35

«No hagáis héroes», dijo mi padre.

La Voz de Ghanima, de la Historial Oral

Sólo por la forma con que Idaho recorría a zancadas la estancia, satisfechas ya sus ruidosas demandas de ser recibido en audiencia, Leto veía la importante transformación que se había operado en el ghola. Era un proceso tantas veces repetido que a Leto le resultaba ya profundamente familiar. El Duncan ni siquiera había intercambiado unas palabras de saludo con Moneo. Todo encajaba en el esquema. ¡Y qué aburrido se había vuelto ese esquema!

Leto hasta tenía un nombre para esta transformación de los Duncans. La llamaba «El Síndrome Desde».

Los gholas solían abrigar serias sospechas sobre las cosas secretas que podían haberse desarrollado a través de centurias de olvido desde la época en que gozaran de consciencia. ¿A qué se había dedicado la gente durante todo este tiempo? ¿Qué falta le podía hacer un Duncan, esa reliquia del pasado? Ningún ser humano lograba acallar esas dudas para siempre, y menos en alguien ya de por si dubitativo.

Uno de los gholas había llegado a acusar a Leto diciéndole:

—¡Habéis metido cosas en mi cuerpo, cosas que me son desconocidas y que os informan de todo cuanto hago! ¡Me espiáis en todas partes!

Otro le había imputado poseer «una máquina manipuladora que nos induce a desear hacer lo que vos queréis que hagamos».

Una vez iniciado, el Síndrome Desde difícilmente llegaba a eliminarse. Podía controlarse y aún desviarse, pero su semilla aletargada era susceptible de germinar ante la más ligera provocación.

Idaho se detuvo en el lugar que Moneo había ocupado, con una velada expresión de indefinida sospecha en la mirada y en la postura de sus hombros. Leto dejó que la situación fuese madurando, procurando que alcanzase su clímax. Idaho se limitó a intercambiar varias miradas con Leto y acabó por ponerse a contemplar la estancia en que se encontraban. Leto reconoció de inmediato la actitud que se escondía bajo aquel mirar.

¡Los Duncans nunca olvidaban!

A medida que examinaba la habitación de la manera perspicaz y penetrante que le enseñaran siglos atrás Dama Jessica y el Mentat Thufir Hawat, Idaho comenzó a notar una vertiginosa sensación de dislocación. Le parecía que la habitación le rechazaba con todos sus elementos: los mullidos almohadones, grandes objetos bulbosos de color dorado, verde y un granate que casi era morado; las alfombras Fremen, cada una pieza de museo, superponiéndose la una sobre la otra alrededor del desnivel donde se hallaba Leto; la falsa luz solar de los globos luminosos ixianos que envolvía el rostro del Emperador con un calor seco, tornando aún más intensas y misteriosas las sombras que le rodeaban; el aroma de té de especia qué se notaba cercano, y el penetrante olor a melange que exhalaba el cuerpo de gusano.

Idaho pensaba que le habían ocurrido demasiadas cosas con excesiva rapidez desde el momento en que los tleilaxu lo dejaran a merced de Luli y Amiga en aquella anodina habitación semejante a la celda de una cárcel.

Demasiado… demasiado…

¿Estoy realmente aquí?, se preguntaba. ¿Este soy yo? ¿Qué son estas ideas que me invaden?

Se quedó contemplando el cuerpo en reposo de Leto, aquella mole enorme y sombría que yacía acostada en silencio en su carro hundido en su desnivel. La misma inmovilidad de aquella masa de carne sugería de inmediato misteriosas energías, fuerzas terribles capaces de desencadenarse de forma imprevista e imposible de anticipar.

Idaho había oído las historias sobre la batalla ante la Embajada ixiana, pero los relatos de las Habladoras Pez tenían siempre una aureola de intervención divina y milagrosa que tendía a empañar los datos verdaderos.

—Descendió volando por los aires y ejecutó una terrible matanza entre los pecadores.

—¿Y cómo hizo tal cosa?

—Era un Dios airado —había contestado su interlocutora.

Airado, pensó Idaho. ¿Tal vez a causa de la amenaza que ello suponía contra Hwi? ¡Las historias que había llegado a escuchar! No eran dignas de crédito. Hwi casada con ese enorme… ¡No era posible! No aquella encantadora Hwi, no aquella Hwi dulce y delicada. Está jugando a algún terrible juego, nos está poniendo a prueba… poniendo a prueba… No había en estos tiempos ni realidad honesta ni verdadera paz salvo en presencia de Hwi. Todo lo demás era locura.

