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Estamos heridas pero invictas. Estamos tocadas, pero podemos aguantar un gran dolor. Nos empujan al final de nuestra civilización y nuestra historia… pero seguimos siendo humanas.

MADRE COMANDANTE MURBELLA, palabras dirigidas a las supervivientes de Casa Capitular

Mientras la epidemia seguía su curso, las supervivientes —todas ellas Reverendas Madres— luchaban por mantener unida a la Hermandad. Ninguna vacuna, tratamiento de inmunidad, dieta o cuarentena surtía ningún efecto y la población seguía muriendo.

Solo hicieron falta tres días para que el corazón de Murbella se volviera de piedra. A su alrededor vio morir a miles de prometedoras acólitas, diligentes alumnas que aún no habían aprendido lo bastante para ser Reverendas Madres. Y todas morían por la epidemia o por la Agonía.

Kiria volvió a recaer en su antiguo ensañamiento de Honorada Matre. Con frecuencia decía que era una pérdida de tiempo preocuparse por quienes ya habían contraído la enfermedad.

—Sería mejor utilizar nuestros recursos en cosas más importantes, en actividades que tengan alguna probabilidad de éxito.

Murbella no podía discutirle aquello, aunque tampoco estaba de acuerdo.

—No somos máquinas pensantes. Somos seres humanos y cuidaremos de los otros humanos.

La triste ironía es que, conforme morían más personas, menos Reverendas Madres se necesitaban para atender a los que quedaban y estas mujeres podían retomar otras actividades más cruciales.

En el interior de una cámara casi vacía en Central, Murbella miró a través de los amplios segmentos arqueados de la ventana que había detrás de su trono. En otro tiempo Casa Capitular había sido un bullicioso complejo administrativo, el vigoroso corazón de la Nueva Hermandad. Antes de la epidemia, la madre comandante Murbella estaba al mando de cientos de medidas defensivas, controlaba los avances de la flota enemiga, tenía tratos con los ixianos, la Cofradía, refugiados y señores de la guerra, con cualquiera que pudiera luchar de su lado.

En la distancia, veía colinas marrones y huertos moribundos, pero lo que le preocupaba era el silencio fantasmal y antinatural de la ciudad. Los dormitorios y edificios de soporte, la zona próxima del puerto espacial, los mercados, jardines, los rebaños que menguaban… todos tendrían que estar siendo atendidos por una población de cientos de miles de personas. Pero por desgracia, la mayor parte de las actividades en la ciudad y en Central se habían detenido. Los que quedaban con vida eran muy pocos incluso para cubrir los trabajos más básicos. El planeta estaba prácticamente vacío, todas sus esperanzas se habían hecho añicos en cuestión de días. ¡De una forma tan chocantemente repentina!

En la ciudad la atmósfera era pesada y tenía el hedor de la muerte y las incineraciones. Columnas de humo negro se elevaban de docenas de hogueras… no, no se trataba de piras funerarias, porque Murbella tenía otra forma de disponer de los cuerpos, eran para incinerar ropas y otros materiales contaminados, incluyendo material médico.

En un momento decididamente bajo, Murbella había llamado a su presencia a dos agotadas Reverendas Madres. Les dijo que trajeran unas garras suspensoras y retiraran el robot de combate desactivado de sus habitaciones. Aunque la máquina no se había movido durante años, Murbella empezaba a sentir que se burlaba de ella.

—Llevaos esta cosa y destruidla. Detesto todo lo que simboliza. —Las obedientes mujeres parecieron aliviadas con la Orden.

La madre comandante dio nuevas instrucciones.

—Abrid nuestros stocks de melange y distribuidla entre los supervivientes. —Cada mujer sana cuidaba de los enfermos, aunque era una tarea inútil. Las Reverendas Madres supervivientes estaban exhaustas, llevaban días trabajando sin descanso. Incluso con el control corporal que les había enseñado la Hermandad, soportaban una pesada carga. Pero la melange podía ayudarlas a seguir adelante.

