Cualquiera que la hubiese visto entrar en el portal aquella mañana, con su trajecito rosa chicle y las gafas de montura de concha, apretando contra el pecho, con un brazo, su carpeta forrada de fotos de bebés, la bolsa de la compra colgada del otro, habría pensado: ahí va una buena chica. Habría imaginado que era virgen, o quizá que había hecho el amor alguna vez, con su novio, novio formal, eso sí, con ese novio con el que debía de llevar más de un año saliendo y que le habría regalado un anillo y le habría enviado una tarjeta por San Valentín. Habría juzgado verosímil la hipótesis de que una tarde en que sus padres se fueron al chalet de la sierra ella perdió su virginidad en su propio dormitorio, todo hecho con mucho amor y mucho mimo, sin perversiones ni posturas raras, acariciándose y besándose mucho, tanto antes como después.
Y eso pensarían los dos vecinos que la vieron entrar y que la saludaron como hacían todos los días, cuando ellos salían a pasear a la caniche y ella volvía de la academia. Todas las mañanas, a la misma hora, se intercambiaban los buenos días de rigor con la mejor de sus sonrisas. Las de ellos eran postizas, perfecta la de ella: sonrisa adolescente formada por una hilera simétrica de blanquísimos dientes que revelaban una cobertura médico-dental de seguro privado y una educación de colegio de pago, donde le habían enseñado a cepillarse los dientes tres veces al día, durante cinco minutos y después de cada comida. La vecina preguntaría por sus padres y hermanos. Hacía tiempo que no los veía: ¿Estaban en Madrid? Y ella explicaría, como venía explicando desde el principio del verano a todos los vecinos que preguntaban, que estaban en Mallorca, de vacaciones, pero que ella se había tenido que quedar en Madrid a preparar los exámenes de septiembre, porque había suspendido dos asignaturas y en Mallorca se pasaría el día en la playa o en el barco, seguro, y no estudiaría nada.
—Pobrecita… —la compadecería la vecina—, ¡qué mal lo debes de pasar aquí sola! ¡…y con este calor!
—A todo se acostumbra una —contestaría ella, sonriente como siempre.
Y cuando hubiera desaparecido dentro del ascensor la señora le diría en voz baja a su marido:
—Qué chica tan maja, ¿verdad? Ya quedan pocas así.
Y desaparecería por la avenida colgada del brazo de su marido, con su caniche, su traje de chaqueta, sus cadenas de oro y sus varices.
Porque eso era exactamente lo que pensaban todos sus vecinos: que era una chica maja. Y guapa, además. Y no se lo tenía nada creído, no. Mónica Ruiz Bonet era una chica taaan responsable… Mónica Ruiz Bonet acompañaba por la mañana a sus hermanitos al colegio. Mónica, siempre sonriente, tan natural, tan agradable; Mónica Ruiz Bonet no se olvidaba nunca de saludar cuando se la encontraban en la escalera o en el portal. No como otros y otras, como la niña del cuarto, por ejemplo, que se limitaba a soltar un gruñido, y, a veces, ni eso.
A ninguno de sus vecinos les resultaba raro que las cortinas de su casa estuviesen permanentemente corridas; seguro que es por el calor, para mantener la casa fresquita. Aunque si se hubiese tratado de cualquier otra —de la niña del cuarto, por ejemplo, que ahora, gracias a Dios, estaba de vacaciones—, se hubiesen desatado todo tipo de especulaciones. Pero ninguno albergaba la menor duda de lo que había dentro de la casa. Un salón impoluto, monísimo puesto, porque ya sabes que la madre tiene muchísimo gusto, y la niña, te diré, a poco que haya salido a la madre, seguro que lo tiene hecho una patena. Estuvimos allí en la última reunión de vecinos, y claro está que no vimos toda la casa, que tampoco era cuestión de meternos en las habitaciones, pero la cocina, los baños y el salón, estaban ideales, lo que yo te diga. En fin, no tienes más que ver cómo va puesta la madre, y cómo lleva a los niños, que van como para comérselos, de monos que los viste…
Pero el salón no estaba, aquellos días, hecho ninguna patena. Había revistas y cómics desperdigados por todas partes: El Víbora, el Rock de Lux, el Espiral, el Hustler, el Fantastic, el 2000 Maníacos, el Ruta 66… todas las revistas que el Coco devoraba mientras ella no estaba en casa. Cajas de Telepizza, con restos adheridos de pasta reseca y de queso de plástico, sobre la mesa de Ricardo Chiara. Calzoncillos y bragas y unos vaqueros raídos tirados encima del kilim armenio. Varias camisetas colgando del brazo del sillón Roche Bobois. Latas de cerveza y de Coca-cola vacías, envoltorios de celofán con desperdicios de Foskitos, trozos de papel Albal que habían servido en su momento para hacerse chinos, bolsas de plástico del Sevenileven, todo tirado según hubiera caído.
—Joder, qué asco. Esto está hecho unos zorros —decía ella veinte veces al día—. Huele y todo.
—Pues abre las ventanas y ventílalo. Tú misma —le respondía el Coco desde el sillón—. Pero claro, con ese empeño que tienes de vivir como si esto fuera una mazmorra, no podemos ni abrir las ventanas.
Mientras Coco hablaba iba asesinando gusanitos siderales a ritmo de veinte o treinta por minuto. A Coco le bastaba con apretar un botón en el mando a distancia del CDI para que las naves alienígenas se desintegraran envueltas en una nube violeta, mientras una voz metálica repetía una y otra vez, sin excesivo entusiasmo, Fire, Fire, Fire, para hacerle saber la cantidad de gusanitos que se iba apuntando.
—Y tú —solía decir ella— a ver cuándo dejas de jugar con la puta maquinita, que pareces un crío de cinco años, todo el día rayao con los marcianitos.
—Mira tía, este cacharro es una pasada. Tus hermanos no saben la suerte que tienen, con tus viejos gastándose la pasta en juguetitos de éstos. —Coco hablaba sin dejar de mirar a la pantalla del televisor—. A mí, mi vieja, cuando era nano, no me compró ni un puto juego de agua. Además, que los marcianitos estos me relajan. Y como no he conseguido dormirme… no sé, tía, debe de ser por el pasón de coca que nos dimos ayer.
Y entonces a ella le daba uno de esos arranques de hiperactividad doméstica que le entraban de cuando en cuando, y que probablemente tenían que ver con las rayas de coca que se metía para poder ir despejada a la academia después de una noche de marcha, y se ponía a recoger frenética los envoltorios de Foskitos, los cartones de Telepizza, las latas vacías y los papeles de los chinos, y a meterlos en una bolsa del Sevenileven.
Una mañana exacta a tantas otras mañanas en la que ella estaría recogiendo la casa, como tantas otras mañanas, y él exterminando gusanitos cósmicos, para variar, el timbre de la puerta empezó a sonar insistentemente.
—¿Pero quién coño llama de esa manera? —imagino que vociferó ella. Era lo que decía, invariablemente, cuando yo llamaba. Casi siete años de amistad no habían servido para acostumbrarle a mi manera de aporrear los timbres.
En un salto se plantaría sobre la moqueta, se pondría encima una de las camisetas y saldría disparada a abrir. Vivía en un estado permanente de alerta, y cualquier llamada inesperada la ponía fuera de sí.
Noté cómo descorría la mirilla y agité la mano a modo de saludo.
—No te preocupes, es Bea —escuché que le gritaba a Coco.
—¿Qué hace aquí a estas horas y organizando semejante escándalo? —le contestó él desde el sillón.
Ella abrió la puerta y entré yo, temblorosa y hecha un trapo. Me abracé a Mónica entre sollozos que acabaron desembocando en una serie entrecortada de hipidos convulsivos. Mónica me besó las sienes y se dedicó a acariciarme el pelo, con la indolencia cansina que revelaba que ya estaba acostumbrada a ese tipo de escenitas, hasta que los hipidos se fueron espaciando y al cabo de unos minutos yo apenas sí emitía un gemidito débil y casi inaudible. Entonces me rodeó el hombro con un brazo, y me llevó hacia el sillón; y, ya sentada, fue cuando yo fingí reparar por primera vez en la presencia de Coco en la casa.
—¿Y éste qué hace aquí? —pregunté con un hilillo de voz.
—«Éste» se llama Coco, te recuerdo —dijo él.
—Ya ves —intervino la otra—, una transacción como otra cualquiera. Yo le doy cobijo y él me da drogas.
—Mónica, hija, cada vez que vengo a esta casa me encuentro un tío apoltronado en el sillón, y cada vez se trata de un tío diferente —dije con toda mi mala leche.
A Coco no le quedó muy claro si aquello era o no una bromita privada. Mónica le hizo un gesto con la cabeza, señalando hacia el pasillo, para hacerle saber que prefería que nos dejara solas, y acto seguido Coco se levantó del sillón con desgana y abandonó el salón.
No hacía falta que le explicara nada. Mónica llevaba años presenciando mis ataques, desde aquella primera vez en que me encontró en el cuarto de baño del colegio, intentando cortarme las venas con una cuchilla de afeitar, sin emitir ningún sonido ni mover un solo músculo de la cara, pero con las lágrimas resbalando cuesta abajo por mis pómulos. Las gotas de sangre que caían habían formado una mancha roja que destacaba sobre los azulejos blancos. Yo no sabía entonces (y lo escribo como advertencia para aquellos que se estén planteando la idea del suicidio) que la única manera efectiva de cortarse las venas consiste en practicar un corte vertical y profundo en la muñeca; así que yo, como una idiota, me había hecho un haz de rasguños horizontales que me dejarían una cicatriz prácticamente invisible. Un espectáculo aparatoso, eso sí, pero inútil. Todas las demás niñas estaban en el patio dando clases de gimnasia, y lo normal hubiera sido salir corriendo a avisar a la profesora, llevarme al botiquín para evitar que la herida se infectase, preguntarme que a santo de qué se me había ocurrido una barbaridad semejante. Pero, en lugar de eso, se quedó allí plantada, de pie, en medio de aquel cuarto de baño enorme que olía a desinfectante, quizá hechizada por lo impresionante del espectáculo, o tal vez intimidada por lo que ella consideraba valentía. Debimos de permanecer así, inmóviles las dos, durante varios minutos, hasta que Mónica sugirió tímidamente que lo mejor que podíamos hacer era limpiar la sangre y marcharnos de allí.
—Es que no puedo soportarla más, te lo juro —estaba diciendo yo, sentada en el sofá Roche Bobois y con la cabeza reclinada sobre el hombro de Mónica. Ya había dejado de hipar y me sentía un poco más calmada—. Esa mujer va a acabar con mi salud mental. Desde que se acabaron las clases le molesta el mero hecho de tenerme por casa. Lleva tres días gritando a todas horas, quejándose por todo. Porque no me levanto pronto, porque no ayudo en casa, porque me voy a la piscina… Y esta mañana se ha puesto a berrear porque no le gustaba cómo había hecho la cama, que si había dejado arruguitas, que si nosequé, y de pronto se me ha subido la sangre a la cabeza y la he montado. He empezado a estampar cosas contra la pared, todo lo que he pillado en el salón. Ya sabes cómo soy: aguanto tres días o así, pero al tercero me ciego y entonces la monto, pero la monto de verdad. Me quiero morir, en serio. Ni aguanto esta vida, ni la aguanto a ella, ni me aguanto a mí misma.
Por supuesto que ella sabía cómo era yo. Todo el mundo en el colegio me consideraba un poco rarita. Muy mona, eso sí, opinaban las madres, pero no el tipo de chica que una preferiría para amiga íntima de su hija, no sé si me entiendes. Por lo visto anda de psicólogos y todo. Pero a Mónica le hacía gracia, precisamente, mi determinación heroica de luchar contra viento y marea a fuerza de cólera y arrebatos, esa sorprendente capacidad que tenía la dulce y tímida Bea de convertirse en la gorgona más temible cuando nadie lo esperaba, el caudal contenido de rabia que llevaba dentro de mí, capaz de provocar todo tipo de inundaciones cuando se desbordaba. Durante años la familia de Mónica, y la propia Mónica, habían actuado de árbitros para dirimir los inacabables conflictos en mi casa. Y es que la madre de Bea, todo hay que reconocerlo, decía la madre de Mónica, es para darle de comer aparte. No es de extrañar que con semejante madre la niña haya salido como ha salido. Bastante bien está. Cuando mi madre llamaba a Charo todos en casa de Mónica se ponían a temblar. Mi madre era capaz de tirarse horas, literalmente, horas, colgada del auricular, rebosante de autocompasión y aburrimiento. Lo que esa señora necesita de verdad, decía Charo, es algo que hacer. Si en vez de pasarse el día en casa mano sobre mano se ocupase en algo productivo, estoy segura de que sería el fin de todos sus problemas.
—No te preocupes —me dijo Mónica secándome las lágrimas—. Lo que tu madre necesita, de verdad, es un buen polvo. Me juego cualquier cosa a que no ha echado uno desde que te concibió.
—Desde luego, si es por mi padre, no creo. Y no veo a mi madre capaz de ir a hacérselo con otro.
—Así está de grillada. Anda, no le des más vueltas. Lo mejor que puedes hacer, de momento, es quedarte aquí. Mañana ya llamaremos a tu madre y veremos qué hacemos. Y ahora, por favor, anima esa cara de una puta vez. Yo voy a recoger un poco esta pocilga.
Se me ocurrió que debía levantarme del sillón y ayudar a Mónica a recoger la casa, pero me quedé allí, clavada sobre el sillón de Roche Bobois, sintiéndome cada segundo un poco más pequeña.
La Iguana debió de abrirse a principios de los ochenta y daba toda la impresión de que nadie había movido un cenicero de su sitio desde entonces. Pósters descoloridos, de cuando Iggy Pop, Bowie y los Stones todavía tenían un pasar, colgaban de las paredes. Los cojines de los taburetes estaban desgarrados en su mayoría, y se podía ver la espuma del relleno, negra de puro sucia. No podía decirse que La Iguana fuese el bar más cool del barrio, pero contaba con su grupo de parroquianos asiduos. Era el típico bar en el que la peña quedaba para reunirse a principio de la noche, y tomarse unas cuantas birritas con tranquilidad, sin el agobio de gente y la saturación de decibelios que habría, de cajón, en los bares que estaban más de moda; y para, de paso, pillar el par de gramitos necesario para enfrentarse a la marcha que vendría después. Normalmente sobre las dos apenas quedaban cuatro gatos en La Iguana, justo a la hora en que los otros bares se llenaban de gente y la entrada empezaba a ponerse difícil.
Aquella noche, a las dos y media, quedaban exactamente cuatro gatos: Mónica, Coco, Pepe (el camarero) y yo. Entre los cuatro no sumábamos cien años.
—Joder, esto está más muerto que una iglesia. Si queréis os invito a la última y luego chapo —propuso Pepe con toda la naturalidad con la que un camarero se dirige a sus habituales.
—Vale, nos pones tres cervezas —dijo Coco—. ¿A vosotras os parece bien?
—Nos parece bien —respondió Mónica con la boca llena de Conguitos de chocolate, e inmediatamente volvió a la conversación que mantenía conmigo—. Es muy importante —me estaba explicando— que los vecinos no se den cuenta de que estás en casa, porque a mi vieja, si se entera de que voy por ahí asilando a la peña, le da un soponcio. Ya sabes lo pija que es, y ya sabes lo cotillas que son los vecinos. O sea, que mientras estés en casa, las cortinas echadas a todas horas. Y no entras ni sales hasta después de las nueve, que es cuando se marcha el portero. Además, a esas horas, los vecinos están en casa cenando y viendo el telediario y no controlan quién entra y quién sale.
—¿Y tú llevas bien esa vida de murciélago? —le pregunté a Coco con mi voz más dulce. Me sentía mucho más relajada que por la mañana. Alguien que no me conociera habría sido incapaz de imaginar que esa jovencita de aspecto cándido había estampado contra la pared la porcelana de su madre apenas quince horas antes.
—Hombre, salgo cuando es imprescindible —respondió Coco—. Pero la verdad es que no me entero mucho, porque salimos casi todas las noches. Así que me paso la mayor parte del día durmiendo y para cuando he saltado de la cama, he comido algo y me he puesto las pilas, ya son las nueve…
Su novia (por llamarla de alguna manera) le interrumpió:
—Últimamente, por unas cosas y otras, estamos llegando a casa a las seis o siete de la mañana. Mira, yo llego, me pego una ducha y salgo disparada para la academia. Luego paso por el súper y compro algo de comer. Y según llego a casa, como y me pongo a dormir inmediatamente hasta la noche. Ya me he cambiado el horario, así que lo llevo muy bien. Lo único es que no me da el sol. Nos estamos quedando transparentes de puro blancos. Qué más da… De todas formas, estar moreno es una horterada.
—A mí, lo que me parece genial es que te dejen la casa. Mi madre se muere antes que dejarme sola en la mía. No se fía nada de mí. Si se va ella, me voy yo. Y si me quedo yo, ella se queda… Q. E. D. —Suspiré al acabar la frase y un rizo rebelde salió disparado hasta la punta de la nariz.
—¿Qué has dicho? —preguntó Coco.
—Q. E. D. Quod Erat Demonstrandum. Una broma privada nuestra —le explicó Mónica.
—Vosotras tenéis demasiadas bromitas privadas.
—Y en cuanto a ti, guapa —prosiguió Mónica, ignorándole—, que sepas que no me dejan quedarme en casa: me castigan a quedarme en casa, que es diferente. Ellos se creen que sufro mucho porque no puedo ir a Mallorca a ligar con pijos y pasear en yate… Hija, tú no sabes lo di-fí-cil que resulta a veces suspender cuando se es tan inteligente como yo. —Supongo que esto era una ironía, pero el caso es que ella no varió un ápice el tono de su voz cuando lo dijo—. Yo creo que se dan cuenta. El otro día me llama el de filosofía a su despacho, se sienta y me dice —Mónica adoptaba aquí un tono nasal—: «Señorita: este examen es una catástrofe, sinceramente creo que usted es capaz de dar mucho más de sí misma». Por supuesto que soy capaz de dar más de mí misma, no te jode. Pero si lo doy ya sé lo que me espera: mucho barquito, mucho club náutico, a las dos en casa, y mucho Álvaro y mucho Borja dándome la vara. Un espanto, vamos.
Un rezagado entraba en ese mismo momento por la puerta del bar. Estaba en los huesos y llevaba puestas unas gafas de sol, cuya función primordial no era, estaba claro, protegerle de la cegadora claridad de las dos de la mañana. Sólo le faltaba llevar colgado un cartel que dijera «yonqui». Se lanzó derechito a por Coco y le cuchicheó algo al oído. Coco y el esqueleto andante desaparecieron en los lavabos.
—¿Y Coco se va a quedar en casa?
—Qué remedio.
—Bueno, Coco no está mal. Un poco macarra. En tu línea. —Y yo fruncía una boquita de piñón intentando aparentar indiferencia. Lo único que aparentaba eran cinco años menos.
—Que no oiga él eso, que se tiene por lo más elegante del mundo —rió Mónica—. Mira, ya sé que no te mola, pero así tengo asegurado el material gratis y la entrada a según qué sitios que ni siquiera conocería de no ser por él.
—¿Pero a ti te gusta?
—Sí… no… como todos. No sé, a veces creo que a mí me molan este tipo de tíos sólo porque sé positivamente que a la Charo le daría un infarto si me ve con uno.
—No te quejes de tu madre, que por lo menos tiene la cabeza en su sitio.
—A veces pienso que preferiría una madre como la tuya. —Mónica examinaba sus piernas con aire crítico, intentando decidir si les convenía o no una nueva depilación—. Entiéndeme, no te la envidio, y comprendo perfectamente que no veas la hora de librarte de ella. Pero por lo menos todo el mundo entiende que no la aguantes. Ni tu propio padre la traga.
—Menudo consuelo.
—No sé si es un consuelo o no, pero es muy duro cargar con una madre a la que todo el mundo encuentra maravillosa, excepto su propia hija. Me revuelve el estómago lo pija que es. Más cursi que un repollo con lazos. —Suspiró y levantó los ojos al cielo, como para expresar la resignación con la que llevaba todo el asunto—. Que si «Mónica, arréglate-e que vass hecha una fa-cha-a», que si «Gonzalo, no pensaráss en ssalir a la calle con esa camissa, ¿verda-ad?».
—Pero eso lo hacen todas las madres. Viene hasta en el diccionario: madre, del latín mater, femenino. Persona a la que nunca le gusta lo que te pones para salir.
—Exacto. —Pegó un trago a su cerveza.
La barra, opaca y pringosa, encuadrada por un ejército de botellas alineadas, ofrecía una doble figura, debido al espejo que tenía detrás. Y frente a mí, en la barra gemela, bebía una Mónica gemela, una morena imponente menos nítida que la que tenía a mi lado, difuminados sus contornos por el humo y por las luces indirectas, como una imagen vista debajo del agua.
—Por ahí llega tu flamante nueva adquisición, acompañado por Kate Moss versión tío —dije, señalando a Coco y el yonqui que salían del cuarto de baño. Desde lejos tenían un aire parecido, porque Coco estaba delgadísimo. No era muy alto, poco más que Mónica, y entre su escasa apostura física y su constante nerviosismo recordaba a un reptil escurridizo, a una anguila.