Al centrar nuevamente su atención en el rostro de Leto, aquella silenciosa y expectante faz Atreides, Idaho notó crecer en su interior la sensación de dislocación, y empezó a preguntarse si mediante un ligero aumento de la actividad mental por algún desconocido camino no llegaría a derribar barreras fantasmales, consiguiendo recordar todas las experiencias de los otros gholas Idahos.

¿Qué pensarían al entrar en esta estancia? ¿Sentirían esta dislocación, este rechazo?

Sólo un poco más de esfuerzo.

Se sintió mareado y pensó que quizá fuera a desmayarse.

—¿Ocurre algo, Duncan? —Era Leto, con su tono más razonable y tranquilizador.

—No es real —contestó Idaho—. No pertenezco a aquí.

Leto eligió deliberadamente interpretar mal sus palabras.

—Pero si mi guardia me ha dicho que has venido por propia voluntad, que has volado desde la Ciudadela exigiendo una audiencia inmediata.

—¡Quiero decir aquí, ahora, a este tiempo!

—Pero te necesito.

—¿Para qué?

—Mira a tu alrededor, Duncan. Las distintas maneras en que puedes ayudarme son tan numerosas que no puedes abarcarlas todas.

—¡Pero vuestras mujeres no me dejan luchar! Cada vez que deseo dirigirme adonde…

—¿Dudas acaso de que vales más vivo que muerto? —Leto emitió una especie de cloqueo y luego dijo—: ¡Usa tu inteligencia, Duncan! ¡Es lo que más aprecio!

—Y mi esperma. También lo apreciáis mucho.

—Tu esperma es tuyo y puedes hacer de él lo que quieras.

—No quiero dejar viuda e hijos igual que…

—¡Duncan! He dicho que la decisión es tuya y sólo tuya.

Idaho tragó saliva y dijo:

—Habéis cometido un crimen contra nosotros, Leto, contra todos nosotros, esos gholas que resucitáis sin preguntarnos jamás si es eso lo que queremos.

Eso era algo nuevo en el pensamiento de los Duncans. Leto contempló a Idaho con renovado interés.

—¿Qué clase de crimen?

—Oh, os he oído recitar vuestros más profundos pensamientos. —Señaló con el pulgar por encima del hombro, indicando la entrada de la estancia—. ¿Sabíais que se oye todo en la antesala?

—Cuando quiero que se oiga, sí. —¡Pero sólo mis diarios lo oyen todo!—. Me gustaría conocer de todos modos la naturaleza de mi delito.

—Hay una época, Leto, una época en la que se está vivo. Una época en la que uno tiene que estar vivo. Y tiene un hechizo mágico esa época, mientras se está viviendo, porque uno sabe que ese tiempo no volverá jamás.

Leto parpadeó, emocionado por la congoja del Duncan. Sus palabras eran tremendamente evocadoras.

Idaho se llevó ambas manos, palmas arriba, hasta la altura del pecho, como un mendigo que sabe que no va a recibir lo que suplica.

—Luego… un día, uno se despierta y recuerda haber muerto… y recuerda el tanque axlotl… y la asquerosa incidencia tleilaxu que causó el despertar… y se supone que todo vuelve a comenzar de nuevo. Pero no es así. ¡No empieza nada, Leto, y ese es el delito!

—¿He borrado el hechizo?

—¡Sí!

Idaho dejó caer las manos a los lados del cuerpo y apretó los puños. Sintió que se encontraba solo, en medio del camino del poderoso flujo de un canal que lo anegaría a su menor descuido. ¿Y mi época?, pensó Leto. Ella tampoco volverá jamás. Pero el Duncan no comprenderá la diferencia.

—¿Qué te trae con tantas prisas de la Ciudadela? —preguntó.

Idaho efectuó una profunda inspiración y dijo:

—¿Es cierto lo que dicen? ¿Os casáis?

—Sí, es cierto.

—¿Con esa Hwi Noree, la embajadora ixiana?

—Sí.

Idaho lanzó una rápida mirada a la supina mole de Leto.

Siempre buscan los genitales, pensó Leto. Tendría que encargar alguna cosa, una protuberancia, algo grande para desconcertarles. Sofocó una leve carcajada que pugnaba por salir de su garganta. Otra emoción amplificada. Gracias, Hwi. Gracias, ixianos.

Idaho agitó la cabeza.

—Pero vos…

—En el matrimonio hay aspectos más importantes que el sexo —dijo Leto—. ¿Tendremos hijos de nuestra unión? No, pero sus efectos serán profundos y duraderos.

—Os escuché mientras hablabais con Moneo —dijo Idaho—. Pensé que se trataba de una broma, de un…

—¡Cuidado, Duncan!

