16

¿Cuál es la más profunda diferencia entre nosotros, entre vosotros y yo? Ya lo sabéis. Son estos recuerdos ancestrales. Los míos me sobrevienen con todo el relumbrar de la consciencia. Los vuestros operan desde vuestro nivel ciego. Algunos lo llaman instinto o azar. Los recuerdos ejercen su influencia en cada uno de nosotros, en lo que pensamos y en lo que hacemos. ¿Pensáis que estáis inmunes a tales influencias? Soy Galileo. Estoy aquí y os digo: «Eppur si muove». Lo que se mueve puede ejercer su fuerza según unas maneras que ningún poder mortal antes de mí osó refrenar. Yo estoy aquí para atreverme a ello.

Los Diarios Robados

—Cuando era niña me observaba, ¿recuerdas? Cuando pensaba que no la veía, Siona me vigilaba, como el halcón del desierto se cierne sobre la guarida de su presa. Tú mismo lo mencionaste.

Mientras hablaba desde lo alto del carro, Leto hizo dar un cuarto de vuelta a su cuerpo. Ello aproximó su rostro, prendido en su cogulla, al de Moneo, que avanzaba corriendo junto al Carro Real.

Despuntaba el día en la ruta del desierto que, salvando la elevada cordillera artificial, conducía desde la Ciudadela del Sareer hasta la Ciudad Sagrada. La ruta cruzaba el desierto con una línea de una rectitud semejante a un rayo láser hasta alcanzar el punto en que ahora se encontraban, donde, tras describir una amplia curva, descendía penetrando en unas angostas gargantas bordeadas de terraplenes antes de cruzar el río Idaho. El aire estaba cargado de las espesas nieblas del río que se precipitaba con clamoroso retumbar en la distancia, pero Leto había desplegado la burbuja transparente que aislaba del exterior la parte delantera de su carro. La humedad le producía un molesto hormigueo en su cuerpo de gusano, pero prendido en la niebla perduraba el dulce aroma del desierto con que su olfato humano se deleitaba. De improviso ordenó detenerse al cortejo.

—¿Por qué razón nos detenemos, Señor? —inquirió Moneo.

Leto no respondió. El carro crujió al arquear su mole de forma pronunciada, lo cual le permitió levantar la cabeza y contemplar al otro lado del Bosque Prohibido la bruñida superficie plateada del Mar de Kynes brillando a la derecha en la distancia. Se volvió hacia la izquierda y divisó los vestigios de la Muralla Escudo, sinuosa sombra baja a la luz de la mañana. Allí habían elevado la cordillera hasta una altura de casi dos mil metros, con el fin de circundar el Sareer y reducir en él la humedad traída por el aire. Desde esa atalaya Leto divisó la distante hendedura donde había ordenado edificar la Ciudad Sagrada de Onn, sede del magno Festival.

—Tengo el capricho de detenerme.

—¿No debiéramos cruzar el puente antes de descansar?

—No estoy descansando.

Leto siguió mirando al frente. Tras una serie de curvas y recodos, visibles desde ese punto sólo como una sombra sinuosa, la elevada calzada cruzaba el río por un puente colgante, salvaba la barrera de una sierra, y descendía con suavidad hasta la ciudad que desde esta distancia ofrecía un panorama de torres y agujas relucientes.

—El Duncan actúa con gran mansedumbre —comentó Leto—. ¿Mantuviste ya tu larga charla con él?

—Efectivamente, tal como me ordenasteis, Señor.

—Bien, hace sólo cuatro días —observó Leto—. Generalmente tardan más en recuperarse.

—Ha estado muy atareado ocupándose de la Guardia. Anoche salieron de nuevo hasta altas horas.

—A los Duncans les desagrada andar al descubierto. Siempre piensan en todo lo que podría servir para atacarnos.

—Lo sé, Señor.

