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Piensa en ella como memoria plástica, esa fuerza interior que te impulsa a ti a tus prójimos hacia formas tribales de existencia. Esta memoria plástica tiene como objetivo regresar a su antigua configuración, la sociedad tribal. Vedla a vuestro alrededor, en todas partes: el feudatario, la diócesis, la corporación, el pelotón, el club deportivo, los grupos de danzas, la célula rebelde, el consejo de planificación, la congregación religiosa… cada una con su amo y sus sirvientes, con su huésped y sus parásitos. Y los enjambres de artefactos alienantes (incluidas estas mismas palabras) tienden finalmente a emplearse como argumento para regresar a «aquellos buenos tiempos». Desespero de enseñaros otros métodos. Tenéis pensamientos cuadrados que no admiten círculos.

Los Diarios Robados

Idaho descubrió que podía realizar la ascensión sin pensar sobre ella. Este cuerpo creado por los tleilaxu recordaba cosas que los tleilaxu ni siquiera sospechaban. Su juventud original podía haber quedado perdida en otras épocas pero sus músculos, de confección tleilaxu, eran jóvenes y mientras subía podía enterrar su infancia en el olvido. En aquella infancia había aprendido a sobrevivir huyendo a las elevadas rocas de su planeta natal. No importaba que estas que tenía ahora delante de sus ojos hubiesen sido transportadas hasta aquí por los hombres, también habían sido formadas por los cambios climáticos y el paso de los años.

El sol de la mañana calentaba la espalda de Idaho. Oía claramente los esfuerzos de Siona por alcanzar la relativamente sencilla posición de apoyo de un estrecho reborde situado bastante más abajo de donde él se encontraba. Dicha posición resultaba virtualmente inútil para Idaho, pero constituía el argumento que había logrado inducir a Siona a que intentaran ambos realizar esta ascensión.

Ambos.

Se había opuesto a que la efectuara él solo.

Nayla, junto con tres asistentes Habladoras Pez, Garun y tres hombres elegidos entre sus Fremen de Museo, esperaban en la arena, al pie de la Muralla que a lo largo de todo su perímetro circundaba el Sareer.

Idaho no pensaba en la altura de la Muralla. Pensaba tan sólo en dónde colocar la mano o el pie que debía avanzar. Pensaba en el rollo de cuerda ligera que llevaba el hombro y que medía la altura de la Muralla. La había calculado en el suelo, triangulándola sobre la arena, no contando sus pasos. Cuando la cuerda alcanzó la longitud suficiente, obtuvo la medida. La altura de la pared era la misma que la longitud de la cuerda. Cualquier otra forma de pensar sólo lograba embotar su mente.

Palpando en busca de asideros que no conseguía distinguir, Idaho fue avanzando a tientas por la pared vertical de la Muralla… que por fortuna no era tan vertical. El viento, la arena y hasta algunas lluvias, además de las fuerzas del frío y del calor, habían realizado en ella su labor erosiva a lo largo de más de tres mil años. Un día entero pasó Idaho sentado en la arena al pie de la Muralla, estudiando los efectos producidos por el tiempo, estableciendo un cierto esquema en su mente: una sombra oblicua aquí, una línea delgada allá, un abultamiento que se desmenuzaba, un minúsculo saliente de la roca…

Sus dedos serpentearon avanzando hacia arriba, penetraron en una honda grieta, y con mucho cuidado probó a descansar su peso. Sí, resistía. Se concedió un breve reposo apretando la cara contra la roca cálida, procurando no mirar ni hacia arriba ni hacia abajo. Se concentró pensando que estaba simplemente aquí. Todo era una cuestión de equilibrio y de ritmo. No debía permitir que sus hombros se agotaran antes de hora, procurando además repartir el peso entre brazos y piernas. Los dedos sufrían inevitablemente grandes daños, pero mientras los huesos y tendones resistieran, la piel podía ignorarse.

Reanudó la escalada una vez más. Del lugar donde apoyaba la mano se desprendió un fragmento de roca, y una nubecilla de polvo y piedrecitas le cayó en la mejilla derecha sin que tan siquiera lo advirtiera. Toda su atención se hallaba concentrada en la mano que avanzaba, en el equilibrio de sus pies en el más insignificante relieve de la roca. Se sentía como una mota, una partícula que desafiaba la gravedad, agarrándose con un dedo aquí, apoyando un pie allá, aferrándose a la lisa superficie de la roca a veces sólo a base de pura fuerza de voluntad.

