28

El problema de la jefatura es siempre el mismo: ¿Quién hará el papel de Dios?

Muad’Dib, de la Historia Oral

Hwi Noree caminaba tras una joven Habladora Pez por una amplia rampa que descendía en espiral a las profundidades de Onn. La llamada del Dios Emperador se había producido a última hora de la tarde del tercer día del Festival, interrumpiendo un proceso que había puesto a prueba su capacidad de mantener un aceptable equilibrio emocional.

Su primer asistente, Othwi Yake, no era un hombre agradable, era un sujeto pelirrojo de cara estrecha y alargada que no solía reposar la vista en ningún sitio, y que jamás miraba directamente a los ojos de la persona con quien hablaba. Yake le acababa de presentar un informe en un solo folio en papel de memerase que contenía lo que él describió como «un resumen de los recientes disturbios acaecidos en la Ciudad Sagrada».

Puesto en pie, junto al escritorio al que ella se sentaba, y mirando hacia abajo a algún punto de su izquierda, había comentado:

—Las Habladoras Pez están degollando Danzarines Rostro por toda la Ciudad —sin mostrarse demasiado conmovido por ello.

—¿Por qué? —preguntó la embajadora.

—Se rumorea que la Bene Tleilax ha perpetrado un atentado contra la vida del Dios Emperador.

Un estremecimiento de horror recorrió todo su cuerpo. Recostándose en el respaldo de la silla, contempló el despacho de la embajada, una habitación redonda con una única mesa semicircular que ocultaba los mandos y controles de innumerables aparatos ixianos bajo su reluciente superficie. La habitación era una pieza sombría e imponente, forrada de oscuros paneles de madera que la protegían de los intentos de espionaje. Carecía de ventanas.

Procurando no demostrar su preocupación, Hwi miró a Yake:

—Y Nuestro Señor Leto está…

—Por lo visto el atentado ha resultado totalmente infructuoso. Pero podría explicar esos azotes.

—¿Entonces crees que se produjo efectivamente un atentado?

—Sí.

En aquel momento entró la Habladora Pez enviada por Leto, apenas anunciada su presencia en la oficina exterior. La seguía una vieja Bene Gesserit, a la que presentó como «la Reverenda Madre Anteac». Esta se quedó mirando fijamente a Yake mientras la Habladora Pez, una joven de facciones suaves, casi infantiles, comunicaba su mensaje.

—Me ha dicho que os recordara: «Regresa pronto si te llamo». Él os llama.

Yake empezó a agitarse nervioso mientras la Habladora Pez hablaba, inspeccionando con la mirada la habitación, como buscando algo que no se encontraba allí. Hwi se entretuvo sólo lo suficiente para echarse un manto azul oscuro sobre el vestido y ordenar a Yake que permaneciera en el despacho hasta su regreso.

A la luz anaranjada del atardecer, ya fuera de la Embajada, y en una calle singularmente vacía de otros transeúntes, Anteac miró a la Habladora Pez y dijo simplemente: «Sí». Entonces Anteac las abandonó, y la Habladora Pez condujo a Hwi a través de las calles vacías hasta un edificio elevado y sin ventanas cuyos sótanos albergaban esa rampa en espiral por la que ahora descendían.

Las pronunciadas curvas de la rampa mareaban a Hwi. Brillantes globos luminosos blancos de pequeño tamaño flotaban en el orificio central iluminando una parra verde-púrpura de hojas elefantinas. La parra se enredaba en relucientes alambres de oro.

El blando pavimento negro de la rampa absorbía el ruido de sus pisadas, haciendo que Hwi notara a cada paso el débil roce causado por el movimiento de los pliegues de su manto.

—¿Adónde me llevas? —preguntó Hwi.

—Ante Nuestro Señor Leto.

—Lo sé, pero ¿dónde está?

—En sus aposentos privados.

—Están muy abajo.

—Sí, al Señor le agradan las profundidades.

—Con tanto girar me estoy mareando.

—Procurad no mirar a la parra.