Leto se volvió y se quedó mirando de lleno a Moneo. El mayordomo vestía un manto verde sobre su blanco uniforme y se hallaba de pie, junto a la abertura de la burbuja, en el lugar exacto que su deber le obligaba a ocupar en estas excursiones.

—Eres formal y cumplidor, Moneo —dijo Leto.

—Gracias, Señor.

Guardias y cortesanos se mantenían a respetuosa distancia, bastante detrás del Carro Real. La mayoría trataba de evitar incluso la apariencia de escuchar el diálogo que Leto y Moneo sostenían. Idaho no. Había situado a varias guardias de las Habladoras Pez a ambos lados del Camino Real, ordenándoles que se desplegaran, y en aquel momento se hallaba erguido contemplando el Carro Real. Vestía un uniforme negro ribeteado de blanco, regalo, según Moneo, de las Habladoras Pez.

—Este les agrada mucho. Conoce bien su oficio.

—¿Qué hace, Moneo?

—¡Cómo! Vigilar y guardar vuestra persona, Señor.

Las mujeres de la Guardia vestían todas un uniforme verde muy ceñido, con el halcón rojo de los Atreides en el pecho izquierdo.

—Le observan con gran atención —comentó Leto.

—Sí. Les está enseñando a comunicarse con las manos. Dice que forma parte del adiestramiento Atreides.

—Cierto. Me pregunto por qué el anterior no lo haría.

—Señor, si no sabéis…

—Bromeo, Moneo. El anterior Duncan no se sintió amenazado hasta que fue demasiado tarde. ¿Ha aceptado éste nuestras explicaciones?

—Así me lo han comunicado, Señor. Ha emprendido felizmente vuestro servicio.

—¿Por qué lleva tan sólo ese cuchillo en la cintura?

—Las mujeres le han convencido de que entre ellos sólo los que reciben un adiestramiento especial deben ir armados con rayos láser.

—Exageras en tus precauciones, Moneo. Di a las mujeres que es demasiado pronto para empezar a temer a éste.

—Como mi Señor ordene.

Resultaba evidente para Leto que su nuevo Comandante en jefe de la Guardia no disfrutaba con la presencia de los cortesanos, pues se mantenía francamente apartado de ellos. Según le habían informado a Idaho, casi todos ellos eran funcionarios civiles que hoy aparecían ataviados con sus más finas y lucidas galas, pues debían ostentar su poderío y acceder a la presencia del Dios Emperador. Leto se percataba de lo necios que debían parecer los cortesanos a los ojos de Idaho, pero también recordaba otras elegancias mucho más incongruentes, y pensó que la exhibición de aquellas podía incluso representar una mejora.

—¿Le has presentado ya a Siona? —preguntó Leto.

Ante la mención de Siona, las cejas de Moneo se fruncieron heladas.

—Cálmate —añadió Leto—. Aún cuando me espiara, la sigo queriendo.

—Intuyo peligro en ella, Señor. A veces pienso que es capaz de leer mis más secretos pensamientos.

—La niña lista conoce a su padre.

—No bromeo, Señor.

—Si, ya me doy cuenta. ¿Has notado que el Duncan se impacienta?

—Han explorado la ruta casi hasta el puente —dijo Moneo.

—¿Y qué han encontrado?

—Lo mismo que yo: unos pocos Fremen de Museo.

—¿Otra petición?

—No os enojéis, Señor.

Una vez más, Leto escudriñó el paisaje. La obligada exposición al aire libre, el largo y majestuoso viaje con el aparato ritual necesario para satisfacer a las Habladoras Pez, todo ello enervaba a Leto. Y para colmo, una nueva petición.

Idaho avanzó unos pasos, deteniéndose detrás de Moneo.

Los movimientos de Idaho aparecieron teñidos por un toque de amenaza. Tan pronto no será, pensó Leto.

—¿Por qué nos detenemos, Señor? —preguntó Idaho.

—Suelo parar aquí a menudo —repuso Leto.