Nueve improvisados clavos abultaban uno de sus bolsillos, pero se resistía a usarlos. El martillo, igualmente improvisado, pendía del cinturón, al final de una cuerda corta cuyo nudo sus dedos habían memorizado a la perfección.

Nayla había presentado algunas dificultades negándose a entregar su pistola láser. Sin embargo, había obedecido la orden terminante de Siona de que la acompañase. Una mujer extraña… anormalmente obediente.

—¿No has jurado obedecerme? —le había preguntado Siona.

Ante estas palabras, la falta de cooperación de Nayla había desaparecido.

Más tarde, Siona había comentado:

—Siempre obedece mis órdenes directas.

—Entonces quizá no tengamos que matarla —replicó Idaho.

—Preferiría no tener que intentarlo. No creo que puedas ni hacerte una idea de lo que son su fuerza y su rapidez.

Garun, el Fremen de Museo que soñaba en convertirse en un «verdadero Naib a la antigua usanza», había sido el que había sugerido la idea de esta ascensión al responder a la pregunta de Idaho:

—¿Cómo vendrá el Dios Emperador a Tuono?

—De la misma forma que eligió para realizar una visita en tiempos de mi tatarabuelo.

—¿Y cómo fue? —quiso saber Siona.

Estaban sentados a la sombra polvorienta de la casa donde se alojaban, protegiéndose del sol de la tarde el día en que se hiciera público el anuncio de que el Dios Emperador iba a celebrar la ceremonia de su boda en Tuono. Varios hombres de Garun, agachados en cuclillas, formaban un semicírculo alrededor del portal donde se hallaban sentados Idaho y Siona en compañía de Garun. Dos Habladoras Pez se paseaban por las inmediaciones escuchando. Nayla debía presentarse de un momento a otro, Garun señaló a la altísima Muralla que se elevaba detrás del poblado, con el borde reluciendo con un brillo dorado bajo la potente luz del sol.

—El Camino Real llega hasta aquí arriba, y el Dios Emperador tiene un aparato que le permite descender suavemente desde las alturas.

—Es un dispositivo instalado en su carro —dijo Idaho.

—Suspensores —especificó Siona—. Los he visto.

—Mi tatarabuelo dijo que él y los suyos llegaron en gran número siguiendo el Camino Real. El Dios Emperador descendió con su aparato hasta la plaza del pueblo, y los demás bajaron por cuerdas.

Idaho, pensativo, repitió:

—Cuerdas.

—¿Por qué vinieron?

—Para demostrar que el Dios Emperador no había olvidado a sus Fremen, o al menos eso decía mi tatarabuelo. Fue un gran honor y un magno acontecimiento, pero no tanto como esta boda.

Idaho se levantó mientras Garun se encontraba todavía hablando. Desde un lugar cercano, un poco más abajo de la calle mayor, se disfrutaba de una excelente vista de la Muralla, una vista que abarcaba desde las arenas de la base hasta el bosque superior iluminado ahora por el sol. Con grandes zancadas, Idaho se dirigió hasta la esquina de la casa donde se alojaban y salió a la calle mayor. Allí se detuvo, dio media vuelta y miró a la Muralla. Una simple ojeada bastaba para comprender por qué todo el mundo decía que aquella cara resultaba imposible de escalar. Incluso entonces, resistió a la tentación de pensar en calcular la altura que tendría. Lo mismo podían ser quinientos metros que cinco mil. Lo importante residía en lo que un estudio más detallado reveló después: diminutas fisuras transversales, descascarillamientos, grietas, hasta un angosto reborde situado a unos veinte metros de los montones de arena de la base… y otro reborde a unos dos tercios de la ascensión total.

Sabía que una parte inconsciente de su ser, una parte antigua y responsable, en la cual podía confiarse, estaba ya tomando las medidas necesarias, comparándolas a su propio cuerpo: tantos largos de Duncan hasta aquí, un lugar donde agarrarse ahí, otro allá. Sus propias manos. Ya se sentía realizando la escalada.

Se hallaba efectuando aquel primer examen cuando desde detrás de su hombro derecho oyó la voz de Siona que le decía:

—¿Qué estás haciendo? —La muchacha se había acercado sin ruido, y estaba mirando lo mismo que él miraba.

—Me siento perfectamente capaz de escalar la Muralla —dijo Idaho—. Si llevara una cuerda ligera, podría instalar otra más gruesa por la que podríais subir fácilmente los demás.

Garun se reunió con ellos a tiempo de escuchar estas palabras.

—¿Por qué quieres escalar la Muralla, Duncan Idaho?

Fue Siona la que contestó a Garun en vez de él, con una amplia sonrisa.