—¿Qué clase de planta es ésa?

—Se llama Parra de Tunyon, y dicen que no tiene olor.

—Nunca oí hablar de ella. ¿De dónde procede?

—Sólo el Señor lo sabe.

Siguieron caminando en silencio, Hwi tratando de comprender sus propios sentimientos. El Dios Emperador la llenaba de tristeza; era sensible al hombre que habitaba en él, al hombre que hubiera podido ser. ¿Por qué un hombre como él había elegido tal rumbo para su vida? ¿Sabía alguien el motivo? ¿Lo sabría Moneo?

Tal vez lo supiera Duncan Idaho.

Sus pensamientos se desviaron hacia Idaho, aquel hombre físicamente tan atractivo. Qué intensidad la suya; la atraía con una fuerza irresistible. Si Leto poseyera el cuerpo y el aspecto de Idaho. Pero comprendió que no podía comentar la transformación de Leto con Idaho. Moneo, en cambio, ya era otro asunto. Se quedó pensativa, mirando la espalda de la guardia Habladora Pez.

—¿Puedes decirme una cosa de Moneo? —le preguntó Hwi.

La Habladora Pez miró hacia atrás por encima del hombro, con una extraña expresión en sus ojos azules, una como aprensión o alguna forma rara de temor.

Hwi preguntó:

—¿Ocurre algo?

—El Señor dijo que me preguntaríais por Moneo —contestó.

—Entonces, háblame de él.

—¿Qué puedo decir? Es el más íntimo confidente de nuestro Señor Leto.

—¿Más aún que Duncan Idaho?

—Oh, sí, Moneo es un Atreides.

—Moneo vino a verme ayer —manifestó Hwi—, a decirme que yo debía saber una cosa acerca del Dios Emperador. Me dijo entonces que el Dios Emperador es capaz de hacer cualquier cosa, cualquier cosa siempre que considere que es instructiva.

—Muchos así lo creen —respondió la Habladora Pez.

—¿Tú no lo crees?

Hwi formuló la pregunta en el momento en que la rampa, tras describir la curva final, desembocaba en una pequeña antesala con un arco de entrada situado a pocos pasos de distancia.

—Nuestro Señor Leto os recibirá inmediatamente —dijo la Habladora Pez. Y dándose la vuelta comenzó a subir por la rampa sin contestar lo que creía.

Hwi atravesó el arco y se encontró en una cámara de techo bajo, mucho más reducida que el Salón de Audiencias, de ambiente frío y seco, iluminada en las esquinas superiores por una pálida luz amarilla procedente de unos puntos que resultaban invisibles. Se detuvo unos instantes para adaptar la vista a la penumbra, distinguiendo alfombras y mullidos almohadones alrededor de un bajo montículo de… Se llevó una mano a la boca al ver que el montículo se movía, dándose cuenta entonces de que era el propio Leto instalado en su carro, pero que este se encontraba hundido en un desnivel del suelo. Comprendió inmediatamente que la estancia estaba construida de esa forma con objeto de que el Dios Emperador resultara menos imponente para sus visitantes humanos, menos abrumador por sus dimensiones físicas. Nada podía hacerse, sin embargo, en lo relativo a su longitud y a la impresionante mole de su cuerpo, excepto mantenerlo en sombras proyectando casi toda la luz hacia el rostro y las manos.

—Ven a sentarte —le dijo Leto, con una voz baja y agradable que invitaba a la conversación.

Hwi cruzó la estancia hasta su almohadón granate situado a escasos metros del rostro de Leto y se sentó en él.

Leto contemplaba sus movimientos con evidente placer. Hwi vestía una túnica de color dorado oscuro y llevaba el pelo recogido con trenzas, lo que daba a su rostro un aspecto juvenil e inocente.

—He enviado vuestro mensaje a Ix —dijo ella—, y les he dicho que deseáis saber mi edad.

—Tal vez respondan —contestó él—. Tal vez hasta respondan la verdad.

—A mi me gustaría saber dónde nací y todos los demás detalles, pero no comprendo cómo esto puede interesaros a vos —replicó ella.

