Ahora que he montado a uno de los gusanos de arena y tocado la inmensidad de su existencia, comprendo la reverencia que sentían los antiguos fremen cuando miraban a los gusanos como su dios, Shai-Hulud.
MAESTRO TLEILAXU WAFF, carta al Consejo de Maestros de Bandalong, enviada justo antes de la destrucción de Rakis
Los dos últimos especímenes de Waff murieron en el interior del terrario.
Aunque había liberado ocho gusanos en el desierto, Waff había conservado dos en el laboratorio modular para continuar sus investigaciones, pensando que lo que descubriera incrementaría sus posibilidades de sobrevivir. Pero no había ido bien. Waff rezaba vigorosamente cada día, meditaba sobre los textos sagrados que había llevado consigo, y buscaba la guía de Dios para averiguar la mejor manera de nutrir al Profeta renacido. Ahora los ocho gusanos estaban libres, perforando la arena endurecida y quebradiza como exploradores en un mundo muerto. El maestro tleilaxu esperaba que sobrevivieran en aquel entorno desolado.
En sus días finales, los dos pequeños gusanos de su acuario se volvieron lentos, no podían procesar los nutrientes que les daba, aunque químicamente era un alimento equilibrado, pensado para suplir las necesidades de los gusanos de arena. ¿Tendrían la capacidad de sentir desesperación? Cuando levantaban sus cabezas redondas sobre la superficie arenosa del tanque de contención, parecía como si hubieran perdido la voluntad de vivir.
Y en una semana los dos murieron.
Aunque Waff veneraba a aquellas criaturas y lo que representaban, necesitaba desesperadamente datos científicos vitales para mejorar las probabilidades de supervivencia de los otros gusanos. Una vez muertos, no tuvo muchos escrúpulos en abrir sus cuerpos, separar sus segmentos y examinar los órganos internos. Dios lo entendería. Si conseguía vivir lo suficiente, iniciaría la siguiente fase en cuanto Edrik fuera a buscarle. Si es que volvía, con su crucero y sus sofisticados laboratorios.
Sus ayudantes de la Cofradía le ofrecían insistentemente ayuda, pero Waff prefería trabajar solo. Ahora que habían montado el campamento, el maestro tleilaxu no tenía más trabajo para ellos. Por lo que a él respectaba, eran libres de unirse a Guriff y sus cazadores de tesoros en su búsqueda de reservas de especia perdida en aquella tierra yerma.
Cuando uno de aquellos anodinos hombres de la Cofradía se presentó ante él reclamando su atención, Waff perdió enseguida el delicado equilibrio de sus pensamientos.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—El crucero ya tendría que haber regresado. Algo va mal. Los navegantes de la Cofradía nunca se retrasan.
—No prometió que volvería. ¿Cuándo espera Guriff la próxima nave de la CHOAM? Podéis marcharos en ella. —De hecho, os animo encarecidamente a que lo hagáis.
—Quizá al navegante tú no le preocupas, tleilaxu, pero a nosotros nos hizo ciertas promesas.
A Waff no le importó el insulto.
—Entonces volverá. Por lo menos querrá saber cómo les va a mis nuevos gusanos.
El ayudante de la Cofradía miró con el ceño fruncido a la criatura que tenía abierta sobre la mesa de exploración.
—No parece que a tus juguetes les vaya muy bien.
—Hoy saldré a comprobar los especímenes que liberé. Espero encontrarlos sanos y más fuertes que nunca.
Cuando el sofocado hombre de la Cofradía se marchó, Waff se cambió y se puso un equipo protector y salió dando saltitos hacia el vehículo terrestre del campamento. La señal localizadora indicaba que los gusanos no se habían alejado mucho de las ruinas del sietch Tabr. En un intento por darse ánimos, supuso que habían encontrado una franja subterránea habitable y estaban estableciendo allí sus nuevos dominios. Conforme el número de gusanos aumentara en Rakis, ellos trabajarían el terreno, y devolverían al desierto su antiguo esplendor. Gusanos de arena, truchas de arena, plancton de arena, melange. El gran ciclo ecológico volvería a empezar.
Recitando unas oraciones rituales, Waff se desplazó por aquel extraño desierto calcinado. Los músculos le temblaban, los huesos le dolían. Como las cadenas de montaje de una fábrica dañada en una guerra, sus órganos deteriorados se esforzaban por mantenerle con vida. Su cuerpo fallaría cualquier día, pero no tenía miedo. Él ya había muerto… y muchas veces.
Y sin embargo esas otras veces, siempre había tenido la fe y la seguridad de que había un ghola desarrollándose para él. Esta vez, aunque sabía que ya no podría volver a la vida, Waff estaba satisfecho con lo que había logrado. Su legado. Las perversas Honoradas Matres habían tratado de exterminar al Mensajero de Dios en Rakis, y Waff le haría volver. ¿A qué objetivo mayor puede aspirar un hombre en su vida? ¿En sus muchas vidas?
Siguiendo las señales del localizador, Waff se alejó de las montañas erosionadas, en dirección a las dunas. Ah, los gusanos debían de haber salido a terreno abierto, buscando arenas en las que sumergirse para iniciar sus nuevas vidas.
En cambio, la imagen que vio le llenó de pavor.
Enseguida localizó a los ocho gusanos salidos del nido. De hecho, demasiado pronto. Waff detuvo el vehículo y salió trastabillando. El aire caliente y enrarecido le hacía jadear, los pulmones y la garganta le quemaban. Corrió, sin ver apenas a través de las lágrimas.
Sus preciosos gusanos de arena estaban en el suelo duro, casi sin moverse. Habían traspasado la cubierta endurecida de las dunas y habían perforado la tierra más blanda y granulosa de debajo… para volver a salir. Y ahora se estaban muriendo.
Waff se arrodilló junto a uno de los gusanos. Estaba flácido, grisáceo, apenas se movía. Otro se había incorporado lo suficiente para tenderse sobre una roca, y allí quedó, desinflado, incapaz de moverse. Waff lo tocó, apretó con fuerza los segmentos endurecidos. El gusano siseó y se sacudió.
—¡No podéis moriros! Vosotros sois el Profeta, y esto es Rakis, vuestro hogar, vuestro santuario. ¡Tenéis que vivir! —Su cuerpo se sacudió con un espasmo de dolor, como si su vida estuviera ligada a la de los gusanos—. ¡No podéis moriros, otra vez no!
Pero por lo visto el daño causado en aquel planeta era demasiado para los gusanos. Si ni siquiera el Gran Profeta podía aguantar. Sin duda habían llegado los Tiempos del Fin.
Waff había oído hablar de antiguas profecías: Kralizec, la gran batalla del fin del universo, el punto de inflexión que lo cambiaría todo. Sin el Mensajero de Dios, la humanidad estaba perdida. Los últimos días ya estaban aquí.
Waff pegó la frente contra la superficie reblandecida de aquella criatura polvorienta y moribunda. Había hecho cuanto había podido. Quizá Rakis no volvería a ver jamás a los gusanos gigantescos. Quizá aquello era realmente el fin.
Y a juzgar por lo que veían sus ojos, no podía negar que el Profeta había caído.