… Por cierto, no me has dicho cómo te llamas.

—Bea.

—Yo me llamo Paco. ¿Quieres otro güisqui?

—Vale.

Cuando regresó con la botella y dos vasos, me encontró arrodillada sobre la moqueta, inspeccionando los discos. Yo calculé, de un vistazo, que allí había una pequeña fortuna en CDs. El chico se sentó a mi lado, sirvió un trago para cada uno, y luego inició una conversación sobre compositores que rápidamente se tornó en monólogo: me largó en cuestión de minutos una retahíla de nombres, fechas, obras y movimientos artísticos que me impresionó. Pero lo cierto es que él no mostraba ningún entusiasmo por lo que refería; más bien parecía que se limitaba a la mecánica repetición de una lección aprendida. Seguimos hablando de música y bebiendo. En algún momento él pasó su mano por encima de mi hombro. El güisqui empezaba a hacer su efecto y me resultaba difícil distinguir los nombres impresos en los cantos de los compactos. Me atrajo hacia sí y yo solté una risita nerviosa. Acercó su boca a la mía e intentó besarme. Aparté la cara, suave pero firmemente. Entonces él me apretó contra sí con más fuerza. Yo intenté desasirme y aquello empeoró aún más las cosas, porque la camiseta me venía, como ya he dicho, estrecha, y era corta, apenas alcanzaba a cubrirme el ombligo, de forma que, al moverme, resultó claramente visible el sujetador de satén negro que llevaba puesto (propiedad de Mónica, por supuesto). Me sujetó con fuerza los brazos, intentando besarme mientras yo me revolvía como podía, tratando de quitarme de encima a aquel fardo que babeaba sobre mí. Vamos, no seas cría, me susurraba al oído. Forcejeamos, me arrojó al suelo y se colocó sobre mí, inmovilizándome. Me puso los brazos sobre la cabeza y los sujetó con una mano mientras con la otra intentaba avanzar entre mis muslos. Me juré a mí misma que si salía bien de aquélla no volvería a abandonar los pantalones en la vida (y no lo he hecho). Finalmente hice acopio de fuerzas, las concentré en mis piernas, y le propiné un rodillazo en el estómago que le dejó sin aliento. Aprovechando su confusión, conseguí enderezarme; agarré la botella y le golpeé con ella en la cabeza. Sabía por experiencia que si le golpeaba ya no debía parar hasta dejarle inconsciente, pues si no sería mucho peor. Sabía que los hombres pierden el control cuando se ciegan por la ira, que los golpes les excitan, como a los toros, y que más vale no jugar a azuzarles. Sabía todo eso porque era lo que mi madre repetía al referirse a mi padre. Después del golpe, vaciló unos segundos, e intentó levantarse, así que le golpeé una segunda vez con más fuerza. Esta vez brotó un hilillo de sangre que le resbaló despacio por la frente. Y se desplomó.

Permanecí inmóvil un rato largo, con la botella en la mano, presa de una especie de hipnotizado terror. Durante unos minutos, el tiempo pareció detenerse. Creo que no moví un solo músculo de mi cuerpo, ni siquiera parpadeé, incapaz de recuperar la consciencia, de explicarme a mí misma lo que acababa de hacer. Cuando volví a hacerme con el control de mi persona, lo primero que hice fue llevarme la botella al coleto y apurar un trago, y después me acerqué cuidadosamente al tal Paco para comprobar que respiraba, que sólo estaba inconsciente. Le empujé levemente hasta conseguir darle la vuelta, y entonces reparé en que la cartera le abultaba en el bolsillo derecho de su pantalón. La extraje de allí e indagué en su interior: me encontré con diez mil pelas que me guardé en el sujetador. Buscando algo más que llevarme, abrí el cajón de la mesilla de noche, donde había papeles, un paquete de condones y el mismo atadijo que yo había entregado esa misma tarde a aquel chaval que yacía inconsciente sobre la moqueta: un paquete compacto y pesado que aún conservaba el envoltorio de papel de periódico, pero no las cuerdas con las que Coco lo había reforzado. Lo desenvolví con cuidado y con curiosidad, y me encontré con una pistola, la segunda que tenía en la mano en mi vida.

Mi padre tuvo alguna vez una pistola, que conservaba oculta en un cajón de su escritorio. Ya desde pequeña, muy pequeña, desde la primera vez en que mi padre pegó a mi madre, o puede que a mí, soñaba con abrir aquel cajón, agarrar la pistola, presentarme de noche en su cuarto y aprovechar el sueño de mi padre para descerrajarla sobre él. Incluso de mayor, más de una vez fantaseé con la idea de dispararla contra él, o contra mi madre, o contra mí misma. Pero nunca supe si la hubiese utilizado de verdad de haberse presentado la ocasión, porque un buen día desapareció de aquel cajón. Probablemente mi padre acabó por adivinar que yo la había descubierto y que a veces jugaba con ella. O quizá se deshizo de ella porque tenía miedo de sí mismo, de dejarse llevar en un arrebato de ira y dispararnos, vete tú a saber. Lógicamente no me atreví a preguntarle directamente por su paradero.

Pistola o revólver —no sé cuál es la diferencia entre una cosa y otra—, se trataba de un arma negra y brillante, que, a diferencia de la de mi padre, no tenía cargador. Era rectangular y compacta, con el mango revestido de madera barnizada, más pequeña que la de mi padre y menos pesada. Se acomodaba bastante bien en mi mano. La acaricié con sumo cuidado y con bastante miedo también, he de reconocerlo. Me situé frente a un espejo que había colgado de la pared y apunté a mi propia imagen.

Ascendía por las escaleras del portal de la casa de Mónica con el pelo enmarañado y la ropa arrugadísima, cargando como podía con dos enormes bolsas pesadas como lápidas. Ya había caído la tarde. Me crucé con los dos vecinos del caniche (aquello empezaba a resultar una obsesión), que me preguntaron —muy amablemente, eso sí— que adónde iba. Cuando repliqué que iba a visitar a Mónica, preguntaron entonces por Charo y su marido. Llevaban días sin verlos ¿acaso no estaban en Madrid? Les expliqué que estaban en Mallorca con los niños pequeños, de veraneo, aunque sabía que Mónica ya se lo había dicho.

—¿Y dejan aquí sola a la pobre niña? —preguntó la vecina.

—Es que tiene que estudiar —le respondí, muy seriecita.

Subí al ascensor y noté cómo, a mi espalda, los vecinos se alejaban, cuchicheando.

Me abrió la puerta Mónica. Me eché en sus brazos y le conté, entrecortadamente, interrumpiéndome de vez en cuando a causa de las lágrimas y los hipidos, lo sucedido: que había entregado el paquete como me habían encargado, que el chico había intentado violarme, que yo había acabado estampándole una botella de güisqui en la cabeza, y que todo había sido horrible. Mónica me abrazó cariñosamente para calmarme y entonces reparó en las bolsas.

—¿Qué traes ahí? ¿No lo habrás despedazado…?

—No, claro que no —me sequé las lágrimas con el dorso de la mano—; no tenía dinero para el taxi de vuelta, así que no tuve más remedio que quitarle lo que llevaba en la cartera. Luego decidí, que, ya puestos, me llevaría todo lo que pudiera. Así que le saqueé la nevera y metí lo que había en dos bolsas de la compra. He encontrado también algunas cadenas de oro de la madre y un walkman. Nada de importancia.

Se me quedó mirando boquiabierta.

—¿TÚ has sido capaz de hacer eso? —preguntó, y su manera de pronunciar el tú me dejó claro que me creía incapaz de hacer algo semejante.

En ese momento intervino Coco, que había estado contemplando la escena, aunque yo no podría precisar cuánto tiempo llevaba en el recibidor. Me dijo, en un tono de voz considerablemente más alto del habitual, que estaba loca, que no tenía ni idea de las consecuencias de lo que había hecho. Ajena a aquella saturación de decibelios, le contesté con la mayor tranquilidad que no le diera importancia a lo que había hecho, puesto que había puesto especial cuidado en no llevarme nada de valor. Se trataba, pues, de un hurto, no de un robo; es decir, nada serio, legalmente hablando.

—Es como robar en el Corte Inglés. No se va a la cárcel por eso —le dije.

—No sabes lo que has hecho —dijo él, moviendo preocupadamente la cabeza de un lado a otro—, me parece que nos has metido en un buen lío.

—¡Tú eres el que me metes en líos! —respondí, indignada—. ¿Qué coño hago yo paseándome por Madrid con una pipa encima? ¡Podías haberme avisado!

Intenta explicarle a tu psiquiatra, a ese psiquiatra al que paga tu padre, lo difícil que resulta que le hables a él, a alguien que no ha pasado por esto que tú estás pasando. Explícale que te sientes enferma, que podría tratarse de un síndrome de abstinencia o de una simple depresión, el caso es que llevas dos días llorando, y que de vez en cuando ese nudo que te atenaza la garganta se hace tan agobiante que tienes que encerrarte en el cuarto de baño para que Mónica no te vea llorar. Si te pregunta que por qué te sientes triste podrías ofrecerle mil explicaciones, o ninguna. Te sientes triste porque ya no crees entender a Mónica, ni crees que ella te entienda a ti. En realidad, y para ser sincera, no crees que nadie pueda entenderte. Lo cierto es que últimamente vuestras diferencias se hacen cada vez más dolorosas y evidentes. Es como si te hubieras empeñado durante seis largos años en construir un refugio privado que se ha desmoronado de repente, y al quedar al descubierto el andamiaje sobre el que habías construido toda esta relación ilusoria, te has dado cuenta de que estaba hecho de cañas frágiles; no de vigas de acero, como te habías creído. Crees que estás tan desesperadamente necesitada de afecto que te empeñas en mantener a tu amiga cueste lo que cueste, aunque la temes, y a veces la desprecias, y a veces también la odias, pero lo cierto, lo tristemente cierto, es que también la amas. La amas con locura, nunca mejor dicho. Supones que te resultaría imposible dejar de verla porque tus afectos son muy primarios: quieres a tu amiga de la misma forma que habrías debido querer a tu padre o a tu madre, irracionalmente, infantilmente. Sabes que las relaciones se deben fundar, idealmente, en un acervo común de ideas, opiniones o intereses, pero tú las basas exclusivamente en tu desesperada necesidad de amor y con tal de sentirte querida sacrificas lo que sea, incluidos tus principios y tu propia seguridad. Pero sabes que junto a tu amiga y su novio estás languideciendo como una lamparita que se apaga. Ya no compartes nada con Mónica, ya no la entiendes, ya no te hace reír. Y por otro lado te resulta insoportable la idea de estar sin ella, porque entonces ¿qué te quedaría en la vida? Intentas superar una serie de cosas, no juzgar, no obsesionarte con la idea de que tus padres son los responsables de tu infelicidad, para evitar dejar en sus manos la posibilidad de que algún día llegues a ser feliz. Sí, ya sabes eso de que hay que mirar atrás con objetividad, recuperar a la niña que fuiste y que sigue estando dentro de ti. Pero ¿y si un día la encuentras?; ¿y si a ella no le gustas o ella no te gusta a ti?; ¿y si cuando la despiertes se niega a volver después a la cama?; ¿y si decide quedarse toda la noche viendo la tele? Te repites a ti misma todos los días que lo importante es seguir adelante, siempre adelante, y olvidar, pero no lo consigues. Hay días en que no puedes soportarlo más. No entiendes por qué te ha dolido tanto la visita que has hecho a tu padre, por qué te hacen sufrir tanto los gritos de tu madre, por qué eres incapaz de encontrarle el lado cómico a sus locuras, tal y como tu padre hace. Intentas explicarle que estás asustada, que te sientes celosa de Coco, que no estás muy segura de los líos en que te estás metiendo. Tus explicaciones son confusas y además están plagadas de términos que el psiquiatra no entiende: Coco es un «macarra reciclado» que se las da de pijo y se dedica al «trapicheo» y a «tangar», y Mónica una «pija reciclada» por mucho que se las dé de «indie» y de «undergrunge», y empiezas a estar harta de que Mónica y Coco no conciban la diversión si no van «puestos», y hay un tío en La Metralleta al que parece que le gustas y Mónica dice que es un «estupa», pero tú opinas que lo que le pasa es que es un yuppie con un «cuelgue sideral»… Intentas explicarle que te encuentras cada día peor, física y mentalmente, pero el doctor no te entiende cuando le hablas del «bajón de las pilulas», y poco a poco te vas liando más y más, y te encuentras con una maraña de pensamientos enredados entre las manos que no sabes cómo desmadejar; no, no sabes cómo empezó todo esto, en qué momento empezó a fallarte la cabeza o cómo podrías organizar tus pensamientos en una lista coherente para buscar entre ellos el que está equivocado. Porque sabes que las cosas no van bien pero eres incapaz de determinar qué va mal exactamente. Y el doctor acaba por recomendarte que practiques más ejercicio y te extiende una receta. Inténtalo, siempre es lo mismo. O al menos eso es lo que me sucedía a mí, y lo que me sucedió aquel 23 de julio en el que acudí a mi cita semanal con el psiquiatra.

Me había largado sin avisar para ir a la consulta, aprovechando que ellos aún dormían. Tras la discusión de la noche anterior no me habían quedado ganas de seguir dando cuentas de mis actos. Al regresar me encontré a Mónica despierta, que me largó, cómo no, la consabida charla. Me dijo que había que evitar, en lo posible, que nos paseásemos de día por su edificio, para que el portero no barruntase que nos alojábamos en su casa. Yo le repliqué que Coco también se había marchado, que habría ido a arreglar alguno de sus negocios, así que no era yo la única a la que los vecinos pudieran haber visto. Le expliqué que venía de ver al psiquiatra y no dijo más, porque ella siempre estuvo de acuerdo en que yo necesitaba ayuda profesional, no fuera que me diera por repetir aquel primer numerito del suicidio. Aunque Mónica siempre mantuvo, eso sí, que la que de verdad necesitaba un psiquiatra era mi madre. Luego, cuando le enseñé la receta que traía, casi dio saltos de alegría. Resulta que el psiquiatra me había recetado un ansiolítico que, mezclado con alcohol, tenía efectos psicotrópicos, de forma que, según Mónica, podíamos ponernos a base de bien, o podíamos intentar venderlo. Obvia decir que a Mónica ni se le pasó por la cabeza que yo siguiera el tratamiento tal y como el prospecto indicaba, es decir, que tomase un comprimido con las comidas y me abstuviese de consumir alcohol. No creía que de verdad lo necesitara.

No hablamos de los besos apasionados que intercambiamos en el cuarto de baño de La Metralleta. Ella hacía muchas cosas cuando bebía, acciones de las que luego se arrepentía o que olvidaba. Por tanto, no me atreví a preguntar. Nunca he tenido derecho a las preguntas.

La manía de enviarme a los psiquiatras vino de mi madre, que, constantemente medicada como estaba por lo de su epilepsia, había dado por sentado que todas las enfermedades podían curarse, o al menos controlarse, con pastillas y especialistas. Aunque a mí nunca me pareció que lo de mi madre fuera para tanto. Tiendo a creer que en realidad utilizaba su enfermedad como arma, para hacernos sentir culpables por la poca atención que, según ella, le prestábamos. A mi madre sólo le conocí otros dos ataques tan fuertes como el primero: los dos en Nochebuena. En esa fecha, la oficina de mi padre cerraba muy pronto, antes del mediodía, y era costumbre que los empleados se fuesen luego todos juntos a celebrar la Navidad. Aquel día del año se olvidaban las jerarquías, y, en un alarde de igualitarismo, los abogados flirteaban con la recepcionista y el jefe de contabilidad le hacía confidencias al botones. Con esa excusa mi padre solía presentarse en casa ligeramente achispado y mucho más tarde de lo que mi madre creía conveniente. Ella se quejaba entonces de que apestaba a alcohol. Él le respondía que el hecho de que ella no supiera divertirse no era razón para impedir a los demás que lo hicieran. Después, ella se ponía a llorar. Y así todos los años.

En dos ocasiones mi padre llegó más tarde de lo esperado, cuando el pavo ya se había enfriado en el horno y las hojas de la escarola comenzaban a ennegrecerse por efecto del vinagre, y se encontró a mi madre hecha un mar de lágrimas, borboteando insultos y reproches, y a mí parapetada tras ella, debatiéndome entre la indignación y el hastío. Ella (a gritos) le dijo: «Te parecerá bonito llegar a estas horas, te da totalmente igual que tu hija y yo nos hayamos pasado el santo día preparando la cena para que el señor llegue a las once de la noche, después de haber celebrado una festividad que se supone santa vete a saber dónde y vete a saber con quién». Él (también a gritos) le respondió: «Herminia, ¡por favor!, tengamos la fiesta en paz. Por lo menos en Nochebuena, para variar. Además ya sabes que no me gusta nada que me montes estas escenitas delante de la niña». Ella (gritando más aún) le respondió a su vez: «Sí, la niña… ¡mucho te preocupa a ti la niña ahora! Como si la niña te importase a ti mucho. ¡Si apenas la ves…! Además, a la niña le vendrá bien saber cómo va a ser el tipo de hombre al que no se tiene que acercar en el futuro». Si no eran estas frases, serían otras parecidas. Reproches que se sucedían al menos una vez por semana. Letanías que habían perdido su sentido de puro repetidas. Pero yo sabía que no me iba a acercar nunca a un hombre como ése o como ningún otro. Yo, por entonces, quería meterme a monja. El único modelo de mujer sola que conocía.

Aquella primera Nochebuena de drama yo tenía doce años, y cuando empecé a ver las convulsiones de mi madre y me di cuenta de lo que estaba pasando, cuando tuve que volver a buscar el número del médico, con el pulso disparado y las manos temblorosas, odié a mi padre por hacerle todo aquello, por ponerla en semejante estado.

La mismísima escena se repitió tres años después. Pero aquella vez mi padre llegaba absolutamente borracho; no simplemente achispado, no: curda perdido. Yo me daba perfecta cuenta, por su lengua de trapo y sus andares en zigzag, de lo que le pasaba. El caso es que cuando mi madre se cayó al suelo tras la bronca consabida y los insultos saturados de decibelios, él no pareció preocuparse, no sé bien si porque el alcohol no le permitía darse cuenta de la gravedad de la situación o porque había llegado a un punto en el que las crisis de mi madre ya no le inspiraban temor, sino cansancio. Fui yo esta vez la que sujetó a mi madre y le puso una servilleta en la boca, pero, para mi sorpresa, él no corrió al teléfono como yo hubiese esperado, sino que se dirigió a su cuarto con paso inseguro y tambaleante. «¿Pero qué haces?», le dije, «¿vas a dejar a mamá así, o qué?». «Encárgate tú», me respondió. «Al fin y al cabo, ¿no estáis las dos tan hartas de mí? Pues arregláoslas sólitas». Mi madre seguía entre mis brazos, ya inconsciente. El ataque había sido corto. Le grité a todo pulmón a mi padre que era un hijo de puta y que le odiaba con toda mi alma. Entonces se dio la vuelta en medio del pasillo y se dirigió hacia mí precedido por el estruendo de sus pasos. «A tu padre no le hablas tú así», vociferaba, «¿entiendes? Tú no le hablas así a tu padre». Y antes de que pudiera darme cuenta ya lo tenía delante. Me arreó un bofetón que cortó el aire. Las lágrimas se me agolparon a los ojos a la vez que mi madre se resbalaba de mis brazos y caía al suelo. Escuché cómo su cabeza golpeaba contra el linóleo de la cocina y me temí lo peor. Odié a mi padre en ese momento como nunca había odiado a nadie, ni a las monjas, ni a las pijas del colegio. De hecho, creo que nunca he vuelto a odiar de esa manera a ninguna otra persona. Para entonces mi madre y yo ya nos habíamos distanciado, pero por un momento volví a experimentar esa simbiosis, ese sentirme parte de ella, integrada en un ejército en lucha contra un enemigo común.

El método casero de fabricación de pastillas resultaba muy simple. Las anfetas se machacaban en un mortero y se mezclaban con algo de jaco y un poco de aspirina infantil. La mezcla resultante se introducía en unas cápsulas de termalgín previamente vaciadas. Y voilà. Resultaba tan simple que yo no creía que de verdad fuera a funcionar.

Coco me había explicado, punto por punto, lo que tenía que hacer. Recibí detalladísimas instrucciones referentes al tipo de preguntas que debía hacer a mis clientes para identificar a posibles policías camuflados. Si te asalta la menor duda, decía Coco, no vendas. Si viene alguien mayor de veinticinco, no vendas. Según Coco, yo iba a ser la camello ideal precisamente porque no tenía ninguna pinta de serlo: mi belleza atraería a clientes indecisos y mi aire inocente no despertaría sospechas. ¿Por qué cuando Coco se refería a mi belleza siempre era para encontrarle aplicaciones prácticas? Yo quería que alguien me viera guapa porque sí, sin esperar nada de ello.

Ya habíamos hecho correr la voz por toda La Metralleta de que yo estaba pasando éxtasis. Así que me dirigí a la esquina de rigor a esperar a mis clientes. Iba tranquila: todo había salido bien la primera vez y no tenía que ir peor la segunda. Ya le había cogido el tranquillo a la cosa y creo que, en el fondo, me gustaba hacerlo. Me consolaba la certeza de que existía al menos una actividad en el mundo que se me daba bien.

Le vi atravesar la pista y me quedé de piedra. No pegaba nada en el sitio. Un yuppie-pijo que se las daba de moderno (vaqueros, camiseta de algodón, sonrisa profidén, estructura ósea de atleta yanqui y bíceps de gimnasio; aspecto general de no haber roto un plato en su vida), y que se acercó a Mónica enarbolando su amplia sonrisa como si fuera una bandera blanca. ¡Javier López de Anglada en persona honrando a La Metralleta con su impecable presencia! Había sido el primer novio formal de Mónica, cuando ella tenía dieciséis años y él veintidós. Estuvieron saliendo juntos casi un año, si bien es cierto que no se veían mucho ni tampoco ella parecía muy interesada en él. Siempre pensé que, en realidad, Mónica le utilizó como una excusa para disponer de mayor libertad y así poder entrar y salir a sus anchas, ya que Charo adoraba a Javier (yo le detestaba, en buena lógica) y desde que él empezó a frecuentar su casa se mostró mucho más permisiva con los horarios y salidas de su hija adolescente. Charo no cesaba de insistir en cuán fino y educado era Javier, y cuán fina y educada su familia. (Me veo obligada a hacer constar que la madre de Javier era una Grande de España y que su nombre solía aparecer en las listas de las más elegantes del año).

Después de que Mónica le dejara, Javier le escribió cartas y cartas. Estaba obsesionado con su exnovia, y ella se las había arreglado para utilizar esa obsesión y mantener la amistad durante años, porque le convenía. Siempre conviene contar con alguien que te adora y que además nada en dinero. Pero creo que había algo más que ella no reconocía: que en el fondo le conmovía aquella admiración perruna que se mantenía inalterable con los años. En cuanto terminó Empresariales, a los veintidós años, Javier había pasado a ocupar un puesto directivo en una de las empresas de su padre, cobrando un sueldo astronómico, y a los veinticinco ya presentaba ese aspecto serio y contenido, un tanto estúpido, de las personas establecidas prematuramente. Observé cómo él la besaba en la mejilla y cómo ella abrazaba su cintura con naturalidad, sin dejar de preguntarme qué diablos haría Javichu en aquel antro, en el que desentonaba como Alfredo Landa en una carpa dance, y no me cupo duda de que había ido allí buscando a Mónica. Todavía se veían con asiduidad y de vez en cuando se acostaban juntos. Ella me había comentado alguna vez, entre risas, que Javier tenía un aparato enorme, y cuando pensaba en aquello me sentía como ahogada en una especie de vacío mudo, oscuro e inclasificable.

Unos leves toquecitos en el hombro distrajeron mi atención de la escena. Me di la vuelta y me encontré, otra vez, con aquel tipo alto que parecía perseguirme. Me llamó rubita y me dijo si no sabía dónde podía encontrar algo para «animarse un poco». No me puse nerviosa.

—Por la forma en que me estás mirando, creo que yo ya te animo suficiente —le dije—. Por cierto, es Belcor.

—¿El qué?

—El sujetador. Como lo miras tanto…

Sonrió.

—Gracias por la información. Belcor. Compraré acciones.

—Mejor compras Levis. Creo que están subiendo —le sugerí, señalando con un gesto su entrepierna—. Ahora, si me disculpas, creo que voy a ir a bailar un ratito. —Y desaparecí hacia la pista, fundiéndome entre las sombras como un negativo de mí misma.

Me resultaba muy fácil ser descarada por una razón muy sencilla: no estaba interesada en entablar ninguna relación íntima con él, y por tanto, era capaz de dedicarle todo tipo de comentarios equívocos sin el menor rubor, ya que me importaba un comino la impresión que pudiera causarle. Era tímida —soy tímida—, y por eso la gente solía creerme menos lista de lo que en realidad era, pero con dos copas encima podía ser tan ocurrente como Mónica, aunque por lo general no se me presentaban muchas oportunidades de demostrarlo.