El yonqui saludó a Pepe con un movimiento de cabeza y enfiló disparado hacia la puerta. Seguro que iba a ponerse al portal más cercano. Ninguno se atrevía a ponerse dentro de La Iguana porque sabían que, de hacerlo, Pepe no les volvía a dejar entrar, y no se jugaban el derecho de admisión en uno de sus puntos de venta más céntricos.
—Bueno, nenas —dijo Coco, rodeando con su brazo los hombros de su chica—, ¿nos abrimos? Tú, Pepe, ¿qué, te esperamos?
—No, tío, yo me voy a casa a sobarla, que no puedo con mi alma.
—Nosotros deberíamos hacer lo propio —dijo Coco—. Con la llegada de esta señorita hoy casi no hemos dormido. ¿Cogemos un tequi?
—Fijo —dijo Mónica, y acto seguido apuró su cerveza de un trago, para dar a entender que ya estaba cansada de La Iguana y que quería largarse cuanto antes.
A los dieciocho años, yo era virgen. Mónica, sin embargo, ya se había acostado con un montón de chicos. No éramos, sin embargo, tan distintas. La carencia o el exceso venían a significar lo mismo: la huida del compromiso, o la renuncia.
Desde que tenía catorce años, Mónica había encadenado una relación tras otra. Todo el mundo la veía como parte de una pareja, y la propia Mónica era incapaz de percibirse a sí misma de otra manera. Le conocí unos diez o quince novios, que nunca le duraban más de dos meses y a los que jamás sentí como rivales. No eran más que panolis que venían a buscarla al colegio, para pagarle las copas y magrearse con ella en el asiento trasero de sus coches. Mónica contaba con la ventaja de que siempre se sentía emocionalmente segura, puesto que siempre tenía a alguien dispuesto a quererla o a desearla; y con la desventaja de que su dependencia, tanto de los hombres como —supongo— del sexo, aumentaba día a día. No sabía vivir sola, exactamente igual que Cat; pero al contrario que Cat, tampoco quería vivir acompañada.
Ella era mi amiga y me lo contaba todo, a mí, que seguía siendo virgen, que ni siquiera había besado a ningún chico todavía. Al contrario de lo que pudiera esperarse, yo no juzgaba, y jamás le recriminé su actitud. Pero era la única que la aceptaba como era. Ella lo sabía, y ésa era una de las razones por la que se sentía tan cercana a mí, a pesar de que fuéramos aparentemente tan distintas. Mónica sabía bien que en el colegio nadie le perdonaba su promiscuidad. Tuvo que enfrentarse con millones de malas caras e indirectas. Pero no le importaba. Mi cuerpo es mío, decía, y había algo en la ensayada intensidad de esa cursiva hablada con que cargaba el posesivo que la imponía por encima de sus atacantes. ¡Cuánto la admiraba yo entonces…!
Pero en realidad Mónica, tan independiente en apariencia, vivía a través de otros. (Y otros vivían a través de ella, yo incluida). Porque Mónica no entendía la vida si no era en pareja: nunca estaba sola. Pero vivía la pareja según sus propias ideas: se trataba de relaciones basadas en la competitividad antes que en la cooperación, en el parasitismo antes que en la intimidad. Yo era su amiga, sus novios eran sus novios. Nada que ver. Arreglaba todas sus diferencias con ellos a base de sexo. Negociaba todas sus relaciones haciendo el amor. Su cuerpo era su moneda de cambio. Yo era virgen, entonces, y esperaba grandes cosas del sexo. Creía que algún día, si llegaba a conocerlo, sería algo así como una especie de acontecimiento milagroso que me abriría las puertas de la percepción. Mónica, al contrario, no esperaba ya nada, nada especial ni desconocido podían depararle su cuerpo ni los de los hombres con los que se acostaba. Había despojado aquella ilusión del misterio prometido y la incluyó en la categoría de lo simplemente esperado, convirtiéndola en algo trivial y vulgar, como un partido de fútbol.
Pero no creo que en realidad disfrutara tanto del sexo, a pesar de que lo probó en todos sus modos y maneras. Mientras yo aún era virgen, ella ya lo había hecho en coches y portales, en aceras oscuras, en el teleférico. Y había probado el sexo oral, la postura del perrito, las luces rojas, la lencería cara. Vivía una vida empeñada en añadir sal y pimienta a la banal experiencia del coito. Pero seguía aburrida. Desde la cólera de su deseo, aquella necesidad de controlar y poseer, nunca le escuché referirse con cariño a ninguno de sus amantes. No podía existir cariño en la sordidez de aquellos trepidantes polvos de diez minutos, de aquellos encontronazos saldados a trompicones que se recordaban más tarde desde los cardenales y los arañazos. Ahora que soy mayor y revivo desde la distancia aquellas historias que ella me narraba, creo que ella entendía por sexo, violencia; por amor, sexo; y por dominio, amor.
Muchas mujeres educadas como católicas han tenido la sensación de que era urgente cometer pecados y se han pasado años encadenando aventuras. Quizás ella era así, quizás caminaba por el mundo llena de esperma, sintiéndose carnal, quizás el sexo se convirtió en una experiencia mística que era una gracia de los hombres, lo mismo que a santa Teresa de Ávila era Dios el que le concedía el éxtasis. Yo no puedo saberlo, sólo puedo imaginarlo, pero estoy casi segura de que ella se empeñaba en acumular hombres por pura rebeldía, no por verdadero deseo.
Yo la deseé siempre, y cuando ella me relataba sus aventuras sentía crecer en mí una especie de tronante torbellino interior, una mezcla de celos y de excitación. Sus ojos negros me enviaban oscuros mensajes sin palabras que yo intentaba deletrear como una párvula esforzada. La miraba y sentía cómo el deseo me echaba un balón llamándome a jugar con Mónica. Pero siempre me la encontraba mirando a otro lado con ojos ávidos.
Mónica entró por la puerta de casa cargada con la bolsa de la compra y la carpeta, y enfiló directa a la cocina ideal. Charo había comprado la antigua pila de granito en Italia y le había añadido unos grifos antiguos de bronce de Trentino. Los azulejos antiguos habían sido encargados expresamente a una fábrica de cerámica ibicenca. La vajilla, cristalería y objetos de menaje hacían juego. Mónica fue sacando vegetales de la bolsa y depositándolos en la mesa de gresite blanco. Después empezó a meter los yogures en el frigorífico. Al agacharse se le marcaba la curva de las nalgas, airosas de juventud y ejercicio. Se disponía a preparar una ensalada cuando por fin reparó en mí, que la observaba apoyada en el quicio de la puerta de la cocina, con el pelo enmarañado, legañas en los ojos y una camiseta de Sonic Youth por toda indumentaria.
—Te sientan muy bien esos vaqueros —observé, intentando justificar mi mirada de admiración. (Explicatio non petita, acusatio manifesta; como habría dicho mi padre).
—Y a ti te sienta bien mi camiseta —respondió, fingiendo que no se enteraba.
—Todo lo tuyo me sienta bien —aseguré, y era cierto—. Me duele la cabeza a muerte. No estoy acostumbrada a beber tanto.
—Debe de haber Alka Seltzers por alguna parte. Por cierto, ya que te has levantado, podrías aprovechar para llamar a tu madre, por lo menos para que sepa dónde estás, que debe de estar preocupada.
—¿Preocupada? Todo lo contrario: ella es feliz con tal de no verme.
—Venga, no exageres. Además, yo paso de tenerte aquí si tu madre no lo sabe, que me puedo meter en un marrón.
Me acerqué de mala gana al teléfono de baquelita. Charo lo había encontrado en una almoneda: «Me enamoré de él en cuanto lo vi, y tuve que regatear durante horas, pero mereció la pena. Es una cucada, ¿no te parece?». El auricular pesaba como la mala conciencia. Y para colmo, resultaba dificilísimo marcar los números con el disco aquél. Marqué el de mi casa de mala gana.
—Mamá, soy yo… Estoy en casa de Mónica… Sí… Sí… Sí… vale, muy bien… Sí. Adiós. —Mónica me miraba con expresión interrogante—. Nada, me ha soltado cuatro borderías y me ha colgado porque tenía que irse a la peluquería —le expliqué.
De pronto sentí cómo un río de lava candente, una mezcla de impotencia y rabia contenida, me subía por el esófago. Oh, no, pensé; me voy a poner a llorar otra vez. Esto es peor que cualquier culebrón.
—Te advierto que si sueltas una sola lágrima, te estás largando por esta misma puerta. Así que o te duchas o me ayudas a hacer la comida —soltó Mónica, que me había leído el pensamiento en los ojos, y empezó a despedazar tomates sobre la tabla de madera con una energía de psicópata.
Minuto y medio. El tiempo exacto que había necesitado mi madre para cambiar radicalmente el estado de mi humor. ¿Cuántos años de entrenamiento hacen falta para aprender a disparar directamente al corazón? Era como si mi madre y yo estuviéramos jugando un sogatira, cada una estirando de un extremo de la cuerda, intentando atraer a la otra hacia su terreno, sabiendo que, en cualquier momento, una de las dos podía estirar demasiado y la otra daría con sus narices en el suelo. En cierto modo, no habíamos cortado el cordón umbilical, y habíamos crecido hasta convertirnos en dos mujeres extrañas entre sí, pero tan necesitadas la una de la otra que nuestra comunicación sólo se hacía posible mediante un absurdo juego de trampas, miedos y humillaciones que transitaban en doble dirección por el espacio que se abría entre nosotras. Se trataba de una relación tan distorsionada y tan dependiente como la de la rosa que acoge amorosamente en su seno al gusano que acabará por comérsela.
Para mi padre soy Beatriz; para mis amigas, Bea; Mónica —y sólo Mónica— me decía Betty de vez en cuando; y mi madre, de pequeña, me llamaba según el estado de mi pelo: siempre era «ven aquí, trencitas», o «dame un beso, ricitos»; dependiendo de si mi melena estaba suelta o recogida.
Maquillaje en polvo, mechas doradas, lápiz de labios, club de bridge, tailleur negro, collar de perlas, zapatos de salón con tacón de tres centímetros, rosarios olorosos de pétalos de rosa, la Inmaculada Concepción en la mesilla de noche, tubos y cajas de pastillas antidepresivas, una mujer sola y perfectamente respetable. Mi madre.
Yo debí de ser el resultado de uno de los últimos encuentros de mis padres porque, hasta donde mi memoria alcanza, siempre durmieron en habitaciones separadas y jamás se permitieron, al menos ante mí, ningún tipo de proximidad física: ni cogerse de la mano ni besarse. Ni siquiera se miraban a los ojos.
De la misma forma que el Sol rige a la Tierra, yo estaba regida por mi madre, era su planeta. Ella me despertaba, me lavaba, me vestía, me daba el desayuno, me acompañaba hasta el colegio y en aquella misma puerta me esperaba a la hora en que acababan las clases para llevarme de vuelta a casa. Se ocupaba de que me quitara el uniforme y me pusiera la bata de estar por casa, me daba la cena, me ayudaba con los deberes y antes de dormir me contaba, apoyando su antebrazo en mi almohada, historias de niños piadosos a los que se les aparecía la Virgen, mientras me acariciaba los rizos y yo me iba quedando dormida.
Mi madre era ordenada y meticulosa hasta la exageración. Recordaba religiosamente las fechas de todos mis aniversarios —cumpleaños, santos, primera dentición, fiesta del colegio…— sin requerir siquiera de una sola anotación en el calendario. Se mostraba orgullosísima de su extraordinaria eficacia respecto a la organización doméstica. Podría entrar un extraño en su casa, abrir cualquier armario, cualquier cajón, y nada encontraría que pudiera avergonzar a mi madre, pues todos estarían impecablemente limpios y meticulosamente ordenados. Se podría comer en el suelo del cuarto de baño. Sí, mi madre era el orgullo de la Sección Femenina, la santa patrona de la abnegación y el sacrificio. Cosía, zurcía, planchaba, limpiaba, hacía punto y cuadros de petit point. A diferencia de todas sus amigas, nunca había necesitado asistenta, y, para colmo, como ella misma recalcaba orgullosa, aquel despliegue de hiperactividad doméstica no le restaba tiempo para atender sus numerosos compromisos sociales: sus partidas de bridge, sus tés con pastas, sus cenas fuera de casa, sus salidas al teatro y al ballet.
Le había costado muchísimo tenerme, y de hecho, me concibió cuando prácticamente no albergaba ya esperanzas, después de haber visitado a los mejores médicos de Madrid, de haberle hecho novenas a santa Sara, que quedó encinta a los noventa años, y a santa Rita, patrona de los imposibles, después de haber tenido tres abortos que le dolieron como tres puñaladas en el vientre y en el alma. Y a sus treinta y seis años nací yo, por fin, el fruto de sus entrañas que había estado esperando durante dieciséis. Aquel bebé de miembros regordetes que era yo, había sido su único deseo y obsesión. Y por consiguiente, me mimó todo lo que supo. Procuraba estar a mi lado todo el tiempo posible. Me compraba libros, caramelos y juguetes, y respondía a todas mis preguntas. Yo la adoraba, de pequeña.
En cuanto a mi padre, de lunes a viernes vivía recluido en una oficina de la que regresaba muy tarde y muy cansado, normalmente cuando yo estaba metida ya en la cama; y los domingos se atrincheraba en su despacho, con el periódico por parapeto, sin que se me permitiera, bajo ningún concepto, interrumpir su descanso. Yo le veía poco y él dirigía continuas miradas al reloj mientras estaba en mi compañía. El poco tiempo que estaba en casa, se hacía notar. Ellos dos se peleaban a menudo, normalmente a gritos. Con los años deduje, a partir de los insultos y las recriminaciones que se le escapaban a mi madre en las peleas, que mi padre tenía otras mujeres, y que tampoco se esforzaba mucho en ocultarlo.
Mi madre no pensó jamás en separarse. Faltaría más: ella era católica practicante. Su religión era lo más importante en su vida. No comprendo exactamente qué es la fe, pero sé qué era lo que convertía a mi madre en una creyente tan devota: el hecho de tener una agarradera, una justificación, una razón para vivir. Su marido no la quería (o no la quería como ella hubiese querido que él la quisiese) y ella sólo podía ser esposa y madre: ni había deseado ni le habían enseñado otra cosa. Además, en el medio en el que se movía y se había criado, aquel mundo del club de bridge y las reuniones de la parroquia, las divorciadas estaban mal vistas. En aquel ambiente se valoraba a los hombres por sus acciones y a las mujeres por su físico y más tarde por lo que hacían sus maridos, y toda la vida se organizaba desde fuera hacia dentro. Así de simple.
Además, la suya no era una situación excepcional, sino, más bien, moneda común. Todos los hombres buscaban respiros fuera de casa. Esta idea, que no era sino la oscura noción que de las relaciones conyugales pueda tener una niña que aún no sabe exactamente por qué es raro que un matrimonio no comparta la cama, pero que entiende que las habitaciones separadas implican un problema, se concretaría a mis quince años, cuando sorprendí en una cena en el Club de Campo una conversación que no hubiera debido llegar a mis oídos: dos socios de mi padre, que se habían sentado a mi lado y que estaban demasiado bebidos como para reparar en el excesivo, indiscreto, volumen de su voz, comentaban cómo en una fiesta prevacaciones a uno de ellos se le había ocurrido contratar a una prostituta, y todos los socios del bufete se la habían beneficiado en el cuarto de baño. Excepto Carlos Franco, le decía el uno al otro, que ya sabes cómo es, no sé si opusino o mariquita. El raro, pues, era el que no había aceptado ese comercio. Todos los demás daban por hecho que la infidelidad era un marchamo de hombría, una prueba inequívoca de virilidad.
Así pues, mi padre tampoco pensó nunca en dejarnos, creo, a pesar de los gritos y las discusiones constantes. En el mundo de mis padres, los señores tenían una legítima que se quedaba en casa con los niños y que les acompañaba a las recepciones: una mujer como mi madre, informada sin ser pedante, discreta sin llegar a sosa, bella aunque no llamativa, amena pero no avasalladora. Una brillante medianía, vamos. Una señora que tocase el piano aceptablemente, que hablase francés y que se hubiese educado en un convento.
Para mi madre, el matrimonio era el lugar del amor, de un amor hecho de dedicación, obediencia y respeto. Cualidades que irían, por supuesto, de la mujer al hombre y no al contrario. Pero la libertad de elegir o de rechazar el amor, los abandonos y los arrepentimientos, la esperanza y la desesperación, en suma, todos los detalles que conforman la pasión, no tenían nada que ver con el matrimonio. Ella contrajo matrimonio como quien contrae una gripe, y ni siquiera creo que el afecto influyera gran cosa en su elección. Quería a mi padre, al principio, pero de no haberle conocido a él se habría casado con cualquier otro parecido. Me parece que mi madre se decantó por la maternidad frente a la vida religiosa, las dos únicas opciones de las que era consciente.
Mientras transcurrió mi infancia, nada hacía prever que nuestra relación iba a acabar por deteriorarse de semejante manera. Yo quería mucho a mi mamá, hasta tal punto que cuando las niñas del colegio me preguntaban que a quién quería más, a mi padre o a mi madre, yo contestaba sin dudarlo: a mi madre. Siempre. Y las niñas que respondían «a los dos por igual» me resultaban muy sospechosas. No me fiaba de nadie que viviese en las medias tintas, que no tuviese decidido a qué bando pertenecía.
Sí, mi madre era mi sol y regía mi existencia. Pero el sol es menos estable de lo que parece; tiene estaciones y tormentas y ritmos de actividad, y las variaciones solares influyen directamente sobre sus planetas. El sol es agente de cambios terrestres: su brillo afecta a las temperaturas; sus rayos ultravioleta a los vientos y a la producción de ozono; sus tormentas de campos magnéticos y partículas subatómicas a las lluvias y la cantidad de nubes. De alguna manera, si el sol se enfada, si estalla en un bombardeo cósmico, la Tierra sufre el cambio de humor en su corteza.
Mi madre cambió, y yo con ella.
Atardecía, aunque con las cortinas echadas no era muy fácil darse cuenta desde el dormitorio de los padres de Mónica. Cortinas de Nina Campbell, colcha de seda de Pierre Frey, banqueta de hierro diseño Pedro Peña forrada a juego con la colcha. Un costurero de pino viejo hacía las veces de mesilla de noche, y Mónica fumaba un porro tendida a mi lado en la cama de matrimonio de Charo y Manuel, cuyo cabecero había formado parte, en su día, de un perchero antiguo. Charo lo había encontrado también en una de sus almonedas y le había salido por otro ojo de la cara. Pero, como de costumbre, ella opinaba que había merecido la pena.
Yo cerré los ojos y pensé en El Escorial. En verano solíamos ir allí. Pero aquel verano mi padre no tomaba vacaciones, y, aunque no habíamos hablado todavía de nuestros planes, parecía evidente que mi madre y yo no íbamos a soportarnos la una a la otra encerradas en la misma casa. Me imaginé a mí misma subiendo los escalones que conducían a la entrada del chalet, todos ellos forrados de piedrecitas blancas. El sol me acariciaba los hombros. Tenía diez años. De pequeñita había veraneado en una urbanización de chalets adosados que constituía el escenario de mis días felices. Durante los veranos niños y niñas de la urbanización militábamos en una misma pandilla y participábamos en apasionantes aventuras colectivas: robo de peras del huerto anexo a la urbanización (con agravante de premeditación y escalo), robo de bañadores colgados en los tendederos de los chalets (con premeditación pero sin escalo), sangrientas batallas a pedradas contra la pandilla de la urbanización de al lado y arriesgadas expediciones a territorios sin urbanizar nunca antes visitados por el hombre blanco. Aquellos veranos constituían uno de los escasos recuerdos felices de mi infancia.
—Tía, ¡esta chupa vale doscientos talegos!
La voz de Coco me devolvió a la realidad. Abrí los ojos y volví a tener dieciocho años. Coco se estaba probando una chaqueta de cuero de Loewe que acababa de sacar del enorme armario empotrado y estudiaba su efecto en una de las lunas.
—Ni sueñes que vas a salir con ella, que es del viejo —dijo Mónica—. Y no deberías fijarte tanto en las marcas. Es una horterada.
Coco, con la chaqueta todavía puesta, se sentó al lado de Mónica. Ella le pasó el porro.
—Ten mucho cuidado con la ceniza. Si mi vieja encuentra una quemadura en la colcha, me mata —dijo ella, de malhumor—. Hablando de viejas, ¿no va siendo hora de que vuelvas con la tuya? —Ahora se estaba dirigiendo a mí—. No puedes quedarte aquí eternamente. Sobre todo, no me apetece tener a tu vieja llamando a esta casa día sí, día no.
—Tú no vas a llamar a nadie, nena, y tu amiga se va a quedar aquí. De hecho, nos va a venir muy bien que se quede —dijo Coco.
—Pero tú qué dices… —Mónica le miraba con la boca abierta, sin acabar de creerse que un mindundi como aquél, que al fin y al cabo estaba en su casa de prestado, fuera capaz de llevarle la contraria.
—Me parece que tu amiga es la persona ideal para hacernos de mensajera. Me encanta el aspecto que tiene. A su lado, la misma Virgen del Rocío tiene pinta de traficante.
Coco le devolvió el porro a Mónica, que le miraba entre sorprendida y enfadada.
—Si crees que vas a meter a la pobre Bea en tus trapicheos, vas dado —respondió ella.
Le dio una calada al porro y volvió a pasárselo a él.