Tiempo atrás, en los tiempos de la Yihad Butleriana, las propiedades paliativas de la melange habían sido una medida eficaz contra las terribles epidemias de las máquinas. Murbella no esperaba que la especia curara a nadie que hubiera contraído la enfermedad, pero al menos ayudaría a las Reverendas Madres a seguir con la terrible tarea que se les exigía. Aunque necesitaba desesperadamente cada gramo de especia para pagar a la Cofradía y a los ixianos, sus hermanas la necesitaban más. Si la Hermandad unificada desaparecía en Casa Capitular, ¿quién encabezaría la lucha por la humanidad? Otro gasto que costear entre tantos otros. Pero si no lo hacemos, jamás lograremos pagar la victoria.

—Hacedlo. Distribuid tanta como sea necesaria.

Mientras su orden se cumplía, Murbella estuvo haciendo cálculos y se dio cuenta de que, de todos modos, quedaban demasiado pocas Reverendas Madres para agotar la especia que la Hermandad tenía almacenada…

Todo su personal de soporte había desaparecido, y se sentía aislada. Murbella ya había impuesto medidas austeras, se habían limitado drásticamente los servicios y eliminado toda actividad que no fuera estrictamente necesaria. Pero aunque la mayoría de las Reverendas Madres habían sobrevivido a la epidemia, no estaba tan claro que pudieran sobrevivir a sus efectos.

Convocó a aquellas que eran mentats y les ordenó que determinaran las tareas más vitales y crearan un plan de emergencia y concentraran el personal mejor cualificado en lo esencial. ¿Dónde podían encontrar la fuerza de trabajo que necesitaban para sustentar y reconstruir Casa Capitular, para seguir con la lucha? Quizá podrían convencer a algunos de los refugiados desesperados de los planetas arrasados para que viajaran allí cuando la epidemia completara su ciclo.

A Murbella le cansaba tener que limitarse a recuperarse. Casa Capitular no era más que un diminuto campo de batalla en el vasto lienzo galáctico del clímax bélico. La amenaza más importante seguía allá afuera, y la flota enemiga seguía golpeando un planeta tras otro, dejando un rastro de refugiados que huían como animales desbocados de un fuego. La batalla del fin del universo.

Kralizec…

Una Reverenda Madre llegó corriendo con un informe. La mujer, apenas una adolescente, era una de las que se habían visto obligadas a pasar por la Agonía antes de tiempo, pero había sobrevivido. Ahora sus ojos tenían un matiz azulado, un color que se intensificaría por el consumo continuado de especia. Su mirada tenía un aire perplejo y atormentado que a Murbella le llegó al alma.

—Su informe horario, madre comandante. —Y le entregó un montón de láminas de cristal riduliano en las que aparecían varias columnas de nombres.

Al principio, con un comportamiento frío y profesional, sus consejeras solo le entregaban sumarios y cifras, pero ella exigió que le mostraran nombres. Cada persona que moría por la epidemia era un humano por derecho propio; cada operario, cada acólita de Casa Capitular era un soldado perdido en la causa contra el Enemigo. No los deshonraría reduciéndolos a simples cifras y totales. Duncan Idaho jamás habría perdonado algo así.

—Hemos encontrado otros cuatro que eran Danzarines Rostro —dijo la mensajera.

Murbella apretó la mandíbula.

—¿Quiénes?

Cuando la joven le dijo los nombres, Murbella los reconoció, hermanas discretas que no llamaban la atención… exactamente lo que buscaría un espía Danzarín Rostro. Hasta el momento entre las víctimas de la epidemia habían aparecido dieciséis cambiadores de forma. Murbella siempre había sospechado que se habían infiltrado incluso en su Nueva Hermandad, y ahora tenía la prueba. Pero, en una ironía que sin duda las máquinas pensantes no captaban, los Danzarines Rostro también eran vulnerables a la terrible epidemia. Y sucumbían con la misma facilidad que los demás.

—Conserva sus cuerpos para diseccionarlos y analizarlos. Quizá encontremos algo que nos ayude a reconocerlos.

La joven esperó mientras Murbella repasaba la larga lista de nombres. Un escalofrío le recorrió la espalda, porque un nombre de la tercera columna llamó su atención. Fue como si le hubieran golpeado con fuerza.

Gianne.

Su propia hija, la hija menor que tuvo con Duncan Idaho. Durante años la joven había pospuesto la prueba de la Agonía, porque nunca estaba preparada. Gianne siempre había sido una joven prometedora, pero eso no bastaba. Aunque no había demostrado estar preparada, la joven —como tantos otros miles— se había visto obligada a tomar el veneno prematuramente, era su única posibilidad de sobrevivir.