Supongo que cuando Mónica me contaba sus noches con Javier yo sentía los mismos celos que tanto reconcomían a Caitlin cuando algunas de sus amantes le narraban sus experiencias con los hombres. Supongo que en el fondo todos sentimos lo mismo, puesto que al fin y al cabo venimos de lo mismo: hidrógeno, helio, oxígeno, metano, neón, argón, carbono, azufre, silicio y hierro, los compuestos básicos del universo, moléculas elementales que existen desde el principio de los tiempos y que, recombinadas entre sí, han dado lugar a otras más complejas. El desarrollo de la vida es un milagro inevitable, una milagrosa combinación de elementos según una trayectoria de mínima resistencia. Dadas las condiciones de la Tierra primitiva, la vida tenía necesariamente que surgir; del mismo modo que el hierro inevitablemente se oxidará en el oxígeno húmedo. Cualquier otro planeta que se pareciese física y químicamente a la Tierra desarrollaría vida. Todos somos inevitables, todos venimos de lo mismo, todos constituimos un milagro en nosotros mismos. Energía y moléculas es vida. Amor y frustración igual a celos. Milagros que provocan en mí reacciones elementales e inevitables. Mujeres que son mundos en sí mismas, mundos habitados por millones de seres vivos —células y microbios y bacterias y parásitos microscópicos que significan a nuestro cuerpo lo mismo que nuestros cuerpos a la Tierra—, mundos similares aunque distantes. Mundos todas nosotras, planetas que orbitamos en torno a una fuente básica de energía: el afecto, o su carencia.

Órbita cementerio.

Vendí éxtasis en Madrid, mi novia los vendía en Edimburgo: la ciudad es siempre la misma, la llevas contigo. Allá donde yo fuera acababa enredada en historias de negocios clandestinos, y atraída por mujeres que demostraban un desprecio arrogante hacia leyes en las que no creían. Lo digo porque la venta de estas pastillitas le arregló el presupuesto a Mónica aquel verano, y constituiría después una de las principales fuentes de ingresos de la chica con la que vivía: Caitlin.

Caitlin y yo siempre teníamos problemas de dinero. Yo vivía, supuestamente, de mi beca, pero lo cierto es que la beca apenas hubiese dado para pagar el alquiler, en el caso de que hubiera debido pagarlo. Como no lo pagaba, parecía evidente que debía encargarme de comprar la comida y abonar las facturas. Aunque nunca lo acordamos de palabra, funcionamos así desde el primer momento. Así que, para redondear el presupuesto, yo daba clases de español a estudiantes de la Universidad, previsibles y aburridos, la cara repleta de granos y el cerebro de aire, y de vez en cuando trabajaba de camarera en un bar que estaba al lado de nuestra casa. No me pagaban muy bien, no tanto como a Cat, porque el mío no era un bar de moda y además no cocinaba, pero el sitio me gustaba. La música sonaba siempre a un nivel más que discreto y el jefe era un tío tranquilo que nunca hablaba demasiado ni se metía en lo que no le concernía. A la hora de comer el local se llenaba de dependientas de Boots que rumiaban sándwiches de pepino con los ojos bajos, mientras leían novelas escritas por la tía abuela de Lady Di. Por las tardes les sucedía algún que otro grupito de estudiantes tranquilos o de treintañeros que jugaban a los dardos. Caitlin, como ya he dicho, trabajaba de chef en un local coqueto que se reseñaba en The List como uno de los lugares más interesantes de la ciudad. Cat estaba bien pagada, para lo que era habitual, porque el encargado, una loca desorejada que llevaba el pelo teñido de rosa, sabía bien que la cocinera era uno de los mayores reclamos del local entre la clientela femenina. Pero aunque la paga fuese generosa, eso no quitaba que siguiese siendo exigua, como en toda la hostelería. De manera que Cat redondeaba sus ingresos trapicheando éxtasis que vendía entre sus muchas admiradoras y su miríada de amigos.

En Glasgow, el negocio de los éxtasis había llegado a ser tan provechoso que las mafias que los distribuían se enfrentaban a balazos por las calles. En Edimburgo la cosa todavía no había alcanzado aquellas dimensiones, pero parecía que faltaba poco para llegar a una situación parecida. En las fiestas siempre había un tío o tía delgadísimo apostado cerca de la cocina o en el cuarto de baño, distribuyendo entre los invitados la pastillita indispensable. En Cream y en Taste, los dos clubes que se habían convertido en las catedrales norteñas del techno, la masa bailaba en comunión al ritmo de un solo latido, una sola música, una sola droga, un único espíritu que hermanaba a los fieles.

Traficar era muy arriesgado. No se consideraba un delito menor, como en Madrid. Día tras día había redadas en Cream, en Taste, en Negotians, en The Honeycomb, en La Belle Angèle. Se cerraban unos clubes y se abrían otros, y la clientela seguía en hordas a sus DJs de un local a otro como un pueblo elegido seguiría a su profeta en el exilio.

Entre los que trapicheaban los más listos se hacían de oro y los menos avispados acababan con sus huesos en la cárcel. Cat estaba entre los unos y los otros. Yo fingía no querer enterarme de sus actividades, le repetía una y otra vez que estaba harta de drogas, que ya me había metido en un buen lío en Madrid y no quería meterme en otro en Edimburgo. Pero la verdad es que cada vez nos costaba más llegar a final de mes, así que no me quedaba más remedio que transigir y dejar que la cosa siguiera adelante, por necesidad y porque no quería controlar demasiado la vida de Cat. Sabía que a ella la sacaba de quicio cuando le decía lo que debía o no debía hacer.

Los jueves libraba Cat y solíamos salir. Primero íbamos a Negotians a tomar una copa y charlar con Barry, luego íbamos a bailar a cualquiera de los clubes en los que pinchara Aylsa. Yo me metía un éxtasis y me lanzaba a la pista a diluirme en techno y en MDMA. Baila, olvídate de todo, deja de ser persona, fúndete en esa masa que baila contigo. Deja de existir como individuo, deja de pensar por tu cuenta y dejarás de sufrir, mientras el tiempo sigue desangrándose minuto a minuto. En aquellos momentos entendía por qué los hombres y las mujeres de todo el orbe, pese a todo, se empeñan en creer en poderes superiores a las manifestaciones humanas; y es que en medio de aquella extrema exaltación sentía que me perdía por algunos momentos en una vida superior, divina, que me absorbía y me integraba en ella. Como un lucero al despuntar el día, mi identidad se borraba ante una luz mayor.

Así que los jueves me metía mi pastilla de rigor y el resto de la semana me dedicaba a martirizar al ángel que me la había regalado acribillándole con mis remordimientos fariseos.

Hipócrita de mí. No hacía más que recriminarle a Cat que pasara pastillas, pero luego no me sentía capaz de sobrevivir sin ellas. Me hacían feliz, me hacían olvidarme de mí misma, me hacían querer a Cat, me hacían pensar que la vida merecía la pena. No era la misma sin aquellas ayuditas blancas y redondas. A pesar de todo, nunca me metía más de dos a la semana (jueves siempre, sábado a veces). Sabía que todo lo que sube baja, y que lo peor de cualquier escalada es el descenso.

Necesitaba las pastillas, ya no sabía vivir sin ellas. A veces pensaba en mí misma y en la vida que había llevado y me daba la impresión de que era una mujer marcada que ya nunca podría llevar una vida normal, y que, por mucho que me esforzara, me iba a resultar imposible querer a la gente o sentir la más mínima empatía hacia la mayoría de las personas. Mi cerebro, creía yo, ya estaba tocado y durante el resto de mi vida me acometerían de forma cíclica accesos incontrolables de llanto y descensos drásticos de autoestima. Me sentía como si llevase en mi interior una especie de interruptor que una vez accionado desencadenara lo peor de mí, y que se podía activar de varias maneras, existían diversos métodos para ponerme fuera de mis cabales: los gritos de cualquier tipo, las recriminaciones violentas o las frases desagradables repentinas o aparentemente inmotivadas, del tipo de las que usaba Caitlin cuando perdía la paciencia. Entonces volvía a sentirme como cuando tenía ocho años, y empezaban las lágrimas. A las lágrimas sucedían los hipidos y los sollozos. Después llegaban los temblores. Al cabo de diez minutos me había convertido en un patético guiñapo lacrimoso que apenas recordaba la razón de su llorera. Las crisis podía provocarlas por la menor estupidez. Cualquier día llegaba a casa cansada y de mala leche, con los huesos baqueteados del traqueteo del autobús, y la cabeza aturdida, resonantes todavía los ecos de las preguntas estúpidas de mis alumnos, esos estudiantes acneicos a los que intentaba, sin mucho éxito, colocarles algo de gramática española en los intersticios de sus cuatro neuronas. Llegaba a casa y me la encontraba, como de costumbre, hecha un desastre, y a Caitlin hecha un ovillo en el sofá desvencijado y lleno de lamparones, mirando embobada cualquier concurso de la televisión, con el mando a distancia en una mano y una lata de cerveza en la otra. Le reprochaba su abulia con mi tono más áspero. «¿Es que no eres capaz de hacer algo para ti misma?, ¿es que pretendes seguir malviviendo toda tu vida? Tienes cabeza, joder, y tienes tiempo. Ahora no trabajas ni cuatro noches por semana. Podrías dedicar el tiempo que te sobra a estudiar, a intentar hacer algo para salir de esta vida que llevas». Ella volvía la cabeza y me clavaba en los ojos su mirada, dos brasas verdosas llameando de ira, y me recordaba que ella también trabajaba y también estaba cansada, y que si lo que yo buscaba era otro tipo de persona ya podía salir a la calle a ver qué encontraba y no empeñarme en hacer de ella otra mujer que no era, que más me valía intentar cambiar de persona que cambiar a una persona. Me acusaba de dominante y de histérica. «No me extraña que nadie te aguante, que mis amigos no te puedan ni ver», decía. «No me extraña que nunca recibas una sola carta desde España. Con ese carácter no me extraña que todo el mundo te haya dado de lado. Lo que me asombra es que yo te haya aguantado tanto». Y seguía en esa línea, soltando sapos y culebras por la boca, frustrada, amargada, cansada, harta. A mí se me saltaban las lágrimas y de repente era como el destello repentino de un flash en el interior de mi cerebro: zas, lo veía todo claro. Nadie me aguantaba y nadie me aguantaría nunca porque era una persona insufrible, incapaz de controlar mis arrebatos y mi mala leche, porque estaba tocada. Y no podía estar de otra manera con semejante padre y semejante madre. Tanto por herencia como por educación, estaba condenada a que la cabeza no me rigiese. La autocompasión me inundaba el cerebro y bloqueaba sus conductos, la comunicación entre sus neuronas.

Pero había otros momentos en que me sentía muy feliz. Había días luminosos en los que Cat y yo poníamos discos en casa y yo bailaba al son de Saint Ettiene e improvisaba absurdos bailes de Isadora Duncan zumbona, atravesando la cocina de puntillas y elevando las manos hacia arriba, más arriba, más arriba, a punto de tocar el techo con las puntas de mis dedos, y Caitlin, siempre con su vaso de güisqui en la mano, se reía de mi torpeza sentada en una esquina, cruzando y descruzando las piernas con elegancia felina.

Otras veces preparábamos curris y otros platos exóticos (la paella era uno de ellos) mientras escuchábamos a Mc Solaar y yo, pacientemente, le repetía a Caitlin los pasos a seguir en las recetas intentando en vano que se los aprendiera. Experimentábamos con especias y condimentos y nos divertíamos añadiendo ingredientes que no estaban en el libro de cocina. Cat cortaba cebollas, fregaba platos y cuchillos, mientras, serpenteando las caderas al ritmo de la música, seguía un ritmo nor-noroeste entre la cocina y el fregadero, y yo removía la olla como una aprendiz de bruja, con los cabellos revueltos y sudorosos impregnados de olores y refritos, y de cuando en cuando interrumpía mis intentos gastronómicos para ofrecerle a Caitlin pequeños besos especiados que sabían a aceite y humo. Cada gotita de agua que resbalaba del grifo, espaciada y musical, se convertía en un luminoso recuento de segundo, chispeando bajo el rayo fluorescente del neón. Miraba a Caitlin y me sentía invadida por una ternura tan viva como un dolor.

Sí, a ratos adoraba a Cat. No por su belleza ni por su sentido del humor, sino, básicamente, porque sabía que ella era una buena persona, quizá la primera persona auténticamente plena de bondad que había conocido en la vida. Sabía que no me utilizaba y que me quería, que me quería de verdad, que estaría a mi lado si la necesitaba, que nunca me haría daño conscientemente, ¿y ni siquiera inconscientemente? Pero otras veces no podía evitar mirarla con lupa desde el prisma deformante del análisis racionalista, y entonces veía amplificados todos sus defectos. No es lista, pensaba yo. No es tan lista como Mónica. No tiene su rapidez de ideas, ni su capacidad de reacción. Y no es fuerte. No se enfrenta a las cosas. No sabe pelear por lo que quiere. Ni siquiera sabe lo que quiere. No es adulta. Me desesperaba, por ejemplo, la vocecita infantil que adoptaba cuando se ponía cariñosa, los arrullos mininos que me dedicaba. No necesito una niña, le decía, no necesito a alguien a quien cuidar. En todo caso, necesito alguien que me cuide. Pero ella no parecía entenderlo y seguía con sus ronroneos. Cuando me veía sollozar tendida en la cama se deslizaba hacia mí, sibilina como un leopardo cariñoso, y se situaba a mi espalda preguntándome, con un susurro de niña de tres años, qué me pasaba, si podía ella hacer algo, y sólo conseguía deprimirme más aún. Sobre todo porque diez minutos antes la había escuchado hablar por teléfono con alguna de tantas entre su millar de amigas, de esa legión de desconocidas que mariposeaba a su alrededor en el restaurante, una mujer mejor que se habría acostado con ella o que acabaría por acostarse con ella, por estrujar su cuerpo huesudo en alguna esquina oscura del café, y entonces su voz era la de una Cat de veinticinco años, sin el timbre agudo, sin el ceceo y sin las vocales arrastradas que utilizaba conmigo. A veces intentaba explicarle que yo me sentía desesperadamente necesitada de alguien que me comprendiera, y que ella bloqueaba toda posibilidad de comunicación, porque ¿cómo iba a apetecerme explicarle mis cosas a alguien que parecía no estar en edad de comprenderlas? Pero ella no me entendía, o no me quería entender, o quizá no conocía otra forma de acercarse a los que de verdad quería. Y lo único que mi gata conseguía era que yo me fuera distanciando cada vez más, a mi pesar, porque nunca me sentí más necesitada de alguien que me escuchara, ahora que no tenía a Mónica a mi lado para asentir en las pausas de mis monólogos depresivos y para hacer bromas sobre mis morritos y mis lágrimas.

Esos cambios de humor me sorprendían a mí misma, y acababan por confirmarme lo precario de mi estabilidad mental. Aquellas subidas y bajadas no hacían sino demostrarme lo que ya sabía, lo que dijeron los psiquiatras a mi madre: que yo era una maníaca depresiva, que se apreciaban brotes esquizoides en mi personalidad. Las definiciones no abarcan nada. No se puede definir ese enredijo de sentimientos liados unos con otros, aquel amasijo de recuerdos inconexos que constituían mi cerebro.

Algunas veces me resultaba evidente que Caitlin empezaba a estar harta de mí. La notaba hastiada y distante. Podía imaginar las voces de Aylsa y Barry, y las de las chicas que intentaban ligar con ella en el bar, marimachos de pelo al rape y botas militares, murmurando y malmetiendo, y llenando de ideas aquella cabecita rubia: esta chica no te conviene, no te quiere, no es más que una egoísta que sólo sabe pensar en sí misma (¿acaso no lo era?), una neurótica que no te puede hacer feliz, que tiene un carácter espantoso, que no es lo que tú mereces (lo que ella merecía era, por lo visto, una lesbiana radical, militante y activista). ¿Cómo quieres que se anime —dirían—, si sólo sabe mirarse el ombligo? En el fondo disfruta encenagándose en sus propios problemas. Desengáñate, no tiene remedio, y si sigues a su lado no sólo no vas a poder ayudarla, sino que acabarás por deprimirte tú también.

Yo lloraba casi a diario. Abría los ojos por las mañanas y me enfrentaba al panorama oscuro de la ciudad de la bruma y los castillos. Casi nunca había luz. El cielo era una enorme planicie gris malvestida de harapos, de cúmulos sucios y hechos jirones, preñados de tormentas y contaminación. Abría los ojos a ese gris acero, encontrarme desde el primer aliento del día con un paisaje dibujado a base de claroscuros, y recordaba cómo en Madrid la luz se imponía a chorros a través de las ventanas por más que intentáramos contenerla con cortinas y persianas, cómo el sol filtraba sus rayos por los resquicios y convertía al polvo en polen dorado. Aquel Madrid luminoso y claro aparecía en el recuerdo, por contraste, horizontal e interminable. Miraba a mi alrededor con ojos legañosos, pensaba en Madrid y veía nuestra casa, de Caitlin y mía, alfombrada de trastos y papeles, las paredes desconchadas y los muebles cubiertos de polvo que Cat había ido recogiendo aquí y allá a través de los años. Los tapizados estaban deslucidos y la madera astillada. En Madrid habría saltado de la cama para ir a comprar la leche y el periódico, me habría acercado brincando al quiosco de la esquina y de camino habría ido esquivando a señoras paseando perritos de lanas, a parejas de adolescentes arrullándose como palomas, a niñas vestidas de uniforme que apurasen a saltitos traviesos la distancia hasta la parada del autobús. En Edimburgo, en cambio, la calle era un territorio helado e inhóspito donde resultaba imposible brincar puesto que el suelo estaba alfombrado de escarcha. La niebla se adhería al pavimento húmedo, el viento y la nieve se aliaban para empujarte contra el sentido de tus pasos y todas las capas de abrigo que te veías obligada a llevar encima para combatir el frío (camiseta, jerseys, abrigo, gorro, bufanda, guantes) te convertían en un oso torpe de movimientos pesados. A veces la niebla cubría de tal modo la ciudad que apenas podías ver tu propio vaho. El frío aislaba, las calles languidecían desiertas y apagadas, las altas torres de los edificios victorianos proyectaban largas sombras fúnebres sobre el suelo mojado, la gente permanecía encerrada en casas de muros de piedra y calefacción central, y los que tenían que salir a trabajar se replegaban en sus coches acurrucados sobre sí mismos, silenciosos y reconcentrados, ajenos a todo lo que no fuera permanecer lo más compacto posible y lo más cercano al mínimo esfuerzo para mantener el calor.

Mónica me explicó una vez que el cuerpo humano es un sistema entrópico, esto es, que tiende a funcionar con el mínimo de energía. La demostración de esta afirmación la encontraba en mi propia depresión. Me hubiese costado tanto salir de esa situación, enfrentarme a mis demonios y a mis miedos, armarme de valor y hacer algo por y para mí misma, que prefería pasarme mi tiempo libre llorando, acurrucada bajo el edredón, arrastrada hacia el fondo de mí misma por una negra oleada de recuerdos y malos pensamientos, escuchando, mientras sorbía mis propias lágrimas, viejos discos de los ochenta, pesadillas góticas que oscurecían la casa más aún. Bajos minimalistas y estribillos monótonos repetidos hasta la exasperación. I play at night in your house… I’ve never loved this life… I drown at night in your house… Pretending to swim

No tenía amigos, aparte de Cat, claro. Ni uno solo. Ni una persona a la que pudiera llamar por teléfono para hablarle de mis problemas. Nadie con quien tomarme una cerveza en el pub. No recibía cartas desde mi país, ni llamadas, a excepción de las postales de mi madre, siempre formales y poco más. Dejaba entrever a veces un poso de recriminación e incluso de afecto, pero era evidente que no se atrevía a abrirse del todo. Firmaba siempre «con cariño, mamá». Mi padre no escribía jamás. Es cierto que nunca había tenido muchos amigos, pero cuando tenía a Mónica ni siquiera me paraba a pensar en ello. Ella llenaba todo el espacio que yo tenía para compartir, no cabía nadie más y no lo echaba de menos. Ahora me moría de ganas por sentir algo por alguien. Caitlin se iba a trabajar por las noches y después se iba a Cream a tomar la última copa, y yo me quedaba sola en casa, leyendo un libro. Habría podido acompañarla, pero allí nadie me aguantaba y yo tampoco me sentía cercana a nadie. Escuchaba el azote de la lluvia en las ventanas y me parecía como si los cristales estuvieran llorando conmigo. I drown at night in your house… Pretending to swim

Allá donde vayas llevarás la ciudad contigo. Puede que sea calurosa y brillante, puede que sea húmeda y oscura, pero en el fondo es siempre la misma, un minúsculo puntito dentro de otro puntito minúsculo habitado por seres imperceptibles, versiones de un mismo modelo, infinitas recombinaciones de unos cuantos elementos químicos. En Madrid y en Edimburgo la gente baila la misma música y alucina con las mismas drogas, y busca lo mismo: sexo, amor, razones para aguantar una noche más. Dondequiera que vayas les podrás observar sincronizándose cuando suena la música, y quizá el ritmo no se origine en la melodía, sino que ésta libere un compás común a todos nosotros. Nuestros antepasados creían que al beber y al bailar cedían sus cuerpos a una deidad que los ocupaba. ¿Qué diferencia había en el fondo entre las bacanales y las saturnales, entre La Metralleta y Cream? En aquellos locales, adolescentes famélicos, oscuras radiografías de sí mismos, apuraban las noches a tragos, ensordecidos los oídos por la misma música enlatada y despedidas las plantas de los pies del contacto con el suelo, con la vida. Y yo cedía mi cuerpo a Baco, a Dionisos, a no sé quién, para olvidarme por un rato de que me va a tocar aguantarme durante todo el resto de mi existencia.

La Metralleta cerraba a las seis de la mañana, en teoría. Pero en realidad permanecía abierta hasta las siete o siete y media, porque a la banda le llevaba lo suyo decidirse a abandonar el sitio. Primero se encendían las luces, después se apagaba la música, y luego, a esperar a que el local se vaciara. Algunos borrachos remisos se eternizaban en los sillones, y el personal del local tenía que ir dispersando grupitos de esquina en esquina. Entretanto, en la barra, nosotros apurábamos nuestras últimas copas. Yo había vendido bastantes pastillas, aunque no tantas como la última vez, porque había estado todo el rato pendiente del tipo alto que no me quitaba los ojos de encima, y en muchos casos había despachado sin contemplaciones a los chicos que se me acercaban. Se lo estaba explicando a Coco y a Mónica en la barra cuando Javier se presentó a nuestro lado. Me saludó con una ligera inclinación de cabeza (a sus ojos yo no merecía mayor cortesía, supongo) a la que correspondí con un gesto igualmente insípido.

—Esto está cerrando —informó a su exnovia—. ¿Quieres que te lleve a casa?

Mónica le respondió que aceptaba su invitación encantada, siempre que nos llevase también a Coco y a mí.

—Si no hay más remedio… —dijo él.

Salimos de La Metralleta. Comenzaba a clarear el día y despuntaba una luz rosada que generosamente concedía a nuestros rostros demacrados un repentino aire de dulzura a pesar de las ojeras. Javier se adelantó hacia el coche, y Coco aprovechó para cuchichear al oído de Mónica.

—Yo prefiero que cojamos un taxi. Ése es un gilipollas —le dijo en voz baja, pero no tan baja como para que yo no pudiese oírle.

—Es un caballero —replicó ella.

—O sea: un gilipollas. Un memo con escudo familiar y máster en gestión de empresas.

Subimos todos al coche. Coco y yo ocupamos el asiento trasero. Mónica se quedó al lado de Javier. Él no hacía más que dirigirle miraditas de cordero degollado en cada cambio de marchas, Coco y yo fingíamos no enterarnos, y el trayecto transcurría en un agrio silencio. Finalmente, el coche se acercó al edificio en el que vivía Mónica. En el soportal había aparcadas cuatro vespas con cuatro jovencitos sentados sobre ellas, con pinta de esperar a alguien. El vecino jubilado que salía del portal en aquel momento, arrastrando de la correa a su obediente perrito —lo sacaba a pasear cada mañana a las siete, con implacable regularidad—, se quedó contemplando extrañado a aquella congregación motorizada. Al ver las motos, Coco pegó un brinco y profirió una exclamación de sorpresa. Se adelantó hacia Javier y le dio un ligero toquecito en el hombro.

—Hemos cambiado de idea —le dijo, intentado aparentar una tranquilidad desmentida por el ligero temblor que subyacía en su voz—. Llévanos a desayunar.

Mónica articuló una tímida protesta.

—Pero tío, que yo tengo sueño…

—Haz lo que te digo, ¡rápido! —insistió Coco.