—Todo lo suyo me interesa.

—No les va a gustar que me designéis Embajador permanente.

—Tus amos son una curiosa mezcla de meticulosidad y dejadez —comentó él—, y yo no soporto de buen humor a los necios.

—¿Me encontráis necia, Señor?

—Malky no era necio; ni tú tampoco.

—Hace años que no he sabido nada de mi tío. A veces pienso si aún vivirá.

—A lo mejor también nos contestan a eso. ¿Te habló Malky alguna vez de mi costumbre de practicar el Taquiyya?

Ella quedó pensativa un instante y luego replicó:

—¿Es lo que se llamaba Ketman entre los antiguos Fremen?

—Sí. Es la práctica de ocultar la identidad cuando el revelarla puede ser perjudicial.

—Ahora lo recuerdo. Me explicó que escribíais historias bajo seudónimos, y que algunas de ellas se hicieron famosas.

—Aquella fue la ocasión en que hablamos del Taquiyya.

—¿Por qué habláis de ello, Señor?

—Para evitar otros temas. ¿Sabías que fui yo quien escribió los libros de Noah Arkwright?

Ella no pudo contener la risa.

—¡Qué divertido, Señor! A mí me obligaron a leer su vida.

También escribí yo ese relato. ¿Qué secretos te pidieron que arrancases de mí?

Ella ni tan siquiera pestañeó ante su estratégico cambio de tema.

—Tienen curiosidad por conocer el funcionamiento interno de la religión de Nuestro Señor Leto.

—¿Ah, sí?

—Desearían saber cómo privasteis de control religioso a la Bene Gesserit.

—Confiando sin duda en imitar mi acción para su propio provecho.

—Seguro que es esto lo que tienen en mente.

—Hwi, eres un pésimo representante de los ixianos.

—Soy vuestra servidora, Señor.

—¿Y tú no tienes ninguna curiosidad personal?

—Temo que mi curiosidad pudiera llegar a molestaros, Señor.

Él se la quedó mirando un instante, y luego contestó:

—Ya. Sí, tienes razón. De momento debemos evitar toda conversación de tipo íntimo. ¿Te gustaría que te hablara de la Bene Gesserit?

—Sí, sería interesante. ¿Sabéis que hoy he conocido a una de las representantes de la Orden?

—Sería Anteac.

—Me ha parecido aterradora.

—No tienes nada que temer de Anteac. Acudió a la Embajada de Ix por orden mía. ¿Te diste cuenta de que habíais sido invadidos por los Danzarines Rostro?

Hwi emitió un grito sofocado y luego se quedó inmóvil, mientras una sensación de frialdad le oprimía el pecho.

—¿Othwi Yake? —preguntó.

—¿Lo sospechabas?

—Es que simplemente me repelía, y me habían dicho que… —Se alzó de hombros y luego, tras comprender lo ocurrido, añadió—: ¿Qué le ha sucedido?

—¿Al verdadero? Está muerto. Eso es lo que acostumbran a hacer corrientemente los Danzarines Rostro. Mis Habladoras Pez tienen órdenes explícitas de no dejar un Danzarín Rostro vivo en tu embajada.

Hwi permaneció en silencio, mientras gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas. Eso explica las calles vacías y el enigmático «Sí» de Anteac. Eso explica muchas cosas.

—Hasta que puedas disponer las cosas de otro modo, cuenta con la ayuda de mis Habladoras Pez —dijo Leto—. Mis Habladoras te cuidarán bien.

Hwi se enjugó las lágrimas del rostro. Los Inquisidores de Ix reaccionarían con furia contra Tleilax. ¿Daría Ix crédito a su informe? Todo el personal de la Embajada sustituido por Danzarines Rostro. Resultaba difícil de creer.

—¿Los mataron a todos? —preguntó.

—No había razón para que los Danzarines Rostro dejaran a alguien con vida. A continuación te tocaba a ti.

Ella se estremeció.