Era cierto. Giró la cabeza y dirigió la mirada al otro lado del puente colgante. La ruta serpenteaba descendiendo desde las alturas de las gargantas hacia el Bosque Prohibido, y desde allí atravesaba los campos que bordeaban la orilla del río. Leto solía detenerse aquí a contemplar la salida del sol. Sin embargo, esa mañana tenía algo… el sol brillando en el conocido paisaje… algo que conjuraba recuerdos lejanos.

Los campos de las Plantaciones Reales se extendían rebasando los límites del bosque, y cuando el sol se elevó sobre la distante curva del terreno su luz dorada hizo resplandecer las espigas que ondulaban la campiña. Esas ondas evocaron en Leto el recuerdo de la arena, de las majestuosas dunas que antaño asolaran esta misma comarca.

Y la asolarán una vez más.

Los dorados trigales no poseían el brillante color de ámbar silíceo de su añorado desierto. Leto miró hacia atrás, hacia las amuralladas extensiones del Sareer, su santuario del pasado. Los colores eran completamente distintos. De todas formas, al volver a mirar a su Ciudad Sagrada sintió una punzada de dolor en el lugar en que sus numerosos corazones proseguían su proceso de lenta transformación hacia un nuevo órgano, profundamente extraño.

¿Qué tendrá esta mañana que me hace añorar mi perdida humanidad?, se preguntó Leto.

De todo el cortejo real que contemplaba esa familiar escena de bosques y campos de labor, Leto sabía que tan sólo él consideraba aquel paisaje exuberante como el bahr bela ma, el océano sin agua.

—Duncan —dijo Leto—. ¿Ves aquello que hay allí, en dirección a la ciudad? Aquello era el Tanzerouft.

—¿La Tierra del Terror? —Idaho mostró su sorpresa en la rápida mirada que dirigió a Onn, para volverla a fijar después en Leto.

—El bahr bela ma —dijo Leto—. Lleva más de tres mil años oculto bajo una alfombra de vegetación. De todos los que viven actualmente en Arrakis, sólo nosotros dos hemos visto el desierto original.

Idaho miró nuevamente hacia Onn y preguntó:

—¿Dónde está la Muralla Escudo?

—El Desfiladero de Muad’Dib está ahí, justamente donde edificamos la ciudad.

—¿Esa línea de colinas? ¿Eso es lo que queda de la Muralla Escudo? ¿Qué ocurrió?

—Estás de pie encima de ella.

Idaho levantó la vista hacia Leto, y después bajó los ojos para observar la calzada y mirar a su alrededor.

—Señor, ¿reanudamos el camino? —preguntó Moneo.

Ese Moneo, siempre con el reloj a cuestas, es la llamada del deber, pensó Leto. Pero había visitantes de rango que recibir, y había que atender a otros asuntos urgentes. El tiempo le apremiaba, y no le agradaba cuando su Dios Emperador se ponía a hablar de los viejos tiempos con los Duncans.

De pronto Leto se dio cuenta de que había prolongado su parada mucho más que de ordinario. La guardia y los cortesanos tenían frío después de la carrera matutina. Casi todos habían elegido sus atuendos con más ánimo de exhibirse que de protegerse de las inclemencias del tiempo.

Tal vez la exhibición sea una forma de protección, pensó Leto.

—Había dunas —dijo Idaho.

—En extensiones de miles de kilómetros —añadió Leto.

Moneo se sentía inquieto. Conocía bien el talante reflexivo de su Dios Emperador, pero aquel día su introspección aparecía teñida por un toque de tristeza. Quizá a causa de la reciente desaparición de un Duncan. Leto solía ofrecer información de importancia los días que se sentía triste. Los caprichos o los cambios de humor del Dios Emperador no podían discutirse, pero en cambio a veces podían emplearse.

Habrá que advertir a Siona, pensó Moneo. ¡Ojalá la muy estúpida me escuche!