—Joder, te estoy hablando de llevar un paquetito, y punto. No estoy diciendo que le vaya a obligar a atracar una farmacia. —Pegó una larga calada, le pasó el porro a ella y prosiguió—: Además, ella no se va a meter en ningún lío, ya verás. No es lo mismo que si fuera yo, que ya me tienen muy visto, y que no pinto nada en según qué barrios.
—Pues entonces lo llevo yo, o quedas para hacer la entrega en cualquier otra parte. —Mónica volvió a llevarse el porro a los labios y se lo pasó a Coco acto seguido.
—A ti te han visto conmigo, y uno de los puntos que tengo acordados es que la entrega se realiza a domicilio. Así que no hay más que hablar.
Coco apagó el porro en el cenicero de plata que había en la mesilla de noche, y, acto seguido, ya con las manos libres, se tumbó de lado contra Mónica y empezó a acariciarle los senos pequeños y redondos, un par de flanes coronados con sendas guindas. Apretó la entrepierna contra el muslo de Mónica, le rozó ligeramente el borde del labio superior con el dedo índice, y notó cómo la boca de ella se entreabría. Los tres supimos que había llegado el momento de dejar la discusión para más tarde. Yo me levanté de la cama y me dirigí a la puerta, consciente de que a partir de aquel momento empezaba a sobrar.
—No sé si os dais cuenta de que yo también tendría que opinar algo en una discusión que, al fin y al cabo, versa sobre mi persona —dije antes de marcharme, apoyándome en el quicio de la puerta.
—Anda, déjanos solos, por favor —dijo Mónica.
Cerré de un portazo.
Avanzaba por el pasillo de la casa de Mónica. Al final encontré una puerta que no recordaba haber visto allí antes. Abrí la puerta y descubrí que daba a otro corredor, más largo y oscuro que el que conocía. Seguí adelante y descubrí una segunda puerta. La abrí y me encontré con una habitación de paredes blancas, vacía, oscura. En una de las paredes había varias ventanas cerradas por persianas dobles de madera blanca. Las fui abriendo una a una y la luz entró en la habitación, haciendo que las paredes resplandecieran. Me senté en el centro de la habitación y me sentí feliz. De pronto vi cómo la puerta de la habitación se cerraba sola, lentamente, como manejada por una mano invisible. No intenté levantarme para abrirla porque sabía que no podría. Que el cerrojo estaba echado por fuera. Que había quedado atrapada en la habitación desnuda.
Abrí los ojos e intenté recordar dónde estaba. Me costó algunos segundos caer en la cuenta de que me había quedado dormida en el sillón del salón. Cuando uno se despierta, lo primero que necesita es situarse en el espacio y en el tiempo, así que, instintivamente, busqué con la mirada el reloj de péndulo en forma de torre (comprado en un anticuario en la Puerta de Toledo: una ganga) y comprobé la hora: las nueve y diez. En cualquier momento, Coco, o Mónica, o ambos, aparecerían por la puerta que daba al pasillo, el mismo que aparecía en mi sueño. Me bastaba con concentrarme, fijar la mirada y esperar. Clavé los ojos en la puerta y no los desvié en ningún momento, ni siquiera para mirar el reloj, de forma que no sabía cuánto tiempo había pasado cuando finalmente la puerta se abrió y apareció Mónica, despeinada, legañosa y todavía medio adormilada.
Al abrir, Mónica se dio de narices con mi mirada. Puso cara de haberse llevado un susto de muerte a pesar de que, al cabo de tantos años, estuviera más que acostumbrada a lo que ella consideraba rarezas mías.
Avanzó hacia el sillón con pasos de autómata, se sentó a mi lado, agarró el mando a distancia y lo enchufó hacia el televisor pantalla de 46 pulgadas con retroproyector, estéreo, tecnología japonesa, lo mejor del mercado.
—Soma, necesito soma —murmuró Mónica para sí.
Mónica apretaba el botón «programa» del mando de manera mecánica, y fue repasando uno por uno los cuarenta y tantos canales que la antena parabólica permitía recibir. Una Barbie de culebrón que abrazaba apasionada al Ken de turno apoyada sobre la mesa de juntas de una oficina; un chaval pelirrojo con orejas de soplillo que intentaba adivinar el precio exacto de una nevera; una presentadora jurásica —tailleur de falso Chanel, acumulación de bisutería y liftings— que ofrecía un café en el estudio a una estarlete que se llevaba a los ojos la punta del pañuelo para secarse una supuesta lágrima; unos chiquillos negros, huesudos y barrigones, que acababan de llegar a un campo de refugiados; unas gigantas de curvas esculturales que desfilaban por una pasarela dirigiendo miradas de profundo desprecio al público que las aplaudía embobado; un locutor que se enfrentaba con la cámara desde su mesa de la redacción de informativos, con expresión de que el nudo de la corbata le estuviese ahogando; un coche rojo enorme que se deslizaba silencioso por una carretera desierta y llena de curvas; un megamonstruo japonés que lanzaba un proyectil de fuego contra otro megamonstruo japonés sobre las ruinas de una ciudad de dibujos animados; una manija llorosa que imploraba a su marido que volviera; una rubia despampanante que cantaba en playback; un alienígena vestido en skyjama que tripulaba los mandos de una nave espacial; un combate de boxeo; otro informativo; otro culebrón; otro reality show; otra telecomedia; otro anuncio de coches; la misma actriz que aparecía varias veces hablando inglés, francés o alemán; el mismo concurso que conocía versiones diferentes en diferentes países.
Al final, Mónica se decidió por la MTV. En la pantalla, niños británicos deprimidos que reclamaban a gritos un buen peluquero berreaban canciones de desamor y nostalgia mientras masturbaban con desgana sus guitarras. Mónica dejó descansar el mando sobre la mesa de Ricardo Chiara y me sonrió.
—El mundo es enorme —dijo—; mira todas las cosas que caben en él. Y sin embargo la Tierra, dentro del Universo, no significa nada. Un puntito microscópico absorbido por una inmensidad de miles de años luz. Comparada con la edad del Universo, la Tierra no tiene siquiera un nanosegundo de existencia, y no parece que vaya a durar otro nanosegundo más…
Coco entraba en ese momento en el salón, con expresión plácida. Se sentó en el sillón al lado de nosotras dos.
—Hostia tú, Primal Scream —dijo, señalando a la macropantalla, e interrumpiendo el discurso de Mónica.
—¿Pero todavía existen?
—Joder, cómo mola esta tele —exclamó él, ignorando la pregunta de Mónica—. Parece que estemos en el cine. Tía, si esta casa fuera mía, en la puta vida salía a la calle.
—Pues no es tuya, ni mía tampoco, por cierto, que es de la Charo. Y cuando vuelva la Charo te vas a tener que largar por donde has venido, así que no te acostumbres —dijo Mónica.
Durante un rato nadie dijo nada más. La música se extendía por el salón e iba borrando nuestros pensamientos. Poco a poco yo había ido adquiriendo una postura tensa, sentada en el borde mismo del sillón, la espalda en un ángulo perfectamente recto con respecto a mis piernas y las manos reposando sobre las rodillas. Coco dirigió una mirada a Mónica como buscando su aprobación. Acto seguido sacó una caja de cigarrillos del bolsillo de sus vaqueros, encendió uno y se dispuso a romper el silencio.
—Bea, Mónica y yo necesitamos que nos hagas un favor.
—¿Qué tipo de favor? —pregunté, suspicaz.
—Nada del otro mundo. Queremos que lleves un paquete a un sitio; eso es todo —dijo Mónica.
—¿Y por qué no lo lleváis vosotros?
—Porque hay que llevarlo a La Moraleja. ¿Tú te imaginas a Coco en la Moraleja? —me respondió Mónica.
—No, pero a ti te imagino perfectamente —dije. Aquí intervino Coco con aire enfadado.
—¿Se puede saber por qué no me ves en La Moraleja?
—Mira, si no quieres ir, dices que no y punto —prosiguió Mónica, totalmente ajena a la interrupción de Coco, con lo cual daba a entender que era tan evidente que Coco desentonaba en La Moraleja que ni siquiera merecía la pena discutirlo—, pero quede claro que nos hace falta que vayas. Estamos sin un puto duro. Situación de emergencia.
—No sé… Paso de meterme en trapicheos raros —argüí, vacilante.
En el fondo no me parecía nada arriesgado llevar un paquete a ninguna parte. Barruntaba que iba a llevarle drogas a cualquier pijo de La Moraleja lo suficientemente forrado como para poderse permitir entregas a domicilio. Estaba segura de que no se trataba de un asunto muy serio. Que Coco trapicheaba, era evidente, como también era evidente que no era más que un camello de medio pelo. Además, iba a La Moraleja. En La Moraleja no hay policías; sólo guardias de seguridad entrenados para proteger propiedades, no para inmiscuirse en la vida privada de sus habitantes.
—Bea, corazón, me conoces desde hace diez años. ¿Tú crees que yo te diría que hicieses algo si fuese mínimamente peligroso? Te prometo que no corres el menor riesgo. Venga, Betty, por favor. —Mónica puso voz melosa—. Hazlo por mí.
—Está bien. —Qué coño, tampoco me estaba pidiendo que me tirase por un precipicio—. Pero que quede claro que lo hago esta vez y sólo esta vez. Y otra cosa: no sé qué voy a entregar y no quiero saberlo. ¿Me oyes? Prefiero no saberlo.
Llegar hasta La Moraleja resultaba toda una excursión. Había que ir primero a Plaza de Castilla en metro y desde allí coger un autobús que se tiraba su buena media hora para salir de la ciudad. Conté cinco paradas desde la plaza de Castilla antes de bajar. Al abandonar aquel vehículo con aire acondicionado, el calor me golpeó en la cara como un insulto. Las calles calientes reverberaban al sol y el polvo seco sofocaba la garganta. Afortunadamente, Coco me había dado unas instrucciones detalladísimas sobre cómo llegar a Los Tilos —el nombre del chalet que debía visitar—, y conseguí encontrarlo justo cuando me parecía que estaba a punto de desmayarme. El nombre Los Tilos estaba escrito con azulejos de cerámica sobre una valla de más de dos metros de altura que impedía ver el interior de la propiedad. Llamé al timbre y el piloto de una cámara se encendió. Quienquiera que me observara decidió que podía entrar, porque a los pocos segundos se oyó un clic que indicaba que la cerradura de la puerta metálica había sido desactivada.
Los muros de ladrillo blanco que protegían la casa estaban revestidos en su cara interna con celosías de madera. A la sombra de un gran cedro resaltaba el color de un banco de petunias y alhelíes; mientras que al fondo, y formando líneas rectas, setos de boj crecían entre los grandes árboles. Reparé en que allí había cedros y encinas, pero ni un solo tilo, y me pregunté a santo de qué vendría el nombre; quizá, se me ocurrió, los habitantes de la casa no supieran qué era un tilo. Atravesé un sendero de azulejos que cruzaba el jardín, y al llegar a la puerta pulsé el timbre, provocando un estrépito de campanillas que destrozó en pedazos el silencio de la tarde. Al minuto salió a abrirme una criada de las que ya no quedan, con uniforme negro, cofia y delantal.
—Vengo a ver a Jaime —anuncié con un hilillo de voz.
La anacrónica criada me hizo pasar y me rogó que esperara en un salón enorme, presidido por una chimenea de piedra caliza que hubiese sido la envidia de Charo, y a cuyo lado una pequeña hornacina albergaba la cesta de la leña. El suelo era magnífico, nada de parquet cutrelux: auténtica madera de roble americano. Me senté en un sillón de cuero antiguo, desde el que se apreciaba perfectamente la escalera del fondo, realizada mitad en piedra caliza, mitad en madera, y por la que descendió un chico que llevaba el pelo corto y engominado y vestía una camisa almidonadísima de rayas rosas y blancas, unos vaqueros y unos mocasines de piel. Le calculé unos veinte años, aunque su aspecto repulido le hiciera parecer algo más mayor. Me tendió la mano. El sillón de cuero estaba tan mullido que me resultó difícil levantarme.
—¿Subes? —dijo él—. Mejor hablamos en mi habitación.
Le seguí. La habitación del chico parecía el apartamento de un corredor de bolsa. Allí había un televisor y un equipo de alta fidelidad, negros, empotrados en una estantería metálica que contenía un montón de libros y compactos, ordenados escrupulosamente según tamaños; dos sofás de cuero negro, un futón a rayas blancas y negras. Al lado de la ventana había una mesa, negra, sobre la que reposaban unas cuantas maquetas de aviones militares de la segunda guerra mundial. Las paredes blancas estaban desnudas. Los objetos de adorno, aparentemente, habían sido eliminados. Un espacio funcional, moderno, caro. Aterrador.
Saqué de la mochila un paquete envuelto en papel de estraza y atado con cuerdas y se lo entregué.
—¡Esto pesa mucho…! —dije sonriendo, con la intención de iniciar una conversación.
Él salió de la habitación, sin responder.
Mientras esperaba a que volviera, me entretuve leyendo los dorsos de los libros que había en la estantería. Reconocí algunos: Verlorene Siege, del mariscal Erich von Manstein; Panzer Battles, de Von Mellenthin; Signal (encuadernados); Historia de la Segunda Guerra Mundial (fascículos encuadernados); Panzer Leader, del general Guderian; Rommel’s War in Africa, de Wolf Heckmannn, European Volunteers, de Peter Strassner; The Other Side of the Hill, de sir Basil Liddellhart… Eran libros sobre la segunda guerra mundial, que yo conocía porque a mi padre le interesaba mucho el tema, como a cualquier otro señor de derechas, y había coleccionado durante años libros y libros dedicados al particular. Lo que no acabé de entender era la razón por la cual un chaval de mi edad atesoraba semejantes rarezas.
Al cabo de unos pocos minutos, el chico regresó a la habitación.
—Todo está bien —dijo.
Sacó un sobre de uno de los cajones de la mesa negra y me lo entregó. Yo ya sabía que era para Coco.
—Te acompaño a la salida —me hizo saber con acento engolado.
Se detuvo un segundo mientras bajábamos por la escalera y se me quedó mirando como si me fuese a anunciar un acontecimiento fatídico.
—¿Sabes qué día es hoy? —me preguntó.
—No —respondí ligeramente intimidada—. ¿Acaso debería saberlo?
—Hoy es 18 de julio —declaró solemne.
—Pues vale.
Me aplastó con una mirada reprobatoria que me dejó helada y no volvimos a cruzar palabra hasta la puerta de la verja. A la caída de la tarde, la luz espejeaba en las copas de los árboles mecidos por el viento, brillantes y calladas promesas de tranquilidad, y yo pensé, suspendida en la calma del día agonizante, que no me importaría pasar el resto de mi vida en aquel jardín.
—Adiós —dijo él, en el tono más antipático posible.
—Adiós —respondí, tan seca como él.
Había resultado fácil.
En cuanto regresé a casa de Mónica, me fui derecha a tirarme sobre el sofá, a sudar bochorno, polvo y aburrimiento. Coco me preguntó por el sobre, se lo entregué con gesto de desgana, y él lo tomó en las manos con expresión de satisfacción: los ojos brillantes y una sonrisa que le atravesaba la cara como una cuchillada. Miró a Mónica y los ojos de su novia (por llamarla de alguna manera) le devolvieron amplificada su expresión de felicidad.
—Regresamos a la abundancia —dijo ella.
Era yo la que había dejado claro que no quería saber lo que había transportado, pero lo cierto era que me reconcomía la curiosidad.
—¿Por qué pesaba tanto el dichoso paquete? —pregunté.
—En serio, bonita, cuanto menos sepas, mejor —dijo Coco.
En cualquier otra ocasión le hubiera mandado a la mierda, por prepotente, pero adoptó una expresión tan seria que juzgué que lo mejor era callarme. No es que me atemorizara, al contrario; casi diría que me daba pena.
—No me cabe en la cabeza que el tío ese se meta nada —dije, no dirigiéndome a Coco en particular, sino, en realidad, pensando en voz alta—. No le pegaba nada. Por favor… si parecía un estudiante modelo de los maristas.
El cuarto de baño de La Iguana no era un cuarto de baño de diseño. El inodoro era un Roca normal y corriente, de tapa de plástico barato. A través de los desconchados de las paredes se adivinaban diferentes capas de pintura de distintos colores que, al igual que los anillos de los árboles, permitían conjeturar más o menos acertadamente la edad del local. Cabíamos a duras penas, pero cabíamos, Mónica, Coco y yo. Mónica, reclinada sobre la cisterna, estaba cortando unas rayas de coca sobre una tarjeta de crédito.
—No hagas tres. Yo no voy a querer —dije.
—¿Por qué no vas a querer? —me preguntó Mónica.
—Porque no quiero. Me acelero muchísimo y luego me duele la cabeza y se me atontan las encías, y tampoco noto que me ponga mejor o peor.
—Tú te vas a meter por la sencilla razón de que los demás nos vamos a meter, y yo paso de que las cosas me suban a mí sola —replicó Mónica, tajante.
—Déjala, mujer —intervino Coco—; si no se mete, que no se meta. Mejor para nosotros, así nos tocará más.
—Tú te callas.
Con una mano de pulso de hierro me colocó la tarjeta delante de la nariz, y con la otra me alargó un tubo confeccionado con un billete de mil enrollado. Esnifé la raya. Creo que hubiese bebido veneno si ella me lo hubiera presentado en una copa. Los polvos me subieron por la nariz haciendo cosquillas y bajaron hasta la garganta dejando un regusto amargo.
—Esto sabe asqueroso —dije entre muecas. Ellos dos se rieron a la vez.
—Joder, cómo mola tu navaja —dijo Coco.
Coco se había fijado en la navaja que su novia (es un decir) había utilizado para cortar la coca: un bardeo automático de mango esmaltado rojo brillante, el color de un corazón enamorado en los dibujos animados.
—Me la regaló un camello rasta que me enrollé en Amsterdam —dijo Mónica—. Es bonita, ¿verdad? Pero no creas, no tiene valor sentimental ni nada de eso. El tío me daba igual, así que, si tanto te gusta, puedes quedártela.
Él se quedó mirando a la navaja tan boquiabierto como un seminarista frente a la página central del Playboy.
—Joder, tía, muchísimas gracias. Me encanta. —Y para demostrarlo cogió a su (por decir algo) novia de la cintura y la obsequió con un beso de tornillo.
Sentí una puñalada en medio del pecho asestada por un puñal de doble filo: los celos y la envidia. ¿Acaso ambos conceptos no significan lo mismo?
Ella se zafó de Coco, salió de la cabina y, apoyándose contra el lavabo, examinó detenidamente su imagen en el espejo. Comprobó que el rouge se había corrido, así que extrajo un lápiz de su bolso, se perfiló los labios con un cuidado exquisito y salió de allí con la confianza pintada otra vez en la boca.
Mi madre, sentada frente a su tocador, se prepararía para salir, como hacía todas las tardes a esas horas. Su pelo aclarado estaría impecablemente peinado, las mechas recién retocadas, las ondas marcadas con rulos calientes y sujetas con laca. Llevaría pendientes y collar de perlas, y broche de oro sobre un traje de chaqueta impecablemente negro. Esos preparativos diarios, dignos de una arrebolada jovencita que se dispusiera a ver a su primer amante, se teñían de una significación entre amarga y patética si una era sabedora de que las destinatarias de tanto acicalamiento eran sus compañeras del club de bridge, una serie de loros de La Moraleja, tan frustradas y tan repeinadas como ella, con las que mi madre pasaba las tardes desde hacía años. Mi madre había llegado a ser una experta jugadora, una especialista en impasses y slams grandes y pequeños. Yo le decía a veces, con una cruda sinceridad que intentaba malamente disfrazar de ironía, que, si hubiese dedicado todos los esfuerzos que había consagrado al bridge a sacarse una carrera universitaria, habría obtenido probablemente un doctorado cum laude y estaría disfrutando de su propio apartamento y de coche de empresa, en lugar de tener que compartir sus tardes con una serie de brujas chismosas que sólo sabían hablar de liftings y de upliftings y comentar adulterios de maridos ajenos fingiendo con un descaro casi conmovedor que ignoraban los de los propios. Puedo imaginar perfectamente cómo descolgó el auricular de su teléfono color crema, el teléfono supletorio que había instalado en su habitación para procurarse una intimidad que ella hubiese deseado necesitar (y que no necesitaba, puesto que no tenía amantes ni amigas íntimas) y para garantizarse que, en aquellos días de jaqueca en los que decidía enclaustrarse en su habitación, no habría excusa que le hiciera salir de su refugio de cortinas echadas. Puedo imaginar cómo marcó el número que se sabía de memoria y cómo se mordió los labios en un gesto sólo perceptible para los que la conocíamos de toda la vida y habíamos aprendido a descifrar las expresiones que adoptaba cuando se disponía a hacer algo que en el fondo no deseaba hacer. Y el tono digno que emplearía para arrogarse de una superioridad que sabía que había perdido hacía tiempo.
—«Mónica —diría—, soy Herminia Martínez de Haya, la madre de Bea… Tus padres no están, ¿verdad guapa?… Llamaba para preguntar por mi hija… ¿Dices que ha salido? ¿Y cuándo volverá?… Ya suponía que estaría contigo. Esa niña venera el suelo que tú pisas, Dios sabrá por qué… Caramba con la bendita cría. Nos va a matar a disgustos a su padre y a mí. Siempre ha hecho lo que le ha dado la santísima gana. No atiende a razones, ha salido a su padre… Dile al menos que se digne llamar… En fin, no hagáis muchas tonterías…».