—Se demoraron —explicó Leto— porque sabían que tendrían que reproducirte con una exactitud capaz de desafiar mis sentidos. Y no están muy seguros de mis dotes sensoriales.

—Luego Anteac…

—La Orden y yo poseemos la aptitud de detectar a los Danzarines Rostro. Y Anteac… bien, es extremadamente eficiente en su cometido.

—Nadie confía en los tleilaxu. ¿Por qué no han sido eliminados hace tiempo?

—Los especialistas, aparte de sus limitaciones, siempre tienen una utilidad. Me sorprendes, Hwi. No te imaginaba tan sanguinaria.

—Los tleilaxu… son demasiado crueles para ser humanos. ¡No son humanos!

—Te aseguro que los hombres pueden ser tan crueles como ellos. Yo mismo he sido muy cruel en ocasiones.

—Lo sé, Señor.

—Ante la provocación —afirmó Leto—. Pero las únicas personas a quienes a veces he pensado eliminar son las Bene Gesserit.

La conmoción de Hwi al oír aquellas palabras fue demasiado violenta para poder expresarse.

—Están tan próximas a lo que debieran ser y al mismo tiempo tan lejos de ello —se dolió Leto.

Ella recuperó el habla.

—Pero la Historia Oral afirma…

—La Religión de las Reverendas Madres, sí. En tiempos establecieron religiones específicas para determinadas sociedades. Y a ello lo llamaron ingeniería. ¿Qué opinas de ello?

—Que fue una crueldad.

—En efecto. Y los resultados demuestran el gran error que fue. Incluso después de los grandes intentos de ecumenismo quedaron incontables dioses, divinidades menores y aspirantes a profeta dispersos por todo el Imperio.

—Vos cambiasteis todo eso, Señor.

—En cierto modo, Hwi. Pero los dioses tardan en morir. Mi monoteísmo predomina pero el primitivo panteón perdura en la clandestinidad, oculto bajo diversos disfraces.

—Señor, percibo en vuestras palabras un… un… —Agitó la cabeza.

—¿Soy tan frío y calculador como la Hermandad?

Ella asintió.

—Fueron los Fremen quienes divinizaron a mi padre, el gran Muad’Dib. Aunque a él no le agrada demasiado que se le llame Grande.

—¿Pero los Fremen tenían…?

—¿Tenían razón? Mi querida Hwi, eran harto sensibles a la utilidad del poder, y estaban ansiosos por conservar su hegemonía.

—Encuentro todo esto… perturbador, Señor.

—Me doy cuenta. No te agrada la idea de que convertirse en dios resulte tan fácil que pueda hacerlo cualquiera.

—Suena demasiado frívolo, Señor. —Su voz tenía un matiz vagamente reprobador.

—Te aseguro que no puede hacerlo cualquiera.

—Pero vos dais a entender que heredasteis vuestra divinidad de…

—No sugieras jamás eso a una Habladora Pez —la interrumpió él—. Reaccionan con incontrolable violencia contra la herejía.

Ella intentó tragar saliva, notando reseca la garganta.

—Sólo he dicho eso para protegerte —añadió Leto.

—Gracias, Señor. —Su voz era débil.

—Mi divinidad comenzó el día que comuniqué a mis Fremen que ya no podía dar el agua de muerte a las tribus. ¿Sabes lo que es el agua de muerte?

—Sí, en los tiempos de Dune, el agua que se recuperaba de los cadáveres de los muertos.

—Ah… veo que has leído a Noah Arkwright.

Ella consiguió esbozar una sonrisa.

—Les dije a mis Fremen que el agua se consagraría a una Divinidad Suprema, innominada por aquel entonces. Mi magnanimidad permitía todavía a los Fremen controlar dicha agua.

—El agua debió ser valiosísima en aquellos tiempos.

—Mucho. Y yo, como delegado de la innominada deidad, ejercí un control no muy estricto sobre esa agua preciosa durante casi trescientos años.

Ella se mordió el labio inferior.

—¿Todavía te suena a frío y calculador? —preguntó él.