Reconocí al tal Paco sentado sobre una de las motos. Había sobrevivido a mi botellazo. En otra estaba el chico del chalet, el destinatario del primer paquete que Coco me hizo llevar. Miró hacia mí, me señaló: me había reconocido. Avisó a los otros, que inmediatamente cabalgaron sus vespas e iniciaron la persecución de nuestro coche.

—La hemos jodido —dijo Mónica, que acababa de reparar en el espectáculo.

—Tranquilos, que esto es un GTI 16 válvulas —dijo Javier, obviamente desesperado por impresionarla, y pisó a fondo el acelerador—. No nos van a alcanzar con esas motitos de mierda.

Efectivamente, el coche corría que se las pelaba y tomaba las curvas a velocidad de vértigo, con tal violencia que Coco y yo nos empujábamos constantemente el uno contra el otro, primero hacia un lado del asiento trasero y luego hacia el opuesto. Nos saltamos un semáforo. A nuestra espalda se oyó un golpe seco, seguido del chirrido de un frenazo. Coco y yo volvimos la cabeza para ver lo que había pasado: una de las vespas que nos seguía había chocado con un coche que iba en dirección contraria. La moto se había quedado tirada sobre la acera, de costado, con los neumáticos girando a toda velocidad, y a unos metros el conductor yacía sobre el asfalto, boca abajo, inmóvil mientras un ejército de curiosos hormigueaba a su alrededor. Mónica empezó a aplaudir de alegría y a felicitar efusivamente a Javier. Él parecía encantado.

—Ya te dije que podías confiar en mí. Estás en el mejor coche de Madrid, y lo conduce el mejor piloto.

Por supuesto, y gracias al bendito accidente, en cinco minutos habíamos dejado a las vespas atrás. A los cinco minutos ya estábamos en Gran Vía, pero Mónica ya no parecía tan feliz. Tenía la expresión demudada y estaba tan blanca que la piel se le transparentaba como papel de fumar.

—Yo conozco a esos tíos —dijo Javier, rompiendo el silencio—. Van mucho por Pachá… Uno de ellos estudió en el Icade conmigo. No sé en qué lío te has metido esta vez, Mónica. De verdad que no entiendo cómo una tía tan lista ha acabado juntándose con tan malas compañías, y siempre metida en líos raros. —Esta última afirmación la subrayó con una expresiva mirada dirigida a los ocupantes del asiento trasero, o sea, a Coco y a mí. Ambos hicimos caso omiso de la indirecta.

Mónica le escuchaba como quien oye llover. En realidad, los esfuerzos de Javier por intentar reconducirla hacia «el buen camino» resultaban patéticos. Al rato ella le pidió que nos dejara cerca del Vips, y quedó muy claro para todos que Mónica no tenía la menor intención de que su exnovio desayunara con nosotros. Javier detuvo el coche en un semáforo. Mónica salió y sostuvo la portezuela para permitirnos salir a los demás. Cuando salimos, se inclinó hacia el interior del coche y despidió a Javier con un beso de tornillo que dejó al pobre chico sin aliento y a Coco con los ojos como platos. Acto seguido salió, cerrando el vehículo de un portazo.

Entramos los tres en el Vips y nos sentamos en una mesa de plástico. Pedimos tres cafés al camarero. Luego Coco me explicó la situación. ¿Cómo no se me había ocurrido que semejante gilipollas sólo podía ser miembro de un comando de la CEDADE?

—Bueno, lo de comando es un decir. Ésos no tienen ni idea de lo que es organización. Son cuatro niños pijos que van de neonazis como podían ir de hare krisnas: porque se aburren. No sé a qué se dedican, en realidad. Supongo que a pegarles palizas a travestis y gilipolleces por el estilo.

El caso es que a los del grupito les debía de parecer que un comando que se preciara no podía ir por ahí sin armas, así que en su día se dirigieron a Coco, que por entonces les vendía cocaína a algunos de ellos, para informarse de cómo conseguir unas pistolas, y Coco, consciente del hatajo de pardillos con los que trataba, decidió vendérselas él mismo, al doble del precio que él podía adquirirlas a Chano. Un negocio redondo. De hecho, Coco estaba seguro de que se trataba de pistolas marcadas, aunque a él ese detalle le traía al pairo: nunca pensó que aquellos niñatos las fueran a utilizar. Pero a cuenta de lo del botellazo (y Coco recalcaba aquello de «el numerito de Bea», como si la culpa de todo fuese mía, como si él no hubiese insistido en que fuese yo, precisamente yo, la que entregara las malditas pistolas), nos habíamos metido los tres en un buen lío y nos tocaba buscar sitio donde alojarnos, porque, evidentemente, no podíamos volver a casa de Mónica con unos inconscientes armados esperándonos en la puerta. Coco calculaba que bastaría con retirarnos una semana o así de la circulación, hasta que las aguas volvieran a su cauce. Si era necesario, ya se encargaría él de hablar con los pijos aquellos e intentar aclarar el malentendido.

—Pues nada, a buscar una pensión —dijo Mónica—. Suerte que llevo la Visa encima. Es la de la cuenta del viejo y lo notará, pero si no queda más remedio…

—Quizá no haga falta que toques la Visa —apunté—. Tenemos el dinero que he hecho esta noche. Unos doce talegos, calculo. Y aún nos quedan éxtasis. No los he colocado todos. Siempre podemos venderlos.

Mónica no parecía excesivamente preocupada. Daba la impresión de que se tomaba el asunto como una aventurilla más, un incidente sin importancia que acabaríamos por solventar. En realidad, lo único que le importaba era que sus vecinos no se enterasen de nada. Por eso resultaba primordial lo de no volver a su casa, de momento. Ella y Coco discutieron sobre el lugar adonde convenía ir. Yo no metí baza, porque no había conocido en Madrid más alojamiento que mi propia casa (o para ser más exactos, la de mis padres) y la de Mónica (ergo, la de Charo Bonet). Mónica insistía en ir a cualquier pensión de la Gran Vía, idea absurda, en opinión de Coco. Según él, Mónica no aguantaría ni diez minutos en un antro de aquéllos, con las putas y los camellos entrando y saliendo, y durmiendo entre sábanas arrugadas que aún conservarían restos tangibles de encuentros mercenarios acordados a tres talegos la media hora.

—Tengo una idea mejor. Confía en mí.

Pagamos, salimos de allí, cogimos un taxi y Coco le indicó al conductor que nos llevara a la calle Libertad.

Era un hotel extraño, con una entrada diminuta en la que un cartel advertía «Este hotel dispone de alarma conectada directamente con la policía». Al entrar, sin embargo, se accedía a un vestíbulo bastante amplio y suntuoso, recargado en exceso y de un gusto chillón. El suelo imitaba al mármol y el mostrador de la recepción a caoba. A la derecha había un tresillo forrado de terciopelo rojo y tras él se abría una escalinata rematada por un pasamanos de bronce pulido. Aquel escenario no presagiaba nada bueno. Un conserje que vestía una librea rococó bastante ajada dormitaba en el mostrador, entre llaveros y teléfonos silenciosos. Coco se dirigió hacia él con gesto seguro y anunció su intención de reservar una habitación. El tipo nos dirigió a Mónica y a mí una mirada suspicaz.

—¿No serán menores de edad, verdad? —preguntó el portero a Coco, señalándonos con un gesto de la cabeza.

Yo me sonrojé y Mónica se limitó a sostenerle la mirada sin el menor asomo de rubor. Coco negó con la cabeza y firmó con aire indiferente el comprobante de estancia que el conserje le acercó.

—Habitación 313 —le informó el tipo con voz monocorde y rictus impasible—. Ésta es la llave. Tercer piso.

No me atreví a decir que a mí una habitación con dos treces me sonaba a malhadada. Entramos en el ascensor y las puertas se cerraron a nuestro paso con un quedo susurro.

La habitación era digna de película de Sara Montiel. La cama estaba cubierta por una colcha de seda adamascada, a juego con la moqueta y con los sillones forrados de terciopelo. Unos pesados cortinajes que filtraban la claridad de la calle, bañando la estancia en luz roja. Lo peor de todo: había un espejo en el techo.

—¡Nos has traído a un meublé! —exclamó Mónica, entre sorprendida y divertida.

—Me sorprende que no lo conozcas. Yo pensaba que una chica como tú conocería todos los hoteles de citas de Madrid —apostillé.

Le pregunté a Coco que de qué conocía semejante sitio. No me contestó, pero explicó que se le había ocurrido llevarnos allí porque, además de no ser demasiado caro, sabía que nadie en aquel hotel pondría reparos a que subiera a dos chicas a su habitación, y aprovechó para sugerir que, puesto que al fin y al cabo teníamos que compartir la cama, podríamos disfrutar la circunstancia para pasar «una noche inolvidable». Mónica se río como si aprobara la idea.

—Ni pensarlo —dije—. Si quisiera alegrarle la vida a sátiros como tú, estaría posando en el Interviú.

—Venga, Bea… Reconoce que lo que te pasa es que eres virgen —me dijo Mónica, riendo todavía.

—Y tú gilipollas —respondí.

Me metí en el cuarto de baño dando un portazo. Estaba completamente revestido de espejos; el baño, el lavabo y el bidé eran de mármol, los toalleros de bronce pulido y las toallas, cómo no, rojas. Lo que faltaba.

El universo posee una extensión de treinta mil millones de años luz, un tiempo y un espacio sencillamente inimaginables para nosotros. Un año solar es el tiempo que tarda el sol en completar una órbita alrededor de la Vía Láctea. Hace tan sólo cuatro meses solares los dinosaurios dominaban el planeta. Si pienso en ello, en lo poco o nada que Mónica significa en medio de esta enormidad inabarcable de protones y neutrones y materia negra, no debe importarme lo que yo sentía por ella, que tanto significó para mí y que en el fondo, no era nada. Mónica casi no cuenta, prácticamente no existe dentro de la Tierra, los Planetas Superiores, el Sistema Solar, la Próxima de Centauro, la Espuela de Orión, la Vía Láctea, el Grupo Local, el Supercúmulo Local… y finalmente del Universo, este universo majestuoso en que las estrellas estallan al morir. ¿No resulta milagroso que un punto infinitesimal cobrase tamaña importancia?; ¿no resulta increíble que en toda una extensión de treinta mil años luz el resplandor que emitía una presencia tan ridícula como Mónica fuese lo único importante para mí?; ¿no resulta alucinante que en ella se concentrase el universo entero?

Mónica me gastaba aquellas bromas sobre mi virginidad porque no era nada tonta, y sabía ver dentro de mí. Ella ya sabía entonces, estoy segura, que a mí me gustaban las chicas, y me pinchaba con la esperanza de que algún día yo acabara confesándoselo. Pero la cosa no se reducía a un término tan simple como que a mí me gustaran o no las mujeres. Me gustaba ella. Ella, sólo ella, reconocible en medio de este monstruoso criptograma cuántico que es el universo. Y si hubiera sido un hombre, me habría gustado también.

Porque importa la esencia. La irrepetible combinación de hidrógeno, helio, oxígeno, metano, neón, argón, carbono, azufre, silicio y hierro que hace a una persona diferente de todas las otras.

Y lo sé ahora, porque años después, en 1995, me acosté con un hombre.

Conocí a Ralph en la Universidad. Había pasado por los dos primeros cursos casi sin enterarme, y sin entablar prácticamente relación con ninguno de mis condiscípulos. El tercer año escogí especialidad: un seminario dedicado a literatura femenina. Había leído en su día a las escritoras que admiraba, a Virginia, a Jean, a Djuna, a Dorothy, a Jane, a Carson, a Sylvia, a Charlotte, a Doris, y supongo que, al principio, igual que me ocurrió con la fe católica en mi infancia, encontré una Causa, con mayúsculas, un objetivo trascendente al que entregarme, una ambición superior a mi propia existencia que traspasara mi rutina diaria con anhelos de inmortalidad. Había esperado encontrarme con personas constructivas y voluntariosas, dispuestas a levantar un proyecto de futuro armadas de entusiasmo y determinación. En su lugar me esperaba aquel ejército de fanáticas que asistían a mi curso, uniformadas en pantalones negros y botas militares, sosas y apagadas, inquietantes como los perfiles de los edificios de la ciudad en la que vivían: mis compañeras. Había ingresado, sin saberlo, en una secta.

No conseguí integrarme, ni al principio, cuando desparramaba a mi alrededor sonrisas y saludos forzados, en un intento desesperado por hacerme con el favor de mis condiscípulas; ni al final, cuando ya estaba sumida en lo peor de mi depresión y no saludaba ni sonreía a nadie. Ellas (y digo ellas porque, que yo recuerde, no había alumnos varones en nuestro grupo) se apiñaban en pequeñas subsecciones, corrillos de dos o tres chicas que se sentaban siempre juntas, que cuchicheaban nerviosas en las conferencias y se ayudaban las unas a las otras a redactar sus ensayos respectivos. El fluorescente de neón suspendido en el techo nos anegaba en una luz marchita que no favorecía a nuestros rostros ojerosos y cansados. En nuestro grupo de estudios debíamos de ser unas quince, y en el aula yo siempre me sentaba en la última fila. Miraba hacia delante y veía lo que me parecía un regimiento de mesas dispuestas en cuatro filas; pequeñas muchachas de negro, inclinadas, de las que únicamente distinguía sus nucas rapadas o alguna que otra coleta estirada como una soga. La incómoda luz vibrante de los neones fluorescentes y la monótona cantinela letánica de la profesora me sumergían en una especie de trance. Pasaban las clases sin que yo me enterase, no era consciente de los temas a debate ni del paso del tiempo.

Todas eran solemnes y vegetarianas y practicaban el yoga y el control mental, y organizaban con devoción de beatas encuentros semanales en los que discutían sobre problemas mil veces examinados, seminarios que versaban sobre temas como La voz femenina, Más allá del mito de la belleza, Sexo, rol y género o Revolución desde dentro, y a los que no lograban arrastrar a nadie, excepto al exiguo grupito de las ya convencidas. No poseían el más mínimo sentido del humor o de la ironía, y sus discursos, repetitivos hasta la saciedad, solían basarse en tediosas acumulaciones de datos, fechas, estadísticas y consignas. Cada una de ellas, metida a oradora, podía hacer alarde de una memoria prodigiosa que hacía las veces de verdadera inteligencia. Me aburrían terriblemente.

Yo extraje desde el principio una conclusión poco esperanzadora: que la batalla estaba perdida de antemano, que no encontraría allí lo que iba buscando, y decidí dejarme vencer por el sopor que me invadía en cada clase sin esforzarme ni implicarme demasiado. Mis compañeras comenzaron a ignorarme en cuanto vieron que no conseguían atraerme a las reuniones extraacadémicas. Algunas de ellas eran habituales del bar de Cat y yo deseaba imaginar que advertía en sus ojos un punto de envidia recelosa.

Seguía adelante con mis estudios, sin embargo, porque mi beca exigía unas buenas notas y porque sabía que mi única posibilidad de retornar a Madrid algún día con suficientes cartas en la mano como para hacer una buena jugada de mi vida futura se cifraba en un título académico en condiciones. No me resultaba difícil, además, destacar. Me limitaba a sentarme frente al ordenador y ponerme a escribir todas las tonterías que se me pasaban por la cabeza. Si me veía apurada, inventaba fechas y datos con la mayor naturalidad. Mis ensayos estaban esmaltados de frases de una grandilocuencia altanera que entusiasmaban a mis tutores. Redactaba elucubraciones sembradas de citas diversas para demostrar mi condición de estudiante culta, leída y escribida; me esmeraba redondeando las conclusiones, desarrollando ideas que sabía que gustarían a mis profesores y que yo, secretamente, consideraba estupideces supinas. Me sentía una farsante. Sabía que no daba de mí ni la mitad de lo que hubiera podido ofrecer. Pero también me asaltaban dudas sobre mis propias capacidades. Si les gustaba tanto lo que hacía, que a mí no me gustaba en absoluto, ¿les gustaría tanto lo que hubiese hecho si hubiese trabajado en serio en mis ensayos, si hubiera sido eficiente y honesta? Quizá no. Quizá más valía dejar las cosas como estaban, seguir copiando frases de otros y guardando para mí mis propias opiniones. Seguía leyendo libros y más libros y escribiendo aquellas tonterías pretenciosas que embelesaban a mi profesora. Me sentía inflada y vacía como un globo, y me parecía que podría explotar en cualquier momento.

En casa no teníamos ordenador y me veía obligada a usar los de la Universidad, así que, a mi pesar, pasaba en aquel edificio gótico mucho más tiempo del que hubiera deseado. Comía en el comedor de estudiantes replegada en una esquina, procurando no llamar mucho la atención, incómoda en medio del bullicio académico, y se me hizo inevitable, a mi pesar, conocer a alguna gente. Antes o después se sentaban a mi lado y se presentaban. Yo procuraba ser amable y correcta, pero tampoco les daba la menor oportunidad de enzarzarse en una conversación. Normalmente no volvían a sentarse a mi lado, y al día siguiente les veía merodear por el comedor, bandeja en mano, en busca de una compañía más animada. Me gané fama de antipática. Era consciente de ello, pero tampoco me importaba gran cosa. Pensaba que la única manera de seguir adelante era no relacionarme demasiado con la gente, no exponerme a que me conocieran, a que me despreciaran más tarde por ser tan distinta. A que me hirieran, en suma.

Con el tiempo acabé por fijarme en un individuo que, a primera vista, resultaba diferente al resto. También él solía comer aislado, escondiendo la cabeza tras un libro; tampoco él parecía interesado en relacionarse. No era demasiado guapo, es cierto, pero se me hacía interesante. Se trataba de un tipo de edad indefinida, demasiado moderno para haber llegado a la treintena pero con un rostro excesivamente vivido para los veintitantos. Fornido, rotundo, no demasiado alto, tenía cierto aspecto de jugador de rugby, con aquel cuerpo cuadrado y sólido. Llevaba el pelo muy corto, al uno, teñido de un rubio platino insolente que dejaba ver las raíces negras, y los rasgos de su cara eran tan compactos como sus propios miembros: nariz chata, labios carnosos, ojos hundidos, cejas excesivamente próximas entre sí. Cuando leía, fruncía el ceño con expresión de concentración y una única ceja le atravesaba la frente. De vez en cuando alzaba los ojos con expresión ausente, como buscando una idea dentro de su mollera, y al cabo de un minuto volvía a su lectura con interés renovado. Me gustó un detalle familiar que me hizo sentir una inmediata simpatía por su persona: miraba por encima de sus gafas igual que hacía Mónica.

Me llamó la atención el hecho de que siempre llevaba puesto algo naranja. Tenía varios canguros, chándales de ésos que llevan una capucha, todos ellos con diferentes motivos impresos en la espalda o en el tórax. El canguro era naranja, o la camiseta era naranja, o los calcetines eran naranjas, el caso es que siempre había un punto de luz en su indumentaria. El pelo cortado al uno, rematado con un copete a lo Tintín, y los canguros de colores brillantes me recordaban a los chicos que pululaban por el local donde trabajaba Cat, y desde el principio supuse que aquel chico era gay. Al cabo de un mes empecé a pensar que me apetecía conocerle, porque me asaltaba la corazonada de que podríamos tener mucho en común.

Ya llevaba casi un año en Edimburgo, y no tenía un solo amigo aparte de Cat.

No sabía cómo establecer contacto, porque era evidente que él no era del tipo de los que se sientan a tu lado en el comedor, y yo no me sentía capaz de dirigirme directamente a él y presentarme; pero de algún modo debió de captar mis miradas insistentes y cayó en la cuenta de que despertaba mi interés. Una mañana gélida de enero en la que la escarcha formaba carámbanos en las ventanas del comedor, coincidimos el uno junto al otro en la barra del buffet, quiero pensar que no fue casualidad, con nuestras bandejas respectivas. Nos sonreímos tímidamente e intercambiamos frases banales sobre la nula calidad de la comida. Yo dije que ya estaba harta de patatas y que echaba de menos las ensaladas de mi casa, y eso le dio pie a preguntarme, tal y como yo esperaba, de dónde venía. Mencioné Madrid. Nunca he estado allí, dijo él. ¿Está bien? Asentí sin mucho entusiasmo con un escueto movimiento de cabeza porque no quería hacerle un menosprecio a su ciudad, y no quise hacerle saber, puesto que no le conocía, lo maravillosa que era la mía, lo mucho que la echaba de menos.

Hubo más encuentros después del primero. Medidos, controlados. Cada día nos demorábamos unos segundos más en nuestra conversación de circunstancias. Con el tiempo nos fuimos acercando el uno al otro, muy lentamente, tanteando el terreno. No es que yo esperase impaciente su llegada al comedor, pero el corazón se me alegraba cuando entreveía de lejos un borrón naranja, que al cabo de un rato se desdifuminaba y se convertía en su figura. A veces se acercaba a hablar conmigo; otras se dirigía directamente a su rincón. Luego yo empecé a adquirir confianza y me dirigía a él, socarrona, haciendo bromas sobre sus camisetas y su pelo, que él encajaba con deportividad e inteligencia. Le expliqué que en España el naranja era el color de las bombonas de gas. Él me explicó que lo llevaba porque era el color de Detroit, de la música industrial, del techno, y porque, qué narices, a él le gustaba. A mí también. Me parecía que nos venía bien una nota de despreocupada estridencia en aquel paisaje monocromo —agua, bruma, nubes, sombras, hiedra y musgo— del Edimburgo invernal.

Se llamaba Ralph. Estudiaba historia del arte. Nos hicimos amigos. Al cabo de un tiempo sabíamos, sin necesidad de citas ni de acuerdos, a qué hora podíamos encontrarnos, y descubrimos que teníamos un sentido del humor muy similar. Nos encantaba hacer bromas sobre los diferentes subgrupos que pululaban por el comedor: los estudiantes de filosofía, perillas y vaqueros raídos; los de medicina, cardigans de lana y gafas de concha; los de cine, microjerseys y adidas setentonas; los de arte, aquellos esnobs que comían el arroz con dos pinceles a modo de palillos. Y las de mi grupo de estudio, pelo corto, botas militares y diez kilos de más. Ralph podía crucificar a cualquiera con una sola frase, y su lengua afilada no conocía excepciones: se reía de todo y de todos. También la tomaba conmigo a veces, y entonces le daba por hacer bromas sobre mi acento, o sobre mis problemas con las eses. Darling, decía, ad yu gonna take the baz?, imitando amaneradamente mi deje madrileño.

Mi humor mejoró. Había encontrado un amigo. O eso creía. No confiaba mucho en él, pero al menos experimentaba una sintonía, una misma manera de percibir las cosas y entender las situaciones, que no había conocido desde Mónica, y que, desde luego, Caitlin no me proporcionaba. Siempre que pasaba por la cafetería de la facultad el corazón me latía un poco más deprisa, acelerado ante la perspectiva de ver aparecer su pelo amarillo y sus camisetas naranjas.

Me hablaba tanto de la música que le gustaba que consiguió despertar mi curiosidad. Desde Mónica, yo no había conocido a nadie que mostrara semejante avidez por la música, tamaña curiosidad por estar a la última, por no perderse una sola nota de lo que salía al mercado. Me hablaba del jungle que escuchaba al levantarse, para animarse, del trance que acompañaba sus lecturas, del lounge que bailaba a veces solo en casa. No entendía nada, pero me gustaba.

No sé qué hacía Ralph cuando no estaba conmigo. Desconozco en qué empleaba sus noches, porque apenas me hablaba de su vida privada, y jamás se refería a lo que hacía o dejaba de hacer cuando yo no estaba a su lado. ¿Cómo serían sus viernes y sus sábados por la noche? Jamás me lo encontré en ninguno de los clubes que frecuentábamos, ni en los gays ni en los mixtos, y eso que iba con los ojos bien abiertos desde que lo conocí, prestando especial atención a cada punto naranja que intuía en la penumbra de aquellos clubes sombríos y apagados… Una de las cosas que más echaba de menos en Edimburgo eran los bares de diseño. Los clubes que conocí, en comparación, me parecían tristes como un funeral lluvioso, por mucho que contásemos con los mejores DJs del mundo. Quizá existiera en la ciudad alguno un poco más refinado, pero si ése es el caso, yo no lo he pisado. La última vez que noté la mano de un decorador fue en Madrid, hace cuatro años.

Hace cuatro años nos gustaban los bares, y nuestras prioridades eran muy básicas. Ya podía perseguirnos un comando neofascista, ya podía caer la bomba atómica, que nosotros no íbamos a dejar de salir de marcha. Estaba claro que nos tocaba cambiar de aires porque lo lógico era que los de la CEDADE nos buscasen por el recorrido habitual de Coco. Así que nada de Iggy, ni de Vía, ni de Metralleta aquella noche. Nos fuimos a un bar de copas de la Castellana.