Murbella se tambaleó por el shock. Tendría que haber estado junto a Gianne, pero en medio de aquel caos nadie había dicho a la Reverenda Madre cuándo darían el Agua de Vida a su hija. La mayoría de las hermanas ni siquiera sabían que Gianne era hija suya. Y seguramente las agotadas ayudantes tampoco. Como una verdadera Bene Gesserit, Murbella atendía sus obligaciones oficiales y llevaba varios días sin dormir.

Tendría que haber estado ahí para darle mi apoyo y ayudarla, incluso si solo era para verla morir sin poder hacer nada.

Pero nadie le había informado. Nadie sabía que Gianne era especial.

Tendría que haber preguntado por ella, pero lo dejé pasar como di ciertas cosas por sentado.

Había tantos problemas a su alrededor que Murbella había descuidado la vida de su propia hija. Primero Rinya, y ahora Gianne, las dos perdidas en la Agonía. Solo le quedaban dos hijas: Janess estaba en el frente, luchando contra las máquinas pensantes; su hermana Tanidia, que desconocía la identidad de sus padres, había sido enviada con la Missionaria. Aunque las dos se enfrentaban a graves peligros, al menos podrían evitar la terrible plaga.

—Mis dos niñas muertas —dijo en voz alta, aunque la mensajera no entendió de qué hablaba—. Oh, ¿qué pensaría Duncan de mí? —Murbella dejó el informe a un lado. Por un instante cerró los ojos, respiró hondo y se controló. Señaló el nombre en la lista de víctimas y dijo—: Llévame hasta ella.

La mensajera miró el nombre, realizó una rápida comprobación.

—Los cuerpos de esa columna ya han sido trasladados al puerto espacial. Los tópteros ya habrán empezado a despegar con los cargamentos.

—Corre. Tengo que verla. —Murbella salió apresuradamente de la sala, y miró atrás para cerciorarse de que la joven la seguía. Aunque la madre comandante se sentía perturbadoramente aturdida, tenía que hacerlo.

Un vehículo terrestre las llevó al puerto cercano, donde el zumbido de los tópteros era incesante. Por el camino, la joven Reverenda Madre activó su comunicador y pidió información con voz serena. Luego indicó al conductor el acceso que debía tomar.

En todas las pistas del puerto espacial había grandes tópteros donde cargaban a los muertos, y que despegaban cuando estaban llenos. En circunstancias normales, cuando una Bene Gesserit moría, la enterraban en los jardines o los huertos. Los cuerpos se descomponían y se convertían en alimento y fertilizante para la tierra. En cambio ahora se acumulaban tan deprisa que incluso los grandes vehículos de carga no daban abasto para retirarlos.

La joven dijo al conductor que se dirigiera a una zona particular de las pistas donde en aquel momento los operarios estaban cargando un tóptero verde oscuro. Bultos y más bultos iban al interior.

—Tiene que estar ahí, madre comandante. ¿Quiere que… que descarguen para que pueda buscarla?

Cuando se apearon del vehículo Murbella se sentía muy impresionada, pero trató de controlarse.

—No es necesario. Solo es su cuerpo, ya no es ella. Aun así, me permitiré el sentimentalismo de acompañarla hasta las dunas. —Murbella dejó a la joven Reverenda Madre atendiendo otros asuntos y subió al tóptero. Se sentó junto a la piloto.

—Mi hija está a bordo —dijo Murbella. Y dicho esto calló y miró con aire lúgubre por la ventanilla.

Una intensa vibración recorrió el tóptero, que despegó agitando las alas entre sacudidas. Tardarían una media hora en llegar al desierto, media hora más para volver: un tiempo que la madre comandante no podía permitirse ausentarse de Central. Pero necesitaba desesperadamente hacer aquello…

Incluso las mejores entre la Hermandad, las que habían superado las pruebas más duras, estaban desoladas por la magnitud de la tragedia… pero no hasta el punto de la rendición. La Bene Gesserit enseñaba el control de las emociones, a actuar por el bien general, a mirar el conjunto, sin embargo, después de haber visto el noventa por ciento de la población del planeta morir en unos días, aquel desastre —exterminación— estaba derribando las barreras más fuertes de muchas hermanas. Y Murbella tenía la responsabilidad de mantener la moral entre las supervivientes.