Ella asintió con la cabeza.

—Lo era. Cuando llegó el momento de consagrar el agua de mi hermana, realicé un milagro. Desde la urna de Ghani hablaron las voces de todos los Atreides. Así mis Fremen descubrieron que yo era la Divinidad Suprema.

Amedrentada, con la voz rebosante de incertidumbre y desconcierto ante esta revelación, Hwi dijo:

—¿Señor, estáis acaso diciéndome que no sois en realidad un dios?

—Te estoy diciendo que no juego al escondite con la muerte.

Ella quedó mirándole varios minutos antes de responderle con unas palabras reveladoras de que había comprendido el significado más profundo de cuanto le había dicho. Fue una reacción que sólo sirvió para intensificar su ternura hacia él.

—Vuestra muerte no será como otras muertes —dijo.

—Hwi, mi preciosa —murmuró él.

—Me extraña que no temáis el juicio de una verdadera Deidad Suprema —añadió ella.

—¿Acaso estás juzgándome, Hwi?

—No, pero temo por vos.

—Piensa en el precio que pago por ello —replicó Leto—. Toda partícula que de mí descienda llevará encerrada en sí una ínfima porción de mi conciencia, perdida e indefensa.

Ella se llevó ambas manos a la boca y se quedó mirándole sin decir nada.

—Este es el horror al que mi padre no pudo enfrentarse y que yo trato de impedir: la infinita división y subdivisión de una identidad ciega.

Ella bajó las manos y murmuró en un susurro:

—¿Estaréis consciente?

—En cierto modo sí… pero quedaré mudo. Una pequeña perla de mi consciencia partirá con cada gusano de arena, con cada trucha de arena, sabiéndolo y al mismo tiempo viéndose imposibilitada de mover ni una sola célula, consciente en un sueño eterno.

Ella se estremeció.

Leto la observó tratar de comprender tal existencia. ¿Podría imaginarse el clamor final cuando los subdivididos fragmentos de su identidad luchasen por apoderarse de un debilitado control de la máquina ixiana que registraba sus Diarios? ¿Podría ella captar el angustioso silencio que seguiría a tan espantosa fragmentación?

—Señor, usarían esta información contra vos si yo revelara cuanto me habéis dicho.

—¿Lo harás?

—No, claro que no. —Agitó la cabeza lentamente. ¿Por qué habría aceptado esta terrible transformación? ¿No había una salida?

Entonces dijo:

—La máquina que registra vuestros pensamientos, ¿no podría adaptarse a…?

—¿A un millón de yoes? ¿A un billón? ¿A más quizá? Mi querida Hwi, ninguna de esas perlitas conscientes seré verdaderamente yo.

Los ojos de la muchacha se empañaron de lágrimas. Parpadeó repetidamente y realizó una profunda inspiración. Leto reconoció en ello el adiestramiento Bene Gesserit, en su manera de aceptar el advenimiento de un flujo de serenidad.

—Señor, lo que me habéis dicho me causa un grandísimo miedo.

—Y no comprendes por qué lo he hecho.

—¿Es posible que lo comprenda?

—Oh, sí. Muchos pudieron comprenderlo. Lo que luego hizo la gente con lo que había comprendido ya es otro asunto.

—¿Me enseñaréis lo que debo hacer?

—Ya lo sabes.

Hwi asimiló estas palabras en silencio, luego dijo:

—Es algo relacionado con vuestra religión. Lo intuyo.

Leto sonrió.

—Puedo perdonarles a tus amos ixianos casi todo por el valioso regalo que me han hecho contigo. Pide y recibirás.

Ella se inclinó hacia él, balanceándose hacia adelante en el almohadón.

—Pronto lo sabrás todo de mí, Hwi. Te lo prometo. Recuerda simplemente que el culto al sol que practicaron nuestros primitivos antepasados no era descabellado.

—¿Culto… al sol…? —Se balanceó hacia atrás.

—Ese sol que controla la vida y todo el movimiento, pero que no puede tocarse porque ese sol es la muerte.