Cuando Mónica colgó, se mordió los labios. Era sorprendente lo mucho que mi madre y mi mejor amiga se parecían en determinados momentos.
—Que sepas que no vuelvo a mentir por ti. Además, es tu madre —me dijo—. Deberías llamarla.
—Antes muerta —repliqué, y salí disparada a encerrarme en el cuarto de baño.
Coco dirigió una mirada interrogante a Mónica, quien se limitó a encogerse de hombros con expresión sarcástica.
Mi madre me quiso mucho, cuando yo era muy pequeña.
Pero de repente, de la noche a la mañana, crecí, y aquello fue el fin de todo. Mi madre me entendía como una parte de su ser y no estaba dispuesta a aceptar el hecho de que no constituíamos una unidad, de que cada una de nosotras existía por sí misma. Mientras yo fui su niña, fui parte de ella. En cuanto crecí se dio cuenta de que había comenzado la cuenta atrás, de que a partir de ese momento era como si yo estuviese en un escaparate, con un cartel de oferta colgado del cuello, y era sólo cuestión de tiempo el que alguien decidiera comprarme, sacarme de aquella vitrina en donde descansaba y pasearme por el mundo exterior.
Yo entonces no sabía nada de eso.
Recuerdo perfectamente que a mi madre le sacó de quicio desde el principio que los hombres me admirasen por la calle. La religión era su coartada perfecta. En cuanto alguno me silbaba empezaba a recriminarme una supuesta actitud provocativa que estimulaba la lascivia de los hombres, su pecado. No era culpa de ellos, era yo la que les provocaba. En seguida comprendí que no importaba la ropa que me pusiera o la actitud que tomara. Ya podía llevar camisetas de talla enorme o ir por la calle mirando al suelo: me silbaban igual. A no ser que me pusiera un hábito talar, llamaría la atención. O incluso, quién sabe, podría llamarla también con hábito y todo… Esta situación me reafirmaba en la idea que había ido haciéndome en el colegio de monjas: hiciera lo que hiciera, estaba destinada al pecado, por mucho que yo me esforzara en evitarlo. En el fondo, aunque mi educación fuera formalmente católica, crecí con ideas calvinistas.
Empecé a odiar a mi madre con todo mi corazón, con la misma intensidad con la que antes la había amado. Estaba harta de que pusiera pegas a todo: a mis vaqueros, a mi pelo suelto, a mi forma de andar e incluso de mirar.
Y entonces comenzaron los verdaderos problemas.
Mis recuerdos de infancia, hasta los once o doce años, vienen con una banda sonora propia: las discusiones encarnizadas entre mi padre y mi madre. Pero cuando alcancé la pubertad, ella desvió su agresividad y encontró un nuevo objetivo hacia el que canalizarla: Yo. Por supuesto, este cambio de actitud coincidió con una nueva toma de postura con respecto a mi padre, que pasó de ser el enemigo declarado a convertirse en un aliado de conveniencia. Es cierto que no dormían juntos, que él no le era fiel, que probablemente no se amaban, pero compartían una opinión común: no estaban dispuestos a permitir que yo hiciera lo que quisiera con mi vida. A partir de entonces, iban a ser ellos los que tomaran decisiones sobre mi existencia: qué ropa debía ponerme, a qué hora debía irme a dormir, con qué gente debía relacionarme, qué música debía escuchar, qué sitios debía frecuentar.
En aquel universo privado lo de menos eran las razones, las excusas que me dieran para controlarme (mi minoría de edad, mi supuesta indefensión o la necesidad de que alguien velara por mí). Lo importante era la renuncia, la sumisión a un poder ajeno, impuesto y absoluto, que exigía la entrega de lo íntimo en nombre de los sagrados valores de obediencia familiar. Se suponía que yo debía aprender a negarme a mí misma y a amoldarme, a aceptar normas y convenciones por incomprensibles que parecieran, asumiendo que se establecían porque eran buenas para mí. Y aquella exigencia se justificaba en la seguridad de su criterio, tan aplastante que rechazaba la existencia de cualquier otro.
Mi padre, que hasta entonces había parecido el enemigo de mi madre, se convirtió de pronto en su aliado; y por tanto yo, a la inversa, pasé de aliada a enemiga. Dejé de ser el consuelo de mi madre frente a la incomprensión de mi padre, y pasé a convertirme en la nueva razón de su desesperación. La diferencia es que mi padre no supuso un apoyo tan grande para mi madre como lo había sido yo en la primera guerra, o sea, cuando nosotras dos luchábamos contra él. Lo suyo era un acuerdo de circunstancias, una entente cordiale, pero él nunca le brindaría la absoluta confianza que yo le había otorgado. Yo había constituido su refugio, su fortaleza inexpugnable, mientras que mi padre no era sino un ejército de mercenarios, que podrían abandonar la lucha en cualquier momento si aparecía una recompensa mejor por la que luchar.
En cierto modo, en esta segunda lucha fue cuando mi madre descubrió su propia fuerza, porque era la primera vez en su vida en que le tocaba enfrentarse a algo sola, puesto que con mi padre, en el fondo, nunca llegó a contar del todo. La desesperación la llenaba de rabia, y la rabia la hacía fuerte, mucho más fuerte de lo que había sido nunca. Se enfurecía y me insultaba, me acusaba de egoísta, de frívola, de insensible; y en el fondo lo que intentaba decirme, a su desesperada e histérica manera, era que sentía que yo la abandonaba, que me disponía a irme dejándola clavada a aquella casa, a aquella vida sin sentido de la que yo podía escapar, pero ella no.
Nos pasábamos la vida, desde entonces, discutiendo. Las broncas eran diarias, las razones, lo de menos. A mi madre no le gustaba nada de lo que yo hacía, nada en lo que ella no pudiera intervenir. No le gustaba que afirmase una personalidad propia, independiente de la suya. Por tanto no le gustaba ni mi ropa, ni los libros que leía, ni la música que escuchaba. No le gustaba que contase con un espacio propio que ella no podía compartir, transformar, comprender siquiera, en el que ella no podía entrar excepto como invitada; por tanto no le hacía nunca gracia el estado de mi cuarto. No importa cuanto limpiase u ordenase, nunca estaba perfecto a no ser que lo limpiase ella. No le gustaba que tuviese existencia propia fuera de su casa, así que se empeñaba en controlar mis horarios y mis salidas. Y sobre todo, no le gustaba que quisiese a otras personas como la había querido a ella. No hace falta decir que odiaba a Mónica y que no perdía oportunidad de desacreditarla.
—Quiero enseñaros algo —dijo Mónica.
La seguimos hasta el vestidor de su madre como dos novicios tras la suma sacerdotisa que los condujera a la cámara secreta del templo. Yo ya conocía aquella especie de cubículo casi escondido en un rincón del dormitorio de los padres de Mónica. Se trataba de una especie de habitación minúscula revestida de espejos que contenía todo el modelerío de Charo. Vestidos de precios exorbitados —cada modelo podía costar el sueldo mensual de un padre de familia de Carabanchel— que colgaban de sus perchas flojos como sudarios, atavíos suficientes para vestir a una congregación entera de clarisas el día que decidieran colgar los hábitos. Al fondo, apoyado contra la pared, se alzaba un tocador de estrella de cine, rematado con un enorme espejo rodeado de un rosario de bombillitas. Mónica abrió uno de los cajones, el último, y aparecieron unos ligueros negros, doblados, que aparentaban el aire siniestro de unos murciélagos dormidos.
—Ahora veréis. Os vais a quedar muertos.
Fue retirando cuidadosamente aquella ropa interior y amontonándola sobre el tocador, descubriendo el tesoro que aquella primera capa de sedas y encajes escondía, hasta que, por fin, en el fondo del cajón, apiladas unas sobre las otras como los ladrillos de un muro, aparecieron una veintena sobrada de cajas de pastillas. A Mónica no pareció sorprenderle el descubrimiento. Y a mí tampoco.
—Bienvenidos al secreto de los eternos cincuenta kilos de Charo Bonet. Anfetaminas para mantenerse delgada y tranquilizantes para superar la histeria que producen las anfetaminas.
Allí había pastillas suficientes como para abastecer un autobús de bakalaeros yendo de excursión a Ibiza. Coco pegó un silbido de admiración.
—Algunas veces he pensado en cargarme a mi madre con una sobredosis de valium —prosiguió Mónica—. Se mete tantas píldoras que nadie sospecharía.
—¿Y cómo se las ibas a meter? ¿Con un embudo?
La pregunta que le formulé me la había hecho muchas veces a mí misma. Yo también fantaseaba a menudo con la posibilidad de hacer desaparecer a mi madre. Por el mismo método.
—Vaya con la Charo… —Coco examinaba las cajas una por una, con aire profesional—. Este cajón es un auténtico arsenal. De verdad, no me extraña que hayas salido yonqui con semejante madre.
—Perdona, bonito —puntualizó Mónica—. Yo no soy yonqui. Me pongo de cuando en cuando, que no es lo mismo.
—Pues con todo el valium y los neorides que tienes aquí, creo que te podías ahorrar la pasta que te gastas en jaco. Cuatro pastillitas de éstas al gaznate con un buen trago de güisqui, y ya vas puesta para toda la semana.
Me sorprendió comprobar que los nombres de muchas de las pastillas que Charo atesoraba coincidían con las que había en el botiquín de mi madre. Al fin y al cabo, nuestras madres no eran tan distintas como ellas (sobre todo Charo) pretendían.
Charo parecía muchísimo más joven que mi madre, aunque apenas se llevaran diez años. Su cuerpo, reconstruido gracias al bisturí, remodelado merced a la silicona, afirmado a base de sesiones de gimnasia, suavizado por cremas y óleos santos, no tenía edad. Se enorgullecía de mantener el tipo de sus veinte años, aunque estoy segura de que a los veinte años no poseía ese par de tetas que yo le había conocido y que desafiaban la ley de la gravedad. A los cuarenta y tantos, desde luego, podía presumir de mejor tipo que cualquiera de nosotras dos.
Se cortaba el pelo cada quince días para mantener impecable el corte aparentemente desaliñado, y lo llevaba teñido de un caoba imposible, tan brillante que parecía un casco bruñido, aunque ella debía de pensar que su cabello ofrecía un aspecto muy natural y juvenil.
Su cara había conocido el lifting y el peeling y el modelling, y como resultado Charo exhibía un sospechoso parecido con numerosas presentadoras de televisión que, como ella, también eran clientas de Enrique Moreneo. Sus labios de patito recordaban a los de Michelle Pfeiffer (colágeno), y su nariz chatita era idéntica a la de Isabel Preysler (bisturí). Ella insistía en afirmar que sólo se había hecho pequeños retoques. Por si acaso, nadie en su casa sabía dónde guardaba los álbumes de fotos familiares que databan de antes de su reconstrucción.
Llevó mochilas a la espalda antes de que las usara nadie, cuando eso sólo se veía en Nueva York. Se pasó a Cerrutti cuando las demás todavía iban por Prada. Se tiñó el pelo de platino antes que la propia Linda Evangelista, y se puso pantalones de campana (de Cedosce) cuando imperaba el pitillo. No en vano era la directora de una revista de moda.
Muchísima gente opinaba que era monísima, incluidos numerosos amigos de nuestra edad, pero a Mónica y a mí nos parecía un adefesio. Y no opinábamos así por despecho o por envidia. A mí su cara me resultaba inexpresiva hasta extremos aterradores. Supongo que con tanto colágeno y tanto lifting le debía de resultar difícil sonreír. O quizá, como hacía mucho tiempo que no sonreía con naturalidad, llevada por un impulso irreprimible y no forzada por las convenciones sociales, ya se le había olvidado cómo se fruncían los labios en una sonrisa espontánea. Sin maquillaje (o sea, a la hora de desayunar) su piel exhibía una textura opaca, desvaída, y cuando se había maquillado (inmediatamente después de desayunar y antes de salir pitando a la redacción) parecía que llevase puesta una máscara porque, a poco que uno se acercase, podían advertirse los polvos compactos sobre el tono arcilloso de la base, y su rostro recordaba a una masa para hacer tortas, grumosa y enharinada a la vez. Pero repito que mucha gente la encontraba monísima. Ese tipo de replicantes tienen mucho público; para comprobarlo sólo hace falta agarrar el mando a distancia y hacer un barrido por las cadenas de televisión a las nueve de la noche.
Charo se casó muy joven y fue madre a los veintipocos años. Su matrimonio duró muy poco, apenas lo suficiente para que Mónica conservara un borroso recuerdo de la convivencia con su padre. Cuando se separaron, él se marchó a Argentina, desde donde telefoneaba dos veces al año: por Navidad y por el cumpleaños de su hija. Aunque el acuerdo de separación estipulaba que el padre tenía derecho a pasar un mes de vacaciones con su hija, en la práctica Mónica apenas había recibido cuatro visitas de su padre desde la separación, y en ninguna de ellas permaneció en Madrid más de una semana. Su padre tampoco se hacía cargo del pago de la pensión que le correspondía a Charo en concepto de manutención y gastos escolares de la niña, como Charo se encargaba de recordar a Mónica por lo menos dos veces al día.
Charito empezó como secretaria en la redacción de una emisora de radio, y poco a poco fue, como suele decirse, labrándose una carrera en el campo del periodismo. Fuera a base de follar con quien tenía que follar, fuera a base de mucho esfuerzo y de cierto talento para las relaciones públicas, el caso es que Charo acabó al mando de una de las tres revistas de moda más importantes del país.
Charo consideraba el cuerpo femenino como algo que se podía cosificar, convertir en objeto decorativo, utilizar con estilo, explotar con elegancia en páginas brillantes. Charo creía que podía imponer su criterio a miles de mujeres, pero, en realidad, no era más que una pieza minúscula en el engranaje de una de las muchas máquinas de una fábrica enorme. Se creía muy importante dirigiendo una revista, pero lo cierto es que no pintaba mucho en el mundo de la moda; la pobre resultaba tan insignificante como la Tierra en relación al Universo.
En la cafetería del edificio donde trabajaba intimó con Manuel, que era el director de una revista sobre cuidados del bebé que pertenecía al mismo grupo editorial de la que dirigía Charo, y que acabaría por convertirse, por este orden, en marido de Charo, padrastro de Mónica y padre de los hermanos de Mónica, dos niños pelirrojos e insoportables que a sus diez y nueve años ya conocían de memoria los nombres y megas de todas las consolas de videojuegos del mercado, y preferían los bollicaos a los foskitos, y diferenciaban entre deportivas Nike y Reebok, y entre cazadoras el Charro y Pepe. Nosotras jamás nos referíamos a ellos por sus nombres. Eran los niños, o, si debíamos referirnos a ellos por separado, mega y micro, los apodos que Mónica había acuñado para ellos. Jamás les llamábamos por sus nombres de pila. De hecho, ni siquiera recuerdo cuáles eran.
En principio, Mónica no tenía razones para quejarse de Charo ni de Manuel, porque se supone que sus padres representaban el perfecto ejemplo de progenitor comprensivo que han sacralizado las comedias de situación yanquis. Ni Charo ni Manuel gritaban ni discutían, y Mónica tenía asignada una cantidad mensual que sólo se podía calificar de generosa. Además, Charo se las daba de negociadora y de tolerante. ¿Que quieres salir por la noche?, pues nada, lo hablamos y discutimos civilizadamente la hora a la que vas a llegar. ¿Que quieres que te deje el coche? Pues igual. ¿Que necesitas ropa nueva? Tres cuartos de lo mismo. Mónica no podía contar con el consuelo de que todo el mundo comprendiera perfectamente por qué no podía soportar a su madre, como sucedía conmigo.
A los doce años, Mónica conoció su primer novio. Era un niño de los Jesuitas, que le pidió salir en la parada del autobús. Mónica le dio el sí por aquello de que el niño tenía quince años y lo de salir con un chico mayor que una, y además de los Jesuitas, siempre daba una cierta prestancia en el Sagrado Corazón. Lo de su noviazgo consistía, en realidad, en el acuerdo tácito de que en el trayecto de autobús que iba de nuestro barrio a los Jesuitas se sentarían juntos y se cogerían de la mano. Y fue gracias a ese chico como Mónica reparó en que su madre no le había cogido la mano ni una sola vez en la vida. Ni una.
Había muchos detalles que convertían a Charo en una mujer insoportable: su total carencia de sentido del humor, su obsesión porque a su alrededor todo estuviera absolutamente pulcro y ordenado, desde el comedor al aspecto de sus hijos, su manía de decir siempre la última palabra en cualquier conversación, su empeño en demostrar constantemente que ella estaba al día en cualquier tema de actualidad, desde cosmética a literatura, pasando incluso por el fútbol. Cuando me quedaba a dormir en casa de Mónica sentía al día siguiente, a la hora del desayuno, que la frivolidad de la conversación de Charo iba a acabar por aplastarme contra la taza. Todo lo que decía me olía a café frío. Ellas dos nunca discutían, pero tampoco se llevaban bien. Charo no se ahorró nunca comentarios despectivos sobre ninguno de los amigos de Mónica, incluida yo, y al único que le cayó en gracia, a Javier López de Anglada, el primer novio formal que se sacó su hija, guapo, estudioso y de buenísima familia, lo largó Mónica al cabo de cuatro meses. Charo mantenía a Mónica bien apartada de su mundo y de sus relaciones, a pesar de que la mitad de la plantilla de la revista que dirigía estaba, más o menos, por la edad de Mónica, y Mónica no hubiera desentonado en ninguno de los actos sociales —presentaciones, tertulias, homenajes y desfiles— a los que Charo acudía asiduamente. Pero ni Charo se llevaba a la niña ni a Mónica se le ocurría sugerírselo. Aún recuerdo aquel otoño en que sin éxito intenté que Mónica le pidiera a Charo un pase para la pasarela Cibeles. A mí nunca me ha atraído la moda, pero sentía cierta curiosidad, sobre todo porque en el colegio no se hablaba de otro tema. Mónica se negó rotundamente a pedirle a su madre uno de los mil pases que le sobraban, y yo no quise inmiscuirme en aquella obstinación porque conocía de sobra la relación que mantenían y sabía bien que Mónica no podía permitirse suplicarle nada a Charo.
La rivalidad entre Charo y Mónica no era tan evidente como la que existía entre mi madre y yo, y precisamente por eso creo que resultaba mucho más peligrosa. La cosa se limitaba a indicaciones sutilísimas: alguna observación sarcástica por parte de Charo sobre el estado del cuarto de Mónica, y, por toda respuesta, un silencio tozudo de Mónica que se mantenía una décima de segundo más de lo que hubiera resultado cortés; la manía de Charo de regalarle a Mónica conjuntos de falda y chaqueta de Benetton, y la firme determinación de Mónica de no ponérselos jamás; las camisetas de grupos indies que Mónica se compraba en los puestos del Rastro y que cualquier día desaparecían misteriosamente de sus cajones, y es que Charo, vaya por Dios, había vuelto a ordenar armarios y se había deshecho de lo que, según ella, ya era inservible.
Si Charo hubiese podido elegir, hubiese querido una Mónica más espigada, menos tetona, que se sentase con las piernas juntas y paralelas y que supiese diferenciar a primera vista un cinturón de Moschino auténtico de una imitación. Aunque quizá hubiese optado por no tener hija, o por lo menos por tener una hija que se quedase estancada en la prepubertad, que no le recordase constantemente a Charo y al resto del mundo que hacía años que la directora de Carina había superado la cuarentena. Sin una hija de esa edad, Charo hubiese podido mantener eternamente la ilusión de unos treinta y tantos mal llevados. O eso debía creer ella.
La Metralleta era una especie de nave inmensa, completamente pintada de negro, donde camareras de aspecto gótico que parecían recién salidas de una cripta servían copas a los clientes con cara de desagrado. Por la puerta del local entraron dos hombres de unos treinta y tantos años. Uno era alto y bastante atractivo, al otro le sobraban unos kilos. Aunque iban vestidos de sport (vaqueros, cazadora, camiseta de algodón) su aspecto contrastaba escandalosamente con los estudiados modelitos «indie pop» de los habituales del sitio (camisetas de talla infantil de colores chillones, minifaldas de vinilo, pantalones bagging, cabellos teñidos de tonos imposibles, piercing en cejas, labios y ombligos); sobre todo porque ambos iban bien afeitados y peinados. Escuché cómo una de las camareras —una morena despampanante que llevaba el cráneo rapado al uno— le comentaba a otra:
—Me cago en la hostia… Éstos aquí otra vez. No se contentan con espantarnos a la clientela, sino que encima hay que invitarles a las copas.
—Los pobres cantan a distancia —le respondió la otra, una clónica de Morticia Adams—. Y eso que se supone que van camuflados.
Nosotros tres estábamos apostados en la barra. Coco pidió un Johnnie Walker con hielo a la vez que yo expresé la opinión que el sitio me merecía:
—¡Esto es un cutrerío!
—No seas tan ñoña —me respondió Mónica, y tomándome de la mano me arrastró hacia la pista.
