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El desierto aún me llama, oigo su voz en mi sangre como una canción de amor.

LIET-KYNES, Planetología: Nuevos tratados

A la mañana siguiente, Var llevó a su grupo de guerreros polvorientos y decididos a una zona de aterrizaje con un suelo quemado.

—Amigos míos, hoy os vamos a enseñar cómo se mata un gusano. O dos.

—Shai-Hulud —dijo Stilgar con inquietud—. Los fremen idolatraban a los grandes gusanos.

—Los fremen dependían de los gusanos y la especia —replicó Liet—. Esta gente no.

—Con cada demonio que eliminamos, damos a nuestro planeta algo más de tiempo. —Var miró hacia el desierto, como si el odio pudiera hacer retroceder las arenas. Stilgar siguió su mirada entre las marcadas sombras de las dunas, tratando de imaginar un paisaje verde y exuberante.

El sol empezaba a asomar por encima de una escarpadura, y arrancaba destellos del casco plateado de una aeronave de baja altitud posada en una zona de grava y cemento fundidos. Var y los suyos no se molestaban en crear zonas de aterrizaje o puertos espaciales permanentes, porque las dunas se los habrían tragado.

A pesar de las protestas de los dos jóvenes, seguían viendo con recelo a Sheeana y a Teg y tuvieron que quedarse en el campamento como prisioneros. A Liet y Stilgar los aceptaron en la partida de caza únicamente por su incalculable conocimiento del desierto.

Hoy demostrarían sus habilidades.

Los comandos de Var subieron a aquel vehículo, que parecía muy usado. Era evidente que había pasado por muchas tormentas, vuelos problemáticos y un mantenimiento defectuoso. El casco estaba arañado y abollado. El interior olía a aceite y sudor, y los asientos eran como piedras, y únicamente llevaban barras o correas para que el pasajero se sujetara.

Stilgar se sentía como en casa entre aquellos veinte hombres curtidos y torvos. Su ojo entrenado veía que estaban expectantes, pero sus cuerpos aún estaban verdes para las adaptaciones que pronto tendrían que afrontar. A pesar de vivir en campamentos nómadas en los límites con el desierto, aquella gente seguía sin ser consciente de la verdadera dureza de este. Tendrían que aprender deprisa si querían sobrevivir. Él y su amigo podían enseñarles… si estaban dispuestos a escuchar.

Liet ocupó su asiento junto a Stilgar y habló a los hombres de Var con entusiasmo.

—En estos momentos, en Qelso el aire contiene la suficiente humedad para que no sean necesarias medidas realmente drásticas. Sin embargo, muy pronto tendréis que aprender a no malgastar ni un dedal de agua.

—Ya vivimos en la más estricta privación —dijo un hombre como si Liet le hubiera insultado.

—¿Sí? No recicláis el sudor, la respiración o la orina. Aún importáis agua de latitudes más altas, donde es abundante. En muchas regiones todavía se pueden tener cultivos, y la gente lleva una vida relativamente normal.

—Las cosas empeorarán —concedió Stilgar—. Tu gente aún tiene que endurecerse mucho antes de que el planeta alcance un equilibrio. Este es vuestro primer día de entrenamiento real.

Los hombres murmuraron entre ellos con incertidumbre, pero Liet habló con optimismo.

—No es tan malo como parece. Podemos enseñaros a fabricar destiltrajes, a conservar cada aliento, cada gota de sudor: Vuestro instinto de lucha es admirable pero inútil frente a los gusanos de arena. Debéis aprender a sobrevivir entre los behemoths, porque con el tiempo se adueñarán de vuestro mundo. Es importante que cambiéis de actitud.

—Los fremen vivieron así largo tiempo. —Stilgar se instaló junto a su amigo—. Es una forma de vida honorable.

Los guerreros se sujetaron a las correas y separaron las piernas para mantener el equilibrio, preparándose para el despegue.

—¿Es eso lo que nos espera? ¿Beber sudor y orina reciclados? ¿Vivir en cámaras selladas?

—Solo si fracasamos —dijo el viejo Var—. Yo prefiero pensar que aún tengo una oportunidad, por muy ingenuo que suene. —Cerró la escotilla del vehículo y se sujetó con una correa al asiento chirriante de piloto—. Así que si no os ha gustado cómo suena eso, lo mejor es que no dejemos que el desierto nos gane más terreno.

El vehículo aéreo se elevó desde el campamento y voló sobre bosques fantasma y montecillos de nuevas dunas que se estaban tragando lo que quedaba de los pastos. Volaron en dirección sureste, hacia una zona donde se habían avistado gusanos, acompañados por el sonido achacoso del motor. El vehículo parecía un abejorro torpe y lento, con los tanques excesivamente llenos y pesados.