—¿La amáis?

—Con más intensidad de lo que nunca un hombre amó a una mujer.

—Bien, ¿y ella?

—Ella siente una fuerte ternura, una necesidad de compartir conmigo y de darme todo cuanto pueda. Es su modo de ser.

Idaho ahogó un sentimiento de revulsión.

—Moneo tiene razón. Todo el mundo creerá las historias de los tleilaxu.

—Este es uno de los efectos profundos.

—¿Y todavía queréis que… haga mía a Siona?

—Conoces mis deseos… la elección es tuya.

—¿Quién es esa Nayla?

—¡Has conocido a Nayla! ¡Bien!

—Ella y Siona actúan de una forma que parecen hermanas. ¡Siempre juntas! Inseparables. ¿Qué hay entre ellas dos, Leto?

—¿Qué quieres que haya? ¿Y además qué importa?

—Que bruta es. Me recuerda a la Bestia Rabban. Nadie diría que es una mujer hasta que no…

—Ya la habías visto antes —dijo Leto—. Fue la que conociste con el nombre de Amiga.

Idaho se lo quedó mirando en un repentino silencio, el silencio de la presa agazapada que intuye la presencia del halcón.

—¿Entonces, confiáis en ella?

—¿Confiar? ¿Qué es la confianza?

Llega el momento, pensó Leto. Lo veía formarse en los pensamientos de Idaho.

—Confianza es lo que acompaña a una promesa de lealtad —respondió Idaho.

—¿Como la confianza que nos une a ti y a mí? —preguntó Leto.

Una sonrisa de amargura tiñó los labios de Idaho.

—¿Entonces eso es lo que vais a hacer con Hwi Noree? Un matrimonio, una promesa…

—Hwi y yo confiamos ya el uno en el otro.

—¿Confiáis en mí, Leto?

—Si no puedo confiar en Duncan Idaho, no puedo confiar en nadie.

—¿Y si yo no pudiera confiar en vos?

—Me darías mucha lástima.

Esta respuesta le hizo a Idaho el efecto de un brutal golpe físico. Sus ojos se abrieron, repletos de silenciosas demandas. Quería confiar, quería recuperar el hechizo que jamás había de volver.

Idaho dijo entonces algo que indicó que sus pensamientos tomaban un rumbo inesperado.

—¿Pueden oírnos ahí afuera, en la antesala? —preguntó.

—No. ¡Pero mis diarios oyen!

—Moneo estaba furioso. Se le notaba. Pero se fue más dócil que un cordero.

—Moneo es un aristócrata, casado con el deber, con sus responsabilidades. Cuando se le recuerdan estas cosas, su furia se desvanece.

—De modo que así es como le controláis —dijo Idaho.

—Él se controla a sí mismo —replicó Leto, recordando la forma en que Moneo había levantado la vista a medio tomar notas, no para que se le tranquilizara sino para estimular su sentido del deber.

—No —especificó Idaho—. Él no se controla a sí mismo. Le controláis vos.

—Moneo se ha encerrado en el pasado. No fui yo quien hizo eso.

—Pero él es un aristócrata… un Atreides.

Leto recordó las envejecidas arrugas de Moneo, pensando en lo inevitable que era que el aristócrata rechazara su deber final, que era apartarse del camino para desvanecerse en la historia. Tendría que ser apartado. Y lo sería. Ningún aristócrata había superado jamás las exigencias del cambio.

Idaho no había terminado.

—¿Sois vos un aristócrata, Leto?

Leto sonrió.

—El último aristócrata muere en mi interior. —Y pensó: Los privilegios se convierten en arrogancia. La arrogancia promueve la injusticia. Las semillas de la ruina florecen.

—Tal vez yo no asista a vuestra boda —dijo Idaho—. Jamás me consideré un aristócrata.

—Pero lo fuiste. Tú fuiste el aristócrata de la espada.

—Paul era mejor —repuso Idaho.

Entonces, empleando la voz de Muad’Dib, Leto dijo:

—¡Porque tú me enseñaste! —Y adoptando su voz habitual añadió—: El tácito deber de un aristócrata… enseñar, y a veces con un horrible ejemplo.

Y pensó: El orgullo de casta desemboca en la penuria y en las debilidades de la consanguinidad, dando paso al orgullo del dinero y la riqueza. Y entra el nuevo rico galopando hasta el poder, como hicieron los Harkonnen, a lomos del ancien régime.

El ciclo se repetía con tal persistencia que Leto pensó que cualquiera debía descubrir las líneas de un modelo de supervivencia por largo tiempo olvidado, que la humanidad había arrinconado por obsoleto, pero que jamás había perdido.