Era un bar caro, para gente cara, y eso se apreciaba nada más poner un pie en el local: luminosidad y decoración elegante, barra brillante, superficies curvilíneas, taburetes de patas espiraloides diseño Philip Starck que tenían aspecto de ir a derrumbarse en cualquier momento si alguien se sentaba sobre ellos. La luz azulada del neón confería un aire espectral a caras familiares de gente cuya existencia diurna se resumía en una etiqueta: diseñador, artista, cantante, modelo, conde.

—Este sitio es un muermo —se quejó Mónica.

—A mí me mola —dijo Coco.

—A ti te mola cualquier cosa que parezca cara. Eres un hortera, y canta muchísimo que eres de Carabanchel —replicó ella.

—Te advierto que mi viejo está forrado.

—Qué coño tu viejo, si tu vieja es viuda.

—Te equivocas. Eso dice ella. Soy hijo ilegítimo. Se quedó preñada del señorito de la casa en la que servía y para quitársela de en medio la familia le soltó un mazo de guita. Con eso es con lo que montó la panadería.

—Hala, no os peleéis, que el sitio mola, a su manera —corté yo—. Y además, no está mal variar de vez en cuando.

Y para demostrarlo me dirigí a la pista.

Unos bultos irreconocibles se agitaban allí, y sobre ellos unos altavoces esparcían un fondo de música salsera que a pesar de ser bastante predecible, o quizá precisamente por ello, incitaba al baile. Cerré los ojos y me dejé llevar por el sinuoso ritmo de las maracas en mi cabeza, contoneando elípticamente las caderas y los hombros, precisa y oscilante como un metrónomo. Al rato alguien me tocó el hombro y me di la vuelta. Mónica.

—Sígueme —me susurró al oído—. Tengo algo para ti.

Avanzó por delante de mí agitando sus caderas con movimientos eléctricos y la multitud se abrió a su paso, como las aguas se separaron a la orden de Moisés.

Alcanzamos a Coco en la puerta del cuarto de baño de tíos. Los tres ocupamos una cabina y cerramos la puerta. Mónica se sentó en la tapa del váter, sacó del bolso heroína, una cucharilla, un mechero y una jeringuilla. Al principio no entendí a qué venía toda esa parafernalia.

—No me digas que te vas a pinchar —exclamé, atónita, cuando caí en la cuenta de qué iba la cosa. Me explicó que por lo general evitaba pincharse porque sabía que las marcas de los brazos la delatarían, pero que en realidad, prefería inyectarse heroína a fumarla, ya que «ponía» mucho más. Depositó un poco de heroína en la cuchara, calentó la base de ésta con un mechero, y cuando la heroína se fundió la absorbió con la jeringuilla.

—¿Quieres probarlo? —me dijo.

—Ya sabes que no.

—Tú te lo pierdes.

Se la pasó a Coco. Coco se inyectó primero y ella después. No tardaron ni tres minutos. Yo desvié la cabeza intentando evitar el espectáculo, que me parecía bastante grimoso. Lo que no entendía era por qué Mónica se empeñaba en convertirme en la espectadora de todas sus transgresiones (el atraco, la excursión a la Celsa, sus picos…). Quizá me necesitaba como obligado contrapunto, quizá quería convencerme de que la siguiera en aquel descenso vertiginoso. En mitad de estas reflexiones alguien se puso a aporrear la puerta como loco. Mónica salió abrochándose el sujetador, intentando fingir que lo que hacía en el cuarto de baño no tenía nada que ver con las drogas sino con el sexo. Fuera nos esperaba un tipo trajeado, enorme, con musculatura de cibercop y expresión de asesino a sueldo, que agarró a Mónica del brazo, la sacó del baño y la arrastró por toda la discoteca. Coco y yo le seguíamos estupefactos, y a punto de alcanzar la puerta, comprendimos lo que sucedía.

—Tío, pero ¿qué coño estás haciendo? —dijo Coco.

Por toda respuesta, el gorila cogió a Coco por el cuello, que se zafó con violencia. Entonces el gorila le empujó contra la puerta y la cara de Coco se golpeó en el marco. Como respuesta Coco le dio un codazo en la barriga. El tipo le empujó y Coco cayó de espaldas sobre la acera.

—No quiero veros más por aquí —dijo el grandullón, y cerró la puerta acristalada del local en nuestras narices.

Nos sentamos en un banco y discutimos a dónde ir. Yo opinaba que deberíamos ir al hotel. Coco argumentaba que era demasiado pronto, que la noche era joven, y Mónica no decía nada, se limitaba a fijar los ojos turbios en un punto indeterminado. Al final yo propuse un sitio: el Miami, una discoteca bakalao que abría precisamente a las tres (eran las tres menos diez), y a la que había ido alguna vez con Mónica. La frecuentaban hordas de pijos jovencitos y nos resultaría fácil vender las pastillas. A Coco le pareció una buena idea. Conocía el sitio y se llevaba bastante bien con una de las camareras, con lo que teníamos garantizadas copas gratis.

—Me alegra ver que empiezas a tomar decisiones por tu cuenta. Estás creciendo, nena —dijo Coco.

—Me parece que tú ya la encuentras bastante desarrolladita. No creo que le haga falta crecer más —añadió Mónica con una voz tenebrosa que nos sobresaltó, y que parecía surgir de lo más profundo de su garganta.

Cuando llegamos al Miami, Coco se dirigió directamente a la barra a charlar con su amiga la camarera. No sé cómo pudo contarle nada, porque el fragor del bakalao impedía cualquier conversación medianamente coherente, pero de alguna manera se las arregló para informarle de que teníamos éxtasis, para que hiciera correr la voz.

Acto seguido sugirió que fuéramos al baño para hacernos unas rayas. El numerito que acabábamos de protagonizar no parecía haberle escarmentado. Aquello empezaba a parecerse a un ritual. Métete en una cabina, haz unas rayas; las de Bea y Mónica, de cocaína, la de Coco, cortada con heroína. Aspirar, aspirar. Un leve estremecimiento en la nariz, una corriente eléctrica disparada al cerebro. Reconocí la navaja automática con la que Coco cortó las rayas. La misma que Mónica le regaló.

—Hay que reconocer que es bonita, la navaja.

—Quédatela —dijo Coco—. Te la mereces.

—Tío, ese bardeo te lo regalé yo, y un regalo no se regala —protestó Mónica.

—Anda, amor, no des la brasa. A Bea le vendrá bien. Sabes cómo usarla en caso de necesidad, ¿verdad, bonita? Aprietas este botón, así, y la hoja sale disparada. Entonces atacas, sin miedo, con el filo hacia arriba, y sobre todo con seguridad, sin dudar, hundiendo la navaja hasta el fondo.

Se me escapó una de mis características risitas nerviosas. Un estremecimiento me recorría la columna al pensar en clavarle a alguien una navaja, algo que ni remotamente imaginaba hacer, y también al sospechar que Coco hablaba de algo que probablemente había hecho.

—Ahora, me debes un regalo —me dijo Coco poniéndome la navaja en la mano—; siempre que te regalan un cuchillo tú tienes que dar algo a cambio. Si no, trae mala suerte.

Mónica, escéptica como siempre, nos conminó a que dejásemos de decir chorradas. Yo me guardé la navaja en el bolsillo trasero del pantalón.

Salimos del baño y nos dirigimos a la barra. Coco pidió dos güisquis a su amiga la camarera, que parecía bastante simpática.

—Voy muy ciego —dijo Coco—; de repente me está entrando un muermo sideral. Necesito despejarme un poco.

—Prueba una de las capsulitas de marras —sugirió Mónica—; al fin y al cabo, la mayor parte es anfetamina.

—Paso. Ya me he metido demasiado como para atreverme con mezclas raras…

—No me seas aprensivo, que pareces Bea —le dijo ella—. Además, mala hierba nunca muere.

—Vale. Bea, ¿me das uno de esos termalgines rellenados?

Le pasé una de las capsulitas y se la metió acompañada de un trago de güisqui. Luego me pidió otra.

Los omnipresentes termalgines… Cápsulas de paracetamol. En Edimburgo siempre había que tenerlos a mano, para combatir los síntomas de los inevitables resfriados del invierno. Pero en marzo ya no hacían falta. El frío desaparecía y con él los ojos lacrimosos, las narices moqueantes, las gargantas irritadas y los dolores de cabeza. Llegaba marzo a Edimburgo y los días se iban haciendo más claros. Los rayos de sol, aún tímidos, arrancaban destellos turquesas a las hojas, y la ciudad ofrecía un aspecto de dama elegante y digna, imponente y desdeñosa, con sus edificios juzgándonos mudos desde lo alto de sus torres de piedra.

Una tarde de marzo Ralph me dijo que tenía que pasarme por su casa para ver sus discos. No vivía muy lejos de la universidad. Podíamos ir dando un paseo ahora que había mejorado el tiempo. ¿Con quién vives?, le pregunté. Me sorprendí cuando me dijo que vivía solo, ya que no conocía a ningún otro estudiante que pudiera permitírselo: todos vivían en habitaciones en pisos compartidos o en residencias de estudiantes. Ralph me había dicho que tenía treinta y un años. Lo cierto es que tampoco conocía a muchos estudiantes de su edad. Supuse que su familia tendría dinero, si es que él podía permitirse vivir del cuento a sus años, y no quise hacer demasiadas preguntas, porque consideré que no era asunto mío.

Vivía en Baker Street, no demasiado lejos de mi casa, en realidad. Un lugar tan bueno o tan malo como cualquier otro. Ascendimos a través de unas escaleras mugrientas. Él abrió la puerta. Y nada más entrar, contemplé el cielo.

Lo primero que me sorprendió fue el orden y la limpieza de la casa. En Edimburgo no conocen la manía española por la limpieza diaria, y desde el principio me sorprendió el aire decrépito y lúgubre de todas las casas que había conocido. Manchas de humedad en los techos, montones de trastos inútiles desperdigados por doquier, moquetas que no habían conocido un aspirador. Los destartalados interiores de las casas de Edimburgo transmitían una sensación de abandono y desidia que se adhería a los huesos como el frío. Pero el apartamento de Ralph era distinto a todos los precarios refugios temporales, aquellos apartamentos de estudiantes rebosantes de provisionalidad que yo había conocido.

La moqueta estaba aspirada y se notaba que alguien se había encargado de quitar el polvo a las estanterías. El apartamento entero estaba ordenado con una pulcritud minimalista. Pero lo que me llamó la atención, lo que consiguió transportarme a dimensiones de dicha casi olvidadas, lo que me devolvió recuerdos arrinconados tanto tiempo en mi cerebro, fueron los discos y los libros. Había muchos, muchos, muchos. Cientos, ¿miles?, reposando unos contra otros en estanterías que ascendían del suelo al techo, alineados como los soldados de un ejército de notas y palabras. Arrastré mi dedo índice de un lado a otro de cada estantería, embarcada en una singladura de letras a través de los cantos de los ejemplares, embelesada, embobada, entusiasmada, atónita, y repetía en voz baja los nombres de cada uno de los autores: Malouf, Maquiavelo, Marais, Mauriac, Melville, Milton, Mishima… Ralph era tan metódico…

Y los discos. Discos en vinilos, de los que ya no se fabrican. Discos de grupos cuya existencia tenía casi olvidada.

Ska, punk, góticos, siniestros. Lounge, ambient acid jazz, trip hop. Grunge, blues, rock and roll, indies. Sones, guarachas, boleros, vallenatos. Rai, sufi, soka, zen. Samba, tango, merengue, calypso. Ragas, reggae, be bop, new age. Toiki, sukú, forró, gamelán. Gnawa, bhangra, qawwali, sefharad… Nombra algo, estaba allí. Allí había de todo, incluidos Sinatra y Tony Bennet. Había orquestas clásicas y boleros, y discos de rai, de Lokua Kanza y de Ruychi Sakamoto y de otra gente cuyo nombre no me decía nada.

Me sentía como Hansel y Gretel al descubrir la casa de chocolate.

Había permanecido tan absorta contemplando el tesoro almacenado en aquella casa que ni siquiera me había parado a pensar en mi anfitrión hasta que sentí su aliento calentándome la nuca. Me estaba abrazando con su cuerpo de oso, acomodando cada mano sobre uno de mis pechos. «¿Pero qué pretendes?», le pregunté. «¿No se nota?», respondió él, e impostaba la voz para hacerla sonar profunda y cavernosa en una especie de imitación de lo que él debería de pensar que era sexy. «¿Pero tú no eres gay?», pregunté yo, y según acababa de formular la pregunta me di cuenta de lo inapropiado de la frase en semejante situación. Por toda respuesta me volteó y me colocó cara a cara contra él. Sonreía. No dijo más palabras, simplemente acercaba un cuerpo interrogante. No ofrecí resistencia cuando acercó sus labios a los míos y sabía muy bien que la primera razón por la que iba a permitirle besarme radicaba en su impresionante colección de libros y discos antes que en ninguna otra de sus cualidades.

Creí que había encontrado a mi segunda Mónica.

Besaba bien, y nuestras lenguas se entrelazaban, húmedas, como dos anguilas en el lecho de un río. Se me aceleró la respiración y sentí un calor desconocido en los pezones y en la ingle. Sus manos me examinaban el cuerpo con la codicia y la impaciencia de un buscador de tesoros, y al llegar a mi espalda, hizo que sus dedos tamborilearan de arriba abajo por la columna, dejando a su paso huellas de escalofríos. Adelantó su pierna y la plegó entre las mías. Sentí un bulto duro contra mi pubis. Escuchaba nuestras respiraciones entrecortadas superponiéndose la una a la otra como una sinfonía de jadeos amplificados a su máximo volumen, estrellándose contra el silencio de la tarde. En inglés puedo describirlo mejor que en español. I fancied him. Él me gustaba, me apetecía. Me apetecía con la misma urgencia imperiosa con la que a mis trece años me sentía atraída, cuando me puse por primera vez a régimen, por las palmeras de chocolate que exhibían los escaparates de las pastelerías. Quería devorarle a bocados y saborearle entero. Me apetecía tanto, así, de pronto, que fui incapaz de pararme a pensar en las razones ocultas tras semejante capricho absurdo, porque yo no debía desearle, porque yo ya estaba comprometida.

Comparado con la dulzura envolvente y felina de Cat, Ralph resultaba una catástrofe natural, como un tornado imparable que a su paso arrasaba casas y devastaba maizales, como un torrente desbordado, como una tormenta de granizo. ¿De qué hubiera servido oponer resistencia? Me sujetó las manos tras la espalda con una de las suyas y me arrastró contra las estanterías. Comenzó a recorrer a lametazos el camino que descendía desde mi oreja izquierda al pecho, demorándose tranquilo por mi cuello mientras me desabrochaba el pantalón con la mano que le quedaba libre. Cuando éste cayó al suelo me bajó las bragas de un tirón y me separó las piernas. Se ensalivó el dedo índice y comenzó a masajearme el clítoris arriba y abajo. Sentí cómo se hinchaba.

La percepción de su deseo activó el mío, como la proximidad de un fósforo encendido prende a otro. Mi cuerpo respondía, era evidente, así que debía de ser que yo también le deseaba. Una parte de mí le había deseado durante mucho tiempo, una corriente subterránea de deseo que yo misma había negado albergar. Sexo es sexo, pensé. No va a haber mucha diferencia, no tengas miedo. Millones de personas hacen esto a diario. No va a hacerte daño. Déjate llevar. Go with the flow.

—¿No deberíamos ir a la cama? —articulé en un susurro heroico.

Caímos en la cama entrelazados y nos despojamos mutuamente de la ropa a tirones impacientes. Desnudo, su cuerpo compacto resultaba imponente hasta la intimidación. Todo en él era grandioso, casi monumental en su anatomía: el torso, los muslos, los antebrazos, el cuello, y su miembro, por supuesto. Cincelados en piedra, trabajados. Se colocó sobre mí apoyándose sobre los brazos, como si hiciera flexiones en una clase de gimnasia. Entró sin hacer daño, entró sin hacer ruido. Me sorprendió lo fácil que estaba resultando. No hay que temer aquello de lo que nada se sabe. Ni al sexo, ni al amor ni a la muerte. Me adapté a su ritmo. Era simple. Realmente, no se diferenciaba mucho de una clase de gimnasia. Él hacía flexiones y yo puentes. Arriba, abajo, arriba, abajo. Cierra los ojos, no pienses con quién lo estás haciendo, flotando en un mar de sensaciones cuyas olas se hacen más inmensas por segundos, y de repente los diques se rompen, todo el agua se desborda. Después yacer el uno al lado del otro, exhaustos pero no ahítos, perlados de sudor, el silencio punteado por nuestros jadeos agitados. Intentar recuperar el aire, boqueando como una lubina recién pescada.

Lo hicimos tres veces seguidas. Y lo hubiéramos hecho más si yo no hubiese mirado el reloj y caído en la cuenta de que Cat debía de estar a punto de llegar a casa.

Me despedí dejándole en los labios un beso apresurado, de mariposa arrepentida, que le di de puntillas en la puerta de su casa. No quise decirle que había sido mi primera vez. Él no reparó en ello. No hubo dolor ni sangre para que él los advirtiera. De jovencita me habían prevenido tanto contra este momento que yo imaginé durante mucho tiempo que tras el primer encuentro amoroso una debía guardar cama durante semanas para curar su herida, y me veía a mí misma en el hospital, con un ramo de rosas rojas, muy rojas, reposando en la mesilla de noche. Pero las monjas y mi madre me habían mentido: hay virginidades cuya pérdida no se hace notar. Y si él advirtió algo, nada dijo. De todas formas, yo no era virgen. Sólo técnicamente se me podía considerar así.

A la mañana siguiente me levanté con su perfume en mi piel. Me pasé el día obsesionada, olisqueándome la piel con curiosidad canina, intentado mantenerlo vivo, captarlo para siempre en el olfato, enterrarlo en la pituitaria, porque sabía que al cabo de un rato su olor abandonaría mi piel y después sería imposible recordarlo de manera exacta. Sabría que olía a cedro y a naranjo, y eso sería todo, ya no sentiría aquel cosquilleo familiar en la nariz. De ese modo, a pesar de sentirme agotada aquella mañana, me conservaba de un excelente humor, inusitado en mí, el humor que Ralph me transmitió, el humor que se me pegó de su piel junto con su perfume, y cruzaba los pasillos de mi casa, o debería decir, de la casa de Cat, casi de puntillas, como si en realidad anduviera por encima del suelo, de lo feliz que me sentía. No sabía cuánto duraría, cuánto tardaría en evaporarse, cómo lo recordaría al cabo de una semana, pero en aquel momento la sensación era tan viva que sólo con cerrar los ojos volvía a ver a Ralph, como una fotografía.

Cat me había dicho que ella sabía si una mujer había estado con un hombre porque una mujer a la que un hombre había penetrado se ensanchaba. Aproveché que la rutina de nuestra convivencia había distanciado bastante nuestros encuentros para esperar unos días hasta estar con ella. Me sentí mentirosa, pese a que no mentía; sólo ocultaba la verdad, que no es lo mismo. No quería perderla. Puede que me acostara con otro, que echase en falta muchas cosas, pero no quería perderla.

La conexión con Ralph fue algo inesperado. Había cerrado la puerta de mi casa, pero supongo que, deseando algo sin saberlo, me olvidé de cerrar las ventanas, y ellas esperaban, sin fe, que Ralph entrara.

En el hotel me despertó la insidiosa luz de la mañana que, filtrándose por la rendija que separaba las cortinas, se difundía por la habitación. Emergí lentamente de un sueño que no recordaba, pero que había dejado una vaga huella en mi memoria. Algo así como si acabara de atravesar un corredor de dolor, largo, estrecho y ciego, sin puertas ni ventanas, un recorrido que me había dejado la cabeza pesada, embotada de sueños destruidos, de trozos de recuerdos estrellados. A mi lado, Mónica dormía plácidamente. La abracé intentando concentrarme en su respiración rítmica y regular y aspiré su olor, una mezcla de sudor, feromonas y perfume caro, de una dulzura densa y penetrante, que había aprendido a reconocer como familiar. Mónica suspiró en sueños y se desasió ligeramente de mi abrazo. De pronto sentí el peso de un brazo tibio que se desplomaba sobre mí como un tronco caído. Era Coco. Su mano fue bajando y se detuvo en mi pecho. Comenzó a acariciarme uno de los pezones. Me desasí e intenté incorporarme. Visto y no visto, él colocó sus manazas sobre cada uno de mis hombros y me empujó hacia atrás, contra la almohada. Su cara descendió oscuramente sobre la mía, sentí su aliento agrio como una bofetada y unas gotas de saliva me golpearon los labios. Comencé a debatirme y a morder. Se abalanzó sobre mí y me inmovilizó con las piernas. No creí que fuese en serio y, en voz baja, para no despertar a Mónica, le dije que parara, que no me apetecía, que no le veía la gracia al jueguecito. Noté su verga hinchada frotándoseme contra la ingle. Entonces fue cuando me puse a gritar.

¿SE PUEDE SABER QUÉ COÑO HACES?

Instantáneas que se suceden a toda velocidad, como en un vídeo que se rebobina: Mónica se despierta, se despereza, se frota los ojos con los nudillos. El aliento rancio de Coco, y la visión se oscurece. Pataleo, le golpeo con los puños. Quiero que Mónica reaccione, que me ayude, y los segundos se eternizan. Su cuerpo sobre el mío. Fundido en negro. Luego Coco retrocede, se aparta y se tumba a mi lado.

—Joder, Bea; eres una histérica.

—Y tú un macarra.

—Y tú una pija, no te jode.

No dijimos más. Un silencio tenso sucedió a toda aquella algarabía. Coco se incorporó y se dirigió a la nevera. Sacó una botellita de güisqui, desenroscó el tapón y se la bebió prácticamente de un trago.

—Di que sí, Coco; tú bebe más todavía, que es lo que te hace falta —dijo Mónica—. A ver si se te ocurren unas cuantas tonterías más.

—Métete en tus asuntos, si no te importa —respondió Coco.

—No, si lo que es por mí… como si te la machacas —replicó tranquilamente Mónica—. Pero, como comprenderás, no es que me entusiasme precisamente que me despierten a gritos en mitad de la noche.

—La histérica de tu amiga… —dijo él.

—Yo no soy ninguna histérica —interrumpí.

—No, sólo una reprimida —apostilló Coco.

¿QUERÉIS CALLAROS DE UNA PUTA VEZ, JODER? —cortó Mónica.

La obedecimos. Coco sacó otra botellita y se la bebió. Yo me acurruqué en el regazo de Mónica pensando que me iba a resultar imposible volver a conciliar el sueño, y sin embargo me quedé dormida casi inmediatamente.

Dormí mucho, mucho, mucho. Me desperté con la cabeza espesa como la melaza. La boca parecía hecha de arena, y la afilada claridad del mediodía, un reproche luminoso que me traspasara las retinas. Tenía una resaca seria. Me encaminé al baño zigzagueando a pasos vacilantes, tropezando con los muebles.

En el baño me encontré a Coco que, sentado en el bidé, apoyaba la cabeza entre las manos. Ni siquiera le saludé y me dirigí directamente al lavabo a beber agua. Después de examinar mi cara en el espejo, pálida y ojerosa, me la lavé con agua fría intentando desentumecerme las facciones y borrar la expresión amodorrada. Entonces reparé en que Coco había permanecido inmóvil todo el tiempo y me asaltó un mal presentimiento. Le llamé por su nombre en voz alta. No contestó. Le zarandeé y su cuerpo se desmoronó sobre las baldosas de mármol como un castillo de arena.

Estaba rodeada de Beas atónitas, reflejadas por todo el cuarto de baño, y por un momento albergué la esperanza de que aquello fuera una pesadilla. Me pareció que aquellas resplandecientes paredes, bajo mis pies, sobre mi cabeza y a los cuatro lados, se cerraban como una cámara de tortura y amenazaban con comprimirme hasta estrujarme viva.

Regresé a la cama y desperté a Mónica. Se me quedó mirando con ojos opacos, no parecía entender lo que le estaba diciendo. Luego se incorporó de un salto y se dirigió al cuarto de baño. Coco seguía donde yo lo había dejado, aplastado sobre el suelo blanco. Mónica se agachó, le llamó por su nombre, le sacudió. Pero él no reaccionaba.

—¿Qué le pasa? —pregunté, como si Mónica fuera doctora.

—No tengo ni puta idea —dijo ella—. Puede que sea el golpe en la cabeza o puede ser una reacción a todo lo que se metió ayer. O un coma etílico… Yo qué sé. Pero parece serio. No reacciona. Ni siquiera estoy segura de si respira o no. Vamos a tener que llamar a una ambulancia.

Me dirigí al teléfono. La voz de Mónica me interrumpió antes de que descolgara el auricular.

—Desde aquí, no —me dijo Mónica—. Desde la calle. Y recoge tus cosas. Asegúrate de que no te dejas nada.

—¿Quieres decir que pretendes dejarle aquí solo?

—Tal y como está no se va a enterar de si estamos o no —me respondió ella, tajante. Se estaba poniendo los pantalones.