Por entonces el techno aún no había invadido Madrid y recuerdo que bailábamos al son de unos timbales rítmicos y atronadores, pude que fuera Red Hot Chili Peppers. Yo había aprendido a bailar este tipo de música, que a mí no me gustaba particularmente pero que a Mónica le apasionaba. Primero intentaba localizar en mi cabeza cuál era exactamente el ritmo marcado, para anticiparme a cada nuevo golpe, y en cuanto había localizado la sucesión, procuraba hacer que mis movimientos coincidiesen con cada toque de percusión. Subía un hombro, luego el contrario, y sacudía la cabeza de un lado a otro para hacerla coincidir con cada cambio, de forma que pudiese tocar el húmero con la barbilla a cada nuevo martillazo. Los giros de la cintura habían de ser parejos a las subidas y bajadas de la clavícula, y las piernas se adelantaban sincronizadas con los brazos. Al cabo de un rato, si una se concentraba lo suficiente, la coordinación se hacía mecánica. Era entonces cuando conseguía encontrarme bien porque mi cuerpo, completamente entregado a las imposiciones de la música, dejaba de ser mío por un rato, sometido a los deseos de algún dios arcano que temporalmente se haría cargo de él. De esta manera yo dejaba de tener conciencia de mí misma y me olvidaba, por tanto, de mis preocupaciones.
En algún momento Mónica se abalanzó sobre mí, me agarró por la cintura y se puso a bailar conmigo. Se acopló perfectamente a mi ritmo, con los ojos cerrados. Reposó su cabeza en mi hombro (yo podía sentir su aliento caliente en mi cuello), demasiado cansada o demasiado bebida, ajena a la expectación general que despertaba la pareja que componíamos. En particular en uno de los dos treintañeros vestidos de sport, el más alto, que no nos quitaba los ojos de encima.
Habíamos ido allí para llevar a cabo el último proyecto genial de Coco: ofrecer a aquellos adolescentes, necesitados de energía suplementaria para bailar toda la noche, buen material a precio de ocasión, íbamos a venderles anfetaminas. Anfetaminas requisadas del tocador de Charo Bonet. Nos habíamos llevado una caja intacta de Dicel —Charo tenía varias almacenadas y confiábamos en que no advertiría su desaparición— que contenía veinte pastillas azules, veinte, que pretendíamos pasar a quinientas pelas cada una. Un chollo, según Coco. Las íbamos a vender muy baratas, así que no sería difícil vender la caja entera en una noche. Diez talegos de golpe, Dios y Charo mediante.
Abrazada a mí, Mónica alzó la cabeza para susurrarme algo al oído. El estruendo de la música sólo me permitió interpretar fragmentos de su discurso, pero alcancé a entender que ella quería que fuese yo la que pasase las anfetas.
—¿Tú estás loca? —le dije—. No he hecho algo así en mi vida.
—Razón de más. Ya verás como no pasa nada; será divertido.
Me tomó de la mano y me arrastró fuera de la pista. Nos apoyamos sobre una columna, en una esquina oscura.
—Es muy fácil, créeme. Ya lo hemos hecho más veces. Tú sólo tendrás que quedarte aquí. Yo me encargo de hacer correr la voz. Se lo contaré a las camareras y a dos o tres pavos que conocemos. Luego la cosa irá rodada. Normalmente los unos se lo cuentan a los otros, así que en seguida los tendrás por aquí. Eso sí, intenta ser discreta, por favor. No se tiene que notar. Ellos te dan la pasta y tú les das las pastis, pero con discreción. Toma, coge mi mochila.
Me tendió la mochila que llevaba siempre —de vinilo naranja brillante, Gaultier auténtico, regalo, cómo no, de Charo—, y yo me la colgué del brazo.
—Mete la mano en el bolsillo exterior de la mochila.
La obedecí. Al tacto notaba un montón de bultitos que parecían piedrecitas de río.
—Hemos envuelto cada una de las pastillas en papel de celofán. Cuando te pasen las pelas, y sólo cuando te las hayan pasado, les das una, o dos, o las que te pidan. Las coges del bolsillo, las tanteas con la mano para contarlas y te aseguras de que, cuando las saques, vayan directamente de tu mano al bolsillo. No las expongas a la luz para contarlas, no corras riesgos. Es muy simple, ¿no?
Asentí con la cabeza.
—Otra cosa muy importante —prosiguió ella—, si viene alguien un poco mayor, o con pinta de pijo, o con camisa; en fin, cualquiera que tenga un aspecto un poco raro, no le hagas ni caso. Dile que no sabes de qué te habla. Mejor perder cinco libras que meternos en un lío.
—¿Y por qué no haces esto tú?
—Porque yo me encargo de hacer correr la voz por ahí, cosa que tú no puedes hacer porque no conoces a nadie. Normalmente lo hacemos entre Coco y yo: uno se queda en un sitio fijo, como vendedor, y otro deambula por el bar, haciendo promoción de la mercancía, por decirlo de algún modo. Pero con esos dos de la barra —y señaló a los dos treintañeros relamidos— no quiero correr riesgos. Coco canta mucho, ¿sabes? Si ven a un montón de tíos entrándole se van a dar cuenta de lo que está pasando. Pero a nadie le extrañará que la peña te entre a ti. Una chica mona, sola, en un bar como éste, a las mil de la noche… normal que los tíos la acosen. Además, no estarás todo el rato sola. Yo vendré en seguida y me quedaré contigo.
—Mónica, no me apetece nada meterme en esto; en serio.
—No te preocupes, no corres ningún riesgo, Betty. Nunca nos han pillado. Creo incluso que no pasaría nada aunque lo hiciera Coco, sólo que intento ser megaprudente, por si las moscas. Anda, hazlo por mí —insistió Mónica, con voz empalagosa.
Accedí, qué remedio. Al fin y al cabo, estaba viviendo en su casa, y supuse que debía contribuir a mi manutención. Reminiscencias de mi madre, que como se pasaba el día recordándome que ella me mantenía, y que esa circunstancia implicaba que yo le debía obediencia, me había enseñado a considerarme obligada a corresponder siempre que alguien hacía algo por mí; de forma que en mi universo no se concebía el altruismo, y por tanto yo no podía negarme a hacer lo que me pedía la persona que pagaba mi comida y me proporcionaba un techo bajo el que protegerme.
Mónica desapareció y yo me quedé en la esquina, con la mochila colgada del brazo y el espíritu atiborrado de preocupaciones. A los cinco minutos se me acercó un jovencito enflaquecido que lucía una perilla becqueriana —la última moda grunge, por entonces— y que me preguntó, así, sin preliminares, si tenía anfetas. Me pareció que aquel tono directo contrastaba con el escrupuloso celo con el que Mónica pretendía manejar el tema. Le pregunté cuántas quería y me dijo que cinco. Hice cálculos: dos mil quinientas, le espeté. Me pasó tres billetes de mil. Con una mano localicé, al tacto, cinco bolitas de celofán en el bolsillo de la mochila. Metí la otra en el bolsillo de mis vaqueros buscando las quinientas pelas que debía devolverle. Entonces reparé en que no llevaba un duro encima.
—No tengo cambio —le dije. Me di cuenta de que como díler novata, había fracasado estrepitosamente—. ¿Por qué no te llevas seis? —le sugerí, dedicándole de paso la sonrisa más dulce de mi repertorio. Coqueteaba abiertamente, porque me había puesto nerviosísima y quería solucionar el intercambio en el menor tiempo posible. Para mi sorpresa, el truco funcionó. Él me devolvió la sonrisa, entornando los ojos en un gesto galante.
—Vale —dijo—. Que no se diga que voy a ratearle cinco libras a una monada como tú.
—Toma. —Le puse las seis pastillas en la mano y él aprovechó para apretármela. Cualquiera que nos viese supondría que estábamos ligando. Y así era, en cierto modo.
—Anda, hazme un favor —le dije y le acerqué un billete verde—. Necesito monedas. ¿Crees que puedes ir a la barra y traerme este billete cambiado?
—Claro. ¿Quieres que te traiga algo de beber?
—Vale, un güisqui.
En el intervalo que transcurrió hasta que me trajo la copa les vendí cuatro pastillas más a dos tíos que se acercaron y que se llevaron dos cada uno, así que en menos de quince minutos ya llevaba colocada media caja. Todo se iba desarrollando con la mayor normalidad, si es que se puede hablar de normalidad a la hora de referirse a semejantes actividades. Me pedían las pastillas, me ponían un billete de un talego en la mano, y yo deslizaba en la suya dos pequeñas bolitas de celofán. Todo muy simple. Luego volvió el chico del principio con un vaso de tubo en la mano.
—Toma —me pasó el vaso y un montoncito de monedas brillantes.
—¿Cuánto te debo? —le pregunté.
—Nada, nena, qué me vas a deber. Invito yo. ¿Te apetece bailar?
—No puedo, lo siento. Tengo que quedarme aquí, por si viene alguien más… alguien como tú… ya sabes. Pero nos vemos dentro de un rato. —Le di largas intentando deshacerme de él. Afortunadamente no se trataba de un chico muy insistente, porque sonrió como si entendiera lo que le explicaba, y desapareció en la oscuridad.
Apuré el vaso de güisqui con avidez, con la vana esperanza de que mis inhibiciones se diluyeran en alcohol y me resultara menos agobiante la situación que estaba protagonizando. Entonces observé cómo se acercaba uno de los treintañeros, el más alto. Mónica le suponía policía y él cruzaba la pista con tal decisión que yo misma le adjudiqué de inmediato semejante profesión. Los latidos de mi corazón se desbocaron y las piernas me comenzaron a temblar como dos moldes de gelatina.
—¿Qué hace una chica tan guapa como tú en una esquina tan solitaria como ésta?
—Supongo que esperar a que me entre alguien con una frase menos tópica que la que tú acabas de utilizar —le respondí, intencionadamente borde, para aparentar un dominio de mí misma que sólo impostado podría poseer.
Al momento pensé que había metido la pata, que enfadar a ese sujeto era lo peor que se me podía ocurrir, dadas las circunstancias; pero me tranquilicé al ver que él sonreía, como si la salida le hubiese hecho mucha gracia.
—Puede que tengas razón. No he estado muy inspirado. Pero tienes que reconocer que ni el momento ni el lugar dan para más…
Coco surgió de repente, detrás de la columna. Concentrada como estaba en las reacciones de aquel tipo alto, ni siquiera me había dado cuenta de cómo había llegado hasta allí. Me cogió de la mano y me arrastró hacia él.
—Bea, corazón… Llevo horas buscándote —me dijo al oído, pero lo suficientemente alto como para que el otro le oyera. Yo intenté desasirme, pero Coco me apretó más fuerte—. Anda, no te cabrees —replicó él a mi gesto. Y luego, dirigiéndose al tipo alto, dijo—: Eres un poco mayor para intentar ligarte a mi novia, ¿no?
Me dejé arrastrar hasta la pista sin oponer la menor resistencia. No me impuse hasta que estuve totalmente segura de que el tío alto no podría escuchar lo que decía.
—¿Pero se puede saber qué haces? —le grité a Coco.
—Joder, Bea, no te cabrees. No quería que metieses la pata.
—Y, para que no metiese la pata yo, vas y la metes tú, ¿no? Ni se me había ocurrido pasarle nada al tío ése. Pero en cuanto has intervenido tú se ha notado muchísimo que le teníamos miedo. Además, entérate de que ya soy mayorcita y sé cómo cuidar de mí misma. No necesito que vengas tú a hacer de redentor.
—Vale, vale… lo siento —dijo él—, reconozco que me he puesto un poco nervioso. Anda, dame un abrazo.
Me atrajo hacia sí, y me hizo sentir incómoda, poco acostumbrada como estaba a las muestras de afecto. Y unos segundos después, esta incomodidad se acentuó, porque intuí que aquel abrazo se prolongaba más de lo necesario. Me desasí de aquellos enormes brazos enredados a mi cintura y me zafé de Coco, enfurruñada.
Amanecía en la plaza de Chueca. El cielo se hinchaba lentamente, rindiéndose al calor, velado todavía por una delgada gasa anaranjada. Habíamos salido de La Metralleta con un montón de papeles verdes y estrujados, el resultado de la venta de la caja de Dicel, y ahora íbamos a gastárnoslos en comprar algo de jaco para Mónica, que era, al fin y al cabo, la propietaria de la caja que nos había salido tan rentable.
—Si llego a saber que se nos iba a dar tan bien, hubiese insistido en que nos lleváramos dos cajas. La verdad es que las anfetas son fáciles de vender —me iba explicando Coco—. Son baratas y nunca se pasan de moda. Aunque supongo que también influye lo guapa que te has puesto. —Lo decía porque yo me había vestido para la ocasión y llevaba puestas una minifalda y una camiseta ceñidísima que le había cogido prestadas a Mónica, e incluso, por primera vez en años, me había puesto unos pendientes que me tensaban los lóbulos de las orejas; y lo cierto es que apenas cuatro días antes me hubiera creído incapaz de salir a la calle así—. Has batido un récord, en serio. Deberías dedicarte a esto.
—Olvídalo —respondí—. Primera y última vez. He estado acojonada todo el rato.
Había dos negros sentados en un banco que saludaron a Coco como a un viejo amigo y comentaron alborozados la belleza de «su nueva mujer». No me quedó claro si se referían a Mónica o a mí. Coco se sentó al lado de uno de ellos e inició un intercambio de cuchicheos. Al rato ambos se levantaron y Coco le hizo una seña a Mónica, que se alzó a su vez y les siguió.
—Espera aquí —me dijo—. Ahora volvemos.
Los tres desaparecieron en la boca del metro y yo, obediente, me quedé quietecita donde estaba, mirando al suelo. El negro que tenía a mi lado me tocó levemente el codo, como para atraer mi atención.
—Yo Salif. Tú… Cómo te llamas tú.
—Bea —respondí lacónica, y permanecí con los ojos tercamente fijos en el suelo.
Él reposó su mano sobre mi muslo desnudo y sin el menor disimulo comenzó a acariciármelo. Volví la cabeza hacia él y le dirigí una mirada estupefacta. Me levanté de un salto y fui a sentarme a otro banco, mientras el negro me seguía con los ojos, sonriendo insolentemente, como divertido ante el espectáculo de mi dignidad herida. Para no tener que enfrentarme a su rostro burlón, volví a mirar al suelo y me entretuve contando las baldosas (cincuenta y dos desde el banco a la boca del metro) hasta que Mónica y Coco regresaron con expresión satisfecha. Me alcé de un salto, como si el banco quemara, corrí hacia Mónica y me colgué de su brazo.
—Que sea la última vez que me dejas sola en mitad de esta plaza con un desconocido. Éste ya me quería follar… —protesté indignada.
—Mira —me respondió Coco—, esta peña está acostumbrada a que las pijas se lo hagan con ellos por caballo. Así que si te ven mona, atacan por si acaso.
—A ti no te he preguntado.
La discusión que hubiésemos tenido no llegó a producirse porque la abortó el chirrido destemplado de unos neumáticos sobre el asfalto. Entonces vimos aparecer por la calle Gravina un coche de la policía municipal que aparcó al lado de la plaza. Visto y no visto, tres agentes uniformados descendieron del coche. Hasta yo me di cuenta de que se trataba de una redada.
—Mantén la tranquilidad —me susurró Mónica, imperiosa.
Dos policías se dirigieron directamente a cachear a los camellos negros. Otro vino hacia nosotros y, antes siquiera de saludarnos, nos acribilló a preguntas: que qué hacíamos allí tan temprano, que qué edad teníamos, que si seríamos tan amables de enseñarles nuestras identificaciones; y yo me daba cuenta de que, pese a su insolencia, el policía estaba siendo infinitamente educado con nosotros, si tomábamos como referencia la manera en que sus amigos trataban a los negros. Mónica no perdió la calma ni un segundo, y haciendo gala de sus mejores maneras (que para algo se había dejado Charo los cuartos en un colegio de pago), le explicó al policía que ella vivía en la calle Almirante, que nosotros tres éramos compañeros de clase, que habíamos estado estudiando toda la noche preparando los exámenes de septiembre y que andábamos buscando el primer bar abierto para comprar cigarrillos, porque durante la larga noche de estudio habíamos agotado nuestra provisión.
—A propósito, agente, ¿usted sabe dónde hay un bar abierto? —remató con su sonrisa más hipócrita—. Llevamos horas buscando uno.
El tipo adoptó una expresión burlona y se me quedó mirando fijamente.
—Y, ¿qué estabais estudiando, bonita? —me preguntó.
—Historia —respondí sin dudarlo un segundo. Fue la primera palabra que se me vino a la cabeza, probablemente porque se trataba de una asignatura que siempre me había gustado.
—Historia, ya… —el policía se reía con los ojos.
Era evidente que no se había tragado el cuento, pero le habíamos hecho gracia. Al fin y al cabo, le dábamos igual. Le interesaba pillar traficantes, no compradores. Yo temía que registrasen a Mónica y Coco y les pillasen lo que fuera que acabaran de comprar, pero, para mi sorpresa, el policía se puso a charlar animadamente con Mónica. Ella tomó carrerilla y le explicó que había vivido en Salamanca toda la vida, hasta que decidió venir a estudiar a Madrid, que compartía piso con unas amigas, y que había que ver lo duro que resultaba vivir en la zona, porque le intimidaba la plaza de Chueca, llena de yonquis y travestis, y a veces pasaba mucho miedo al volver a casa. Estoy segura de que él no creía una palabra de la historia que ella improvisaba; pero que, fascinado, como yo, por la representación que se sucedía ante sus ojos, y por la gracia y el encanto de la actriz, optó por dejarla seguir. Nunca supimos hasta dónde podía haber llegado Mónica porque los otros dos policías reclamaron al tipo a gritos. Éste nos hizo una seña con la mano y se dirigió hacia el coche. Sus colegas estaban acomodando a los dos negros, esposados, en el asiento trasero.
Cuando desaparecieron me quedé mirando a Mónica boquiabierta.
—Le echas más morro que un cura en un burdel… pero ¡eres increíble! Me ha encantado —exclamé sin poderme contener, aun a sabiendas de que lo peor que podía hacer era alentarla en su carrera de trapicheos, y Mónica sonrió satisfecha, evidentemente complacida con la admiración que despertaba, tan fascinante, tan exquisitamente poderosa, como una mariposa de acero.
En el cuarto de baño de Charo encontré un bote de peróxido. Se me ocurrió que quizá Charo lo utilizaba para teñirse el bigote, porque seguro que para el pelo no era, ya que ella se teñía en la peluquería (Ángela Navarro, por supuesto, la peluquera que peinaba a las modelos de Sybilla; la más exclusiva, la más moderna).
Bote de peróxido en mano, iluminó mi mente de repente la feliz idea de teñirme dos mechones blancos, que brotaran de las sienes y me enmarcaran el rostro. No me atrevía a cortarme la cabellera trigueña que mi madre y sus amigas alababan tanto, pero era consciente de que aquella melenita ñoña desentonaba en un ambiente como el de La Metralleta, el mundo que acababa de conocer y en el que deseaba integrarme, más que nada porque Mónica ya estaba inmersa en él, y yo no quería alejarme de ella. Dos mechones blancos aportarían a mi imagen una rebeldía de la que yo carecía, aunque era seguro que a mi madre le daría un ataque si yo me teñía el pelo. Mejor. Al fin y al cabo ésa era la idea, ¿o no? Escuchar una música determinada, vestir de cierta manera, arreglarte el pelo de un modo absurdo. Cosas que tus padres no entendieran, o no aprobaran. Si no conseguías escandalizarles, señal de que te habías equivocado, de que no eras lo bastante cool.
Nuestros cumpleaños coincidían en el mismo mes, con apenas cinco días de diferencia, pero Mónica y yo nunca los celebramos, o no de la misma forma en que los celebraban las chicas de nuestro colegio. No dábamos fiestas en casa ni invitábamos a las amigas a tomar algo en un bar del barrio, no esperábamos regalos ni tarjetas, sino que organizábamos nuestros propios rituales, reuniones íntimas a dos, en casa de Mónica, aprovechando la circunstancia de que su madre siempre estaba fuera y no nos molestaría. Cuando cumplí trece años Mónica preparó una enorme tarta de chocolate con trece velas blancas —las mías— y catorce velas negras —las suyas— que apagamos entre las dos, juntas, de un solo soplido común. Nuestros alientos arrasaron aquel batallón de llamas en cuestión de un segundo. Juntas, nos sentíamos imbatibles. Yo le regalé un par de pendientes con forma de soles y un libro de divulgación sobre el cosmos, y ella a mí una pequeña cajita esmaltada en forma de corazón donde aquel año guardaría horquillas y más tarde pastillas, y que, por supuesto, todavía conservo. Ella me contó después que había encontrado las velas negras en una tienda de artículos esotéricos, y que el supuesto mago que las vendía le había advertido que tuviese cuidado con ellas, que las velas negras eran las que se utilizaban en los rituales satánicos. Se reía recordándolo y se le escapaban de la boca migajas de tarta de chocolate. Por si acaso, mis trece velas eran blancas, no negras. Todos sabemos que el trece no es número afortunado, y Mónica no era tan descreída como quería aparentar.
