Siempre es posible encontrar un campo de batalla si buscas con el suficiente empeño.
BASHAR MILES TEG, Memorias de un viejo comandante
Restos de polvo y arena de la cubierta de carga remolineaban por los corredores de la no-nave, pero los gusanos se habían ido, y Leto II se había ido con ellos. La intensa luz del sol del planeta de las máquinas penetraba en la nave por los boquetes. Perpleja, Sheeana escuchaba el sonido de los behemoths que avanzaban haciendo estragos por Sincronía. Anhelaba estar con ellos. Aquellos gusanos también eran suyos.
Pero Leto estaba mucho más próximo a los gusanos que ella, y los gusanos eran parte de él.
Duncan Idaho llegó por detrás. Ella se volvió, con el olor a arenilla pegado al rostro y la ropa.
—Es Leto. Está…, con los gusanos de arena.
Él esbozó una sonrisa dura.
—Eso es algo que las máquinas no esperan. Incluso Miles se habría sorprendido. —La cogió del brazo y se la llevó de la cubierta de carga—. Ahora nos toca a nosotros hacer algo igual de espectacular.
—Será difícil igualar lo que Leto está haciendo.
Duncan se detuvo.
—Llevamos años huyendo de ese anciano y esa anciana, y no pienso seguir sentado en esta prisión. Nuestra armería está llena de armas reunidas por las Honoradas Matres. Y tenemos las minas que los Danzarines Rostro no utilizaron en sus sabotajes. Llevemos la lucha fuera, a su casa.
Sheeana sintió la férrea determinación de Duncan y encontró una determinación igual en sí misma.
—Estoy lista. Y a bordo tenemos a más de doscientas personas entrenadas en las técnicas de combate Bene Gesserit. —En su mente, Serena Butler le mostró terribles visiones de combates entre humanos y máquinas, horribles carnicerías. Pero a pesar de estos horrores, Sheeana se sentía extrañamente exultante—. Lo llevamos en los genes desde hace miles de años. Como el águila y la serpiente, el toro y el oso, la avispa y la araña, los humanos y las máquinas son enemigos a muerte.
— o O o —
Tras décadas huyendo, después de haber escapado varias veces de la red de taquiones, por fin habría un desenlace. Cansados de aquella sensación de impotencia, los cautivos del Ítaca se dirigieron en tropel a la armería. Todos estaban deseando contraatacar, aunque sabían que lo tenían todo en contra. Duncan lo esperaba con anhelo.
El arsenal de armas no era particularmente imponente. Muchas de aquellas armas solo disparaban dardos, agujas afiladas que no servirían de nada contra el blindaje de los robots. Pero Duncan distribuyó pistolas láser, lanzadores de impulsos y rifles de proyectiles. Cuadrillas de demolición podían colocar los explosivos que quedaban contra los cimientos de los edificios y hacerlos detonar.
El maestro tleilaxu Scytale se abrió paso entre la gente en el corredor, tratando de llegar a Sheeana, con cara de tener algo importante que decir.
—Recuerda, ahí fuera tenemos más enemigos que unos simples robots. Omnius tiene un ejército de Danzarines Rostro a su servicio.
Duncan le pasó un rifle de dardos a la reverenda madre Calissa, que parecía tan ávida de sangre como cualquier Honorada Matre.
—Esto frenará a unos cuantos Danzarines Rostro.
—Hay otra forma de ayudar —anunció el hombrecito con una ligera sonrisa—. Antes de que nos capturaran, empecé a producir la toxina específica que ataca a los Danzarines Rostro. Prepare sesenta tubos, por si había que saturar el aire de la nave. Libéralo en la ciudad. Quizá provocará náuseas en los humanos, pero es letal para los cambiadores de forma.
—Nuestras armas harán el resto… o nuestras manos —dijo Sheeana, y se volvió hacia los otros—. ¡Coged los tubos! ¡La batalla nos espera!
Un feroz ejército de humanos salió por el boquete abierto en el casco del Ítaca. Sheeana dirigía a sus Bene Gesserit. Las reverendas madres Calissa y Elyen guiaban a sus grupos por las calles cambiantes buscando objetivos vulnerables. Reverendas Madres, acólitas, hombres Bene Gesserit, censoras y operarios corrían con sus armas, muchas de las cuales nunca habían sido disparadas.
Con un alarido, un Duncan bien armado cargó contra la barroca metrópolis. En su vida original, no vivió lo bastante para unirse a Paul Muad’Dib y sus Fedaykin fremen en sus sanguinarios ataques contra los Harkonnen. Ahora las apuestas eran mucho más desesperadas, y tenía intención de cambiar las cosas.
Las calles de Sincronía estaban revueltas, los edificios se expandían y se retorcían. Los gusanos de Leto ya habían empezado a perforar los cimientos de las estructuras, penetrando el metal vivo y flexible y derribando torres elevadas. Por toda la galaxia la flota de Omnius estaba inmersa en numerosas batallas. Duncan pensó en Murbella, allá fuera —si es que seguía con vida—, haciéndoles frente, combatiéndolos.
Las calles estaban llenas de robots de combate. Salían de entre los edificios, formando y disparando armas de proyectiles con sus propios cuerpos. Las Bene Gesserit buscaron enseguida refugio. Los rayos láser hacían humeantes agujeros en los robots de combate; los proyectiles explosivos los convertían en despojos.
Lanzándose a la refriega, Duncan hizo uso de sus habilidades adormecidas de maestro de espadas para atacar a los robots más cercanos. Llevaba un pequeño lanzador de proyectiles y una vara sónica que transmitía un golpe mortífero cada vez que tocaba a una máquina pensante.
Desde todas las direcciones los Danzarines Rostro cargaban contra los humanos, mientras los robots de combate volvían su atención a los destructivos gusanos de arena. Las primeras filas de cambiadores de forma avanzaron con expresión neutra e ilegible, provistas de armas diseñadas por las máquinas.
Cuando los primeros tubos del gas gris verdoso de Scytale empezaron a remolinear a su alrededor, los Danzarines Rostro enfervorecidos no entendían lo que estaba pasando. Pronto empezaron a caer, retorciéndose, mientras sus rostros se fundían sobre los huesos. Demasiado tarde intuyeron el peligro y se arrastraron tratando de alejarse, mientras los humanos lanzaban más gas venenoso entre ellos.
Las Bene Gesserit seguían avanzando. Los grupos de demolición colocaron minas en la base de los edificios, que no pudieron apartarse a tiempo. Poderosas explosiones derribaron las temblorosas torres de metal. Sheeana apremió a su grupo a buscar refugio mientras los edificios se desmoronaban estruendosamente. Luego siguieron avanzando.
Duncan decidió separarse de ella. En el centro de la ciudad, la inmensa y luminosa catedral le llamaba como una baliza, como si toda la intensidad del pensamiento de la supermente se estuviera canalizando a través de ella. Sabía que Paul Atreides estaba allí, luchando tal vez por su vida, muriendo tal vez. Jessica también estaba allí. Un poderoso instinto fruto de los recuerdos de su primera vida le decía dónde tenía que ir. Tenía que estar junto a Paul en la guarida del Enemigo.
—Mantén a las máquinas ocupadas, Sheeana. Ni siquiera la supermente puede luchar en un número infinito de frentes a la vez. —Señaló con la cabeza a la catedral—. Yo voy allí.
Antes de que Sheeana pudiera decir nada, Duncan desapareció.