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El gusano está fuera, a la vista de todos, y el gusano está en mí, es parte de mí. Cuidado, porque yo soy el gusano. ¡Cuidado!

LETO II, grabaciones de Dar-es-Balat, en su propia voz

Cuando se llevaron a Paul y los otros de la no-nave, Sheeana encontró al joven Leto II en sus habitaciones. El muchacho estaba solo en la oscuridad, hecho un ovillo, tembloroso y febril. Al principio Sheeana pensó que le aterraba que le hubieran dejado solo, pero enseguida se dio cuenta de que se encontraba realmente mal.

Al verla, el muchacho se obligó a ponerse en pie. Se tambaleaba, y el sudor brillaba sobre su frente. La miró con expresión suplicante.

—¡Reverenda madre Sheeana! Usted es la única… la única que conoce a los gusanos. —Sus ojos grandes y oscuros se movieron inquietos a un lado y a otro—. ¿No los oye? Yo sí.

Ella arrugó la frente.

—¿Oírlos? Yo no…

—¡Los gusanos! Los gusanos de la cubierta de carga. Me llaman, los siento deslizándose por mi mente, desgarrándome por dentro.

Sheeana alzó la mano indicándole que callara un instante, pensando. Toda su vida Shaitán la había entendido, pero nunca había recibido un mensaje real de aquellas criaturas, por más que había tratado de ser parte de ellas.

En cambio, en aquel momento, expandió sus sentidos y notó un tumulto en su cabeza, a través de las paredes de la no-nave dañada. Desde la captura del Ítaca, Sheeana había atribuido aquellas sensaciones al peso del fracaso después de su larga huida. Ahora empezó a comprender. Algo había estado arañando las paredes de su inconsciente, como unas uñas romas contra la tabla de sus miedos. Impulsos subsónicos que la llamaban. Los gusanos.

—Tenemos que ir a la cubierta de carga —anunció Leto—. Me llaman. Ellos… sé lo que tengo que hacer.

Sheeana lo sujetó por los hombros.

—¿Qué es? ¿Qué tenemos que hacer?

Leto se señaló a sí mismo.

—Una parte de mí está dentro de los gusanos. Shai-Hulud me llama.

Confiadas porque tenían a la no-nave atrapada bajo las construcciones de metal vivo, las máquinas pensantes no le prestaban mucha atención. Al parecer, querían controlar al kwisatz haderach… y eso no era tan sencillo como parecía, como la Hermandad había podido comprobar hacía tiempo. Ahora que tenía a Paul Atreides en la catedral, Omnius parecía pensar que tenía todo lo que necesitaba. El resto de los pasajeros eran prisioneros de guerra irrelevantes.

La Bene Gesserit había planificado la creación de este superhombre durante cientos de generaciones, controlando sutilmente las líneas genéticas y los mapas reproductivos para crear al largamente esperado Mesías. Pero cuando Paul Muad’Dib se volvió contra ellas y provocó estragos en su programa reproductor cuidadosamente ordenado, las hermanas prometieron no volver a liberar jamás un kwisatz haderach. Y sin embargo, los dos hijos gemelos de Muad’Dib nacieron antes de que entendieran realmente el daño que había hecho. Uno de esos gemelos, Leto II, fue también un kwisatz haderach, como su padre.

Una llave giró en la mente de Sheeana, abriendo la puerta a nuevos pensamientos. ¡Quizá las máquinas pensantes tenían un punto muerto en el joven Leto! ¿Es posible que el kwisatz haderach que buscaban fuera él? ¿Se había planteado Omnius la posibilidad de que hubieran cogido a uno equivocado? Se le aceleró el pulso. Las profecías destacaban porque solían llevar a error. ¡Quizá Erasmo se había saltado lo más obvio! En su interior, Sheeana oía la voz de Serena Butler riendo ante esta posibilidad, y se permitió aferrarse a un pequeño resquicio de esperanza.

—Vayamos a la cubierta de carga, sí. —Sheeana cogió al muchacho de la mano y fueron apresuradamente por los corredores y elevadores hacia los niveles inferiores.

Cuando ya se acercaban a las grandes puertas, Sheeana oyó un sonido ensordecedor procedente del interior. Los gusanos estaban enfervorecidos y se lanzaban desde un extremo de la cámara contra las paredes.

Para cuando llegaron a la puerta de acceso, el joven Leto parecía a punto de desmoronarse.

—Tenemos que entrar —dijo con el rostro sofocado—. Los gusanos… necesito hablar con ellos, tranquilizarlos.

Sheeana, que nunca había tenido miedo a los gusanos, vaciló, temiendo que en aquel estado su integridad física o la de Leto estuvieran en peligro. Pero el muchacho manipuló los controles y las puertas selladas se deslizaron hacia el lado. Un aire seco y caliente les golpeó el rostro. Leto entró en las dunas, con arena hasta las rodillas, y Sheeana se apresuró a seguirle.

Cuando el muchacho levantó los brazos y gritó, los siete gusanos se lanzaron hacia él como predadores, con el más grande —Monarca— a la cabeza. Sheeana intuía su furia, su necesidad de destruir… pero algo le decía que su ira no estaba dirigida contra ellos. Las criaturas se elevaron sobre las arenas ante los dos humanos.

—Las máquinas pensantes están fuera —le dijo Sheeana a Leto—. Los gusanos… ¿lucharán por nosotros?

El muchacho tenía un aire desdichado.

—Me seguirán si yo les marco el camino, pero yo mismo no sé cuál es el camino.

Mientras lo miraba, Sheeana se preguntó de nuevo si aquel muchacho podía ser el kwisatz haderach último, si era el eslabón que Omnius se había saltado. ¿Y si Paul Atreides solo era una pieza más en el duelo final entre el hombre y la máquina?

Leto se sacudió, tratando visiblemente de darse ánimos.

—Pero mi yo anterior, el Dios Emperador, tenía una enorme presciencia. Quizá previó esto y preparó a las bestias. Yo… confío en ellas.

En este punto, los gusanos se agacharon, como en una reverencia. El cuerpo de Leto se meció, y los gusanos se mecieron con él. Por un momento las paredes de la cámara parecieron retroceder, y las dunas se extendieron al infinito. El techo desapareció en una vertiginosa nube de polvo. De pronto, todo volvía a estar claro.

Leto contuvo el aliento y gritó:

—¡La Senda de Oro viene a mi encuentro! Es hora de soltar a los gusanos… aquí y ahora.

Sheeana intuía que sus palabras eran ciertas y supo lo que tenía que hacer. Los sistemas aún estaban programados para obedecer sus instrucciones.

—Las máquinas han desactivado las armas y los motores, pero puedo abrir las compuertas de la cámara de carga.

Ella y Leto corrieron a los controles del pasillo, donde Sheeana introdujo la orden. La maquinaria zumbó y se forzó. Y entonces, con un fuerte ruido, una abertura apareció en las largas paredes. Desde el pasillo, los dos vieron las inmensas puertas inferiores deslizarse a lado y lado, como unos dientes apretados que alguien intenta separar por la fuerza.

Toneladas de arena se derramaron al exterior, e impulsaron a los gusanos como arietes a las calles de la capital mecánica.