Un año después, en nuestro siguiente cumpleaños, nos encerramos en su habitación, con las persianas bajadas y las cortinas corridas y la habitación repleta de velas, y tumbadas sobre su cama, con los perfiles difuminados por la temblorosa luz amarilla de las decenas de pequeñas llamitas desperdigadas por el cuarto, fuimos enumerando por turnos todos los deseos —uno Mónica, uno Bea— que pensábamos hacer realidad ese año. Yo le regalé un álbum de tiras cómicas de Betty Boop (comprado, cómo no, en Metrópolis), porque encontraba que Betty se parecía mucho a Mónica. Ella me regaló a mí un disco de Siouxsie and the Banshees, porque a ella le encantaba su versión de «Dear Prudence», una canción que desde entonces me obligaría a admitir que existían razones para aferrarse a la vida: The sun is high, the sky is blue, it’s beautiful and so are you… Dear Prudence, won’t you open up your eyes? El título del álbum, Caleidoscope, me hizo pensar en ella: su personalidad caleidoscópica estaba compuesta de múltiples detalles (existía la Mónica tranquila que se pasaba horas leyendo y adoraba las matemáticas, la Mónica gamberra a la que le encantaba montar bulla a las horas de clase, la Mónica escéptica que se acostaba con un chico cada semana y la Mónica sensible que aspiraba a casarse algún día y tener niños…), y todos estos diferentes aspectos de sí misma se recombinaban a cada movimiento de forma que, si volvía la cabeza, creía ver, al remirarla, a una nueva Mónica.
Los quince años me sonaban como una cifra muy seria, dotada de una significación mágica, casi cabalística. Ya usábamos tampones y sujetador y nos pintábamos los ojos y los obreros nos silbaban por la calle; y para celebrar que ya éramos mujeres hechas y derechas decidimos teñirnos el pelo a la vez: yo rubio platino, ella negro azulado. Yo con peróxido, ella con un tinte kolestint. Fue un ritual de cuarto de baño que cambió nuestro mundo de sentido y de color. Mi pelo castaño claro quedó blanco, el peróxido me hizo llorar los ojos; y en cuanto al tinte azul, arruinó una de las toallas de Charo y hubo que salir a comprar otra. Nos pasamos casi una hora limpiando la bañera, que se había quedado llena de chorretones azul oscuro, como una performance de Yves Klein, frotando apuradas con nanas empapadas en lejía, empleando en aquel frenético restregar toda nuestra energía. Si llega Charo y ve esto, nos cuelga, esta vez sí que nos mata. Joder, decía Mónica, friega con más brío. Mueve las muñecas, coño. Así no vas a aprender a hacer pajas en tu vida. Y al final, después de frotar y refrotar la dichosa bañera, y de bajar al Corte Inglés con un gorro de plástico en el pelo para comprarle otra toalla a un dependiente que nos miraba como si fuésemos marcianas, nos secamos el pelo, nos miramos al espejo y nos dimos de frente con dos versiones depuradas de nosotras mismas. Las cosas, a partir de entonces, serían blancas o negras, y no habría espacio para las medias tintas.
Podía imaginar que a mi madre no le iba a gustar el nuevo color, pero lo cierto es que no estaba preparada para la escenita que se organizó a cuenta de la decoloración de mi pelo. En cuanto me vio entrar por la puerta, sus ojos empezaron a soltar chispas aceradas, su cara tornó a un color púrpura intenso y empezó a gritar como una posesa. Me dijo que parecía una mujer de la calle y que ya podía ir llamando a la peluquería y pedir hora para que me arreglaran aquel desaguisado. Le respondí que yo quería dejar mi pelo como estaba, que se trataba de mi pelo, y no del suyo, y así comenzó una de nuestras peleas más sonadas. Yo estaba convencida de que me asistía toda la razón del mundo. Podía admitir que ella ostentase un relativo derecho a controlar a qué horas llegaba, puesto que, como ella se encargaba de recordarme, me mantenía, y por tanto podía exigir algo a cambio; pero mi cuerpo era mío y sólo mío, territorio de mi exclusiva jurisdicción. Ella no podía comprender ese razonamiento, claro, porque, según ella, mi cuerpo no me pertenecía a mí sino a Dios, y ella, como mi madre y mi vigilante moral, estaba encargada de que yo lo honrase como estaba escrito. Los gritos continuaron, progresivamente íbamos aumentando el tono, para ponernos cada una por encima de la otra, hasta que a la media hora me harté de tanto berrido inútil y me metí en mi cuarto pegando un portazo. Permanecí, como en tantas ocasiones, inmóvil sobre la cama, procurando no mover un músculo, intentando casi no respirar, ni siquiera parpadear. Aquélla se había convertido en mi forma de tranquilizarme cuando me llevaba algún disgusto. Desaparecer. Fijé mis ojos en la ventana y me entretuve contemplando el fluir de las nubes y cómo el paso del tiempo cambiaba el color del cielo.
Ya había caído la noche, y a través del cristal podía ver las estrellas, minúsculos puntitos de luz ambarina, y la luna en medio como una gran bola rosada. De pequeña, me solía decir mi madre, tenías miedo a la luna llena. Aún hoy la luna llena me da miedo. Esa bola malvada que controla a las mareas y a los asesinos, suspendida en el cielo ajena a los desastres que provoca. Pensaba en la luna cuando escuché a mi padre llegar y el taconeo agudo y nervioso de mi madre que atravesaba el pasillo para salir a recibirle. No era común en ella recibir a mi padre con tamaña impaciencia, así que acerqué el oído a la puerta para enterarme de lo que pasaba. Capté palabras sueltas, retazos de frases, fragmentos de conversación. Comprendí que ella le estaba contando lo que me había hecho en el pelo y que esperaba que él tomara partido. Como si a él pudiera importarle mucho el color de mi pelo o nuestras broncas. Al momento sentí la vibración retumbante de unos pasos que se hacían más consistentes a mi oído a medida que se acercaban a mi habitación. Volví a mi cama y me hice la dormida. Le escuché entrar. Abrí los ojos y me encontré con los suyos, hundidos y extraviados. El feroz fruncimiento de sus tupidas cejas activó en mí una señal de alarma. Demasiado tarde, no me dio tiempo a reaccionar.
Se abalanzó sobre mí, los puños hacia delante, y me zarandeó. ¿Qué te has hecho en el pelo? Su aliento calentaba mi cara y transportaba alcohol en vaharadas. ¿SE PUEDE SABER QUÉ DIABLOS TE HAS HECHO EN EL PELO? Me zarandeó más fuerte. Mis oídos bloqueados por un zumbido sordo. ¿Qué pretendes? ¿Volvernos locos? Tu madre ya no sabe qué hacer contigo. La estás volviendo loca a ella y ella me está volviendo loco a mí. Me agarró por el cuello y siguió zarandeando. Me dejaba hacer, yo, laxa, como una muñeca de trapo. Me sentí como un globo a punto de estallar. Me faltaba aire. Ha perdido el control, pensé. No se da cuenta de cómo está apretando. Me resultaba difícil respirar. Me dolía la garganta. Me ahogaba. Cerré los ojos. Mi cabeza se inundó de luz blanca. Cada vez menos aire. Sus gritos sonaban muy, muy lejanos. Distorsionados. Me va a matar, pensé. No se da cuenta de lo que está haciendo. Yo hubiese querido gritar, pero no podía. No podía emitir sonido alguno. Había muchas cosas a las que decir adiós. O pocas. Mónica. Traté de evocar sus rasgos. Si me iba a morir, quería por lo menos irme al otro mundo con su imagen en los ojos. Lo que más duele no es dejar la vida, sino abandonar lo que le da sentido. Sus ojos negros en los míos grises. Una bocanada de aire avasallando mis pulmones. Por fin podía respirar. Me había soltado. Náuseas, ganas de vomitar. Mi garganta emitía unos ruidos incoherentes y absurdos. Como un animal, como el ladrido quebrado de un perro viejo y bronco. Se largó pegando un portazo. Abrí los ojos al mundo, de nuevo. Deslumbrada y desorientada, intenté que mis pupilas se hicieran al resplandor repentino y excesivo de la luz eléctrica. Náuseas y un dolor horrible en el cuello. Seguí tosiendo y boqueando un largo rato. En algún momento casi me pareció que jamás volvería a respirar con normalidad. La habitación oscura y al fondo la luna de cara rosada que todo lo contemplaba, impasible.
Me metí en la cama intentando recuperar la calma, la total inmovilidad de antes. Las lágrimas me rodaban por las mejillas. Cuando llegaban a los labios sacaba la lengua para paladear su sabor salado. No quería pararme a pensar ni entender nada, no quería buscar explicaciones, no quería juzgar ni entender, porque cuando me paraba a pensar me acababa doliendo la cabeza. Había tantas cosas sin sentido en nuestra casa que resultaba inútil buscar una lógica, un hilo conductor, un manual de instrucciones. Más valía tumbarse e intentar no pensar, controlar mi pulso desbocado y concentrarme en mantener una respiración pausada y regular.
Los disgustos y las preocupaciones no me alteraban el sueño. Todo lo contrario, me narcotizaban. Me evadía a territorios nocturnos poblados de imágenes borrosas. Podía dormir horas y horas, vagar sin brújula por paisajes oníricos. Morir, dormir, soñar acaso… Pensar que un solo sueño pone fin a todas las angustias y los males… Dormí, dormí y dormí. Dormí todos los gritos de mi padre. Nadie me despertó a la mañana siguiente, y cuando abrí los ojos el reloj marcaba las diez. Ya no llegaría a clase. Supuse que mi madre, como de costumbre, se habría encerrado en su cuarto pretextando una de las jaquecas que le sobrevenían cuando se llevaba algún berrinche. Entonces cerraba las persianas a cal y canto y se encerraba en su habitación durante horas. Nadie la podía molestar.
Atravesé el pasillo de puntillas hacia el cuarto de baño, procurando que mi presencia en la casa pasara inadvertida. Una rubia platino —demasiado joven para serlo— me miró desde el espejo, pálida y ojerosa. Me asusté al descubrir el estado de su cuello, tan hinchado cono si hubiesen intentado ahorcarla y oscurecido por una especie de collar morado, la impresión de los dedos de mi padre. Pensé que no podía presentarme así en el colegio, puesto que no tenía explicación para justificar mi aspecto. Se me ocurrió ponerme un jersey de cuello cisne o un pañuelo, pero hacía demasiado calor y deseché la idea. Al final decidí no ir. Iba a llegar tarde de todas formas, así que en el fondo daba igual. No quería romperme la cabeza ideando estratagemas para ocultar aquellas marcas. No quería ver a nadie. El resto de las niñas de mi clase tenían unos padres jóvenes y encantadores, que solían ir a buscarlas al colegio. Algunos incluso jugaban al tenis con ellas. Yo sabía que todas aquellas niñas pensaban que yo era muy rara, que estaba un tanto loca, pero había acabado por convencerme a mí misma de que me importaba un comino la opinión de aquel rebaño de criaturas dulces y bovinas, que aún iban a misa todos los domingos y escribían en sus libros de texto el nombre de un chico con el que tonteaban en el club de campo; me repetía a mí misma que, mientras contase con el apoyo de Mónica, poco podía influirme la conmiseración o el desprecio de aquellas niñatas disociadas del mundo real, mansas como corderitos con un lazo rosa. En medio de ese mundo pastel Mónica era la única que compartía conmigo aquella difusa impresión de desamparo y desarraigo, de haber crecido antes de tiempo.
Adosado a una de las paredes del cuarto de baño estaba el botiquín de mi madre, que se mantenía siempre cerrado con llave. Valiente estupidez. Se podía abrir en cuestión de veinte segundos con una horquilla y un poco de maña. Allí estaban todas las cajas de pastillas de mi madre. Aloperidol, Tranquimazín, Neorides, Luminaletas, Tegretol, Diazepán, Benzodiazepina, Luminal. Un círculo negro en la caja significaba que eran peligrosas, y yo sabía que todas lo eran, y que si me las tragaba todas, podía matarme. El simple hecho de saber que contaba con aquel arsenal de narcóticos al alcance de la mano me daba fuerzas para seguir adelante, porque sabía que si llegaba al punto en que las cosas se hiciesen insoportables, siempre podía parar en el momento en que yo quisiese. Pensar en la muerte con tranquilidad sólo tiene valor si lo hacemos en solitario… Tan fácil como tragar treinta pastillas, treinta sorbos de agua deslizándose cuesta abajo: garganta, esófago, estómago. Eso, si mi padre no me estrangulaba antes, claro. No, nunca sería capaz de hacerlo. Era un cobarde hasta para eso.
Había días en los que yo no existía, la mayoría. Él actuaba como si yo fuera transparente, y me ignoraba. Había días en los que a mí misma me gustaba no existir. Había días en los que era incapaz de sentir dolor. Veía cómo ocurría todo, pero nada significaba para mí; no estaba pasando. Había una misma cara frente al espejo que a veces sonreía y a veces no. A veces tenía un ojo amoratado, a veces tenía marcas en el cuello. Había bofetadas e insultos a mi madre. Había lágrimas y gritos. Había patadas, empujones y gruñidos. Había treguas, silencios que duraban semanas, calma vacía y tensa. Había un odio que flotaba permanentemente por la casa, a veces contenido y a veces desatado. Yo atesoraba mi dolor, lo estrujaba hasta comprimirlo en el menor espacio posible y luego lo enterraba cuidadosamente bajo mis pies.
Me marché a la calle y caminé calles y calles de aceras humeantes hasta el Retiro. Me tumbé sobre la hierba, cara al sol, y cerré los ojos, para permitir que el reflejo de sus rayos dibujase figuras calidoscópicas tras mis párpados, compuestas de una infinidad de puntitos brillantes triscando a través de mi cabeza. Tuve que cambiar tres veces de emplazamiento gracias a otros tantos pesados que se mostraban empeñados en conocerme, y dejé pasar las horas, contemplando las nubes y los patos, las turistas y los perros, los novios en las barcas, esperando el momento en que pudiese acercarme a la valla del colegio para recoger a Mónica, acompañarla a casa y contarle todo lo que había pasado la noche anterior. No se lo quería contar a nadie más. No se lo podía contar a nadie más.
Porque lo que más duele no es dejar la vida, sino abandonar lo que le da sentido.
En el cuarto de baño de Charo decidí poner manos a la obra para cambiar mi imagen. Agarré una mecha, la mojé en peróxido. Luego hice lo mismo con otra. Una chica me miraba desde el otro lado de la luna. Una chica guapa, o no. Yo no estaba muy segura de mi belleza, y de hecho, sigo sin estarlo. La belleza es una cualidad muy subjetiva. Al fin y al cabo, reside más en el ojo del que la aprecia que en el cuerpo o la cara de quien la posee. Pero en el mundo en el que yo había crecido se le concedía tal importancia a la belleza femenina —que parecía mucho más valiosa que la inteligencia— que yo no podía evitar indagar sobre mi propio valor en el espejo. Yo tenía —tengo— los ojos azules. Pero no el tipo de ojos azules que la gente considera bonito. No de un azul pálido celeste, ese azul ideal de hada o de muñeca que se asocia a las miradas limpias e inocentes, sino un azul sucio y grisáceo, salpicado de diminutas motitas marrones sólo perceptibles a corta distancia. Carecían entonces, creo, de la viveza de los de Mónica. Eran más pequeños, y no estaban velados por las mismas pestañas tupidísimas. Los rasgos de mi rostro parecían bien proporcionados. La nariz algo aguileña, quizá, y los dientes, sin ser espectaculares, blancos e igualados, pero yo tenía la impresión de que mi cara era demasiado redonda, y me habría gustado tener unos pómulos más pronunciados, un óvalo de la cara más definido, menos infantil. En definitiva, no me encontraba tan guapa como la gente decía. Lo había escuchado muchas veces, sobre todo a las amigas de mi madre, que no escatimaban elogios a mi apariencia física cuando pasaban por casa. «Herminia, pero qué niña tan monísima tienes, hija, tan fina, tan delgada…». ¿Pero acaso no era eso lo que tenían que decir? No iban a soltar: «Herminia, hija, qué niña tan antipática y tan rara has criado, más tiesa que un palo, más seca que una alpargata», aunque seguro que más de una lo pensaba. De haber sido yo un chico seguro que no habrían insistido tanto, y quizá yo no habría acabado tan obsesionada con mi aspecto.
En estas observaciones y divagaciones empleé los veinte minutos necesarios para que el peróxido hiciera su efecto. Después me aclaré la cabeza bajo el grifo de teléfono de la ducha y me sequé el pelo con el secador de Charo (Braun Silence 1200, tres velocidades y varios accesorios). Después, volví a mirarme en el espejo para comprobar el efecto. Me gustó lo que vi. Sólo faltaba que a Mónica también le gustara.
Encontré a Mónica tirada en el salón del sofá, los pies sobre la mesa, los ojos fijos en la tele. De alguna manera notó mi presencia tras ella y se dio la vuelta para mirarme.
—¿Te gusta? —pregunté—. Me lo he hecho con un potingue que tenía tu madre en el baño.
Hubo un tenso silencio durante el cual me contempló un largo rato con ojos asombrados antes de decidirse a emitir una opinión. Yo contuve el aliento, intentando imaginar cómo podría hacer desaparecer las mechas en caso de que no le gustaran. Finalmente dictaminó:
—Te sienta de puta madre, de verdad. Estás guapísima.
—¿Tú crees?
—Claro que sí. Pero tú estás guapa siempre, joder. Y ya iba siendo hora de que cambiaras un pelín tu imagen. Lo que me sorprende es que una tía tan guapa como tú se empeñe en no pintarse, en llevar los mismos vaqueros todo el santo día y en comportarse como santa Teresita de Jesús. Tienes dieciocho años. Digo yo que te va tocando, no sé, arreglarte un poco, enrollarte con algún tío…
—Los tíos no me interesan.
—¿Qué quieres decir?, ¿que te van las tías? —Me lanzó la pregunta como si nuestra conversación fuera un partido de tenis en el que nos lanzáramos y devolviéramos verdades a gran velocidad, intentando distraer la capacidad de reacción de la parte contraria.
—No. Sólo he dicho que los tíos no me interesan —contraataqué—. No es lo mismo.
—A ver… —preparada para el saque—, ¿tú te has tirado a algún tío o no?
Yo sabía que ella ya conocía la respuesta y que estaba jugando conmigo.
—¿A cuántos te has tirado tú? —A la gallega, respondí a la pregunta con otra y le devolví la pelota.
—No sé. A partir del número cien dejé de contar.
El teléfono interrumpió la conversación con su trinar histérico y me impidió averiguar si Mónica mencionaba en serio aquella centena. En general, resultaba muy difícil reconocer cuándo hablaba en serio y cuándo bromeaba. Sonaron dos timbrazos y después el silencio se hizo con el salón antes de que llegara el tercero. La figura de Coco rellenó de improviso el marco de la puerta.
—Ése es mi código: Dos veces, colgar, volver a llamar —dijo—. Es para mí.
A los diez segundos volvió a sonar otro timbrazo. Coco descolgó y en seguida se enzarzó en una conversación ininteligible, llena de pausas, en la que de vez en cuando intercalaba una serie incongruente de monosílabos: «… sí… claro, tío… guay… fijo… no, no…». Debió de tirarse diez minutos o más al aparato, y al final lo único que pude deducir de lo que dijo era que Coco necesitaba al menos dos días para conseguir lo que su interlocutor telefónico le pedía.
Colgó con cara de preocupación.
—Tenemos un encargo nuevo, Mónica —se dirigía a su amiga ignorándome por completo, como si yo no estuviera en aquel salón.
—Gracias a Dios —dijo ella.
—Lo que no tenemos es dinero para la inversión.
—Pues conseguiremos dinero.
—Aquí mismo —dijo Coco.
Aparcamos el coche en la esquina de Conde de Xiquena con Bárbara de Braganza. No había luna, la calle se perdía en una negrura densa y opaca y el asfalto se confundía con la noche. Atravesando esta oscuridad, el reflejo de los ojos de Mónica brillaba en el retrovisor.
—¿Cuánto puedes tardar? —preguntó ella.
—Ni puta idea. Depende de la suerte. De todas formas, si no localizo algo en media hora, nos vamos.
—Está bien. Ahora voy a apagar el motor del coche. Lo encenderé dentro de diez minutos justos, y lo mantendré encendido, esperándote. Dejo tu puerta abierta.
Coco le dio un beso apresurado en los labios y salió del coche.
—Suerte —le dijo Mónica a guisa de despedida; luego se volvió a mí—. ¿Quieres un cigarro?
—¿Estás segura de que no nos la estamos jugando? —pregunté con voz ligeramente trémula.
—Segura. Ya te he dicho que lo hemos hecho más veces. Pero si tanto miedo te daba, no haber venido con nosotros, joder. Si lo llego a saber me callo y no te cuento nada.
—No hubieras podido evitarlo. Siempre me lo has contado todo. Reventarías si no me lo contases, como el niño del cuento.
El niño del cuento al que yo me refería había albergado un secreto que se había ido hinchando como un globo dentro de su cuerpo. Como Mónica no me replicaba, me arrellané en el asiento trasero del coche y respiré hondo, decidida a tomarme el asunto con la misma calma de la que Mónica hacía gala, y a no preocuparme más de lo necesario.
Me lo habían explicado todo, punto por punto, porque Mónica había insistido en que lo supiera, a pesar de que Coco era partidario de mantenerme al margen del asunto. Pero ella confiaba plenamente en mí. Yo era su mejor amiga, su única amiga, y nunca me había ocultado nada, así que Coco se tuvo que aguantar y llevarme con ellos, refunfuñando. No sé por qué razón Mónica quería que estuviese a su lado. Me gustaría pensar que lo hacía porque me quería, porque deseaba seguir compartiendo su mundo conmigo, a pesar de que nos hubiésemos distanciado un poco desde que cumplió los diecisiete; o, por decirlo de otra manera, desde que ella empezó a meterse caballo y a salir con Coco.