—Para dar la bienvenida al Dios Emperador.

Eso había sido antes de que sus dudas, sus propios ojos y la ignorancia de todo lo relativo a una escalada hubieran comenzado a minar la confianza de aquellos primeros momentos.

Con la expresión propia del inicio de un proyecto, Idaho había preguntado:

—¿Qué anchura tiene el Camino Real ahí arriba?

—No lo he visto nunca —contestó Garun— pero según dicen es muy ancho.

—Por lo visto un gran ejército puede marchar de frente, o al menos eso dicen. Y hay puentes, lugares para contemplar el río, y… y oh, es una maravilla.

Idaho preguntó:

—¿Cómo no has subido nunca ahí arriba para verlo tú mismo?

Garun se limitó a encogerse de hombros y señaló a la Muralla.

En aquel momento llegó Nayla y dio comienzo la discusión sobre la escalada. A medida que trepaba, Idaho pensaba en aquella discusión. ¡Qué extraña la relación entre Nayla y Siona! Eran como dos conspiradoras… aunque no exactamente. Siona mandaba y Nayla obedecía. Pero Nayla era una Habladora Pez, la Amiga a quien Leto había confiado el primer examen del ghola. Ella reconocía pertenecer a la Policía Real desde la infancia, ¡qué portentosa fuerza la suya! Con aquella fuerza, tenía algo de pavoroso su forma de someterse a la voluntad de Siona. Era como si Nayla prestara oído a unas voces interiores que le indicaban lo que debía hacer. Entonces obedecía.

Idaho avanzaba en la escalada buscando un nuevo lugar donde agarrarse. Sus dedos palparon la roca hacia arriba y también a la derecha, hallando finalmente una invisible grieta en la que pudieron penetrar. Su memoria le proporcionaba la ruta natural de la ascensión, pero sólo su cuerpo podía aprenderse el camino siguiendo aquella línea. Su pie izquierdo encontró un apoyo… arriba… arriba… despacio, comprobando primero. Ahora la mano izquierda, una grieta, no, era un reborde. Sus ojos y después su barbilla se elevaron por encima del reborde divisado desde abajo. Se ayudó con el codo para trepar a él, consiguió encaramarse, y entonces descansó mirando hacia afuera, ni hacia arriba ni hacia abajo. Todo lo que se divisaba era un horizonte de arena con una brisa polvorienta limitando la visión. Había visto muchos panoramas similares en los tiempos de Dune.

Una vez hubo descansado se volvió de cara hacia la pared, se puso de rodillas, y con las manos sujetándose hacia arriba reanudó la ascensión. Llevaba grabada en la mente la imagen de la Muralla tal y como la había divisado desde abajo. Sólo tenía que cerrar los ojos y aparecía el esquema, impreso con toda claridad, como había aprendido a hacer de niño para ocultarse de los Harkonnen y sus salvajes incursiones a la caza de esclavos. Las yemas de sus dedos encontraron una grieta en la que introducirse. Agarrándose con furia, avanzó un paso más.

Nayla, que contemplaba la escalada desde abajo, experimentó hacia él una creciente simpatía. Idaho quedaba reducido por la distancia a una pequeña y solitaria figura destacando sobre el fondo de la muralla. Debía saber bien lo que era hallarse a solas ante decisiones trascendentales.

Me gustaría tener un hijo suyo, pensó. Un hijo de los dos sería fuerte y lleno de recursos. ¿Por qué será que Dios quiere un hijo de este hombre y Siona?

Nayla se había despertado antes del amanecer, encaminándose a la cima de una duna baja situada a las afueras del pueblo para pensar en lo que Idaho proponía. Había sido un amanecer calizo con una familiar mortaja de polvo empañando el horizonte, que se había convertido en un día acerado sobre la siniestra inmensidad del Sareer. Entonces comprendió que Dios había previsto anticipadamente esos asuntos. Efectivamente, ¿qué podía esconderse de los ojos de Dios? Nada, ni tan siquiera la diminuta figura de Duncan Idaho trepando en pos de un camino que le llevaba hasta el borde del cielo.

Mientras contemplaba la ascensión de Idaho, la imaginación de Nayla le hizo la jugarreta de colocar la pared en horizontal, convirtiendo a Idaho en un niño que gateaba por una deteriorada superficie. ¡Qué pequeño se veía… y cómo disminuía!

Una asistente ofreció a Nayla un poco de agua, que ella bebió. El agua devolvió la Muralla a su perspectiva original.

Siona se hallaba agazapada en el primer reborde y se iba asomando para mirar hacia arriba.