—Frenaremos el avance de la arena —dijo un joven comando.

—Y luego trataréis de detener el viento. —Stilgar se agarró a una correa suelta cuando una corriente cálida sacudió la nave—. En unos pocos años vuestro planeta será todo roca y arena. ¿Esperáis un milagro que haga retroceder el desierto?

—El milagro lo crearemos nosotros mismos —contestó Var, y sus hombres murmuraron completamente de acuerdo.

Sobrevolaron la extensión de dunas, mucho más allá del punto donde lo único que veían era un suave tostado de horizonte a horizonte. Stilgar dio unos toquecitos con un dedo en la ventanilla arañada de plaz y gritó para hacerse oír por encima del ruido del motor:

—Mirad el desierto como lo que es… no es un lugar que temer y despreciar, sino un gran motor que puede impulsar un imperio.

—Los pequeños gusanos del cinturón desértico —añadió Liet— ya han creado una cantidad de melange que no tiene precio y que solo espera que la recojáis. ¿Cómo habéis podido sobrevivir tanto tiempo sin especia?

—No hemos necesitado especia en mil quinientos años, no desde que vinimos a Qelso —gritó Var desde la cabina—. Cuando no tienes una cosa, o aprendes a vivir sin ella o no vives.

—No nos interesa la especia —dijo uno de los comandos—, prefiero los árboles, las cosechas, los rebaños nutridos.

—Los primeros colonos —siguió diciendo Var— trajeron una gran cantidad de especia con ellos, y durante tres generaciones lucharon contra su adicción, hasta que los suministros se agotaron. Y entonces qué. Tuvimos que sobrevivir sin ella… y lo hicimos. ¿Por qué habríamos de abrir de nuevo la puerta a esa terrible dependencia? Estamos mucho mejor sin especia.

—Si se utiliza con prudencia, la melange tiene importantes cualidades —dijo Liet—. Salud, longevidad, la posibilidad de la presciencia. Y es un producto valioso, si alguna vez decidís recuperar el contacto con la CHOAM y el resto de la humanidad. Conforme Qelso se vaya secando, necesitaréis suministros extraplanetarios para suplir las necesidades básicas.

Si es que alguien sobrevive al Enemigo exterior, pensó Stilgar para sus adentros, recordando la amenaza omnipresente de la red centelleante. Pero aquella gente estaba mucho más preocupada por sus enemigos locales, y trataban de combatir al desierto, de parar lo imparable.

Recordó los grandes sueños de Pardot Kynes, el padre de Liet. Pardot realizó los cálculos y determinó que los fremen podían convertir Dune en un jardín, pero solo tras generaciones de intenso esfuerzo. Según la historia, ciertamente Dune se volvió verde y exuberante por un tiempo, antes de que los nuevos gusanos lo reclamaran y trajeran de vuelta al desierto. El planeta parecía incapaz de encontrar un equilibrio.

Aquel vehículo abollado volaba bajo, envuelto en la vibración de sus motores. Stilgar se preguntó si aquel ruido atraería a los gusanos, pero mientras miraba a la extensión hipnótica y oceánica de dunas, lo único que vio fueron un par de tramos de arenas de color óxido, que señalaban explosiones recientes de especia.

—¡Soltando señalizadores de vibraciones! —gritó Var, mientras unas bobinas (el equivalente a los antiguos martilleadores) caían desde los pequeños puertos que había debajo de la cabina—. Eso tendría que atraer por lo menos a uno.

Los martilleadores cayeron en las dunas en una nube de polvo y arena, y empezaron a emitir señales. Tras volver atrás para asegurarse de que funcionaban correctamente, Var eligió otros dos puntos en un radio de cinco kilómetros. Stilgar no acababa de entender por qué seguía dando la impresión de que la aeronave iba demasiado cargada.

Mientras volaban en busca de un gusano, Stilgar describió sus legendarios tiempos en Dune, cómo él y Paul Muad’Dib habían llevado un ejército variopinto de fremen a la victoria contra fuerzas muy superiores.

—Utilizamos el poder del desierto. Eso es lo que podéis aprender de nosotros. Cuando entendáis que no somos vuestros enemigos, podemos aprender mucho los unos de los otros.

Bajo la mano firme de Stilgar, aquella gente podía llegar a entender sus posibilidades. Y cuando el pueblo despertara, el planeta despertaría, con plantaciones y zonas verdes para mantener el desierto a raya. Quizá lo lograrían, si conseguían encontrar —y mantener— un equilibrio.