Como me había explicado Mónica, no se trataba de la primera vez que hacían algo parecido. Se habían estrenado por casualidad, sin pensarlo, una madrugada en la que aparcaron el coche en Conde de Xiquena para hacerse un chino. Entonces vieron cómo se acercaba una pareja, dos amantes enlazados por la cintura. Se aproximaron a un GTI aparcado frente al coche de Mónica (o, para ser más exactos, el coche de Manuel, que Mónica conducía en su ausencia). El hombre se disponía a abrir el vehículo cuando su pareja le abrazó y le besó en los labios. Se fundieron en un abrazo apasionado y en ese momento, en un repentino rapto de inspiración, Coco salió del coche y se colocó a su lado en dos zancadas, y antes de que el señor pudiera darse cuenta de lo que había pasado tenía la punta de una navaja casi pinchándole los riñones. Le entregó a Coco la cartera sin protestar. No gritó, no alarmó a nadie. Evidentemente no quería llamar la atención sobre su acompañante. El plan era muy simple. Ir a la puerta de Tintoretto, que por entonces era una discoteca muy selecta y muy cara, de entrada restringidísima, y en la que se pagaba por cada copa el precio de un kilo de añojo del mejor. El tipo de sitio al que acudían Cayetano de Tal y Tatiana de Cual cuando querían tomarse unos tragos. También solían acudir ejecutivos cincuentones acompañados de señoritas monísimas y jovencísimas, muy distintas en tipo y apariencia a sus legítimas esposas. Secretarias, quizá, o aspirantes a modelos, o prostitutas de lujo, a saber. Un dato relevante a la hora de explicar semejante afluencia de carteras repletas: en el local eran discretos y no permitían la entrada de cámaras.
Coco, impecablemente vestido de chaqueta y corbata (de Armani, por supuesto, pues el modelo procedía del armario del padrastro de Mónica) aguardaba en una esquina fumando un cigarro apoyado en una de las motos, con naturalidad, como si estuviese esperando a una cita que se retrasaba. Si las cosas iban bien, en algún momento saldría una pareja descompensada en edad y en apariencia: a él se le vería mucho más mayor y más rico que a ella. Saldrían abrazados, caminando tambaleantes, ligeramente borrachos, y no repararían en el jovencito que les siguiese los pasos hasta que fuera demasiado tarde. Con suerte, ni siquiera habría denuncia. ¿Para qué llamar la atención sobre las circunstancias en las que se había producido el atraco? También podría ser, por supuesto, que no saliera ninguna pareja del local, o que la calle no estuviese lo suficientemente desierta, o sombría, o que, por la razón que fuera, Coco no se decidiera a consumar el plan previsto. De ser así, Coco regresaría al cabo de media hora, porque el motor del coche no podía permanecer encendido demasiado tiempo.
Ninguna objeción moral me remordía en la conciencia, mientras esperaba en la penumbra de aquel asiento trasero. Al igual que Coco y Mónica, no veía nada malo en aligerarle un poco de pasta a un tipo gordo que disponía de ella en abundancia. Lo que sí me importaba era el riesgo. No me parecía una cosa tan fácil. ¿Y si el tío gritaba, y si gritaba ella, y si llevaban pistola —cosa nada rara entre ese tipo de gente, mi propio padre tenía una—, y si aparecía un madero de repente, y si nuestro coche no era lo suficientemente veloz…?
En aquel momento vi llegar a Coco, corriendo como un plusmarquista olímpico. Advertí a Mónica, que rápidamente empujó la portezuela del asiento del copiloto. Coco se metió en el coche de un salto y el vehículo, guiado por ella, salió disparado. Los neumáticos restallaron sobre el asfalto. Nos saltamos uno, dos, tres semáforos, relampagueando las curvas en las que el coche escoraba peligrosamente. Suerte que no había mucho tráfico a aquellas horas. Cruzamos Sagasta, llegamos a San Bernardo, bajamos por Quintana sin respetar una sola luz roja. Finalmente aparcamos en el parque del Oeste. Todo había sucedido tan rápido como en un sueño.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Mónica.
—Bien, muy bien… condenadamente bien. —Coco sonreía encantado y movía la cabeza de un lado a otro—. Un tipo tan memo como el de la otra vez. Ni que los fabricaran en serie.
—¿Qué has pillado?
—La cartera. —La abrió y empezó a revisar su contenido—. Siete napos, documentación, tarjetas…
—Tenemos que tirarlo todo. Nos va a quemar en las manos —apremió Mónica.
—Las tarjetas no —objetó Coco.
—Las tarjetas también —insistió ella—. El tío estará anulándolas ahora mismo.
—Se pueden usar en cualquier sitio con bacaladera. Y en autopistas. No comprueban número. Y en gasolineras tampoco, si hay mucha cola. —Coco se llevó la mano al bolsillo y, como si de un hipnotizador se tratase, hizo oscilar un reloj ante nuestros ojos—. El peluco es bueno, creo. Patek Philipe.
—¡No jodas! —Un destello de codicia iluminó los ojos de Mónica—. Eso es un pastuzo.
—Creo que sé dónde colocarlo. —Él sonrió, por primera vez, relajado ante la alegría de la que él llamaba su novia—. También tengo los anillos de la tronca, aunque no parecen gran cosa. No sé si son chatarra; chatarra de la buena, en cualquier caso. Algo nos darán, digo yo.
—Lo del reloj nos viene de puta madre. Puedes venderlo bien. Aunque sólo nos paguen la mitad de lo que cuesta tenemos para tirar un buen rato, y más nos vale, porque no me apetece repetir lo de esta noche. Éste es el coche del viejo y hemos estado a punto de estrellarlo. Y yo ni siquiera tengo carnet de conducir.
Como de costumbre, hablaban entre ellos como si yo no estuviera allí, ignorándome por completo. Me consideraban demasiado ingenua; o quizá, peor aún, ni siquiera me consideraban. Podía haber tocado a Mónica con sólo extender la mano, y sin embargo la sentía alejándose cada vez más de mí. En mis desesperados intentos por mantenerme a su lado yo avanzaba hacia un horizonte que retrocedía a cada instante.
—Tengo que ir a ver a Chano —le dijo Coco a Mónica—. Así que no nos queda más remedio que sacar el coche de tu viejo. No podemos ir en autobús hasta allí, tía. Está en el culo del mundo.
—Ni de coña —dijo ella—. Ya te dije ayer que ese trasto no lo saco más. Si mi vieja se entera, me mata. Iremos en autobús, tardemos lo que tardemos.
Así que, por supuesto, acabamos cogiendo el coche. Y tuvimos que esperar un rato largo rondando el garaje hasta asegurarnos de que el sitio se quedaba completamente vacío, porque Mónica no quería que ninguno de sus vecinos presenciase cómo nos lo llevábamos. Pero quiso la mala suerte que en el preciso momento en el que el coche avanzaba por la rampa del garaje, se cruzase ante nuestros ojos la pareja del caniche, que se nos quedó mirando fijamente, con la reprobación pintada en la mirada.
El Cerro de la Liebre es un poblado de chabolas gitano situado en el extrarradio de Madrid. También es, junto con La Celsa, el mayor supermercado de droga de la ciudad. Aparcamos el coche en la cuneta de la carretera (ya que el poblado no estaba asfaltado) y antes de salir nos aseguramos bien de que ningún objeto de valor quedaba a la vista. Mónica estaba un poco preocupada ante la perspectiva de dejar el vehículo expuesto allí, así que yo me ofrecí a quedarme esperándoles.
—Tampoco hace falta, Mónica; no exageres. La pobre Bea se va a asar —dijo Coco.
El poblado no era sino dos hileras paralelas de chabolas, situadas unas frente a las otras y divididas por una especie de camino polvoriento a través del cual avanzábamos nosotros tres. A nuestro alrededor correteaban montones de niños sucios y harapientos. Algunos, demasiado pequeños todavía para andar, gateaban a la puerta de sus casas, llevándose de cuando en cuando puñados de arena a la boca.
Finalmente entramos en una chabola que a primera vista en nada se diferenciaba de las otras. Allí dentro había una abuela dormitando sobre una tumbona de playa y un adolescente enjuto y renegrido, estirado cuan largo era sobre un viejo sofá de eskai. Mando en mano iba zapeando canales de la televisión que estaba frente a él, una Sony Trinitron de veinticuatro pulgadas, presumiblemente robada.
Saludó a Coco con afabilidad y acto seguido se nos quedó mirando a nosotras dos, que veníamos tras él, de arriba abajo, aunque sin dirigirnos la palabra.
—Tengo lo tuyo —dijo el gitanillo, señalando con la cabeza lo que parecía ser una habitación interior, protegida por una cortina de baño que hacía las veces de puerta—. Vamos a hablar ahí dentro, entre hombres.
Desaparecieron durante unos minutos que Mónica apuró consumiendo a chupadas ansiosas un cigarrillo mientras se paseaba de un lado a otro de la reducida estancia en tanto yo permanecía inmóvil, apoyada en el zaguán de la puerta, sin atreverme a interrumpir su silencio porque la conocía bien y sabía que más valía no hablar con ella cuando estaba nerviosa. Al poco tiempo reaparecieron Coco y su amigo. Coco traía un paquete en la mano, envuelto en papel de periódico, del tamaño de un bolso de señora. El gitanillo me dirigió la misma mirada insolente con la que me había saludado.
—Es guapa la niña —le dijo a Coco, señalándome a mí con la cabeza—; ¿es algo tuyo?
—Es amiga de mi mujer —respondió él.
—Déjamela un rato y te paso cinco gramos limpios.
—Olvídalo. Yo nunca pillaría de tu jaco, tío. Antes me fumo el Nesquick.
Abandoné el sitio encolerizada y escandalizada.
Coco condujo durante el camino de regreso. Yo mantuve la mayor parte del camino un mutismo obstinado al que ni Coco ni Mónica parecían prestar excesiva atención. Por fin, prácticamente a la entrada de Madrid, exploté. Le dije a Coco que, por más que me lo preguntaba a mí misma, no podía comprender por qué no había dejado claro que yo no estaba en venta, y que lo que más me molestaba de todo aquello es que Coco se refiriese a mí como si fuese un objeto de su propiedad. Él se rió, como sin darle al tema mayor importancia, e intentó explicarme que los gitanos entendían las cosas a su manera, y que a él no le apetecía perder el tiempo inculcándole al Chano conceptos que no iba a comprender. Para el Chano yo era paya, y como había venido con Coco, me metía. Y si era paya y me metía, tenía que ser una puta, y nada que Coco pudiera decirle podría hacerle cambiar de opinión, así que más valía ignorarle. No entré en discusiones porque sabía que llevaba las de perder, así que me puse a mirar por la ventana, enfurruñada y maldiciendo a Coco para mis adentros. Le odiaba. Mónica no era la misma desde que le conoció, pensaba yo. Le echaba a él la culpa de nuestro distanciamiento.
Al rato Mónica debió compadecerse de mí, porque se dio la vuelta en su asiento e intentó animarme.
—Vamos, Bea, no te pongas así, no es para tanto. Nadie te ha insultado. Esta gente está acostumbrada a ese tipo de transacciones. Venga… si supieras con cuántos negros me lo he hecho yo por un simple chino, te sentirías orgullosa de que alguien ofreciera cinco gramos por ti.
No tenía claro si se trataba o no de una broma, y no quería saberlo. Era cierto que en el último año Mónica cada vez me contaba menos cosas, pero yo prefería no imaginar siquiera que ella hubiera ya sobrepasado límites que yo nunca alcanzaría, fingir que no reparaba en la constante presencia de una verdad que flotaba frente a mí, dolorosa de aceptar, imposible de ignorar. Entonces recordé de improviso las palabras de Coco, aquello de que fumaría Nesquick antes que probar el material de aquel tipo. Y se me ocurrió que, si el caballo del tal Chano era tan malo como Coco aseguraba, habíamos ido hasta allí para comprar otra cosa… ¿Cocaína?
—Coco —pregunté—, ¿qué hay en el paquete que has pillado?
—Mira, nena, cuanto menos sepas, mejor —respondió él, sin desviar los ojos de la carretera.
—Si no queréis que me entere, ¿para qué me traéis?
—¿Vais a pasaros la vida peleando? Bea, a partir de ahora si no quieres venir con nosotros, te quedas en casa, y dejas de dar la murga, ¿vale?
—¿OS QUERÉIS CALLAR LAS DOS? —dijo Coco.
En ese mismo instante se oyó un golpe sordo y un aullido lastimero. Después el chirrido de los frenos: Coco había detenido el coche en seco. Abrió la puerta y bajó del coche de un salto. Mónica salió tras él, y yo la seguí.
—¡Mierda! —le oí decir a Coco—. Mierda, mierda, mierda.
Al principio no me di cuenta de lo que había pasado. Había un bulto parduzco sobre el asfalto que parecía una alfombra vieja. Cuando fijé la vista comprendí lo que era. Un perro agonizante, reducido apenas a un tembloroso guiñapo de pelos sanguinolentos. En sus ojos vidriosos brillaba un pánico resignado.
—Vámonos de aquí —dijo Mónica.
—¿Cómo que vámonos? —dije yo, sollozando—. Este animal está vivo. No puedes dejarlo aquí.
—Sí podemos —replicó ella.
—Está sufriendo, ¿es que no lo ves?
El perro abría la boca como si intentara acaparar la mayor cantidad de aire posible en cada bocanada.
—Bea, cállate, por favor —me dijo Mónica—. No podemos hacer nada. Anda, vuelve al coche.
—Podemos llevarlo al veterinario —repliqué.
—Se habrá muerto antes de que lleguemos. Además, no es más que un chucho callejero. —Me arrastró del brazo hasta el coche, y me metió a empujones en el interior.
No dije palabra. El coche arrancó dejando atrás la carroña recalentada por el sol, las vísceras del color de una paleta sucia. A través de la ventanilla del coche los edificios se sucedían a velocidad de vértigo.
Cuando llegamos al garaje Mónica inspeccionó con cuidado los guardabarros del coche. Estaban abollados. Había que llevar el coche al taller y asegurarse de que lo repararan antes de que volviesen sus padres. Un problema serio, dijo, porque ahora necesitaban dinero extra. En ningún momento mencionó a aquel perro abandonado, a sus entrañas, a sus boqueadas de agonía. Mientras la contemplaba, agachada frente a los faros delanteros (uno se había roto) comprendí que no la conocía, que sólo ahora empezaba a conocerla. Y de pronto ella alzó la mirada y me sorprendió. No sonrió, no hizo ningún gesto. Quizás adivinó lo que yo estaba pensando. Yo me sentía más cerca del perro que de ella, como si en cualquier momento me pudieran dejar tirada en la carretera, en cuanto me convirtiera en un obstáculo en su camino. Intuí que al clavarme la mirada como lo hacía me estaba asestando también una puñalada de certeza, honda y sostenida.
—Este loro es potentísimo, tía.
No hacía falta que Coco lo dijera. Había puesto la música a un volumen tan atronador que las paredes vibraban. Él seguía el ritmo con los pies mientras esperaba a que su novia (por decir algo) preparase los rectángulos de papel de aluminio necesarios para fumarse un chino.
—¿Tú vas a querer? —me preguntó Mónica.
—No.
—¿Ni por una vez? Pruébalo y decide. Puede que te guste.
En aquel momento sonó el timbre. Mónica ocultó precipitadamente la bolsita de la heroína y el papel de aluminio y, por señas, nos indicó que desapareciéramos del salón; así que nos internamos en el pasillo, y cerramos la puerta. Coco pegó la oreja a la puerta y yo le imité. Reconocí la voz: se trataba de la vecina, la del caniche. Llevaba años oyéndola, desde que empecé a visitar la casa de Mónica, ya que solía pasarse a menudo para hablar con Charo de naderías. Se notaba que la pobre no tenía mucha gente con la que relacionarse. Esta vez había venido a quejarse del volumen de la música, y Mónica se deshizo en excusas, haciendo gala de sus mejores modales, para asegurarle que el incidente no volvería a repetirse. En cuanto Mónica cerró la puerta, Coco y yo volvimos al salón.
—Ya habéis oído, ¿no? —dijo ella—. Así que cuidadito con lo que digamos, que estas paredes son de papel.
—Estoy pensando que quizá pruebe un chino. Pero sólo uno, y sólo por esta vez. No lo he probado nunca, y siento curiosidad —musité yo tímidamente.
—No me seas agonías… No tienes por qué excusarte, ni por qué tenerles tanto miedo —me tranquilizó Mónica—. Hace falta meterse muchos para engancharse. Pareces tu madre.
Así que Mónica preparó tres chinos, quemando la heroína en tres trozos de papel de plata, que nos pasó acto seguido, junto con el canuto de un bolígrafo Bic, para que la esnifásemos. Mónica aspiró hondo y se dejó caer en el sillón. Luego me tocó a mí. Esnifé mi chino, dejé el albal y el canuto en la mesa, me recosté al lado de Mónica y le cogí la mano.
—Lo que no entiendo —le dije— es que una tía como tú no sepa cómo divertirse si no se mete de todo. Precisamente tú… En el colegio todo el mundo pensaba que eras un genio.
Ella miraba al techo con los ojos entornados y un brillo infantil en la mirada.
—Debo de haber sido la única niña del mundo a la que le encantaba ir al colegio. —No sé si me respondía o si pensaba en voz alta.
Mónica me apretó la mano con fuerza. De repente me di cuenta de que Coco estaba observando la escena y solté la mano de mi amiga.
En el mundo en el que yo crecí parecía estar muy claro lo que era un hombre y lo que era una mujer. Se hablaba de ocupaciones etiquetadas como más o menos adecuadas para la virilidad de un hombre o más o menos incorrectas para la feminidad de una mujer. A las mujeres les correspondía una cierta forma de docilidad, de refinamiento, de sensibilidad de gustos, de comportamientos. Ellos eran más fuertes y rudos, menos sensibles, más encaminados al trabajo duro. Existían, además, hombres señalados como femeninos y mujeres etiquetadas como masculinas, aquéllos y aquéllas demasiado débiles o demasiado rudas de acuerdo con el patrón.
Pero, por supuesto, y como pasaba siempre con las enseñanzas de las monjas y de los padres católicos, en realidad las cosas no eran tan claras como pretendían hacernos creer. Los sexos no estaban diseñados en prístino blanco y negro: existía una variedad infinita de matices de gris. Los hombres, puestos en fila, presentarían diferentes grados de masculinidad tanto en su aspecto como en su comportamiento, y las mujeres mostrarían una variedad comparable, incluso mayor, de forma que alguna mujer supuestamente no femenina podría resultarlo colocada al lado de un hombre hipermasculino. Y si se pusiera a un hombre dulce y delicado, supuestamente femenino, al lado de la más dulce versión femenina de su propia persona, parecería mucho más masculino que ella. Todo el asunto acababa reducido, por tanto, a una cuestión de grado.
El problema es que, en el reducido microcosmos en el que yo me eduqué, prácticamente no existían modelos masculinos, excepto mi padre, que no estaba nunca. Hay que recordar que yo asistía a un colegio exclusivo para chicas, y regido por mujeres. Las amistades con miembros del sexo opuesto nos quedaban restringidas (por no decir prohibidas), muy particularmente en la prepubertad y la primera adolescencia. Yo no tenía amigos, con o, ni posibilidad de tenerlos. No conocía manera de establecer contactos sociales fuera del colegio.
En principio, mi primera identificación fue fácil: yo era una niña. No había más que ver la forma en que me vestía, mi uniforme de colegio, todos los aditamentos (las faldas, las coletas sujetas con un lazo en el extremo, los zapatos de punta redonda ajustados de lado a lado con una cinta sujeta por una hebilla…) que quedaban decididos para mi persona desde el día en que nací, en el momento mismo en que la comadrona comprobó que no me colgaba un badajito bajo la cintura y me perforaron a los dos días las orejas para poderme poner unos pendientes. Pero más adelante, al ir creciendo, empecé a compararme a mí misma, respecto a mis impulsos e intereses, con lo que me rodeaba, con la idea que las monjas y mi madre tenían sobre la niña que debía ser y la mujer en la que tendría que convertirme, y me di cuenta de que yo no era, nunca sería, así. Yo fui educada para exhibir unos comportamientos determinados, para desempeñar un papel coherente aprendido, y durante el tiempo que seguí la farsa viví una vida artificial, envidiando de corazón a aquellas criaturas que me rodeaban, que no necesitaban fingir que eran unas niñas buenecitas, porque realmente lo eran. Pero la nitidez misma del personaje me permitía interpretarlo sin problemas, tal y como si me hubieran pasado un guión. Todo se reducía a ajustarse a lo que me habían enseñado: no hacer y no decir ciertas cosas (no soltar palabrotas, no jugar al fútbol, no subirse a los árboles, no discutir, no gritar, no, no, no, no…). Así que, aunque yo no me sentía a gusto, nadie lo imaginaba.
Es decir, desde aproximadamente los once años me empecé a sentir distinta a mis compañeras de clase, muy distinta, pero intentaba que no se notara mucho. A los doce años era una especie de escoba andante, un plumero de greñas rubias plantado encima de un palo. Me importaba un comino la ropa, me daba igual si mis zapatos eran castellanos y mi polo Lotusse o si no lo eran, no me apetecía forrar mis libros de texto con papel de flores en tonos pastel, ni, mucho menos, con fotos de bebés, ni le veía la gracia a llevar el pelo largo si eso significaba tener que pasarme media hora cada mañana batallando contra los enredones. No sentía el menor interés, como se esperaba, ni por las rimas de Bécquer ni por las matinales del Gran Musical, ni por los cotilleos del Súper Pop. Miguel Bosé me daba grima, Pedro Marín me parecía una nena e Iván una locaza de cuidado cuando desconocía incluso el significado del término.