Pero no, acarreamos aún el detritus que yo debo arrancar.

—¿Existe alguna frontera? —preguntó Idaho—. ¿Alguna frontera adónde pudiera ir para no ser jamás parte de esto?

—Si ha de existir alguna frontera, debes ayudarme tú a crearla —repuso Leto—. No existe ahora ningún lugar adonde ir sin que los demás puedan seguirnos y encontrarnos.

—Entonces no me dejaréis marchar.

—Vete, si lo deseas. Otros como tú lo intentaron. Te digo que no hay frontera, no hay lugar donde esconderse. Hasta ahora, igual que ha sido durante muchísimo tiempo, la humanidad es un ser unicelular cuyos componentes están unidos entre sí con una sustancia sumamente peligrosa.

—¿No hay nuevos planetas? ¿Ningún lugar desconocido…?

—Oh, crecemos pero no nos separamos…

—¡Porque vos nos mantenéis unidos! —exclamó acusador.

—No sé si entenderás lo que voy a decirte, Duncan, pero si existe una frontera, cualquier clase de frontera, entonces lo que queda tras de ti no puede ser más importante que lo que tienes delante.

—¡Vos sois el pasado!

—No. Moneo es el pasado. Él siempre está a punto de elevar las tradicionales barreras aristócratas contra todas las fronteras. Quiero que entiendas bien el poder de esas barreras. No sólo encierran regiones y planetas, encierran ideas. Reprimen el cambio.

—¡Vos sois quien reprimís el cambio!

No se desviará, pensó Leto. Probemos una vez más.

—El signo más claro de la existencia de una aristocracia es el descubrir barreras defensivas contra el cambio, telones de acero o muros de piedra o de cualquier otro material que excluya lo nuevo y lo diferente.

—Sé que en algún lugar debe haber una frontera —dijo Idaho—. Vos me la ocultáis.

—No oculto ninguna frontera. ¡Yo quiero fronteras! ¡Quiero sorpresas!

Llegan justo hasta ella, pensó Leto. Y luego se niegan a entrar.

Fieles a esta predilección mental, los pensamientos de Idaho se lanzaron en pos de un nuevo rumbo.

—¿Es verdad que hicisteis actuar a los Danzarines Rostro en el anuncio de vuestro compromiso?

Leto sintió un estallido de cólera, seguido de inmediato de un perverso regocijo por el hecho de poder experimentar la emoción de la ira con tanta intensidad. De buena gana se hubiera puesto a insultar al Duncan a gritos, pero aquello no hubiera resuelto nada.

—Sí, actuaron los Danzarines Rostro.

—¿Por qué?

—Porque quiero que todo el mundo participe de mi felicidad.

Idaho se le quedó mirando con el asco del que descubre un insecto repelente en su bebida, y con voz totalmente desprovista de expresión dijo:

—Esta es la cosa más cínica que jamás he oído decir a un Atreides.

—Pero la ha dicho un Atreides.

—¡Estáis tratando de desconcertarme deliberadamente! Y no habéis contestado a mi pregunta.

Una vez más a la refriega, pensó Leto. Y, en voz alta, dijo:

—Los Danzarines Rostro de la Bene Tleilax constituyen un organismo colonial. Individualmente son mulas, decisión que tomaron por y para ellos mismos.

Leto guardó silencio: Debo tener paciencia. Tienen que descubrirlo por sí solos. Si soy yo quien lo dice, no lo creen. ¡Piensa, Duncan, piensa!

Tras un largo silencio, Idaho declaró.

—Os presté juramento. Eso para mí es importante. Sigue siendo importante. No sé lo que estáis haciendo ni por qué. Sólo puedo decir que no me agrada lo que ocurre. ¡Ea!, ya lo he dicho.

—¿Por eso regresaste de la Ciudadela?

—¡Sí!

—¿Volverás ahora allá, a la Ciudadela?

—¿Qué otra frontera hay?

—¡Muy bien, Duncan! Tu cólera conoce aunque tu razón ignore. Hwi va a la Ciudadela esta noche. Yo me reuniré allí con ella por la mañana.

—Deseo conocerla mejor —dijo Idaho.

—La evitarás, Duncan. Es una orden. Hwi no es para ti.

—Siempre he sabido que hay brujas —replicó Idaho—. Vuestra abuela lo fue.

Dio un taconazo y, sin pedir la venia, dio media vuelta y se retiró.

Es igual que un chiquillo, pensó Leto, contemplando la rigidez de la espalda de Idaho. El hombre más anciano de nuestro universo y el más joven, en una misma carne.