—Si fracasas, lo intentaré yo —le había prometido a Idaho. A Nayla esta promesa le había parecido bastante extraña. ¿Por qué se empeñaban los dos en conseguir lo imposible?

Idaho, por su parte, no había logrado disuadir a Siona de su imposible promesa.

Es el destino, pensó Nayla. Es la voluntad de Dios.

Ambas cosas eran lo mismo.

Del lugar donde Idaho se había sujetado cayó un fragmento de roca. Había ocurrido ya varias veces. Nayla lo observó caer, tardó mucho rato en llegar abajo, botando y rebotando en distintos puntos de la Muralla, demostrando así que la vista no ofrecía un informe veraz al afirmar que la Muralla era una pared lisa y cortada a pico.

Tal vez lo consiga o tal vez no, pensó Nayla. Ocurra lo que ocurra, será la voluntad de Dios.

No obstante, sentía el corazón martilleándole en el pecho. La aventura de Idaho tenía cierta semejanza con el sexo, pensó. No era algo pasivamente erótico, sino más bien como un extraño hechizo por la forma en que le cautivaba. Y tenía que recordarse constantemente que Idaho no era para ella.

Es para Siona. Si sobrevive.

Y si fracasaba, entonces sería Siona la que lo intentaría. Siona tal vez lo consiguiera, o tal vez no. Nayla se preguntaba, sin embargo, si experimentaría un orgasmo en el caso de que Idaho alcanzara la cumbre. ¡Qué cerca estaba ya!

Idaho efectuó tres o cuatro profundas inspiraciones después de hacer caer el fragmento de roca. Era un momento difícil y tardó cierto tiempo en recobrarse, agarrándose a un asidero de tres puntas que salía de la Muralla. Casi por decisión propia, su mano libre palpó la pared hacia arriba, sorteando el lugar desmoronado e introduciéndose en otra angosta fisura. Lentamente, traspasó el peso de su cuerpo a esa mano. Despacio… muy despacio. Su rodilla izquierda tanteó el lugar donde pensaba apoyar el pie. Levantó el pie hasta ese sitio y lo estuvo comprobando. La memoria le decía que la cima estaba cerca, pero con gran resolución rechazó aquel recuerdo. Para él sólo existía la escalada, y el hecho de que Leto llegaría mañana.

Leto y Hwi.

Tampoco podía pensar en aquello. Pero ese pensamiento no quería abandonarle. La cima… Hwi… Leto… mañana.

Cada uno de esos pensamientos nutría su desespero, forzándole a recordar con viveza las escaladas de su infancia. Cuanto más conscientemente recordaba, más se bloqueaba su capacidad, viéndose obligado a detenerse y a respirar profundamente para tratar de centrarse y volver a los métodos naturales de su pasado.

Pero ¿eran naturales esos métodos?

Tenía la mente bloqueada. Sentía diversas intrusiones, una finalidad… la fatalidad de lo que hubiera podido ser y ahora ya no sería.

Leto llegaría allá arriba mañana.

Idaho sintió que el sudor le empapaba la mejilla que tenía apoyada contra la roca.

Leto.

Te derrotaré, Leto. Te derrotaré por mí mismo, no por Hwi, sino sólo por mí mismo.

Una sensación de limpieza comenzó a difundirse por todo su ser. Era como lo que le había ocurrido la noche en que se preparaba mentalmente para la ascensión. Siona, que había percibido su insomnio, comenzó a hablarle explicándole hasta los más pequeños detalles de su desesperada fuga a través del Bosque Prohibido y del juramento que pronunciara a orillas del río.

—Ahora he jurado aceptar el mando de sus Habladoras Pez —dijo ella—. Y haré honor a mi juramento, pero espero que ello no será de la forma que Leto imagina.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Idaho.

—Tiene muchos motivos, y no consigo entenderlos todos. ¿Quién sería capaz de comprenderle a él? Sólo sé que no le perdonaré jamás.

Este recuerdo devolvió a Idaho la sensación de la roca de la Muralla contra la cual apretaba la mejilla. La ligera brisa que soplaba le había evaporado el sudor, y sintió frío. Pero había encontrado su punto de apoyo.

No perdonar jamás.

Idaho percibió los fantasmas de todos sus otros yoes, de los gholas que habían muerto al servicio de Leto. ¿Podía dar crédito a las sospechas de Siona? Sí, Leto era capaz de matar con su propio cuerpo, con sus propias manos. El rumor que Siona relataba poseía un cierto aire de verdad. Y Siona también era una Atreides. Leto se había convertido en otra cosa… ya no era un Atreides, ni tan siquiera un ser humano. Se había convertido no tanto en una criatura viviente como en un ente brutal de la naturaleza, impenetrable y opaco, con todas sus experiencias selladas en su interior. Y Siona se le enfrentaba. Los verdaderos Atreides se apartaban de él.