—No me lo puedo creer. Eres tú la que te lo follabas. No digo que tengas que amarlo locamente, pero se supone que implica cierta responsabilidad.

—Bea, si le pasa algo grave, si la palma de camino al hospital, o si la ha palmado ya, nos vamos a meter en el lío del siglo, no sé si te das cuenta. ¿Qué hacíamos las dos en la cama de un hotel con un tío que debe de llevar una bomba química en el cuerpo? Llamaremos a la ambulancia y ya se encargarán de él.

—No me creo lo que estoy oyendo; no me lo puedo creer… —musité.

—Te recuerdo que hace un rato casi te viola en esta misma cama —me cortó ella.

—Y yo te recuerdo que no ha parecido importarte gran cosa. Flipo contigo: no te preocupas de nadie excepto de ti misma. Seguro que si me diera un pasón a mí me dejarías tirada como a Coco.

—Te equivocas —dijo ella—, tú serías la única persona a la que nunca dejaría tirada.

Se puso la camiseta y las zapatillas, recogió su bolso con tranquilidad y caminó hacia la puerta. Al tomar el picaporte se dio la vuelta.

—Haz lo que quieras. Yo me bajo a llamar por teléfono. Calculo que la ambulancia tardará de cinco a diez minutos. Tú puedes quedarte aquí haciendo de hermanita de la caridad si tanto te apetece. Si me necesitas, sabes dónde encontrarme: me voy a casa de Javier.

Y abandonó la habitación pegando un portazo.

Cuando Mónica se fue regresé al cuarto de baño. Albergaba la esperanza de encontrarme a Coco de pie, o sentado, de que todo hubiese sido un malentendido o una broma pesada, o un mal sueño. Pero Coco seguía allí, exactamente donde lo había dejado. Me senté a su lado y hablé con él, le expliqué que era consciente de que probablemente no podría oírme, pero que, como había visto en la tele que algunos pacientes en coma escuchaban lo que sucedía a su alrededor, no perdía la esperanza de que me entendiera; le dije que la ambulancia estaba en camino y que, con suerte, en el hospital le pondrían una inyección de buprenorfina y que volvería a estar como unas pascuas en tres días, y luego, mientras le explicaba todo esto en voz alta, caí en la cuenta de que no tenía por qué ser tan amable, que Mónica tenía razón, al fin y al cabo aquel hijoputa había intentado forzarme, por no decir que me había apartado de la que había sido mi mejor amiga, mi única amiga, pero el caso es que, a pesar de todo, le tenía cierto cariño a Coco, me había conmovido que me regalase la navaja, y que me alabase, que me tratase como a una adulta, me caía bien a su manera, y en aquel preciso momento reparé en que siempre acababa por justificar a aquellos a los que odiaba.

Volví a recoger mi bolso y entonces me fijé en la chaqueta de Coco, que había dejado colgada en el respaldo de uno de los sillones. Metí la mano en el bolsillo del forro interior y le quité la cartera. Había unos cuantos billetes allí dentro. Tenía la desagradable impresión de que Coco ya no los iba a necesitar. Los guardé en el bolsillo de mi pantalón, me vestí en dos segundos y me marché.

Bajando por la calle Libertad vi llegar a la ambulancia.

Era un día de verano sofocante. El sudor me picaba en las sienes. La luz del sol limpia, caliente, sin viento, asesinaba los colores, y los edificios grises adquirían un aspecto amenazador bajo aquella claridad sesgada. Daba la impresión de que el asfalto humeaba. No había peatones, ni pájaros ni perros; sólo un silencio denso: la vida entera parecía haberse detenido en la inmovilidad de la tarde. Bajé a la calle Pradillo y me metí en la única cafetería que encontré abierta, y que gracias a Dios tenía aire acondicionado. Según mi reloj, eran las tres de la tarde. Pensé en comer y al momento me di cuenta de que sería imposible meterme nada en el estómago, que parecía hinchado por una especie de bola grumosa y pesada, así que pedí una Coca-cola. Después me acerqué al teléfono y marqué el número de Javier: saltó el contestador automático y colgué inmediatamente. No sabía qué hacer, no sabía dónde iba a pasar la noche, pero tenía claro que no pensaba volver a casa de mi madre. Tenía veintipico mil pesetas en el bolsillo y unas cuantas pastillas que podía vender.

El Miami estaba prácticamente vacío, y la camarera simpática, que seguía tras la barra con cara de aburrida, no me reconoció hasta que le dije que era amiga de Coco. Entonces pareció caer en la cuenta. Le expliqué que quería pasar unos equis, y ella opinó que la cosa estaba complicada, porque en verano, entre semana, casi no había clientela.

—Si quieres vender pastis, lo mejor que puedes hacer es irte a La Metralleta —me aconsejó—. Aquello siempre está lleno. Los colgaos que van allí no tienen dinero ni para veranear.

Le di las gracias y me marché.

La Metralleta, efectivamente, rebosaba de gente. Un enjambre de adolescentes bailaba frenético en la pista, labrando sinuosas figuras sin seguir muy bien el ritmo. Alcancé la barra, me hice con un güisqui y, no sin antes recordarle a la clónica de Morticia que si alguien le preguntaba por éxtasis le dirigiese a mí, me encaminé a la columna de siempre.

La columna era esencial para sostener el techo de aquel antro y a mi propio cuerpo, que amenazaban con derrumbarse de un momento a otro. Cuando ya casi me había olvidado de lo que estaba haciendo allí, un chico con una camiseta de Pavement se me acercó buscando éxtasis. Lo reconocí, porque ya le había pasado pastillas antes. Después la noche se fue sucediendo como un sueño cibernético: el ejército de luces azuladas que golpeaban las retinas, el pandemónium ensordecedor de golpes sintetizados, la oscuridad que confundía los cuerpos que transitaban aquel espacio viciado por el humo. De cuando en cuando alguien se acercaba a hablarme. Algunos me preguntaban tonterías, alguno intentaba ligar, alguno buscaba algo que ponerse. A la mayoría de ellos acabé por colocarles una capsulita. Empecé a pensar que había nacido para aquello. De pronto, a través del gentío, divisé a mi pretendiente, el treintañero alto, en el fondo de la barra. Me sonrió y avanzó hacia mí moviéndose felinamente a través de la confusión de cuerpos, al compás de la música de sintetizador. Antes de que pudiera evitarlo, lo tenía al lado.

—Ayer no viniste —me dijo—. Ya estaba empezando a preocuparme.

—¿Acaso vienes a esperarme todas las noches? —le pregunté.

—Desde luego. ¿Te apetece tomar una copa?

Me lo pensé un segundo. No tenía adónde ir aquella noche. Me había pasado la tarde vagando por el Retiro, dormitando un rato a la sombra de un árbol, y luego paseando Castellana abajo hasta que, sin darme cuenta, reparé en que había caído la noche y decidí pasarme por el Miami. Había pensado que cuando el local cerrara, me marcharía a un banco de la Plaza de España a dormir, o a pensar, o intentaría localizar a Mónica. Quizá aquel tipo tuviera un apartamento con un sofá cómodo en el que yo pudiera pasar la noche… Le miré a los ojos, y descubrí, para mi sorpresa, que me gustaba. Su rostro tenía un aire lánguido, exquisitamente delicado a su manera, un no sé qué femenino que le hacía parecer casi hermoso, aunque no tengo muy claro que lo fuera. Un mechón de pelo liso le caía sobre la nariz de corte rectísimo que dividía en dos su cara. Intuía al mirarle una especie de mutuo reconocimiento, de comprensión sin palabras. Se me ocurrió que podía dejarme llevar por la corriente cálida de su amabilidad y su sonrisa desenvuelta. Por un instante pensé que quizá fuera distinto de los otros. Pero luego imaginé lo predecible, cómo intentaría enredar su cuerpo pegajoso al mío, pasear sobre mí sus manos inevitables y grasientas, como habían hecho todos los demás. En mi reloj las agujas marcaban las seis y cuarto.

—Te lo agradezco —le respondí, intentando parecer amable—, pero tengo que ir a casa a intentar arrancarme el maquillaje. Con suerte sólo me llevará unas dos horas. Es una forma rápida de perder kilos.

Él se rió.

—No digas tonterías: no vas maquillada.

Se llevó la mano a la chaqueta, sacó su cartera, la abrió y me entregó su tarjeta. Me la guardé en el bolsillo de los vaqueros.

—¿Me llamarás?

—No sé… —contesté—. Si se me ocurre en el curso de mi vida social increíblemente ocupada, y si tengo a mano un teléfono y no ponen nada bueno en la tele, tal vez, a lo mejor…

Salí a la calle. Enfrentarme de nuevo a la madrugada, cuando el cielo va perdiendo su negrura, y empieza a dejarse ver el día, como una estela de humo que se estrecha y palidece entre los tejados. La tarjeta de aquel tipo me quemaba en el bolsillo. Reparé en que no sabía su nombre, ni él el mío. Saqué aquella tarjeta: Pablo San José, médico. Clínica tal… ¡Médico! No era policía, y nosotros tres éramos unos paranoicos. Con sólo volver sobre mis pasos tenía garantizado un lugar donde dormir. Di unas cuantas vueltas a la tarjeta entre mis dedos y la rompí en un montón de pedacitos blancos. No quería llevar la tentación encima.

Aquel tipo me gustaba. Habría podido acostarme con él y entonces probablemente no habría existido Cat, y quién sabe, quizá hubiera terminado por convertirme en una chica como tantas otras, femenina y heterosexual. Pero creo que resulta fácil de comprender que después de dos intentos de violación en menos de una semana no me apeteciera mucho la perspectiva de tener un hombre encima. Pero, repito, me gustaba. Su insistencia, su sentido del humor, su amabilidad habían conseguido conmoverme. Yo puedo amar a hombres y a mujeres. No distingo entre sexos.

Los niños van de rosa, las niñas van de azul. Rosa es el color de los afectos. Azul el de los uniformes de trabajo. Monos de mecánico, trajes de azafata. Azul. Corbatas de ejecutivo, bolígrafos para hacer cuentas. Rosa. Cubiertas de novela romántica y cajas de bombones. Los hombres son racionales y las mujeres sentimentales.

Se nace persona. Dos días después te perforan las orejas. Te ponen unos patucos rosas. Ya eres una niña. Vas a un colegio de niñas. Te visten con falda y coletitas. Cumples catorce años. Tu primer pintalabios. Ya eres una mujer. Cumples quince. Zapatos de tacón. Te sonrojas ante los chicos en la parada del autobús. No corres los cien metros. No escuchas heavy metal. Ya eres una cretina.

¿Qué aprendí en la facultad? ¿Qué escribía en mis trabajos? El concepto de género está sometido a manipulaciones sociales. Una convención impuesta. No asociada a factores biológicos. Nacer hombre o mujer no supone implicaciones de comportamiento irreversibles. Nos comportamos como tales por educación. Los roles sexuales se aprenden en función de los hábitos culturales. No son innatos. Las mujeres no son hembras porque lleven tacones Los hombres no son machos por llevar corbata.

Cumplí quince años y dejé de ir a misa. Cumplí dieciocho y besé a Mónica. Luego me largué a Edimburgo. Y allí me rapé el pelo y me compré unas botas de comando. En la calle nadie sabía si yo era chica o chico. Fue la última transgresión. La última transgresión.

Cada delicado detalle de mi cuerpo puede ser interpretado o reinterpretado, según quiera ser mujer o persona. Mi vagina puede ser la puerta del placer o de la vida. Mis pechos, fuente de leche o puntos eróticos. Mi ombligo perforado puede ser un reclamo o la señal de una conexión futura entre mi vida y la de otro que dependerá de mí. Mi cuerpo, con un feto dentro, ¿estará pleno de vida o simplemente invadido, deformado y destruido?

Académicamente hablando, debería escribir que cuando hacía el amor con Ralph era él el que me poseía, el que me tomaba. Sin embargo era yo quien lo hacía, era yo quien le acogía en mi interior, porque él entraba en mí. Le sentía como el otro, indescifrable y complementario a un tiempo. Si le acogía dentro, pensaba, me completaría. Cielo y Tierra, Luz y Tinieblas, Vida y Muerte, Caos y Orden. No tendría que preguntarme a cada paso quién era yo en realidad. Le sentía a él como a la parte de mí que me faltaba, una Beatriz esencial que había perdido en un tiempo indefinido, hacía muchos, muchos, muchos años, en un paraíso perdido e infantil que no podría ya recuperar. Después, cuando abandoné aquel territorio anterior a todo, aquel estado de gracia ajeno al trauma de la definición, me convertí en un ser separado de mi mitad. A la melancolía de la separación se unía la inutilidad del esfuerzo, el deseo nunca satisfecho que trata de llenar el vacío, el reencuentro que desespera por la incapacidad de reproducir el estado inicial, aquel todo equilibrado y positivo en el que todo estaba y nada faltaba. Cuando pensaba en esto, nuestros abrazos se me antojaban estériles y absurdos. Ansiaba la perfección de un estado primordial, un estado de fuerza y autonomía anterior a lo masculino o a lo femenino. No quería ser la mitad de uno. Sentía una profunda nostalgia de un ideal que llevaba dentro, quizá más inexistente que perdido, y creo que buscaba la Totalidad a través del sexo, añorando dolorosamente una reunificación que sabía de partida imposible, mero deseo de fusión. ¿Para qué intentar tocarnos si proveníamos de universos irreconciliables?

La mujer que amó a Ralph era la misma que amó a Cat y sé que será difícil comprender, para quien no lo haya vivido, que amó del mismo modo al uno que a la otra. Que no hubo grandes diferencias en lo que hacíamos. Que la fisiología no determinó nunca la mecánica amorosa. Que yo nací persona, y amé a personas.

Cuando estaba con Cat una parte de mí se disgregaba en átomos minúsculos. Me diluía y me hacía fuego líquido para fundirme con sus entrañas, transportada por oleajes de lava. Me extendía más allá de mí misma, superando límites físicos y químicos. Con Ralph, al contrario, las cosas estaban bajo control. Los dos, coordinados, sincronizados, a movimientos bruscos y precisos, avanzábamos al mismo ritmo marcial hacia una meta común, como en una competición deportiva.

Ella proponía, él se imponía. Ella me moldeaba a su gusto. Él me convertía en una contorsionista, en una equilibrista, en una plusmarquista. Ella era más profunda; él, más aventurero. Ella era detallista y esmerada; a él le sobraba la energía. Ella era sábanas lavadas; él, condones usados. Ella avanzaba, él embestía.

Pero su piel, la de ella, no era comparable. Bastaba con acariciarla para sentir placer. Él no contaba con aquella ventaja. Su piel era tan áspera como su carácter.

Cuando estaba con ella la besaba con los ojos abiertos y arrastraba mis dedos por sus greñas doradas. Indagaba en sus ojos redondos y limpios y veía una imagen líquida y verde de mi propio rostro. Caitlin de ojos de agua. Tomarla en mis brazos, besar aquel trozo de piel donde el cabello dorado se convertía en una pelusilla blanca y sedosa. El perfume dulzón mezclándose con otro aroma, el mío; su mano que descansa en mi vientre, y las puntas de sus dedos que descienden tamborileando hacia la cumbre de mis muslos; abrir las piernas y adelantar las caderas para facilitar el avance de sus dedos; rodar y revolearnos enredadas en una masa de brazos y piernas; una pulsación bien definida que estremece mi interior a un ritmo salvaje; la habitación que a mi alrededor se fragmenta en trocitos y se disuelve; la gozosa complicidad que sucedía al placer compartido; las huellas de sus dedos impresas en mis caderas como un sello violáceo.

Con él, con Ralph, sentía la maravilla de mi propio cuerpo tenso, de mi corazón palpitante, el milagro del fluir de mi sangre, de mis músculos contraídos. Me sentía una corredora de cien metros lisos avanzando hacia la meta con los labios apretados. Cuando estaba con la una pensaba en el otro, y viceversa. Vivía sometida a la tiranía del orgasmo.

Ya no lloraba a diario ni me acurrucaba bajo el edredón a escuchar discos lóbregos de los ochenta. Me levantaba con una sonrisa, hacía bromas coquetas, había incluso recuperado el apetito, aunque hacía esfuerzos hercúleos para controlarlo y no perder mi figura filiforme. Caitlin advirtió el cambio, e incluso lo comentó, pero no indagó en sus causas. Quizá prefería no conocerlas o quizá no buscaba explicaciones, como tampoco buscaría explicaciones al sobrevenir de las tormentas o a la caída de las hojas. La plácida Cat recorría la vida guiada únicamente por las tenues luces del impulso y la costumbre y hay que agradecerle a la providencia su naturaleza tranquila y sosegada, que convertía su vida en un remanso, pese a su supuesta inconvencionalidad, una carrera en la que nunca aparecían obstáculos insalvables, porque Cat aceptaba de buen grado todo lo que le llegaba: amigos, trabajo, novia, y no lo discutía ni se lo cuestionaba.

Katriona Mac Cabe seguía iluminando cada tarde mi salón con su sonrisa de trescientas veinticinco líneas. Caitlin seguía contemplándola con admiración y orgullo, y jamás olvidaba recordarme que aquella preciosidad había sido su amante. Pero Katriona había dejado de importarme. Gracias a Ralph yo había descubierto que era imposible que Katriona escondiera tras la pantalla algo que yo no tuviera.

Lo que había buscado en Ralph, sin embargo, no era sexo, sino apoyo, y a veces me arrepentía de haberme dejado llevar, porque pensaba que el hecho de que se acostase conmigo alteraba su percepción de mi persona. Yo deseaba poseer parte de su mente, fagocitar su inteligencia, buscaba en él a un trasunto de Mónica que, al igual que hizo ella en el pasado, arreglase mi cabeza y me ayudase a salir de aquel pozo negro en el que chapoteaba. Pero él me veía como a una amante antes que como a una amiga, y, por tanto, no me concedía la confianza que yo buscaba. A partir de entonces no hacía sino preguntarme cuáles debían ser los pasos a seguir en el ballet que jugábamos, una danza en la que cada uno de los bailarines debía improvisar los movimientos a medida que seguía adelante. Si él se mostraba insistente, ¿debía yo ceder?, ¿debía negarme?, ¿cómo? ¿Debía a veces tomar yo la iniciativa?, ¿hasta qué punto?, ¿quién daría el siguiente paso hacia adelante y hacia atrás?, ¿qué significaba comportarse como un hombre y comportarse como una mujer? Desde que me convertí en su amante adopté un papel: era su contrario, y él nunca, nunca, volvería a verme de la misma manera. Lo habíamos estropeado todo.

Él, por supuesto, sabía que yo vivía con otra persona, pero nunca hizo preguntas al respecto. Nunca dijo que me quisiera, ni hizo planes de futuro ni habló de nosotros en relación con el mundo, como solía hacer Cat. Us no era un pronombre que él utilizara. Yo indagaba muchas veces en mi cabeza sobre la razón que le impulsaba a mantener lo nuestro. El sexo, por supuesto. Pero había algo más. Supongo que él también se sentía agobiado bajo el peso de la soledad y le venía bien contar con una persona que de cuando en cuando le aliviase su carga de recuerdos. Nos acostábamos juntos, eso era todo. Nadie propuso más. A su lado me sentía a veces como al lado de otro viajero solitario en el compartimiento de un tren, cercana a un extraño tranquilo y amable a cuya compañía estaba condenada por un lapso de tiempo que nunca duraría demasiado.

Vivía con una chica que me quería y tenía un amante con el que mantenía una relación ocasional, no sé si a mi pesar. Yo le encontraba fascinante, pero intuía que el sentimiento no era mutuo, así que hacía lo posible por no mostrarme demasiado cariñosa. Ralph y yo seguíamos encontrándonos sin acordar citas prefijadas, en el comedor de la universidad. A veces charlábamos sin más y cada cual se iba a su casa. Otras veces proponía ir a su casa y entonces nos íbamos a la cama, como por casualidad, como quien se toma una caña, como si ninguno lo hubiese deseado demasiado. Nunca acordábamos citas en el sentido estricto de la palabra. Ni siquiera fuimos a un pub a tomar una pinta. Yo sentía que había una muralla que nos separaba, y no poseía ni la fuerza ni las herramientas que me hubiesen permitido derribarla.

Al principio me venía muy bien, a qué negarlo, el tránsito titubeante de aquella relación, porque así evitaba comprometerme yo y hacer promesas o asumir responsabilidades. Me esforzaba en mantener las distancias, de hecho. Pero luego, a medida que lo que yo sentía fue aumentando y aumentando, a medida que veía crecer mi propia entrega, ya no entendía muy bien a qué venían la desconfianza y los silencios. La tristeza me sorprendía a traición al pensar en su rutina, lejana a mí, en aquel lejano orden de horarios, necesidades y ataduras que yo intuía pero no podía precisar, unas normas de vida que habían precedido a nuestra historia y que la sobrevivirían. Imaginaba lo que haría Ralph sin mí. Leería, ordenaría sus discos, daría largos paseos por los Meadows… Persistía en aquella trampa de imágenes inhóspitas porque no conocía otro modo de aproximarme a él, e inventaba un pasado que imaginaba horrible precisamente porque él nunca se refería a él: todo lo que no sabía, lo que le hacía callar tantas cosas, las que sabía ocultar entre otras cosas que, aunque insignificantes, tampoco me aclaraba. Aquello que le hacía detenerse en medio de una frase, pensarse tanto una observación trivial, como quien teme a la espontaneidad porque ésta desvele una verdad. Lo que me hacía a mí misma guardar silencio y no exponer preguntas. El muro de dudas y reservas que se interponía entre nosotros con tanta fuerza como la distancia enorme y vacía que nos separaba. Todo lo que no se sabía; ni él de mí, ni yo de él. Lo que por ello dejé de saber de Ralph, de mí misma, y los dos de nosotros. Los silencios que se alargaban entre nuestras frases lo revelaban todo, las cosas que no nos atrevíamos a decir. Me parecía que algo se quedaba en el aire, la líquida noción inaprensible de algo que me perdía.

Le sentía tan mío que no estar a su lado era como una amputación. Deseaba tenerle a todas horas, morderle, chuparle, devorarle, poder hacerme con algo más tangible que la imagen difusa que componía en su ausencia, entre retazos de conversaciones semiolvidadas, fragmentos imprecisos de revolcones varios e instantáneas veladas de sus gestos. Acababa cansada de mirar las cosas huyendo con cuidado del miedo a encontrarle en el eco de cualquier silencio, en el hueco de cualquier espacio, en perfiles entrevistos a traición en la calle, en aromas de colonia cara arrastrados por desconocidos que en el autobús me recordaban a él. Me apetecía crearme una capilla, un espacio del deseo, un territorio aparte, privado, que contuviese en sí mismo las imágenes, los rituales y las oraciones del amor.

Todo lo que había entre nosotros era sexo, entendí. Y sin embargo, yo sentía nuestro vínculo como algo sólido e intenso. ¿Por qué? Porque los momentos que estaba con él los vivía amplificados: Una vez, la real, la que sucedía en el tiempo y el espacio; y muchas, muchas veces más: cuando repetía aquellos momentos en mi cabeza y revivía las cosas que hacíamos, su piel, su cuerpo, su vello, su sexo, su voz. Le sentía muy cerca, porque Ralph pasaba mucho, mucho tiempo a mi lado, incluso cuando él mismo no sabía que estaba conmigo.

No me gustaba tenerle encima de mí. Era pesado, ya lo he dicho. Y yo proponía todo tipo de juegos y figuras acrobáticas para evitar tener que cargar su peso sobre mí, porque entonces me inmovilizaba y me creaba la impresión de que no tenía escapatoria. El miedo me atenazaba y me fallaba la respiración, como cuando a mi madre le daban los ataques. Cuando intentaba explicárselo Ralph se limitaba a repetir su frase de siempre: que yo era una tía muy rara.

¿Rara? No sabes hasta qué punto puedo llegar a ser rara, le respondí un día. ¿Sabías que casi me cargué a un tío en Madrid? Me sorprendió oírlo de mis labios, porque en Edimburgo nunca le había mencionado el tema a nadie, ni siquiera a Cat. Este desliz por mi parte me hizo darme cuenta de lo necesitada que estaba de un amigo, de alguien con quien compartir mis problemas, de un espejo en el que reflejarme. Se me escapaban los secretos por los poros. Pero no me traicioné. Le dije que le estaba gastando una broma y sonreí, aunque por la expresión que adoptó pude darme cuenta de que había introducido la duda en su cerebro, una comezón que le roería por dentro desde entonces.