Stilgar recordó algo que en una ocasión le dijo el padre de Liet.

Los extremos conducen invariablemente al desastre. Solo a través del equilibrio podremos disfrutar plenamente de los frutos de la naturaleza. Se inclinó para mirar por las ventanillas de observación y vio unas familiares ondulaciones en la arena, ondas que delataban un movimiento profundo que perturbaba la superficie.

—¡Señal de gusanos!

—Preparaos para vuestro primer encuentro del día. —Una sonrisa arrugó el rostro ajado de Var cuando dio la espalda a la cabina—. El cargamento que llegó ayer noche nos trajo agua suficiente para dos gusanos… pero primero tenemos que encontrarlos.

¡Agua! La nave llevaba agua.

Los hombres cambiaron de posición y se dirigieron hacia las aspilleras y las mangueras que había instaladas en los lados de la nave, El piloto regresó hacia el lugar donde habían dejado caer el primer grupo de martilleadores.

Mientras los comandos se preparaban para atacar, Stilgar meditó en aquel extraño giro. Pardot Kynes hablaba de la necesidad de comprender las consecuencias ecológicas, de que los humanos no eran más que gestores de la tierra, nunca dueños. En Arrakis debemos hacer algo que jamás se ha probado a escala planetaria. Debemos utilizar al hombre como fuerza ecológica constructiva —insertando una vida terraformadora adaptada: una planta aquí un animal allá, un hombre más allá— para transformar el ciclo del agua, para construir un nuevo paisaje.

La batalla de hoy sería la contraria. Stilgar y Liet ayudarían a evitar que el desierto se tragara Qelso.

Por la ventanilla más cercana, Stilgar vio un montículo en movimiento, un gusano de arena atraído por el martilleador. Liet se acercó para ver.

—Calculo que tiene unos cuarenta metros —dijo—. Más grande que los gusanos que Sheeana tiene en la cubierta de carga.

—Estos han crecido en un desierto abierto. Shai-Hulud reclama el planeta.

—No si puedo evitarlo —dijo Var. Pero, como si pretendiera desafiarlo, justo bajo la aeronave una inmensa cabeza salió a la superficie, buscando, tratando de situar los dos emisores opuestos de vibraciones.

Unos largos tubos sobresalían de la parte delantera y trasera de la nave. Los comandos sujetaron la estructura donde habían montado sus armas, unas mangueras que podían girar y apuntar. La aeronave descendió.

—Disparad cuando estéis listos, pero conservad tanta agua como podáis. Es mortífera.

Los combatientes dispararon chorros de agua a presión contra el gusano. Aquello era mucho más efectivo que la artillería.

La criatura, cogida por sorpresa, se retorció y sacudió su cabeza redonda a un lado y a otro. Los segmentos duros se abrieron, dejando al descubierto la carne rosa y frágil del interior, el agua quemaba como ácido en las zonas vulnerables. El gusano rodó por la arena mojada sufriendo visiblemente.

—Están matando a Shai-Hulud —dijo Stilgar sintiendo que se ponía malo.

Liet también estaba perplejo.

—Esta gente tiene que defenderse.

—¡Basta! Ya está muerto… o pronto lo estará —gritó Var. El pequeño grupo cerró a desgana las mangueras, mirando con odio al gusano moribundo. Y la criatura, mortalmente herida, incapaz de enterrarse lo bastante hondo para huir de la humedad venenosa, siguió retorciéndose mientras la aeronave volaba en círculos por encima. Finalmente, tuvo un último estertor y dejó de moverse.

Stilgar asintió, con expresión aún sombría.

—La vida en el desierto conlleva unas necesidades, hay que tomar difíciles decisiones. —Tenía que aceptarlo: aquel gusano no pertenecía a Qelso. Ningún gusano lo hacía. Cuando volvían hacia el campamento, encontraron un segundo gusano, atraído por las vibraciones de los motores de la aeronave. Los comandos vaciaron sus reservas de agua y el gusano murió más rápidamente que el primero.

Liet y Stilgar permanecieron sentados en un silencio incómodo, sumidos en las escenas que habían presenciado, pensando en aquella lucha a la que habían accedido a unirse.

—Aunque todavía no ha recuperado sus recuerdos —dijo Liet—, me alegro de que mi hija Chani no haya visto esto.

A bordo de la aeronave el ánimo de los combatientes era elevado, y sin embargo los dos jóvenes murmuraron unas oraciones fremen pensando en Arrakis. Stilgar aún estaba viendo en su cabeza lo sucedido cuando Var dio la alarma con un sonido ahogado.

De pronto, unas extrañas naves los rodearon.