Como yo.

Un ente brutal de la naturaleza, nada más. Igual que esta pared.

La mano derecha de Idaho tanteó un poco más arriba y encontró un reborde afilado. Por encima de ello no notó nada más y al punto, evocando su esquema mental, trató de recordar si podía haber allí una amplia grieta. No osaba permitirse pensar que había alcanzado la cima… no podía ser todavía. Al apoyar el peso, el filo del reborde le hizo un corte en los dedos. Desplazó su mano izquierda hasta aquel mismo nivel, encontró un asidero, y lentamente se impulsó hacia arriba. Sus ojos alcanzaron entonces la altura de sus manos y divisó un espacio plano que se abría hacia afuera… extendiéndose hacia el cielo azul. La superficie a que sus manos se aferraban mostraba antiguas grietas provocadas por el tiempo y los agentes atmosféricos. Encorvó los dedos desplazándolos por aquella superficie, una mano cada vez, buscando las fisuras, impulsado hacia arriba el pecho… la cintura… las caderas. Entonces rodó, retorciéndose, hasta dejar bien atrás la Muralla. Sólo entonces se puso en pie y se comunicó a sí mismo el mensaje que le enviaban sus sentidos.

La cima. Y no había necesitado ni clavos ni martillo.

Entonces un leve sonido alcanzó sus oídos. ¿Eran vítores?

Caminó hasta el borde y miró hacia abajo, agitando la mano en señal de saludo. Sí, en efecto, le estaban vitoreando. Se dio la vuelta y se dirigió a grandes pasos hasta el centro del camino, dejando que la alegría calmara el temblor de sus músculos y mitigara el dolor de sus hombros. Lentamente, describió un círculo entero, examinando la cima mientras dejaba por fin que sus recuerdos calcularan la altura de la escalada.

Novecientos metros… por lo menos.

El Camino Real le interesó sobremanera. No tenía nada que ver con lo que había visto en la ruta de Onn. Era ancho, anchísimo… tendría como mínimo quinientos metros. La calzada tenía un pavimento gris, liso y uniforme, cuyos bordes llegaban respectivamente a cien metros de los dos bordes de la Muralla. Numerosos pilares de piedra de la altura de un hombre flanqueaban la calzada, alejándose como centinelas por la ruta que Leto emplearía.

Idaho se encaminó al borde de la Muralla que daba al lado opuesto del Sareer y contempló el panorama. En lontananza, la corriente verde del río se precipitaba con violencia contra las rocas de un contrafuerte, deshaciéndose en espuma. Miró entonces hacia la derecha. Leto vendría de aquella dirección. El Camino y la Muralla describían una suave curva a la derecha, que se iniciaba a unos trescientos metros del lugar donde se encontraba Idaho. Este regresó al camino y echó a andar por el borde, siguiendo la curva que terminaba describiendo una ese y se estrechaba, iniciando suavemente la bajada. Allí se detuvo a contemplar lo que aparecía ante sus ojos, viendo como se formaba un nuevo esquema.

A unos tres kilómetros después de iniciado el suave descenso, el camino se estrechaba y cruzaba la garganta del río por un puente cuya fantástica estructura parecía risible y de juguete a esta distancia. Idaho recordó un puente similar en la ruta de Onn, sintiendo bajo sus pies la impresión de pisarlo realmente. Decidió confiar en su memoria y procedió a pensar en los puentes con mentalidad de caudillo militar, es decir, bien como pasos, bien como trampas.

Desplazándose hacia la izquierda, miró la elevada Muralla que nacía del extremo del fantástico puente por donde continuaba el camino, convertido ya en una línea fina que, tras describir una curva suave, enfilaba en línea recta al norte. Allí se veían dos Murallas, con el río discurriendo entre ellas. La corriente se deslizaba por una sima artificial, con su humedad confinada al interior de un canal de ventilación dirigido hacia el norte, mientras que las aguas propiamente dichas discurrían hacia el sur.

Idaho ignoró entonces el río. Allí estaba, y allí estaría mañana. Fijó la atención en el puente, dejando que su pericia militar lo examinara. Asintió con la cabeza, una sola vez, antes de regresar por donde había venido, sacándose de los hombros la cuerda ligera que llevaba allí enrollada.

Solo al ver la cuerda bajar serpenteando por la pared tuvo Nayla su orgasmo.