Hubiéramos podido ser grandes amigos, supongo, pero el sexo se interpuso y nos convirtió en contendientes, porque sobre nosotros planeaba la amenaza de una serie de exigencias que no se hubiesen planteado en el caso de una amistad sin sexo. Aunque él fingiera que lo de Cat no le importaba, tenía necesariamente que importarle, lo sé, y yo, ¿quién sabe?, probablemente hubiera deseado que lo de Cat sí le importara, que se atreviera a exigirme que acabara con aquello, a proponerme un futuro en común. Yo quería que él quisiese algo más de mí; ¿por qué quería yo eso?, ¿por orgullo? No tenía razones para desear de él otra dedicación que la que me ofrecía, porque yo sabía bien que la situación era perfecta tal y como estaba, que se trataba de un arreglo muy cómodo, lo de tener novia y amante a la vez, pero aun así, hubiese deseado más, hubiese deseado más de él, por muchos problemas que ese más me hubiera supuesto.

Ralph se acostaba conmigo e imponía decidido su voluntad, o lo intentaba. Recuerdo su abandono furioso, su manía de inmovilizarme con las piernas contra el colchón, de sujetarme los brazos por encima de la cabeza, la forma que tenía de estrellarse contra mí, como impulsado por la fuerza de las olas, convertido en una corriente embravecida.

Cat significaba, por el contrario, la amabilidad de la carne tácitamente poseída, sin acuerdos ni negociaciones previas, la conexión perfecta, puesto que cada una sabía, por propia experiencia, lo que la otra buscaba y necesitaba. Cada noche recorría su geografía conocida, sus dunas, sus lagos, sus llanuras, sin brújula, sin miedo. Cat estaba allí siempre y me quería. Nunca me hubiera negado la posibilidad de verla.

Según el tópico, yo conocía lo mejor de los dos mundos. (¿Sólo hay dos? ¿Y dónde se supone entonces que resido yo?). Y mi vida seguía entre una cama y otra. Contacto. Mis agarraderas al mundo en la noche de Edimburgo, donde el día se acaba a las cuatro de la tarde.

Entonces yo me sentía pura energía andante. Mis movimientos se hicieron más elásticos, más conscientes. Percibía claramente los contornos de mi cuerpo bajo el jersey, los pantalones y la camiseta. El sexo me ofrecía una clara conciencia de mí misma, desde la distancia, como si fuera otra. Ni siquiera notaba el frío. El deseo, en mi interior, irradiaba calor suficiente. Llevaba conmigo las imágenes de mis amantes como habría podido llevar un relicario mágico apretado contra mi pecho. Esto sucedió ayer, como quien dice, ayer, pero parece que hace siglos de eso. Por soledad los busqué, en soledad los recuerdo.

Desde la primera vez que me acosté con Ralph, desde que compartí al uno y a la otra, mi corazón se convirtió en algo borroso, indefinible, indescifrable. Porque si me hubieran preguntado en ese momento si yo era lesbiana o si era heterosexual, e incluso si era bisexual, que parecía la respuesta más convincente, no hubiera sabido qué responder. Estaba tan perdida como lo estaba tres años antes, cuando deambulaba por las calles de Madrid, cuando me empapé las manos con la sangre de un desconocido. A veces me sentía lady Macbeth: sabía que esas manchas no se borrarían, como no se borraban, en mi corazón, los años en mi casa, aquella relación irreparable con mi madre, ni mi amor a Mónica.

Volvía a estar en la calle y sin la menor idea de lo que iba a hacer. Pensé que lo mejor sería ir a tomarme un café, reflexionar sobre lo sucedido y sobre el siguiente paso a seguir y llamar a Mónica. Antes o después yo tendría que volver a casa. Pero volver a casa, después de todo lo que había pasado, me parecía imposible. Volver a ninguna parte me parecía imposible. Seguir adelante me parecía imposible. Vivir me parecía imposible. Cuando intentaba pensar, extraer alguna conclusión lógica del desbarajuste impenetrable que se había montado en mi cabeza, sólo conseguía que me atronasen las sienes. Pensé en Coco, quizá en una cama de la Paz, quizá en el depósito de cadáveres. Enfilé por una callejuela desierta. Oí unos pasos tras de mí y tuve la extraña impresión de que alguien me seguía. Me volví y no vi a nadie. Seguí adelante, y de pronto recibí un mazazo en la espalda que me empujó contra un muro y me dejó sin respiración. Antes de que hubiese podido darme cuenta estaba inmovilizada contra la pared, con el antebrazo de un hombre atenazándome el cuello.

—Vaya con la zorrita… —dijo una voz áspera y saturada de graves, un sonido ronco y desapacible que me erizó el vello.

Me estaba ahogando. Pensé que si el tipo aquél apretaba un poco más, me partiría la tráquea. Podía percibir su corazón palpitando regularmente contra mi seno derecho. Olía a tabaco y a sudor. Sabía que tenía que patalear, sacar fuerzas de flaqueza para quitarme al tío de encima, pero no podía moverme, ya fuera por el miedo o por la falta de aire. De pronto reconocí la identidad de mi atacante: era el tío al que había golpeado en la cabeza con una botella. Había sido una imbécil al ir a La Metralleta. Aquel tipo conocía bien a Coco, sabía por dónde se movía. Había ido a buscarme y me había encontrado.

Mientras me mantenía inmovilizada, comenzó a manipular su cinturón. Comprendí lo que iba a hacer. En su extraño código de honor, no podría parar hasta arrebatarme por la fuerza lo que yo le había negado. Entonces recordé que tenía la navaja de Coco en el bolsillo trasero del pantalón. Y mis brazos estaban libres. Mi única posibilidad se cifraba en mantener la calma. Si me movía demasiado bruscamente, él reaccionaría y me sería imposible atacarle. Él parecía muy ocupado intentando desabrochar uno a uno los botones de su bragueta. Intenté distraer su atención para que se fijara en mi cara y no en mis manos.

—Escúchame… —le dije en un susurro tranquilo para no asustarle. Me miró sorprendido y comprendí que la cosa iba bien—. Escúchame tío; siento lo que hice, de verdad que lo siento, pero es que me asustaste y…

Acercó sus labios a los míos. Le devolví el beso mientras intentaba a la desesperada sacar la navaja. No era tan fácil. La condenada estaba en el fondo del bolsillo. Agradecí al cielo que los pantalones me estuvieran tan holgados. Percibía un trasfondo de alcohol en el sabor acre de su saliva. Seguía apretándome la garganta, pero relajó un poco la presión. Parecía confiado. Se me ocurrió pensar que quizá yo le gustaba, o que él creía que a mí me gustaba.

Tenía la navaja fuera. Mi brazo me caía al costado, paralelo al cuerpo. Me esforcé por repetir en la memoria las palabras de Coco. Aprietas este botón, así, y la hoja sale disparada. Entonces atacas, sin miedo, con el filo hacia arriba, y sobre todo con seguridad, sin dudar, hundiendo la navaja hasta el fondo. Sin pensarlo. Le clavé la navaja en el costado con todas mis fuerzas. La sangré brotó a borbotones extendiéndose sobre su camisa. La sentí, viscosa y caliente, escurriéndose por mis dedos. Se le escapó un agudo grito de dolor, pero no me soltó. Apuñalé una segunda vez, sin llegar a sacar la navaja del cuerpo. Él se dobló sobre sí mismo y cayó al suelo, retorciéndose en posición fetal.

Salí corriendo calle abajo, sin mirar atrás, con la navaja en la mano.

Debía de tener siete u ocho años cuando sucedió. Mi madre me había enviado a la tienda de la esquina a comprar cien gramos de jamón de York. A la vuelta me detuve en el parque, que estaba solitario y oscuro. Sabía que no debía hacerlo, pero la tentación de los columpios vacíos fue demasiado fuerte. Un señor muy amable vino a sentarse al columpio de al lado. Me hizo muchas preguntas y me dio caramelos, mientras me acariciaba los muslos, desnudos bajo la falda tableada. Luego me tomó de la mano y me llevo detrás de unos arbustos. Después me obligó a tocarle el sexo. Cuando acabó, salí disparada hacia mi casa, por las calles oscuras, sin mirar atrás. Nunca había vuelto a correr tanto hasta aquella madrugada, cuando avancé sin objetivo durante lo que a mí me parecieron horas. Me detuve al llegar a la calle Quintana, y me senté en un banco. Ya era casi de día, y al mirarme la mano ensangrentada reparé en que aún tenía la navaja en la mano. La luz rebrillaba en el filo blancoazulado, todavía manchado de restos de sangre seca. La tiré a una alcantarilla.

Fui a parar a un bar cuyas paredes estaban empapeladas de calendarios de talleres mecánicos con chicas desnudas, dotadas de unos pechos más que generosos, y en el que un grupo de obreros estaba tomándose el primer café de la mañana. Había uno que hablaba a gritos sobre fútbol, comentando goles y alineaciones que me sonaban a chino. Me miró con ojos ávidos, y a berrido limpio comentó lo buena que yo estaba. Nadie hizo la menor observación, sin embargo, sobre las manchas de sangre de mi camiseta. Pedí un café y la llave del baño, que resultó ser un cuartucho lóbrego que apestaba a orines. Allí incliné la cabeza sobre el inodoro y vomité un líquido marrón, todo el güisqui con Coca-cola que mi estómago almacenaba. Me quedé allí un buen rato, temblando como un animalillo asustado. Cuando conseguí incorporarme, hice gárgaras con el agua del lavabo para quitarme el mal sabor de boca. Acto seguido me quité la camiseta y la enjuagué en el lavabo. El agua que corría era primero roja, luego rosada y por fin transparente; la mancha sobre el tejido se diluyó hasta convertirse en una sombra parda. Luego retorcí y retorcí varias veces la camiseta intentando secarla. Casi no reconocí a la mujer pálida y demacrada que me observaba desde el otro lado del espejo. Con la camiseta todavía mojada me escabullí trotando del bar, para no escuchar las obligadas bromitas sobre los bultos de los pezones a los que se adhería el algodón mojado.

Llamé a casa de Javier desde un teléfono público. Reconocí al instante su voz engolada y pregunté por Mónica.

—Está durmiendo —me contestó con voz huraña.

—Despiértala. Es urgente. —Hubo una larga pausa y por fin, cuando yo estaba a punto de colgar, se puso Mónica. Parecía recién levantada. Su voz, pastosa, había perdido la viveza y la musicalidad que normalmente la caracterizaban.

—¿Dónde estás? —preguntó.

Le expliqué, a grandes rasgos, lo que había pasado. Me llamó estúpida por haber vuelto a La Metralleta. Parecía enfadada de verdad; el timbre de su voz se había vuelto afilado de repente. Me dijo que pasase a verla, y que hablaríamos.

Cogí un taxi. Ya llevaba dos días sin dormir y las manos me temblaban ligeramente. Capté una mirada suspicaz del conductor que me espiaba desde el espejo retrovisor. Bajé los ojos durante el resto del trayecto, y cuando llegamos no le di propina.

Javier vivía en un apartamento en la Castellana, y en cinco minutos estaba frente a su portal. Desde el taxi reconocí la figura de Mónica, que me estaba esperando en la acera que bordeaba el edificio, fumando un cigarro. Me recibió con un beso.

—Es mejor que no subas —me dijo—. A Javier no le hace mucha gracia que nos veamos, ya sabes. Anda, vamos a tomar un café.

Entramos en una cafetería de ésas de barra de acero reluciente y camareros con pajarita. Pedí un zumo de naranja y un café solo para ella. Mónica encendió un segundo cigarrillo y, mientras revolvía el azúcar en la taza durante mucho tiempo más del que hubiera sido necesario, me largó un discurso que supongo llevaba preparado. Había estado hablando largamente con Javier y también había meditado a solas. Lo sucedido con Coco, dijo, le había hecho recapacitar. Tenía la impresión de que había estado apurando la vida demasiado rápido, y que de pronto le había estallado entre las manos. Se sentía vieja a los diecinueve años, y ahora, de repente, experimentaba una nostalgia repentina de otra vida que no había vivido pero que siempre había tenido cerca, al alcance de los dedos. La vida que Javier representaba: mañanas en el club de Golf, tardes de compras en Serrano, meriendas en Embassy y cenas en Lucio… todas esas cosas que había rechazado siempre y a las que, sin embargo, estaba abocada por nacimiento. No tenía sentido, decía, intentar negar el ambiente al que pertenecía. Hablaba con seguridad, casi con vivacidad, y noté que me arrastraba hacia un terreno resbaladizo, un pantano de arenas movedizas en el que yo agitaba los brazos desesperada, luchando por mantenerme a flote. Destrencé, con esfuerzo, sus palabras, y al soltarlas se hizo evidente una contradicción entre lo que decían sus labios y lo que afirmaban sus ojos. En ningún momento el panorama que dibujaba Mónica resultaba creíble. Podía escapar de Malasaña, de los bares oscuros, de los picos y las malas compañías, pero no de sí misma.

—¿Sabes? —me soltó de repente, como quien comenta algo intrascendente, el encuentro casual con una antigua compañera de colegio o la posibilidad de cambiar de peinado—, Javier me ha pedido que me case con él.

—No digas tonterías. Tú sólo tienes diecinueve años.

—¿Y qué? No tiene que ser este año. Además, mucha gente se casa a mi edad, y más jóvenes.

—Además, tú no le quieres —protesté, intentando zanjar el tema con un argumento definitivo.

—Un poco sí —respondió ella—; al fin y al cabo hemos estado juntos muchos años. Además, lo del amor es muy relativo.

—Sí, ya veo que lo del amor, para ti, es muy relativo.

No captó, o fingió no captar, la ironía. Parecía haber envejecido cinco años en un día. Dos arrugas encuadraban sus labios cuando hablaba, y advertí que no desaparecieron cuando calló. Pero en seguida retomó la palabra. En cuanto a lo del tal Paco, Mónica había hojeado los periódicos y nada mencionaban sobre el incidente. Casi con seguridad no pasaría nada, él no me denunciaría. No podía ir por ahí diciendo que ya me conocía, porque eso supondría admitir que había comprado ilegalmente una pistola. E incluso si me denunciaba —cosa que no iba a suceder, en cualquier caso— tampoco había que preocuparse demasiado. Yo no tenía antecedentes, era prácticamente menor de edad y había actuado en legítima defensa. Por supuesto, si alguien se iba de la lengua, si salía a la luz todo lo del trapicheo que habíamos organizado con las pistolas, nos meteríamos en un buen lío, pero Mónica confiaba en que eso no sucedería. Lo mejor, opinaba, era que me fuera a casa, que esperase a ver qué pasaba y que no me dejase ver en una temporada. Que me fuese al Escorial, si podía. Paco no sabía dónde vivía, así que era casi imposible que me localizase en una ciudad tan grande como Madrid.

—Pero sí saben dónde vives tú. Irán a buscarte.

—Ya lo he pensado. Yo me quedo en casa de Javier todo el verano. Para septiembre ya se habrán olvidado de mí. Mira, en peores líos me he metido antes con Coco, y al final las aguas siempre han vuelto a su cauce. La gente no habla, no se moja, y no le da más vueltas a las cosas. El tío ese se llevó un navajazo, pero él te atacó primero, así que ya sabía a lo que se arriesgaba. Si no das primero te dan a ti, y te jodes. Es la vida.

—¿Y si lo he matado?

—Si lo has matado, mejor. Entonces sí que no hablará nadie. Y a ti no tienen cómo relacionarte con el tipo. Además, seguro que no te lo has cargado. Relájate.

Topé con sus ojos sombríos y sentí una opresión en el estómago, un impulso nostálgico de acercamiento que contrastaba con una inmensa distancia recién fijada. Intenté aproximarme a ella, avancé unos pocos centímetros y, a punto de tocarla, retrocedí. Me obligué a dirigirme nuevamente hacia su piel, pero volví a detenerme antes de rozarla siquiera, como si hubiera chocado con un cristal. Entre Mónica y yo acababa de establecerse una zona de nadie, un abismo de vértigo, y sentí que cuando hablaba me miraba desde muy lejos. Pagué mi zumo de naranja y su café y salimos de la cafetería. No la besé al despedirme.

Mónica era un mal bicho, dirán algunos; otros, más benevolentes, podrán decir que Mónica estaba desequilibrada, o no sabía lo que quería, o no sabía quién era. Está bien, yo siempre me he topado con chalados, pero ¿acaso no los he ido buscando? Yo misma rechacé a los retoños de familias normales, a las niñas de mi colegio, a aquel pobre chico que me perseguía por La Metralleta y que seguramente era un encanto de persona, con su carrera acabada y ya establecido. Cuando pienso en la gente con la que me he relacionado a veces se me ocurre que he tenido mala suerte, y otras pienso que los he ido buscando, que es como si mi corazón estuviera blindado con un sistema secreto de seguridad que sólo pudiera desactivarse introduciendo una combinación determinada, y de esta forma sólo acceden a mi interior gentes con determinadas características: personas que reniegan de su pasado, en permanente huida de sí mismos, como Mónica, como Caitlin, como Ralph.

Una tarde en la que Ralph y yo cruzábamos los Meadows de camino a su casa, casi nos dimos de bruces con Barry, que andaba mirando al suelo, con las manos en los bolsillos. Por supuesto Barry nada podía saber de la relación que nos unía, pero aun así me sentí pillada en falta y me invadió un sentimiento de culpabilidad y miedo. Reapareció mi sempiterna conciencia católica, que yo creía acallada, y se me ocurrió de pronto que Barry se daría cuenta sólo con vernos de que éramos amantes, como si yo llevase la falta escrita en el rostro. Para mi sorpresa Barry no se dirigió a mí, sino a Ralph, al que saludó con un breve movimiento de cabeza.

—Hola, colega. Años sin verte…

—No tantos —le respondió Ralph, lacónico.

—Hola —me dijo a mí, y señalando a Ralph con la cabeza—: ¿Os conocéis?

—Somos compañeros. En la universidad, ya sabes —corté yo, inmediatamente.

—Ah, claro… Bueno, pues me voy a Negotians, que hay que abrir. Nos vemos.

—Muy bien —dije yo.

—Nos vemos —dijo Ralph.

No podíamos haber sido más secos, los tres.

Dos o tres días después, al regresar a casa desde la universidad, me encontré a Barry en la mesa de la cocina, tomando el té con Cat y Aylsa. Yo ardía en deseos de averiguar la razón por la que Barry conocía a Ralph, pero no me atrevía a preguntar, a aparentar interés por alguien que oficialmente no era sino un mero conocido. Barry se anticipó a mis deseos, como si me hubiera leído el pensamiento, y sacó a colación el tema de Ralph.

—Ese tipo con el que ibas el otro día, es Ralph Scott-Foreman, ¿no?

—Se llama Ralph —confirmé. No conocía su apellido.

—¿Estudia literatura?

—No, estudia arte. Pero coincidimos en un seminario común de estética —mentí. No quería verme obligada a explicar cómo le había conocido, porque nunca le había dicho a Cat que hubiese hecho amistades en la universidad.

—Hacía siglos que no le veía. Y siempre me he preguntado qué habría sido de él.

—¿Tanto le conoces?

—Todo el mundo le conoce. El pequeño de los Scott-Foreman. Su padre era lord.

—¿Y de qué conoces tú al hijo de un lord? —pregunté, cogida de improviso por la misma sorpresa que me sacudió años atrás cuando me enteré de que Coco tenía amigos en la Moraleja.

No eran precisamente amigos, me explicó. Cuando Barry era un chaval, trece o catorce años a lo sumo, se hizo inseparable de su primo, que era unos años más mayor que él y que se ganaba la vida trabajando en una tienda de discos, y pinchando de vez en cuando música en discotecas —entonces no se llamaban clubes— y en fiestas de gente de dinero. Lo segundo estaba mucho mejor pagado que lo primero y pronto el primo se había hecho con una cartera de clientes que iban recomendándose sus servicios los unos a los otros: gente de clase alta, de apellidos compuestos y religión protestante, educados en public schools, que hablaban inglés sin acento, con una dicción neutra digna de un locutor de la BBC, y cuyos padres podían presumir de haber sido invitados alguna vez a Balmoral. A Barry le encantaba acudir a aquellas fiestas. Ayudaba a su primo a cargar los platos y los discos, y no cobraba nada porque se conformaba con disfrutar de la oportunidad de conocer el interior de mansiones que sólo había imaginado hasta entonces gracias a la televisión, y de poder beber cerveza sin límite ni restricciones, sin que nadie indagara por su edad.

Una vez contrataron a su primo para animar una fiesta muy especial, que tendría lugar en la residencia de lord Scott-Foreman, una granja de doscientos acres situada entre Fetercairn y Stoneheaven, a unas veinte millas de Aberdeen. Llegaron hasta allí en la vieja camioneta de su primo y, a pesar de que ya estaban acostumbrados a mansiones increíbles, se quedaron boquiabiertos ante la magnificencia del lugar. Había guardas de seguridad y alarmas, jardines cuidadísimos, establos, piscina, helipuerto… Apenas pudieron entrever el interior de la casa, pero Barry imaginaba que aquello debía parecerse a la mismísima residencia de la reina.

La fiesta tuvo lugar en una especie de pub o discoteca, con barra, camareros, luces y pista, recién acondicionado en uno de los sótanos de la enorme casa, que debía de tener unos dos siglos de antigüedad. La reunión, sin embargo, no estaba muy concurrida. Habría allí unas cuarenta personas, a lo sumo. Niños bien borrachos como cubas y niñas pijas y solemnes, sloane girls despectivas, dueñas de melenas peinadísimas y brillantísimas, de rostros sin la más leve huella de acné y de cuerpos gráciles y esbeltos (lo que hace la buena alimentación y la práctica constante del deporte…), adolescentes de belleza impecable que no se dignaron a cruzar palabra con aquellos dos macarras contratados para animar la fiesta. Sin embargo, el homenajeado, el hijo pequeño de lord Foreman, resultó ser un chico bastante amable, muy puesto en música, que se pasó un rato largo de charla con el primo de Barry, muy interesado, al parecer, en los discos que pinchaba. El primo le habló de la tienda en la que trabajaba, y, para su mayúscula sorpresa, una semana después se presentó allí el joven Ralph, que compró media tienda con la mayor naturalidad, como si gastarse cien libras (de las de entonces) en discos fuese un lujo al alcance de cualquier jovencito de dieciocho años. A partir de entonces solía descolgarse por la tienda de cuando en cuando, dilapidando siempre cantidades astronómicas. El primo de Barry, que sabía bien que él nunca dejaría de ser, a ojos de gentes como los Scott-Foreman, más que escoria católica de Glasgow, se debatía entre el rencor visceral que le inspiraba aquel niñato forrado de pasta y una irreprimible simpatía derivada del hecho de sentirse admirado; porque aquel niño bien, tímido, apocado y educadísimo, parecía beber de sus palabras y escuchaba sus recomendaciones con la misma atención con la que una beata atendería al sermón. Aquel niñato no podía comprar con sus millones el trabajo de Brian ni su erudición, pero sí podía comprar todos sus discos.

Un buen día el niñato dejo de descolgarse por la tienda. Ni Barry ni Brian repararon realmente en su ausencia. Barry comentó algo como «Ya no vemos al pequeño lord por aquí». Y Brian respondió, irónico: «Sí, no sé en qué andará metido. Probablemente en asuntos de trata de blancas y narcotráfico». Los dos rieron la ocurrencia a mandíbula batiente y no volvieron a hablar de él hasta que un año después saltó a la prensa la noticia de la muerte de lord Scott-Foreman, y se inició un culebrón que se mantuvo en portada de los tabloides amarillistas durante semanas. La historia se resumía más o menos así: El deportivo del lord se había despeñado contra un acantilado. Hasta ahí, nada extraño. Pero la anciana madre del fallecido, que detestaba a su nuera, a la que el testamento designaba como albacea de la fortuna familiar, había insistido en que practicaran la autopsia al cadáver. Se descubrió entonces que éste presentaba una cantidad excesiva de barbitúricos en sangre. Parecía improbable que lord Scott-Foreman hubiese sido capaz de conducir tras haber ingerido un cóctel de pastillas que debía haberle dejado, por fuerza, medio dormido, y se barajó la hipótesis de que alguien hubiese colocado el cuerpo inconsciente en el coche y hubiese despeñado el vehículo acto seguido. Todas las sospechas apuntaban a su esposa. Salieron a la luz entonces todos los trapos sucios familiares: historias de alcoholismo, de abuso y maltrato. Lord Scott-Foreman, por muy lord que fuera, no dejaba de ser un borrachuzo que golpeaba frecuentemente a su mujer y que una vez la había empujado rodando por las escaleras de la casa, provocándole un aborto. Ella, por otra parte, mantenía desde hacía años una relación con un hombre mucho más joven que ambos, al que se le suponía cómplice del presunto asesinato. Se hicieron pruebas y análisis, pero nadie pudo certificar la veracidad de las afirmaciones. Era cierto que se había encontrado una alarmante presencia de barbitúricos en el cadáver, pero también lo era que el fallecido consumía cantidades desmedidas de tranquilizantes y que era aficionado a mezclarlos con alcohol. Hubo juicio, pero el forense no pudo asegurar con certeza que el conductor estuviera inconsciente en el momento del accidente, por muy probable que esa afirmación pudiera resultar. Aylsa y Cat, que recordaban vagamente la historia, opinaron que, como de costumbre, se había presupuesto la culpabilidad de la esposa sólo porque ella era infiel, y, para colmo, con un hombre joven; y que, de haberse tratado de un hombre, ni siquiera habría habido juicio partiendo de una acusación basada en tan débiles pruebas. El caso es que finalmente la esposa fue absuelta de todos los cargos. Pero el escándalo había sido sonado y debió de afectarla sobremanera, porque desde entonces renunció a la vida pública, y falleció poco después de un ataque al corazón; o eso creía Barry, al que le parecía recordar haber leído la noticia en un periódico. Ralph, según Barry, tenía otro hermano, un chico muy guapo que solía ir acompañado de tías despampanantes, muy dado a las broncas y a las juergas, y que, si la memoria no le fallaba, era famoso en todos los clubes de Edimburgo, de Manchester y de Londres porque se bebía hasta el agua de los ceniceros, y Barry suponía que durante los últimos años debía de haberse pulido en alcohol y drogas la fortuna que había heredado…

Me levanté de la mesa muy despacio, procurando aparentar tranquilidad. No quería que ninguno de los presentes advirtiera cuánto me había impresionado la historia para que no dedujeran hasta qué punto apreciaba a su protagonista. Me disculpé aduciendo cansancio, cosa que a nadie le sorprendió, puesto que estaban más que acostumbrados a mi escasa sociabilidad, y me fui al cuarto de baño a vomitar el té, un líquido tan bilioso y oscuro como la historia que acababa de escuchar.