Siona se mostraba más rebelde que nunca. Mucho más. Leto había domesticado a Moneo persuadiéndole a aceptar la Senda de Oro y cumplir los deberes para los que había sido engendrado, pero los métodos usados con un Moneo no darían resultado alguno con Siona. Observando este particular, Moneo se había enterado de ciertas cosas relativas a su adiestramiento que jamás hubiera sospechado.

—No diviso ningún punto de referencia identificable —decía Idaho.

—Ahí mismo —indicó Leto, señalando—. Al final del bosque. Ese era el camino de la Roca Astillada.

Moneo prescindió de sus voces. Fue la irresistible fascinación del Dios Emperador lo que en último extremo me doblegó. Leto no cesaba nunca de sorprender y asombrar. Era imprevisible. Moneo lanzó una mirada de soslayo al perfil del Dios Emperador. ¿En qué se ha convertido?

Al entrar al servicio del Dios Emperador, y formando parte de sus deberes, Moneo tuvo que estudiar en los archivos privados de la Ciudadela los informes relativos a la transformación de Leto, pero la simbiosis con las truchas de arena seguía siendo un misterio que ni siquiera las palabras del propio Leto lograban desentrañar. De creer lo que afirmaban los informes, la epidermis formada por las truchas de arena tornaba su cuerpo casi por completo invulnerable al paso del tiempo y a cualquier violencia. Los anillos centrales del gran cuerpo podían incluso absorber ataques hechos con rayos láser.

Primero la trucha de arena, luego el gusano; fases todas del gran ciclo que produjo la melange. Ese ciclo que se hallaba contenido en el Dios Emperador… marcando el tiempo.

—Sigamos —dijo Leto.

Moneo se percató de haber pasado algo por alto y, poniendo punto final a sus meditaciones, observó que Duncan Idaho le contemplaba sonriendo.

—A eso lo llamábamos estar en la luna —dijo Leto.

—Mis excusas, Señor —dijo Moneo—. Estaba…

—En la luna, pero no tiene importancia.

Su humor ha mejorado, pensó Moneo. Creo que debo agradecérselo al Duncan.

Leto se acomodó en el carro, cerró solo una parte de la burbuja delantera y, dejando la cabeza al descubierto, lo activó. Al ponerse en marcha, el carro aplastó los guijarros del camino.

Idaho se situó codo a codo con Moneo y se dispuso a correr a su lado.

—Ese carro va provisto de bulbos de flotación, pero él en cambio emplea las ruedas —comentó Idaho—. ¿Por qué lo hace?

—A Nuestro Señor Leto le agrada utilizar las ruedas en lugar de la antigravedad.

—¿Con qué funciona ese aparato? ¿Cómo lo conduce?

—¿Se lo has preguntado?

—No he tenido ocasión.

—El Carro Real es de fabricación ixiana.

—¿Y eso qué significa?

—Según se dice, Nuestro Señor Leto activa y conduce su carro simplemente pensando en determinada forma.

—¿Acaso no lo sabes con certeza?

—Las preguntas de esta índole le desagradan. Incluso para sus íntimos, pensó Moneo, el Dios Emperador continúa siendo un misterio.

—¡Moneo! —exclamó Leto.

—Más te vale que regreses junto a tus guardias —le aconsejó Moneo, indicándole por señas que retrocediera.

—Preferiría ir delante de ellas —replicó Idaho.

—¡Nuestro Señor no lo quiere! ¡Vuelve atrás!

Moneo se apresuró a situarse junto al rostro de Leto, observando que Idaho retrocedía atravesando las filas de cortesanos hasta el destacamento de retaguardia de sus soldados.

Leto bajó los ojos para mirar a Moneo.

—Encuentro que has manejado ese asunto con suma habilidad, Moneo.

—Gracias, Señor.

—¿Sabes por qué quiere el Duncan ir en vanguardia?

—Ciertamente, Señor. Es el lugar que le correspondería a vuestra guardia.

—Y este olfatea peligro.

—No os comprendo, Señor. No comprendo por qué hacéis estas cosas.

—Eso es verdad, Moneo.