—¿Vuestra… muerte?

—Toda religión gira como un planeta alrededor de un sol que le proporciona la energía, y del que depende para su misma existencia.

La voz de Hwi fue poco más que un susurro:

—¿Qué veis en vuestro sol, Señor?

—Un universo de innumerables ventanas a las que me asomo. El paisaje que enmarca la ventana, eso es lo que veo.

—¿El futuro?

—El universo es en su esencia intemporal, y por lo tanto contiene todos los tiempos y todos los futuros.

—Entonces es cierto —replicó ella—. Visteis alguna cosa que esto —y señaló al inmenso cuerpo segmentado— puede impedir.

—¿Alcanzas a comprender que, aún a pequeña escala, eso puede ser sagrado?

Ella no pudo hacer más que asentir con la cabeza.

—Debo advertirte que si decides compartir todo conmigo, la carga será terrible.

—¿Aligeraría eso vuestra carga, Señor?

—Aligerarla no, pero la haría más fácil de aceptar.

—Entonces quiero compartirlo. Habladme, Señor.

—Todavía no, Hwi. Debes tener paciencia un poco más.

Ella ocultó su desilusión con un suspiro.

—Es sólo que mi Duncan Idaho se impacienta. Debo ocuparme de él.

Ella miró hacia atrás, pero la pequeña antesala permanecía vacía.

—¿Deseáis que me retire?

—Desearía que no te retirases nunca.

Ella se quedó observándole, emocionada por la intensidad de su mirada y el ansioso vacío de su expresión que la llenó de tristeza.

—Señor. ¿Por qué me contáis a vuestros secretos?

—No podría pedirte que fueses la novia de un dios.

Los ojos de Hwi se abrieron sobresaltados.

—No me respondas —dijo él.

Moviendo imperceptiblemente la cabeza, ella recorrió con la mirada la mole de su cuerpo envuelto en sombras.

—No busques elementos o miembros de mi cuerpo que ya no existen —dijo él—. Para mí ciertas formas de intimidad física resultan imposibles.

Ella devolvió la mirada al rostro enmarcado en la cogulla, notando la sonrosada piel de las mejillas y el efecto intensamente humano de aquellas facciones engarzadas en aquel medio extraño.

—Si quisieras tener hijos —añadió él—, te pediría tan sólo que me dejases elegir el padre. Pero aún no te he preguntado.

Con una voz muy débil, ella contestó:

—Señor, no sé qué…

—Pronto regresaré a la Ciudadela —replicó él—. Allí vendrás a verme y hablaremos.

Entonces te explicaré lo que yo, con mi transformación, impido.

—Estoy asustada, Señor, más de lo que nunca imaginé poder estar.

—No tengas miedo de mí. No puedo ser más que muy dulce con mi dulce Hwi. En cuanto a los restantes peligros, mis Habladoras Pez te defenderán con sus propios cuerpos sin permitir que nada malo te ocurra.

Hwi se puso de pie y se quedó temblando.

Leto vio lo hondo que sus palabras la habían afectado, y se afligió por ello. Los ojos de Hwi estaban empañados en lágrimas, apretaba las manos con fuerza para dominar su temblor. Él sabía que ella acudiría de buen grado a la Ciudadela y que, fuera cual fuese su pregunta, la respuesta de Hwi sería idéntica a la de sus Habladoras Pez:

—Sí, Señor.

Leto pensó entonces que si ella pudiera cambiar de sitio con él para aceptar su carga, Hwi se ofrecería para ello, pues el hecho de no poder hacerlo no servía sino para aumentar su angustia. Ella era la personificación de la inteligencia sobre la base de una profunda sensibilidad, sin ninguna de las debilidades hedonísticas de Malky. La perfección de Hwi inspiraba temor. Todo en ella reafirmaba el convencimiento de Leto de que era precisamente la clase de mujer que, de haber alcanzado una virilidad normal, hubiera deseado, no, exigido, como su compañera.

Y los ixianos lo sabían.

—Retírate ya —murmuró.