Acababa de comprender que Ralph no me querría nunca.

Ralph no me querría nunca, Mónica no me querría nunca… Mónica había elegido a su novio de apellido compuesto, que tenía dinero, y posición, trabajo estable, sueldo fijo y un pene que le colgaba entre las piernas.

Castellana abajo caminé durante lo que a mí me parecieron horas, y mis pasos me condujeron, por pura inercia, al Retiro. Busqué un hueco fresco y sombreado frente al lago, al abrigo de un sauce llorón. El dolor me había bloqueado, como bloquea el miedo a todos los animales, y me había dejado paralizada, incapaz de reaccionar. Se sucedieron las horas sin que yo me diese cuenta; el cielo fue cambiando de color; a mi alrededor las parejas se sustituían por otras parejas; aparecían y desaparecían señores y perros y ciclistas; y los cisnes recorrían una y otra vez el lago buscando miguitas de pan.

Rilke dijo que la belleza consiste en el grado de lo terrible que todavía podamos soportar. Yo había soportado cosas terribles, o no. Terribles son las imágenes de los telediarios, los cuerpos calcinados en las guerras, los niños famélicos, las mujeres violadas, la mirada imborrable del odio en los rostros infantiles, esos conmovedores llantos inaudibles que nacen de las sordas minas del hambre. Quizá había víctimas de primera y segunda categoría. Quizá nada importaba nada, si, al fin y al cabo, todos venimos de lo mismo y acabaremos en lo mismo. Al morir nos descompondremos en hidrógeno, helio, oxígeno, metano, neón, argón, carbono, azufre, silicio y hierro y retornaremos, después de millones de años, cruzando la atmósfera, a nuestro lugar de origen, el sol, una estrella agonizante, una bomba de hidrógeno en permanente explosión.

El sol, la luna y las estrellas salen siempre por el este y se ocultan por el oeste. Resucitan cada noche, cada noche, y completan idénticos ciclos que vuelven a repetir una y otra vez. Ahí seguirían, pensé, aunque yo muriera. Existía allí arriba un orden, una predicibilidad, una permanencia en los astros casi tranquilizadora, que me hacía sentirme insignificante. Porque ajeno a lo que a mí me sucediera, el mundo seguía su curso, y así lo demostraba la tarde que caía, inexorablemente, derramando sobre el cielo violetas y grises, como venía repitiéndose desde hace trillones de años, como seguiría haciendo trillones de años más, cuando mi cuerpo se hubiese reinsertado en la rueda de la naturaleza, y se hubiese convertido en tierra, en planta, en animal.

Saqué mi cartera y la registré. Aparecieron papelillos, unas cuantas pastillas envueltas en papel de celofán, una papelina de coca, las fotos del fotomatón… Nuestras tres caras impuestas al olvido.

El cielo, convertido de noche en un lienzo brillante, presidía mi angustia nocturna. La luna llena a la que tanto había temido de pequeña reinaba allí arriba, bien arropada por su corte de estrellas, la muy zorra. Ella, tan acompañada, me hacía sentir más sola. Daba la impresión de que se reía de mí. De niña me enseñaron que alguien que me amaba vivía allí arriba, que las nubes ocultaban la ciudad de Dios. La bóveda estrellada sobre mi cabeza aún excitaba mi curiosidad. Allí vivían, en mi infancia, los ángeles, los santos y los profetas, y yo miraba al cielo como si esperase una respuesta escrita a golpe de luz. Deseaba que alguien en quien no creía escuchase mis plegarias, comprendiese mi desazón. Pero el cielo me decía únicamente que había llegado el fin de un día largo, que se hacía tarde, que debía regresar a casa. Que allí no vivía nadie, sólo unos cuantos satélites solitarios condenados a acabar sus días en la órbita cementerio.

Y entonces me levanté y caminé hasta la salida. Frente a la puerta de Alcalá encontré una cabina. Y cuando mi padre descolgó le dije sencillamente: Soy Beatriz. Quiero volver a casa.

No hay nada que conecte físicamente la Tierra y la Luna, y sin embargo la Tierra está constantemente tirando de la Luna hacia nosotros. La Luna sigue una línea tangencial a su órbita alrededor de la Tierra. La Luna ama a la Tierra, que ama a su vez al Sol, para demostrarnos que estos pequeños dramas de amor y desamor que día a día vivimos no son patrimonio de la Humanidad; como tampoco lo son estos sistemas familiares o laborales en los que los unos dependen de los otros. La Luna controla las mareas y los ciclos de vida de muchos animales. La Luna es femenina porque el ciclo de la Luna, que se completa cada veintiocho días, coincide con el ciclo menstrual (un dato crucial para una especie apasionada, y obsesionada por su continuidad). Está comprobado estadísticamente que existen más asesinatos en las noches de luna llena. No es extraño que de pequeña yo tuviera miedo a la luna llena. Tenía razón.

Ralph también me dejó en luna llena. Volvimos a vernos muchas tardes, volvimos a encontrarnos en la cafetería, volvimos a mantener conversaciones triviales como si nunca nos hubiésemos abrazado, como si no hubiésemos compartido cama, sudores y orgasmos. Como si no tuviéramos memoria. Esa frialdad tan absurda que acepté sin discutir, con la resignación con la que se toma lo que viene dado.

Sucedió una noche en la que Cat estaba trabajando en el bar y yo volvía a atravesar uno de mis momentos negros. De pronto me encontré sola y desamparada, lejos de Madrid, de mi casa, de Mónica, inmersa en una vida que no entendía y en la que no participaba. Necesitaba desesperadamente hablar con alguien, sentir a alguien cercano, atravesar las aguas de aquel océano fangoso, ascender a la superficie y tocar la luz con las puntas de los dedos. No podía contar con Cat en ese momento, porque ella tenía prohibido recibir llamadas en el trabajo excepto por urgencia absoluta. Así que llamé al servicio de información telefónica y pregunté por el número de Ralph. Mr Scott-Foreman; 9, Baker Street. Por increíble que resulte, no sabía su número, nunca le había llamado por teléfono.

Su voz grave y oscura, aislada de su persona, disociada de su consistencia física, adquiría un matiz distinto y sonaba intensamente follable. Me atrapaba con la inmediatez con la que la música se hace con los sentidos. De pronto me invadió una necesidad imperiosa de sentirle cerca, de bailar al ritmo de esa voz cadenciosa, de dejarme llevar por su corriente de testosterona. A pesar de que yo nunca le había llamado antes ni él me había proporcionado su teléfono, no parecía sorprendido. ¿Cómo estás?, preguntó. Dejé transcurrir unos segundos durante los cuales podía escuchar el ambient que sonaba en el fondo del auricular. No sé, respondí finalmente. No muy bien. ¿Qué sucede?, preguntó él. Me siento sola. Todos estamos solos, respondió. Cuanto antes te acostumbres a ello, mejor. No quiero empezar a acostumbrarme esta noche. No precisamente esta noche. Esperaba que me invitase a su casa, pero él no dijo nada. Los sintetizadores de The Orb volvieron a tomar posesión del silencio. ¿Qué haces?, pregunté al final. Trabajando en mi tesis, respondió, y debo volver a ella. Cuídate. Nos vemos pronto. Y colgó.

Salí a la calle. Iba cayendo la helada, iba cayendo la noche, y la niebla iba tomando posesión de la ciudad a igual velocidad que la inquietud que devoraba mi organismo; se diluían los contornos de los edificios amenazantes, el mundo parecía liviano y un tanto vacío. Caminaba por Edimburgo y me sentía como en un sueño. Los puntos de referencia —el castillo, el puente, la montaña— suspendidos en el aire como decorados de tramoya, aislados e inconexos entre la niebla. Avanzaba a la deriva en un paisaje incompleto, una especie de boceto del Edimburgo que conocía, farolas y torres flotando fuera de contexto, en el aire salpicado de puntitos luminosos.

De pronto la vi en el cielo, inmensa, presagiante, velada por las lágrimas y por las nubes y por el vaho de mi propia respiración. La imagen empañada de la luna llena. Superstición absurda, pero el caso es que yo, por tradición, hacía el amor todas las lunas llenas, desde que conocí a Cat. Todas las lunas llenas, excepto aquélla. Oh sí, hubiera podido volver a casa y esperar hasta que ella llegase, cómo no. Pero no deseaba hacerlo con Cat, porque estaba deprimida y no disponía, por tanto, de la energía ni la sonrisa necesarias. Debía tener una especie de fidelidad absurda hecha un cromosoma, impresa en mi dotación genética, que me forzaba a desear a Ralph y sólo a Ralph, al menos esa noche. Así que desanduve el camino a casa zigzagueando por las aceras, esquivando a borrachos, pensando. Mi rival, mi competidor, mi amante, aquel hombre al que le envidiaba de corazón el dinero, la tranquilidad y la sangre fría de las que yo carecía, me había fallado cuando le necesitaba.

Por una parte me sentí enormemente culpable por querer imponerle mi presencia a todas horas, por ser tan posesiva y exigente, por querer que él viviese su vida para mí. Por otra, ¿acaso no había leído en tantos libros que era aquél un sentimiento universal, aquella obsesión por el objeto de deseo, aquella ansia de exclusividad? Los dos habíamos sido unos cobardes. Yo no me decidí entre Cat y él. Él no se decidió por mi persona.

Me pregunté a mí misma, Beatriz, ¿por qué? Cuando resulta evidente lo que te pasa, que dentro de ti ya has elegido, que te quedas con la legítima, con tu chica gato, la que puede ofrecerte una estabilidad y un lazo sólido que os une, tejido a base de tiempo y complicidades construidas poco a poco, ¿por qué no asumes hasta el fin tu elección? ¿Por qué no dejas de llamar a Ralph, por qué te obsesionas con lo que no tienes? ¿Por qué no asumes de una puñetera vez que lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible?

Lo que dolía, lo que dolía de verdad era aquella herida infectada de impotencia, aquel querer y no poder que me comía viva. La esencia de mi angustia radicaba en los deseos reprimidos y los encuentros abortados. Todo lo que podría, y no podía, dar y recibir. For all the lovers and sweethearts we’ll never meet. Y yo me preguntaba, ¿cómo me atrevo a reclamar exclusivas que yo misma no puedo conceder?

Me detuve frente a una cabina roja. Entré. Había retenido el número de Ralph, impreso en la memoria con la tinta del deseo. Introduje una moneda y marqué los siete números. Él descolgó.

—Soy yo otra vez. Quiero verte —dije.

—Te he dicho que no puedes —respondió.

—¿Hay alguien más ahí? —pregunté.

—Nadie, sólo yo.

Larguísima pausa. The Orb continuaban sonando en la distancia, poniéndole banda sonora a mi ansiedad. Al cabo de un rato volví a escuchar su voz. Beatriz… Su nombre sonaba distinto en sus labios, ya no era mi nombre, el que me dio mi madre, ahora era el nombre que él me daba, que me convertía en otra con sólo mencionarme, cuando cambiaba por una ese la zeta de mi nombre. Beatrice… Él no quería ser mi Dante.

—Beatriz, creo que esperas demasiado de mí. Que esperas algo que yo no puedo darte. Hay ciertas cosas que no puedo permitirme.

—¿Qué es lo que no puedes permitirte?

—Dejémoslo aquí. Beatriz, no quiero llegar más lejos. No quiero explicarte… Y tú eres demasiado lista como para seguir preguntando.

No dije nada.

—¿Estás bien? —le oí decir.

No dije nada más. Volví a colocar el auricular en su sitio. Él nunca me había prometido nada, y tenía razón. Yo no tenía siquiera derecho a las preguntas.

Nunca he tenido derecho a las preguntas, ni a las respuestas ni a las explicaciones de ningún tipo. Ralph me pilló preparada, acostumbrada a acatar las decisiones ajenas sin discutirlas ni cuestionarlas, a dar por buenos comportamientos absurdos sin preguntar, sin exigir, sin reclamar, a creerme que yo no merecía ser querida, ni respetada, ni aceptada. Por eso no luché por él. Un ejemplo: cuando regresé a casa, aquel último verano en Madrid, tal y como Mónica me había aconsejado, no hubo recibimiento de ningún tipo. No parecía importarles un comino si yo estaba en casa o no, y a mí ni se me ocurrió que las cosas pudieran ser de otra manera. Mi madre se encerró en su cuarto durante días, pretextando jaqueca, y mi padre no estaba nunca. Salía a trabajar a las ocho de la mañana y no volvía hasta bien caída la noche. Se estableció un sistema raro. Desaparecieron los horarios, las rutinas, los sistemas. No existía una hora para comer o para cenar. Mi madre desayunaba y después se encerraba en su cuarto durante todo el día. Salía alguna vez —muy pocas— para jugar a las cartas con sus amigas, y en aquellas ocasiones ni siquiera se despedía de mí. Por lo visto, había decidido no tener nada que ver conmigo. Yo sabía que entraba o salía porque escuchaba el ruido de la puerta al cerrarse, y entonces deambulaba por la casa como un fantasma, o aprovechaba para hacer incursiones a su botiquín y hacer acopio de las pastillas que me ayudaban a soportar todo aquello. No sé si mi madre esperaba que yo comiera sirviéndome yo misma algo de la nevera, no sé si le importaba algo si yo comía o no. Pero no, no comía. No comía, apenas dormía, ni tampoco hacía gran cosa. Vegetaba. Me encerraba en mi cuarto y, tumbada en la cama, miraba al techo e intentaba mantener la mente en blanco, porque mi cabeza parecía incapaz de seguir funcionando, como si algún resorte interno hubiese saltado por un exceso de presión y el mecanismo ya no funcionase. Ya no me reconocía a mí misma, me había perdido. Cuando intentaba leer, las letras se desdibujaban, se ampliaban y se empequeñecían como una mancha de aceite flotando en un mar tormentoso, y si, haciendo un esfuerzo enorme, lograba descifrar varias palabras, era para descubrir que la frase que componían carecía por completo de sentido para mí. Si intentaba escribir, aparecía en el papel un trazo desigual que no reconocía como mío, y que tampoco articulaba nada coherente. Alguna vez me dio por encender la televisión, pero me parecía que las pequeñas figuritas humanoides de la pantalla nada tenían que ver conmigo, que vivían en un mundo diferente, a millones de años luz de mi realidad.

Tampoco podía dormir. En cuanto apagaba la luz, una angustia constante me roía por dentro como un gusano alojado en una manzana, y daba vueltas y vueltas y vueltas en la cama. A veces conseguía conciliar brevemente el sueño, pero al instante pegaba un brinco, sacudida por una imperiosa sensación de alarma, con la impresión de que desde dentro de mí alguien me avisaba de que estaba a punto de adentrarme en territorio peligroso.

Las pastillas que le robaba a mi madre no conseguían que durmiera, pero me mantenían en una especie de ensoñación nebulosa que diluía el tiempo: los días se fundían unos con otros en una amalgama absurda. Horas que sucedían a horas que sucedían a horas que sucedían a horas en un amontonamiento informe de minutos inútiles, encerrada en mi cuarto, comprobando en la esfera de mi despertador la implacable progresión de las agujas, mientras mi escasa lucidez se consumía a un ritmo lento y constante, como la ceniza de un cigarrillo.

Vivíamos en un quinto. Dos o tres veces al día me asomaba a la ventana de mi cuarto e imaginaba un último salto. Unos cuantos segundos en picado, y luego el cráneo que se estrella contra el pavimento. Miraba al suelo, y las baldosas parecían agrandarse y agrandarse, amenazaban con hacerse tan enormes como para absorberme en aquella inmensidad gris espejismo.

Al cabo de unos días, no sé cuántos, tres, o cuatro, o cinco, o quizás una semana, o más, decidí ducharme por vez primera desde que volví a casa. Tampoco había comido desde entonces. Lo había intentado, pero cada vez que me acercaba a la nevera me sobrevenían unas náuseas vertiginosas, como si un enanito alojado en la garganta se dedicase a tirar de mi estómago con un hilo y lo empequeñeciera.

Me di una ducha muy caliente, a pesar de que estábamos en pleno agosto. Cuando salí, al inclinarme sobre los grifos para asegurarme de que los cerraba bien, me sentí de improviso comprimida entre aquella asfixiante blancura de baldosas que bailaban a mi alrededor. Intenté buscarme en el espejo para conseguir un punto de referencia, pero no me encontré. Mi propia imagen me había abandonado. Y luego sentí que el desagüe de la bañera me atraía irremediablemente como al agua, en un torbellino. No opuse resistencia y me dejé caer, caer, caer.

Me encontró mi padre, poco después, desmayada en el suelo del cuarto de baño. Aquel día era sábado y él no había ido a trabajar. Le costó un buen rato reanimarme. Cuando abrí los ojos no recordaba nada. No sólo cómo me había caído; tampoco recordaba mi nombre, ni reconocía al señor que me había despertado. Él pensó que me había dado un golpe en la cabeza.

El médico diagnosticó una depresión nerviosa.

Primero estuve en un hospital, no demasiado tiempo, me parece, aunque lo cierto es que no recuerdo gran cosa. Creo que me sedaron. En la memoria conservo la imagen de un tubo conectado a una botella; ese tubo acababa pinchado con una aguja en mi brazo y rematado por un esparadrapo. Estaba desnutrida y deshidratada, y sufría una crisis de agotamiento nervioso, o eso me explicó mi padre más tarde, cuando vino a recogerme para llevarme de vuelta a casa. Su coche olía a tabaco y a colonia de lavanda, y durante el trayecto entero no cruzamos una palabra.

Sé que casi todo agosto lo pasé en la cama. Por lo visto me dio por llorar y derramé todas las lágrimas que debí haber derramado antes. Me despertaba a gritos por las noches, en medio de convulsiones histéricas. Eso también me lo explicó mi padre, porque yo no logro acordarme de aquel mes. Por lo visto mi madre permaneció casi todo el tiempo a mi lado, en la cabecera de la cama. No lo recuerdo. No me vienen imágenes a la cabeza. Mi cabeza es indulgente y lo ha borrado todo, cubriendo aquellos días con un velo piadoso y negro.

Después mi padre me envío a otro psiquiatra. Esta vez se trataba de una mujer joven, bastante guapa, con una voz apacible y melodiosa, que me hacía muchas preguntas. Preguntas cuyas respuestas yo elaboraba cuidadosamente antes de decidirme a contestar, para no suministrarle demasiada información comprometida; y así, al menos al principio, me las arreglaba para acabar hablando de poesía o de pintura. Pero al cabo de dos o tres semanas pensé que al carajo, que me daba igual lo que les contase a mis padres, y empecé a sincerarme. No hablé nunca, por supuesto, de la última semana de julio, ni de nuestros trapicheos, ni del posible asesinato que yo quizá había cometido. Pero hablé de mi madre y de mi padre y de la atmósfera gelatinosa, irrespirable, de mi casa y de la envidia irreprimible que sentía al confirmar que no todas las familias eran así, que había lugares en los que la gente se hablaba e incluso se quería. No, no odiaba a mis padres. ¿Qué culpa tuvo mi padre de que le endosaran de por vida a una niña malcriada a la que casi no conocía, y a la que nadie le permitió conocer? ¿Qué culpa tuvo mi madre de encontrarse de la noche a la mañana encerrada en un piso enorme junto a un hombre que nunca estaba y que no le hacía el menor caso? Nadie le había enseñado a valerse por sí misma, no la prepararon para lo que se avecinaba. No, no hay culpas, sólo causas. Y una intenta enterrar el dolor, pero ese dolor se filtra a través de la tierra bajo tus pies y acababa envenenando el agua que bebes y contaminando el aire que respiras, sin que tú misma sepas qué es lo que te hace sentirte tan mal.

El polvo del centro de la Vía Láctea es como niebla, opaco a la luz visible e impenetrable para los astrónomos que quieren escudriñar su interior con telescopios ópticos. Por eso sabemos menos acerca del centro de nuestra propia galaxia que de los de otras mucho más alejadas. De la misma forma, nos resulta mucho más fácil entender las trampas que regulan el funcionamiento de cualquier familia, o de cualquier pareja, que las de la propia.

Se me ocurren millones de razones por las que me volví loca.

Pero las más importantes son las que no se me ocurren, las enterradas.

Una tarde mi padre regresó del trabajo más temprano que de costumbre, y me propuso que fuésemos a tomar algo. Lo inusitado de la proposición —mi padre en la vida había mantenido una conversación larga a solas conmigo— me hizo barruntar que algo importante estaba a punto de suceder.

Me llevó a un bar que estaba en la plaza de las Salesas, un sitio oscuro animado por una música suave de jazz, matizada, sin estridencias, y concurrido por algunas parejas de mediana edad que se distribuían por las mesas. Preferí no adivinar si mi padre se descolgaba a menudo por aquel bar, ni con quién. Él pidió un güisqui solo y yo una tónica, ya que la psiquiatra me había advertido que no podía tomar alcohol porque me estaban medicando a base de ansiolíticos. Nos sentamos en una mesa de un rincón y se me ocurrió pensar qué aspecto ofreceríamos a los camareros. ¿Se imaginarían que yo era su hija o me tomarían por una amante jovencita? Mi padre seguía siendo bastante atractivo, pese a su edad. Mi madre repetía siempre que de joven había sido guapísimo, y aún conservaba restos de su antigua belleza: la nariz griega, por ejemplo, y los ojos azules, de un azul uniforme, mucho más claros que los míos. Vestía bien, y olía mejor, y empecé a comprender la razón de sus ausencias. Siempre lo había sabido, en el fondo, pero nunca me había resultado tan evidente.

Me habló con mucha calma, y le agradecí con todo mi corazón que me tratase en todo momento como a una adulta, sin paternalismos.

—Beatriz —me dijo—, he estado hablando con tu doctora. Te considera muy inteligente, casi una superdotada, aunque eso ya lo sabíamos.

Primera noticia. Yo siempre había tenido la impresión de que me tomaban por idiota.

Continuó: No habíamos tenido ocasión de hablar del tema, pero se suponía que yo ya debía estar haciendo la preinscripción universitaria. Mi padre daba por hecho que, dadas las circunstancias, yo ni siquiera me habría parado a pensar en el tema. Y era verdad. Yo había coqueteado durante el curso pasado con la idea de estudiar derecho o económicas, pero ahora todo aquello se me antojaba una posibilidad remota ¿Cómo pensar siquiera en estudiar cuando no era capaz de leer tres líneas seguidas? Así que asentí con la cabeza y él prosiguió con su discurso. La doctora tampoco creía conveniente que comenzase mis estudios universitarios ese mismo año y opinaba que lo más sensato sería aplazar un curso la decisión. Le había dicho a mi padre que la influencia de mi madre no era beneficiosa para mí, que mi equilibrio emocional se resentía del ambiente familiar, y había sugerido que me internasen en una clínica privada para que yo siguiera una terapia intensiva. Contuve la respiración: no quería ir a parar a ningún sanatorio. Pero a mi padre todo aquello le parecían tonterías (yo suspiré aliviada al escucharlo), y, si bien estaba de acuerdo con la doctora en que debía alejarme de mi madre, no iba a consentir, me dijo, en ingresar a su propia hija en un loquero, para que los médicos la atiborrasen de pastillas como ya habían hecho con su mujer. Él había pensado en enviarme fuera de España un año, para que aprendiera inglés, como hacían tantos colegas de su trabajo con sus hijos. Y luego, a la vuelta, ya veríamos si yo quería ingresar en la universidad o no. Quería saber si yo me sentía lo bastante fuerte como para soportar un año de soledad. Le dije que sí, por supuesto. Ardía en deseos de poner tierra de por medio. Fuera de España, no había posibilidad de que cualquier día, en cualquier esquina, un niñato se abalanzara sobre mí y me rajara la cara. Y otra cosa: no pisaría la misma ciudad que Mónica. No deseaba verla más. Cada vez que pensaba en ella, un pinchazo de dolor me atenazaba el cuerpo.