Las máquinas pensantes han encontrado una forma cruel y efectiva de destruir nuestras armas humanas, ¡pero no nos desarmarán tan fácilmente!

—Madre comandante, hemos llegado —dijo la piloto, unas palabras secas lo bastante altas para que las oyera por encima del sonido atronador de las alas.

Murbella abrió los ojos y vio un desierto puro, vio remolinos tostados de arena y polvo que se formaban con el viento. Por más restos humanos que la Hermandad tiraba allí, seguía pareciendo prístino e intacto. Vio otros tópteros volando en círculos por el cielo, descendiendo sobre las dunas y abriendo las compuertas de carga para dejar caer… cientos de cuerpos envueltos en negro. Las hermanas muertas rodaban por las dunas como viruta chamuscada. Los elementos dispondrían de ella con mucha mayor eficacia que ninguna pira funeraria. La aridez las desecaría, las destructivas tormentas de arena las dejarían reducidas a un montón de huesos.

En muchos casos, los gusanos las devorarían. Tenía cierta pureza, su tóptero quedó suspendido sobre una pequeña depresión. A ambos lados, una extensión de dunas, y el polvo que las alas del tóptero levantaba remolineando a su alrededor. La piloto manipuló los controles y las compuertas inferiores se abrieron con un gruñido perezoso. Los cuerpos cayeron. Estaban rígidos, con el rostro tapado, pero para Murbella seguían siendo personas individuales. Una de aquellas figuras sin identificar era su pequeña… nacida justo antes de que Murbella pasara por la Agonía, justo antes de que perdiera a Duncan para siempre.

Pero tampoco se engañaba: sabía que aunque hubiera estado junto a su hija no podría haberla ayudado. La Agonía de Especia era una batalla totalmente individual, y aun así deseó haber estado a su lado.

Los cuerpos cayeron sin ceremonia en la arena. Allá abajo, veía formas serpentinas moviéndose… dos grandes gusanos atraídos por las vibraciones de los tópteros y el sonido de los cuerpos al caer. Las criaturas se elevaron y devoraron los cuerpos. Y luego volvieron a sumergirse en la arena.

La piloto elevó el tóptero y dio una vuelta para que Murbella pudiera mirar abajo y ver el espantoso festín. Se tocó el transmisor que llevaba en la oreja para escuchar un mensaje, luego sonrió a Murbella débilmente.

—Madre comandante, al menos tenemos una buena noticia.

Después de ver cómo desaparecía el último de aquellos cuerpos anónimos, Murbella no estaba de humor, pero esperó.

—Uno de los asentamientos de investigación perdidos en el desierto ha sobrevivido. La Estación Shakkad. Están muy lejos de todo y no han tenido ningún contacto con Central. De alguna forma han evitado el contagio.

Murbella recordaba al pequeño grupo de científicos extraplanetarios y ayudantes.

—Yo misma los aislé para que pudieran trabajar. Quería que estuvieran totalmente apartados de todo… ¡sin ningún tipo de contacto! Si una sola de nosotros se acerca, podríamos contaminarlos.

—La estación no tiene suministros para aguantar mucho más —dijo la piloto—. Quizá podríamos dejar caer un cargamento.

—¡No, nada! No podemos arriesgarnos a contagiarlos. —Se imaginó a aquella gente como si estuvieran en medio de un mortífero campo de minas. Pero, una vez pasara la epidemia, quizá sobrevivirían. Solo un puñado—. Si se agota la comida, tendrán que incrementar el consumo de melange. Pueden encontrar suficiente para sobrevivir un tiempo. Incluso si alguno muere de hambre, mejor eso que perderlos a todos por la epidemia.

La piloto estaba de acuerdo. Al mirar allá fuera, al desierto, Murbella comprendió en qué se habían convertido ella y sus hermanas. Y murmuró algo, aunque el zumbido de los motores ahogó sus palabras.

—Somos los nuevos fremen, y esta galaxia sitiada es nuestro desierto.

El tóptero se alejó, de vuelta a Central, dejando a los gusanos con su festín.