A los doce años aprendí a localizar Radio 3 en el dial del aparato de radio y me entusiasmé con un tipo de música que mis compañeras de clase desconocían por completo y no tenían, dicho sea de paso, el menor interés por conocer. A ellas no les sacabas de sus (ya citados) ídolos del Súper Pop, quienes, por cierto, más parecían chicas que chicos. Mientras mis compañeras se llenaban el pelo de horquillas rosas hasta que su cabeza adquiría el aspecto de un puesto de mercadillo de domingo, e invertían la paga de tres domingos en la adquisición de la imprescindible sudadera de algodón en tonos pastel, yo me encerraba en mi habitación los domingos por la tarde, escuchaba la radio y leía los libros de la biblioteca de mi padre (los leí todos en aquellos años, uno por uno, desde Balzac a Thomas Mann, enterándome más bien poco de lo que leía) y suspiraba por adentrarme en un mundo que me estaba vedado, un mundo habitado por seres que se parecerían a Siouxsie Sioux y a Robert Smith, llevarían el pelo corto y encrespado y teñido de colores imposibles, se maquillarían los ojos y se pondrían brillantes pantalones de vinilo (inaceptables, según las monjas y según mi madre, tanto para los hombres como las mujeres). Cuando en la tele salían Alaska y los Pegamoides y mi madre ponía el grito en el cielo diciendo aquello de parecen mamarrachos y Dios mío, adónde vamos a llegar, yo sentía secretamente que me habían colocado fuera de sitio, que el mundo al que yo pertenecía por derecho estaba fuera, fuera de mi casa, fuera de mi colegio, escondido en alguno de los rincones secretos de Madrid, en alguna esquina recóndita que no alcanzaba a verse desde mi autobús. Pero ¿dónde?
Entretanto, seguía siendo la niña callada y rarita que vestía idéntico uniforme azul al del resto de las alumnas del Sagrado Corazón, y que se empeñaba en seguir llevando trenzas a pesar de que todas las demás niñas de su clase ya exhibían con orgullo sus melenas libres de gomas y ataduras. Tenía buenas notas y no molestaba a nadie. Luego llegó octavo de EGB y conocí a Mónica.
En mi colegio, los grupos de clase se mantenían inmutables durante años. Es decir, se entendía que durante todos los años en los que una niña asistiese a clase compartiría aula con el mismo grupo de chicas, y esta regla variaba sólo por una circunstancia excepcional: que se repitiera curso, y por tanto, una niña se viera obligada a descender al grupo inmediatamente inferior al suyo, como fue el caso de Mónica. Cuando la conocí era un año mayor que yo. Un año de diferencia, que en la juventud no significa nada y no crea una distancia exagerada, por ejemplo, entre mis veintidós años y los veinticinco de Cat, cobra una importancia significativa en la pubertad, y marcaba, de los doce a los trece, una distancia inmensa, la distancia que distingue a una niña plana y con trenzas de una mujer que usa sujetador y ya sabe para qué sirven los tampones. A Mónica la precedía una fama de alborotadora contra la que las monjas nos prevenían y que le había costado el curso. De hecho, había repetido no tanto por su expediente académico, que era tan malo como el de otras muchas niñas que sí habían superado octavo de EGB, como por la necesidad de separar a la líder del grupo oficial de rebeldes de octavo (rebeldes: ése era el término con el que las monjas definían a las descastadas) de aquella cuadrilla de acolitas que la seguían a ciegas, la banda que se internaba en las clausuras a la hora de misa para ver las tocas de las monjas y organizaba excursiones a los comedores para robar donuts de chocolate y quedaba con chicos de los Jesuitas a la salida del colegio. Así que las monjas decidieron, por simple tozudez, no aprobarle las dos asignaturas que dejó colgadas para septiembre y obligarle de esa manera a repetir curso, y bastante hicieron no expulsándola, según ellas, que méritos para la expulsión los había acumulado todos, pero había que tener en cuenta quién era la madre, y el hecho de que en los ocho años que la niña llevaba en el colegio el pago de sus facturas no se había retrasado una sola vez, ni una sola, y ése era un detalle muy a tener en cuenta, especialmente en un momento crítico como aquél, en el que se habían puesto de moda los colegios laicos y cada vez había más padres que decidían sacar a las niñas del colegio para llevárselas al vecino Santa Cristina, donde imperaba la educación mixta, y donde asistían los hijos de Ramón Tamames. Y la verdad es que la propia Charo pensó alguna vez en seguir la corriente general e inscribir a Mónica en el colegio Estudio, o en el Base, o en el Liceo Francés, pero en parte estaba de acuerdo con las monjas sobre la naturaleza revoltosa e intratable de la niña y consideraba que mejor le vendría una educación disciplinada para meterla en vereda.
Por entonces no existía peor castigo ni destierro para una niña de trece años que separarla a la fuerza de las amigas con las que había compartido travesuras y confidencias durante ocho y obligarla a integrarse con el grupo de mocosas del curso inferior de las que se había reído durante tanto tiempo. En teoría podría verse con sus amigas de siempre, las de toda la vida, a la hora del recreo, pero Mónica bien sabía que las cosas nunca eran así, que existía una regla escrita según la cual desde el momento en que no existía un enemigo común, en que no se podía malmeter contra la misma profesora de sociales, ni hacer desaparecer todas las tizas minutos antes de que entrara en clase, ni jugar a pasarse notitas clandestinas durante los exámenes, ni ponerse a bailar ballet en el pasillo que quedaba entre los pupitres durante las clases cada vez que la gorda de sor Amparo se daba la vuelta contra la pizarra para explicar el desarrollo de una ecuación, se borraba de un plumazo aquella camaradería construida durante años; y el escaso contacto que pudiera establecerse en los recreos no serviría para mantener algo que se había forjado a base de ocho horas diarias de tortura común.
Bien sabían las monjas, como bien sabía la propia Mónica, que desde el momento en que la hija de Charo no asistiera a las excursiones de las de BUP, ni a sus retiros espirituales, ni participase en sus obras de teatro ni en la organización de fiestas a beneficio de Cáritas, se convertiría en una paria para el grupo que ella misma lideraba no hacía tanto. Lo sabía tan bien como las monjas que habían decidido, muy conscientemente, convertirla en tal.
Así que gracias a las monjas y a la madre que decidieron que la niña repetiría octavo de EGB, yo conocí a mi alma gemela, en el momento en que más sola se encontraba y más me necesitaba.
Normalmente cada alumna elegía un pupitre el primer día de clase y allí se quedaba durante todo el año. Mónica se encontró integrada a la fuerza en un grupo de desconocidas, y acabó sentándose a mi lado porque yo no tenía amigas íntimas, es decir, que nadie deseaba de forma particular ocupar el espacio contiguo al mío, de forma que Mónica se encontró con un sitio vacío y allí se colocó. Las monjas aprobaron esta decisión ya que creyeron que, como yo tenía buenas notas y era tan calladita, podría convertirme en una buena influencia que atemperaría un poco la impulsividad de aquella niña respondona. Así que de pronto me vi obligada a compartir mi espacio durante ocho horas diarias con la criatura más radiante que hubiese tenido nunca cerca.
Mónica era morena y mate, de ojos negros, rasgados y húmedos, enmarcados por un bosque de pestañas oscuras y rizadas. Vivaces e inteligentes, aquellos ojos siempre dispuestos a sonreír obligaban a prestarle atención, por más que no se la pudiese calificar de guapa, en el sentido estricto de la palabra. Los pómulos sobresalían, tal vez demasiado, a ambos lados de la nariz afilada. Bajo ella, la boca, algo hinchada, formaba un hoyuelo a la derecha que se dejaba ver cuando sonreía y enseñaba una hilera de dientecillos blancos y puntiagudos, como pequeñas piedrecitas de río. En resumidas cuentas, era atractiva, a pesar o a causa de sus facciones irregulares. Pero su belleza radicaba, sobre todo, en sus ojos, aquellos ojos que estremecerían a una esfinge, y que la convertían en una criatura triunfante. Unos ojos que hablaban por sí mismos, que ni siquiera las gafas lograban esconder.
Hablaba y hablaba sin parar, y encontró en mis silencios el caldo de cultivo ideal para desarrollar su vena parlanchina. Siempre daba por hecho que el resto del mundo prestaría, como prestaba, en efecto, atención a lo que a ella le sucedía, y no en sentido inverso. Me fascinó porque era mi alma gemela y a la vez, paradójicamente, mi opuesto total, mi complementario. Me pasaba horas escuchándola embobada, arrastrada por su corriente de energía, mientras ella despotricaba incesantemente contra Charo, contra las monjas, contra nuestras embobadas condiscípulas. Acabó por convertirse en mi amiga, en mi única amiga, y por compartir mis gustos musicales y mis rarezas. Con el tiempo intercambiaríamos libros y discos y álbumes de cómics y construiríamos poco a poco entre las dos un universo privado que yo imaginé eterno. No lo fue.
Al poco de conocerme, me invitó a merendar a su casa. Ni su padrastro ni su madre llegaban nunca antes de las diez, de forma que su casa era un territorio libre, en el que se podía ver cualquier programa que a una le apeteciera en la televisión, escuchar música a todo volumen, atiborrarse de patatas fritas y Coca-cola, en fin, todo lo que a una le apetece hacer a los doce años, todo lo que en mi casa no me permitían hacer. A mi madre no le hacía ninguna gracia ver cómo yo me iba alejando de ella gradualmente, y fue precisamente en aquella temporada cuando comenzaron nuestras discusiones a gritos. Y aquello se convirtió en un círculo vicioso, porque cuantas más tardes pasaba alejada de casa, más insoportable se volvía mi madre, y cuanto más me chillaba mi madre, menos ganas tenía yo de volver a casa. Así que acabó por convertirse en una costumbre que yo me fuera del colegio a casa de Mónica, con la excusa de hacer los deberes, y que muchas noches me quedara a dormir allí. Entonces le tocaba a Charo lidiar con mi madre para convencerla de que no había nada malo en que yo me quedase a dormir en su casa, y que tanto Mónica como yo estábamos en esa edad en la que las adolescentes necesitan intercambiar confidencias y tan importantes se hacen las amistades. Estoy segura de que a mi madre no le hacía ninguna gracia que yo intercambiara confidencias con nadie, y mucho menos con Mónica, pero le impresionaban tanto la elegancia y la mundanidad de Charo que no se atrevía a discutir, y acabó aceptando, aunque a regañadientes, su derrota, y permitiendo que mi intimidad con Mónica se afianzara. Eso sí, lo pagué caro, porque desde entonces todo fueron discusiones y reproches y lágrimas por cualquier cosa, nada de lo que yo hacía o decía le gustaba y se declaró entre las dos una guerra tenaz y callada que se mantendría durante años.
Desde los doce hasta los dieciocho años fue Mónica la persona más importante de mi vida, por encima de mi propia madre, y aunque yo no tuviera entonces una conciencia muy clara de lo que el deseo significaba, puesto que entonces no había, como ahora, artículos sobre el sexo y sus modos y maneras en cada una de las revistas femeninas, sí sabía que, de una forma oscura y poco definida, mi noción de deseo estaba relacionada con Mónica, íntimamente ligada a su imagen, y podría decir que opté por enamorarme de ella, quién sabe, porque las monjas y el mundo se habían encargado de repetirme una y otra vez que yo no era una chica con todas las letras, sino una chica falsa, una farsante que se hacía pasar por tal. Y si yo no era una chica, si era algo así como una especie de alienígena infiltrado que no era él ni era ella, ¿por qué tenía entonces que enamorarme de un hombre y casarme y tener hijos si a mí no me apetecía? ¿Por qué no iba a enamorarme de quien a mí me diera la gana?
La amaba a los dieciocho de la misma manera que la amaba a los doce. No pensaba en acostarme con ella: me bastaba con sentirla cerca. Estábamos cenando en la cocina —tallarines con queso, para variar: fáciles de preparar y baratos— y la mera presencia de Mónica convertía en acogedor aquel espacio, aquella misma cocina cuyas sucesivas transformaciones yo había presenciado durante seis años, cada vez que a Charo le daba por modernizarla; la misma cocina en la que había cenado o merendado unas tres veces por semana desde los doce años. Ellos devoraban lo que parecían a mis ojos gusanos ensangrentados y yo, como de costumbre, jugueteaba con la comida. No engañaba a Mónica; ella ya sabía que yo no comía, pero hacía tiempo que había desistido de convencerme. Mientras yo me entretenía enrollando y desenrollando la pasta con el tenedor, ellos discutían sobre lo que íbamos a hacer aquella noche. Salir de marcha, por supuesto. Para eso existían las noches: para apurarlas a tragos. El plan estaba decidido. Sólo restaba acordar el itinerario y el medio de transporte.
—El coche no lo sacamos —nos advirtió Mónica—. Eso está muy claro. Y mañana mismo va al taller.
—Bueno, pues vamos en metro —dijo Coco.
—Tú flipas. Yo no voy en metro. Luego sales oliendo a Eau de Metro. Cogemos un taxi, que para eso están —remató Mónica, dándonos a entender que su decisión era irrevocable.
Fuimos en metro, por supuesto. Y fue Mónica, precisamente, la que propuso la idea de meternos en el fotomatón a hacernos una foto de los tres juntos, para la posteridad. El espacio allí dentro resultaba bastante exiguo, de manera que la única solución que parecía adecuada para poder conseguir la foto era que Mónica y yo nos sentásemos sobre las rodillas de Coco. Lo intentamos, pero no resultaba tan fácil, puesto que el taburete sobre el que debíamos apoyarnos nos venía demasiado estrecho, así que, inevitablemente, alguna de nosotras resbalaba, y nos parecía imposible encontrar la posición correcta. Finalmente nos acomodamos como pudimos y Coco introdujo las monedas por la ranura. Yo noté muy bien cómo una mano avanzaba por debajo de mi camiseta y me acariciaba delicadamente la curva de la cintura. No sabía si se trataba de Coco o de Mónica, así que contuve la respiración y me abstuve de hacer comentarios.
Recorrimos los bares de siempre: el Iggy, el Louie, la Vía… y a las tres de la mañana estábamos acodados de nuevo en la barra de La Metralleta. Coco abrazaba a Mónica por la cintura, cariñoso. Yo contemplaba pensativa mi vaso de güisqui, y veía surgir de entre los hielos figuras oscilantes cuyos contornos se desdibujaban y se alteraban a medida que yo iba dándole vueltas al vaso entre mis dedos. Estaba completamente borracha. Necesitaba mojarme la cara. Cuando me incorporé me di cuenta de que me costaba mantener el equilibrio. Calculé unos diez metros de distancia hasta el cuarto de baño, y consideré que podía recorrerlos sin excesiva dificultad, sin caerme ni dar el numerito. Lo importante era mantener la cabeza erguida, fijar los ojos en la puerta del baño, concentrarse en no perder el equilibrio, y avanzar en línea recta imprimiendo un ritmo ágil a mis pasos.
Estaba a punto de alcanzar la puerta cuando una figura oscura me interceptó el paso. Alcé la cabeza y a duras penas reconocí el rostro —desdibujado por mi visión borrosa— del tipo alto que conocí en aquel mismo local la última vez que estuvimos allí, el mismo al que todo el mundo tomaba por policía.
—Hola, ¿te acuerdas de mí? —me dijo—. El otro día intenté hablar contigo.
—Sí, me acuerdo. ¿Querías algo? —respondí, intentando aparentar indiferencia y disimular mi lengua de trapo.
—No sé, eres tan guapa que no sé qué decirte.
—Debe de ser porque se te está yendo la sangre del cerebro en dirección sur. Pronto no te acordarás de tu nombre.
—La verdad es que me olvido de cualquier cosa cuando te veo…
Aquél era exactamente el tipo de frase que me producía ganas de vomitar, y de hecho, experimenté al instante la sensación de una especie de remolino que me ascendía por el esófago. Aunque en aquel caso las náuseas estuvieran provocadas, casi con seguridad, por el alcohol.
—Corta, tío. Cuando me dicen cosas así, me pregunto por qué no llevo un rollo de cinta aislante en el bolso —le respondí, con los ojos fijos todavía en la puerta del cuarto de baño.
—Deja en paz a mi amiga, viejo verde. —Mónica acababa de surgir de entre la penumbra del bar. Supuse que me habría visto hablando con el tipo y le habría faltado tiempo para plantarse disparada a mi lado intentando evitar males mayores. Exactamente lo mismo que había hecho Coco la última vez. Me fastidiaba muchísimo la superprotección que ambos se empeñaban en ofrecerme, como si dieran por hecho que yo era incapaz de manejar ese tipo de situaciones o de mantener la boca cerrada.
El tipo desapareció, como era de esperar, y Mónica volvió a endilgarme la consabida charla, la misma lata que ya me había dado Coco: que si debía tener cuidado con quien hablaba, que si la pinta del tipo era sospechosa. A mí me parecía que exageraban y que seguramente el pobre no era más que un chico normalito al que yo le gustaba. Seguro que la policía tenía cosas mejores que hacer que andar por ahí intentando trincar a dos aprendices de camellos de tres al cuarto, pero yo estaba demasiado mareada como para que me apeteciera ponerme a discutir con Mónica. Sólo alcancé a articular que no me encontraba bien y que necesitaba ir al cuarto de baño. Ella me observó con expresión preocupada y me tomó de la mano. Yo me dejé arrastrar.
En cuanto llegamos al cuarto de baño, Mónica me colocó agachada frente al lavabo y abrió uno de los grifos para que el agua fría me cayera en la nuca. Me preguntó si me sentía mejor y yo asentí con la cabeza.
—Has bebido demasiado. Eso es todo. No estás acostumbrada. Suerte que tía Mónica está aquí. Anda, ven conmigo.
Me hizo un gesto con la cabeza señalando a uno de los váteres. Entramos y cerramos la puerta tras nosotras. Entonces ella abrió su mochila y sacó su navajita roja y la cartera. De la cartera extrajo una papelina y su carnet de identidad.
—No quiero jaco —le dije.
—Esto no es jaco. Es coca. Exactamente lo que necesitas tú ahora.
Apoyó la cartera sobre la cisterna y depositó un poco de polvo blanco sobre ella. Con el carnet dividió el montoncito de polvo en dos montoncitos más pequeños que fue alineando en vertical hasta que se convirtieron en dos rayas. Después sacó un billete de su pantalón y lo enrolló para formar un tubo cilíndrico, que me pasó acto seguido. Ella esnifó primero, y luego yo. Al áspero roce del polvo en las fosas nasales le sucedía un regusto amargo y familiar en la boca. El espacio de la cabina era muy reducido y nos obligaba a permanecer muy próximas la una a la otra, prácticamente tocándonos. Yo era más alta que Mónica, pero aquella noche nuestras miradas quedaban a la misma altura porque ella se había puesto unas sandalias con plataforma.
—¿Sabes, Betty? Estás guapa con las mechas éstas. No me extraña que al Chano le entrase semejante perra contigo… —me dijo, mientras agarraba una de mis mechas blancas y la enrollaba entre sus dedos. Luego tiró de la mecha de forma que fue aproximando mi cara hacia la suya hasta que nuestras narices se tocaron, y nuestras bocas quedaron a unos milímetros una de la otra. Desde aquella distancia me parecía que Mónica tenía cuatro ojos, cuatro bolas negras y redondas, cada una presidida por una pequeña bombillita que la iluminaba desde el centro. Permanecí inmóvil, y entonces ella giró ligeramente la cabeza para que nuestros labios se rozaran, pero me dejó a mí responsable de la última decisión. Fruncí los labios y la besé. En realidad fue un beso muy casto, apenas un suave contacto de los labios. Entonces ella volvió a besarme, esta vez acariciándome el labio inferior con la lengua. Retrocedí y me recosté contra el lavabo, y allí me quedé, esperando, con los ojos muy abiertos. Ella volvió a acercarse a mí y percibí su boca inmóvil pegada a mí, sus labios carnosos, calientes y duros. Me recorrió un leve estremecimiento y me apoyé un poco más para atajarlo. Mi corazón estaba tan feliz que no lo reconocía como mío. Luego mis labios se abrieron, despacio, como una flor que saludase al alba. Ella se animó y su lengua se animó con ella. En seguida se tornó apremiante, hábil. Demasiado hábil. Me desasí de su abrazo, jadeante.
—¿Qué va a pensar Coco de esto? —alcancé a articular en un susurro heroico. En mi cabeza, Coco era el único obstáculo que impedía que cediésemos a lo inevitable.
Por toda respuesta, me agarró del cuello y volvió a atraerme hacia ella. Yo nunca había besado en la boca a nadie hasta entonces, por difícil que resulte creerlo. Y ella lo sabía, estoy segura. No sé si sabía también que a ella ya la había besado, muchas veces, en mis sueños. No sé si se divertía conmigo, si jugaba como el gato que simula liberar al ratón poco antes de rematarlo. No sé si era cruel o simplemente inconsciente. No sé, no sé, no sé… Todavía hoy no he encontrado la respuesta.