Sospechaba que mi padre hacía todo aquello para librarse de mí, y no podía reprochárselo, puesto que cualquiera en su sano juicio hubiera temblado ante la idea de convivir bajo el mismo techo con dos locas histéricas que se pasaban el día a la greña, y ya que a mi madre no podía quitársela de encima, parecía mejor idea deshacerse de mí. Pero quizá fuese cierto que de alguna manera yo le preocupaba, que deseaba hacer algo para arreglarme la vida. Al fin y al cabo, era su hija, llevaba sus apellidos en mi nombre y parte de sus características impresas en mis genes. Intenté recordar si nos habíamos querido alguna vez, si había existido entre nosotros algún tipo de vínculo paterno-filial. En principio, lo único que recordaba de nuestra convivencia era la más absoluta indiferencia mutua espolvoreada de ocasionales episodios de violencia. Pero, buceando en la memoria a la búsqueda de tesoros escondidos, alcanzaba a recordar otros momentos, me venían a la memoria repentinas ráfagas de infancia.

El Escorial, un verano. El jardín de nuestra urbanización. No sé cuántos años tengo. He recogido un ramo de florecillas silvestres y corro a entregárselo a mi padre. Él me da las gracias con mucha ceremonia, como si se tratase de una ofrenda muy importante. Se me ocurre que debía de querer mucho a mi padre si estaba tan ansiosa por hacerle aquel regalo.

Unas vacaciones de Navidad. Mi padre me regaló un calendario de Adviento, en el que se marcaban los días que transcurrían desde Pascua hasta la Nochebuena. Cada día estaba señalado con un dibujo alegórico en una ventanita, y, al abrirla, se descubría dentro una chocolatina con forma de conejito de pascua. Nunca cedí a la tentación de comerme una chocolatina antes de tiempo, nunca me comí el conejito del día siguiente, y guardé el calendario, inútil ya y vacío, durante mucho tiempo, después de que la Navidad hubiera pasado.

Colegio. Por alguna razón mi madre no pudo venir a buscarme durante una temporada (se me ocurre que probablemente estaba enferma) y durante muchas tardes mi padre se ocupó de venir a recogerme. Llevaba barba entonces, una barba blanca, y mis compañeras le comparaban al abuelito de Heidi. Me molestaba que creyesen que era mi abuelo, pero a la vez me sentía muy orgullosa de él.

Imposible determinar a qué edades corresponden estos recuerdos. Imposible precisar en qué momentos se desgajó ese frágil cordón que nos unía. Imposible convenir cuándo tomé partido por mi madre y empecé a odiarle. Imposible averiguar hasta qué punto le quise, pero una semilla de dolor en el recuerdo me hacía sospechar que sí le quise mucho, cuando era muy pequeña, de esa forma absoluta en que todos los niños adoran a sus padres. Creí que había borrado aquel sentimiento por completo, pero subsistía un poso de cariño en algún rincón de mi subconsciente que me hacía sentir agradecida pese a todo, y quizá él me estaba ofreciendo aquella salida no porque ansiara dejar de verme de una vez, sino impulsado por otro poso de cariño similar.

¡Qué poca importancia tiene ahora todo aquello…! El caso es que habíamos quemado todos nuestros puentes y ya no volveríamos a acercarnos nunca. Una enorme distancia se había abierto entre nosotros. Por supuesto yo habría preferido contar con un padre y una madre que me quisieran, haber podido confiar en un punto de referencia estable, una fuente de afecto permanente a mi disposición. Pero también habría podido nacer en Bosnia, o en Uganda o en Zaire, y haber vivido experiencias muchísimo peores. La casualidad juega un papel crucial en cada historia. Cada proceso evolutivo se caracteriza por una poderosa aleatoriedad. El choque de un rayo cósmico con un gene diferente, la producción de una mutación distinta… nanosegundos de consecuencias profundas, quizá no evidentes al principio, pero cruciales al cabo de unas eras. Cuanto más tempranamente ocurren los acontecimientos críticos, más poderosa será su influencia sobre el presente. Y este axioma se admite para la historia, para la biología, para la astronomía… Para nuestra propia vida.

Nacemos determinados por una serie de condicionantes, materiales y emocionales. Podríamos haber nacido en otra casa, en otro país. Podríamos haber sido más o menos ricos, más o menos queridos. El sitio a donde fuimos a parar, las personas que nos criaron, las enseñanzas que nos transmitieron, la percepción de nuestra persona que nos hicieron admitir, el afecto que nos profesaron… Eso marca.

Pero tiendo a creer, quiero creer, que aunque nacemos con unas cartas dadas está en nuestra mano cómo jugarlas.

Una radiación, bautizada por científicos como el Fondo Cósmico de Microondas, constituye el origen de la vida y lleva en sí la huella de la materia oscura y la materia brillante. Inunda el universo, lo impregna todo, pero no está asociada a ningún objeto en particular. A fin de cuentas todos somos una parte de un todo mucho más grande que nos integra, todos llevamos dentro el caos y el orden, la creación y la destrucción. Todos somos al mismo tiempo víctimas y responsables de nuestra propia vida. Para lo bueno y para lo malo, todas las sendas de lo posible están abiertas a los pasos de lo real. Pero no todos somos tan sabios como para comprenderlo ni tan audaces como para trazarnos un itinerario.

No merece la pena pensar demasiado en todos esos amores no correspondidos que suponen mi infancia, los que me han impedido —supongo— saber dar y recibir amor cuando me he hecho mayor. Y sé que hay gente que ha vivido experiencias similares, y las ha superado. Ralph, quizá. Caitlin, sin ir más lejos. Su madre no debía de quererla mucho si la dejó marchar sin decir una palabra. Ella no hablaba gran cosa de su infancia, de su vida en Stirling, ni yo tampoco me atrevía a preguntarle porque intuía que ella había edificado una muralla que aislaba el pasado, y no quería que se abriese en ella la menor brecha. Pero algunos detalles que advertí en nuestra convivencia me hicieron conjeturar todo tipo de historias de una tenebrosa sordidez… Su madre no la llamó ni una sola vez mientras vivimos juntas, ni tampoco su hermana. Nunca supe el nombre de su padrastro, porque siempre se refirió a él como a «ese bastardo». El hecho de que Caitlin cambiara automáticamente de canal cada vez que aparecía en la pantalla de la televisión una escena violenta, fuera del tipo que fuere, o su exagerada indignación si leía en el periódico una noticia sobre abusos sexuales a menores… Las leía y releía y las comentaba infinitas veces haciendo gala de un interés morboso que me hacía sospechar. Luego estaba el asunto de sus cicatrices. Tenía muchas, en la espalda y en las piernas, y se negaba rotundamente a hablar de ellas. En fin, dos y dos son cuatro, y aunque una respete el derecho a la intimidad de su novia y opte por no hacer preguntas, eso no evita que presuma las respuestas. No quiero caer en la tentación fácil de asumir que si ella se negaba de una forma tan tajante a mantener intercambios sexuales con hombres fuese por reacción a unas relaciones tempranas y forzadas, ni dar por hecho que su exagerada dependencia emocional se debía a la falta de afecto. Sí sé que me sentía cercana a ella, atraída por una irresistible corriente empática, precisamente por saberla desamparada de alguna manera, y que probablemente no habría estado a su lado si hubiese contado con una familia feliz; de la misma manera que me acerqué a Ralph o a Mónica porque no se trataba precisamente de personas sociables o convencionales o aparentemente satisfechas con su vida. Lo importante era que Caitlin seguía adelante, y se jactaba, además, de ser una mujer fuerte. En su opinión no se debía nunca mirar atrás. La única vez que hablamos del tema, y yo dije que echaba en falta hermanos, o unos padres comprensivos, o una vida familiar algo más convencional, me contó una historia que solían repetirle cuando era pequeña en la escuela dominical de Stirling:

«En el principio de los tiempos los hombres utilizaban armas de piedra, que se quebraban con facilidad; pasados los siglos las sustituyeron por utensilios de hierro, que si bien eran mucho menos resquebrajadizos, presentaban la desventaja de oxidarse rápidamente. Y entonces a un herrero se le ocurrió la feliz idea de crear una aleación de metales que llamó acero. Pero el acero, para llegar a serlo, debe pasar por las pruebas de los elementos: primero por el fuego, para fundirse, acto seguido por el agua y por el aire, para endurecerse, y finalmente por la piedra, para forjarse. Y por fin se convierte en una espada de acero, la más resistente de las armas».

—Y supongo —dije yo, irónica— que la moraleja de la historia es que uno sólo se hace fuerte después de superar todo tipo de pruebas.

—Fuerte no. Fuertes lo eran ya la piedra y el hierro —afirmó ella categórica—. Flexible. Ahí radica la diferencia. No puedes sobrevivir si no lo eres.

Parece que fue ayer cuando dejé Edimburgo. La primavera llegó sin avisar, y la ciudad amaneció un día vestida de novia, cubierta por un manto de flores blancas. Los parques resplandecían bañados de luz. Aún hacía frío pero ya no resultaba un suplicio pasear por las calles, todo se solucionaba con un par de jerseys. Mi estado de ánimo mejoró, y a veces me despertaba tarareando tonadillas pop que había oído en la radio o una canción de Bjork (el amor platónico de Cat) que se había instalado en mi cabeza como un invitado de lujo: Violently Happy cause I love you… Pero se acercaban los exámenes, y la perspectiva de todos los ensayos que tenía que entregar y todas las fechas y títulos que tendría que aprenderme de memoria ensombrecía a mis ojos el radiante panorama del Edimburgo primaveral. Prefería concentrarme en mis estudios para olvidar una decisión inminente que debía adoptar: ahora que me licenciaba, ¿qué se suponía que iba a hacer con mi vida?

Ralph también se encontraba muy ocupado redactando su tesis de doctorado sobre Rembrandt. Me lo encontraba a diario en la universidad y escuchaba sus comentarios enfurruñados sobre la ineptitud de los responsables de la biblioteca, incapaces de proporcionarle la documentación que buscaba. Contemplaba el vello que sombreaba sus nudillos y el corazón me daba un vuelco al recordar su tórax cubierto de pelo, y cómo, hacía no tanto, yo me había quedado dormida recostada contra su pecho.

Caitlin había debido advertir de alguna manera el cambio que supuso en mi vida el final de mis amoríos con Ralph, gracias a esa intuición de gato y de bruja que ella tenía y que le ayudaba a interpretar pistas invisibles para el resto de los mortales. Quién sabe, quizá yo ya no despidiera por las noches ese olor a leche agria que sucede al sexo, o quizá mi aura había cambiado de color y ya no era bermellón, sino color marfil. Caitlin había desterrado de su expresión un ceño adusto y preocupado que rondaba sus facciones mientras duró lo de Ralph, y ahora una radiante sonrisa le iluminaba la carita minina, haciendo juego con el blanco de las margaritas que sembraban los Meadows. Remoloneaba por la casa con expresión tierna y perezosa, me preparaba todo tipo de platos exóticos para «que repusiera fuerzas» y se esforzaba (podía notarlo) por sonreír y estar amable. A veces se sentaba en el enorme cojín marroquí del salón, enroscaba las piernas como una contorsionista, y se me quedaba mirando largamente mientras yo ordenaba bloques de folios fotocopiados.

Yo estudiaba a todas horas, tanto en la universidad como en casa. Pasaba las noches a solas con mis libros y mis apuntes, tomando notas y subrayando frases con rotuladores fluorescentes de tres colores: rosa, naranja y verde. Me emborrachaba de datos, de consignas y de fechas, y procuraba no pensar en lo que no debía. Las líneas impresas me mantenían anestesiada.

Una de esas noches recibí una visita inesperada. El timbre sonó a las nueve de la noche, acontecimiento inusitado porque no era normal recibir visitas en casa a la hora en que Cat estaba trabajando. Estuve tentada de no abrir la puerta, dando por hecho que se trataba de una equivocación, pero como los timbrazos eran insistentes no me quedó más remedio que salir a recibir al inoportuno visitante. Mi sorpresa fue mayúscula cuando al abrir la puerta me di de lleno con el rostro ratonil de Barry. Apoyado en el marco de la puerta, los filos de sus facciones pequeñas y angulosas aparecían más cortantes aún debido a la falta de luz. Me dijo que había venido a casa en busca de Cat, explicación que me resultaba absurda porque él debía de saber de sobra que Cat trabajaba aquella noche. Le ofrecí una cerveza y él asintió con la cabeza y se aposentó en una de las sillas de la cocina. Abrí el frigorífico, le lancé una lata de Heineken que cogió al vuelo y me senté frente a él. Sacó papel y una china, y empezó a liar un porro mientras me taladraba con sus brillantes ojillos de roedor.

—Veo que te lo tomas en serio —comentó, señalando con la cabeza la mesa abarrotada de papeles.

—No me queda más remedio, si quiero aprobar.

—Aprobar… ¿Eso es lo que quieres? ¿Lo que quieres de verdad?

—Claro que sí. Lo sabes perfectamente. Llevo tres años esforzándome por este puto título.

—Me sorprende la manera en que la gente se convence de que desea algo que no desea en absoluto. Secadores de pelo, vídeo, hipotecas, matrimonios… Degrees. Por cierto, ¿qué estudias? Literatura, ¿no?

—Literatura inglesa.

—Literatura inglesa… Flipo. En primer lugar no entiendo cómo alguien puede estudiar literatura: los libros se leen o no se leen, y punto. No se estudian. Lo que es yo, jamás he entendido eso de la crítica literaria. Si alguien tiene que venir a explicarte un libro, es que no has sentido nada al leerlo. Malo.

—Eso es discutible… —le contradije—, un texto no se entiende sin sus condicionantes: sociedad, historia, psicología, grado de libertad…

—Y un huevo. Un texto debería entenderse por sí mismo, o cada lector debería entenderlo a su manera. Pero darle al texto un contexto, una explicación, significa imponerle un límite, dotarlo de un significado final, cerrarlo. O sea, que una vez que la sacrosanta crítica ha dictaminado su opinión, el texto está explicado. Victoria para el crítico, y control del lector, al que no se le permite la existencia de un criterio propio. Toma el Ulysses, por ejemplo. Nadie me convencerá jamás que esa gilipollez sin pies ni cabeza es una obra maestra…

—Nadie intenta convencerte. Por si no lo sabías gran parte de la crítica feminista opina que Ulysses está sobrevalorado…

—¿Sobrevalorado? No me digas… Ahí sí que fueron listos los irlandeses, eso se lo reconozco. Algo parecido intentamos nosotros con Burns y con Mc Diarmis, sólo que no nos salió tan bien Pero llegan los irlandeses con el librito incomprensible y con la palabra de cuatro críticos asegurando que es la obra maestra del siglo, que Joyce ha descubierto el monólogo interior, que esto y que lo otro… Y todo el mundo se lo cree, todo el mundo acepta el criterio de la autoridad, como acepta la palabra del Gobierno, o como cree lo que ve en televisión. La crítica literaria no es sino una forma más de control del Sistema.

—Estás simplificando las cosas, Barry… —objeté, pero me detuve ahí y no me esforcé en presentar argumentos porque no dejaba de creer que, a su manera, el discurso de Barry tenía un punto de razón—. Y además, a mí me gusta Ulysses. Bah, qué más da… El caso es que por absurdos que sean o no sean mis estudios no voy a dejarlos precisamente ahora, cuando tengo mi título al alcance de los dedos, como quien dice.

—No seas ingenua. ¿Para qué te sirve un título? ¿Para trabajar en un McDonalds? ¿Para morirte de hambre como Aylsa?

—¿Aylsa fue a la universidad? —pregunté—. Ni me lo imaginaba.

—Sí, bonita. Nuestra querida, o no tan querida, Aylsa fue a la universidad, por si no lo sabías. Se licenció en Filosofía allá por el jurásico, si la memoria no me falla. Yo también fui a la universidad, te lo recuerdo. Y mira dónde estoy.

—Creí que tú no trabajabas porque no te apetecía.

—No te confundas. Yo tenía planeado ser dentista, pero no tenía dinero para abrir una consulta. Así que acabé como enfermero en el hospital de Glasgow, cobrando un sueldo de mierda. Cada noche llegaban unos cuantos borrachos con la cabeza rota de un botellazo, o yonquis a punto de palmarla porque se habían metido un pico de estricnina. No sé cuántas cabezas cosí ni cuántos vómitos recogí. Luego, cuando se me acabó el contrato, pensé que estaría en el paro dos o tres meses, como mucho. Y ya ves. La universidad no te garantiza nada. Métetelo en la cabeza. Nada.

—Pero no parece que te vayan mal las cosas.

—No me van mal, no. Hago mucho dinero. Pero también arriesgo mucho. Esto del trapicheo no es tan fácil como la gente cree, no.

Qué me vas a contar a mí, pensé para mis adentros. Pero seguí calladita.

—No, en esto se puede ser cualquiera. El éxito depende de muchos factores, entérate, y no sólo de los primeros en los que tú pensarías. No se trata de pasar el mejor material, no, ni de servir con la mejor rapidez, ni de ser el más eficiente, ni siquiera de no meterse lo que uno vende, aunque eso, por supuesto, también es importante. Hace falta, por ejemplo, ser un buen psicólogo. Saber cómo es una persona desde el primer golpe de vista. Interpretar sus gestos, sus miradas, su forma de vestir la ropa. Yo, por ejemplo, puedo oler a un policía a kilómetros de distancia. Y sé también cuándo alguien está tan ansioso que me pagaría por el material el quíntuple de su precio con tal de que se lo entregase en el momento.

Me sonaba a discurso repetido, a algo que ya había oído antes, y me acordé de Coco por primera vez en muchos años… ¿Qué habría sido de él? Barry me ofreció el porro. Rehusé con un movimiento de cabeza.

—Por ejemplo —continuó—, la primera vez que te vi, pensé: aquí hay una tía lista. No dijiste nada. Ibas detrás de Cat y me miraste de arriba abajo. Adelantabas las caderas con aire arrogante y te mantenías en tu sitio. Vale, me gustó que permanecieras callada porque la mayoría de la gente hace cantidad de preguntas absurdas para llenar el silencio que les oprime. La gente dice que eres borde. Pero yo no. Yo supe desde el primer momento que eras lista, y valiente.

Me miró a los ojos, creo que esperando una respuesta, pero permanecí en silencio. Así que él pegó una larga calada al porro y el humo se extendió por el comedor.

—Otro detalle esencial es el factor suerte. Yo tengo suerte. He tenido suerte esta noche al encontrarte aquí. A fin de cuentas, hoy es viernes y medio Edimburgo se está emborrachando como cada viernes por la noche. Podías no haber estado. Podías haber salido a bailar. Sin embargo tú, que te crees una chica lista, te has quedado a estudiar. Pero a veces parece que tu inteligencia no te sirve para nada —prosiguió—. Mira a Cat, por ejemplo. Te aseguro que gran parte de ese medio Edimburgo que baila daría un brazo por acostarse con ella. Hombres y mujeres. Y tú, que tienes ese chollo, eres incapaz de valorarlo, joder. No sé si te das cuenta del daño que le haces… Porque ella es una persona muy especial, muy sensible… Cuando yo salía con ella…

Interrumpió de nuevo su discurso y me dedicó otra mirada inquisitiva, como para comprobar que, efectivamente, me sorprendía la afirmación. Yo seguí sin decir palabra.

—Porque yo estuve con ella. Fue cuando llegó a Edimburgo… Caitlin tenía el pelo muy largo entonces, aún me acuerdo… Era muy guapa, casi más que ahora…

Se detuvo, y permaneció unos segundos mirando al vacío como si reviviera aquella imagen frente a sí.

—No lo sabías, ¿verdad? No, no te lo ha contado, claro. Es tan reservada con sus cosas… Podrá contarte la historia de todas sus novias, y explicarte si sus orgasmos eran clitóricos o vaginales, pero nunca hablará de lo que realmente le importa, ya sabes. Y tú eres tan arrogante que ni siquiera te has parado a pensar que el bueno de Barry… No, no nos acostábamos juntos, si es en eso en lo que estás pensando, pero éramos más pareja que muchas parejas que sí lo hacen…

Yo comprendí perfectamente lo que había querido decir: nosotras lo hacíamos.

—Bueno, pues la cosa es que Caitlin, porque nadie la llamaba Cat entonces… Caitlin y yo vivimos juntos varios meses, justo cuando yo vine de Glasgow. Ella acababa de llegar de Stirling, no tenía dónde caerse muerta. Así que se vino a vivir conmigo, a un squat cerca de Leith Walk. Dormíamos juntos, pero no follábamos, y tampoco creas que a mí me importaba. Por entonces estaba muy metido en el coñazo ése del rollo tántrico y estaba convencido de que los ciclos de celibato eran buenos para el espíritu. En fin, a cualquiera le puede dar por ahí, supongo… Además, me metía tanta jaco entonces que ni siquiera hubiese podido follar aunque hubiese querido. Pero me he sentido más cerca de ella que de la mayoría de las mujeres con las que sí me he acostado. Yo la quería mucho, y la quiero aún. Por eso no me gusta lo que haces con ella. Si utilizases tu cabecita privilegiada para algo, te quedarías con ella. Te darías cuenta de que es lo mejor que puedes encontrar.

—Y tú que la quieres tanto —pregunté yo, por fin—, ¿por qué crees que debo quedarme con ella? ¿No crees que le haría daño?

—No, a ella le vendría bien alguien como tú —me respondió—. Necesita alguien fuerte a su lado.

—Yo no soy fuerte —dije—; tengo un carácter muy débil.

—Reconocer la propia debilidad es un signo de fortaleza —afirmó solemne, inhalando largamente su cigarrillo de hachís.

Acercó su silla a la mía y me acometió un repentino impulso de retroceder, pero lo reprimí.

—No vendría a decirte esto si no creyese que fuese necesario. Casi nunca hablas conmigo, pero sé que me tienes respeto. Lo noto. Creo que estás a punto de cometer una equivocación. Porque tú quieres a Cat, estoy seguro. Aunque a veces tengo la impresión de que tú ni siquiera lo sabes.

No negué ni asentí. Él acercó su silla un poco más, hasta que nuestras rodillas se tocaron.

—Beatriz…

Me sorprendió que me llamase por mi nombre. Nunca lo había hecho hasta entonces. Quizá porque no sabía pronunciarlo.

—No sé —prosiguió— si conoces la historia de cierto pueblecito costero de las Highlands que, durante la guerra, organizó una muralla de defensa en su puerto formada por veinte bombarderos que habían recibido la orden de atacar a todo navío que llegara. Aquel remoto lugar estaba situado en un valle rodeado de montañas y resultaba prácticamente inaccesible por tierra. Era un pueblo tan puñeteramente insignificante que al Almirantazgo se le olvidó enviar por cable la noticia de que la guerra había acabado. Así que durante años y años el pueblo permaneció incomunicado, atacando a todo barco que intentaba aproximarse…

—Muy bien… ¿Y qué me quieres decir con eso? —le interrumpí, arrogante.

—Que tu guerra ha terminado, y va siendo hora de que retires las defensas.

Y de repente, como si se hubiese dado cuenta de que ésa precisamente y no ninguna otra era la frase idónea para zanjar el discurso que le había traído hasta nuestra casa, se incorporó y anunció que se marchaba. Me alegré, porque su comportamiento me había parecido tan extraño que suponía que iba puesto de algo, y me daba miedo quedarme a solas con él y con su imprevisibilidad. Le acompañé hasta la puerta como una anfitriona modelo, y, ya con un pie en el felpudo, se detuvo, se apoyó en el dintel y volvió a atravesarme con una de sus extrañas y fijas miradas. Me estaba poniendo nerviosa, pero no podía evitar sentirme inundada de una curiosidad que me mantenía clavada en el sitio. De repente, él acercó apresuradamente sus labios a mi cara y me encontré con un inesperado beso en la mejilla. Inesperado por varias razones: porque la situación no lo requería, porque en Escocia el beso no es una cortesía formal de saludo, como en España, y sólo se besa a los amantes y a los niños, y porque de todas las personas que conocía en Edimburgo, Barry era el último a quien hubiera imaginado dispuesto a besarme. Acto seguido adelantó la cabeza muy despacio y me plantó los labios frente a los míos, ofreciéndomelos. Respondí y deposité un beso tímido en el borde de su boca. Seguimos besándonos superficialmente, sin pasar de tímidos jugueteos propios de dos niños y aún tardamos un poco en dejarle paso a nuestras lenguas. Nos fundimos después en un abrazo apasionado, intercambiando el calor de nuestros cuerpos. Ambos sabíamos que no llegaríamos más lejos, que no haríamos el amor. Ambos sabíamos que estábamos besando a Cat.