Las bacterias son como máquinas diminutas, notables por sus efectos en sistemas biológicos más grandes. De modo similar los humanos se comportan como organismos infecciosos entre los sistemas planetarios, y como tales habría que estudiarlos.
ERASMO, Cuadernos de laboratorio
Cuando la virulenta plaga llegó a Casa Capitular, los primeros casos se dieron entre los operarios varones. Siete hombres sucumbieron con tal rapidez que cuando murieron su expresión era más de sorpresa que de dolor.
En la Gran Sala donde comían las hermanas más jóvenes, la enfermedad también medró. El virus era tan insidioso que el periodo de mayor riesgo de contagio se producía un día antes de que aparecieran los síntomas. Así pues, la epidemia ya había clavado sus zarpas en los más vulnerables antes de que la Nueva Hermandad supiera siquiera que había una amenaza.
En los primeros tres días murieron cientos, más de mil al final de la primera semana; a los diez días las víctimas eran incontables. Personal de soporte, maestras, visitantes, mercaderes extraplanetarios, cocineros y ayudantes de cocina, incluso Reverendas Madres… todos caían como el trigo al paso de la guadaña de la Muerte.
Murbella convocó a sus consejeras más antiguas para desarrollar un plan de emergencia, pero por las epidemias que habían atacado a otros planetas sabían que las medidas de precaución y las cuarentenas no servirían de nada. Las puertas de la sala de reuniones estaban cerradas a cal y canto; no podían permitir que las hermanas más jóvenes y las acólitas supieran de las estrategias que discutían allí.
—La supervivencia de la Hermandad es nuestra prioridad, incluso si a nuestro alrededor mueren todos los demás. —Murbella se ponía mala al pensar en todas las acólitas que aún no estaban preparadas, en las cuadrillas de recolección de especia desplazadas al cinturón desértico, los conductores de los transportes, arquitectos y obreros de la construcción, planificadores del tiempo, jardineros de invernaderos, limpiadores, banqueros, artistas, operarios de archivos, pilotos, técnicos y ayudantes médicos. Todos los que permitían sustentar las actividades de Casa Capitular.
Laera trató de sonar objetiva pero se le quebró la voz.
—Las Reverendas Madres tienen el control celular necesario para combatir esta enfermedad en su propio terreno. Podemos utilizar las defensas de nuestro organismo para expulsar la epidemia.
—En otras palabras, cualquiera que no haya pasado por la Agonía de la Especia morirá —dijo Kiria—. Como las Honoradas Matres. Ese es el motivo por el que perseguíamos a las Bene Gesserit al principio, para averiguar cómo protegernos de las epidemias.
—¿Podemos utilizar la sangre de las Bene Gesserit que sobrevivan para crear una vacuna? —preguntó Murbella.
Larea meneó la cabeza.
—Las Reverendas Madres expulsan los organismos invasores, célula a célula. No hay anticuerpos que podamos compartir con otros.
—Ni siquiera es tan simple como eso —dijo Accadia con voz rasposa—. Una Reverenda Madre puede canalizar sus defensas internas solo si tiene energía suficiente para hacerlo, y si tiene tiempo y capacidad para concentrarse en sí misma. Pero esta epidemia nos obliga a volcarnos en el cuidado de las víctimas más desafortunadas.
—Si cometes ese error, morirás como nuestra falsa Sheeana en Jhibraith —dijo Kiria con cierto tono de desprecio—. Las Reverendas Madres tenemos que cuidar de nosotras mismas y de nadie más. De todos modos las otras no tienen ninguna posibilidad. Tenemos que aceptarlo.
Murbella ya empezaba a resentirse por el agotamiento, pero su ansiedad la hizo ponerse a andar arriba y abajo por la sala. Tenía que pensar. ¿Qué podía hacerse contra un enemigo tan minúsculo y letal? Solo las Reverendas Madres sobrevivirán… Habló a sus consejeras con firmeza.
—Buscad a todas las acólitas que estén casi a punto para la Agonía. ¿Tenemos suficiente Agua de Vida?
—¿Para todas? —exclamó Laera.
—Para todas y cada una de ellas. Cualquier hermana tiene una mínima posibilidad de sobrevivir. Demos el veneno a todas y recemos para que puedan asimilarlo y sobrevivir a la Agonía. Solo entonces podrán enfrentarse a la epidemia.
—Muchas morirán en el intento —advirtió Laera.
—Y si no todas morirán por la epidemia. Incluso si la mayoría de las candidatas sucumbe, seguirá siendo una mejora. —Ni siquiera pestañeó. Su propia hija, Rinya, había muerto de este modo hacía muchos años.
Accadia asintió, sonriendo levemente con sus labios ajados.
—Una Bene Gesserit preferiría morir por la Agonía que por una enfermedad extendida por el Enemigo. Es un gesto de desafío, no de rendición.
—Ocupaos de que se haga.
— o O o —
En las casas de muerte, Murbella hacía oídos sordos a los gemidos de los enfermos y moribundos. Los médicos de Casa Capitular tenían medicamentos y potentes analgésicos, y a las acólitas Bene Gesserit se les había enseñado a bloquear el dolor. Aun así, tanto sufrimiento bastaba para quebrantar el condicionamiento más fuerte.
Murbella no soportaba ver que sus hermanas no podían controlar su sufrimiento. La avergonzaba, no por su debilidad, sino porque ella había sido incapaz de evitar que aquello sucediera.
Se dirigió hacia las improvisadas filas de lechos donde yacían las jóvenes acolitas, la mayoría de ellas aterradas, algunas decididas. La habitación despedía un fuerte olor a canela rancia… un olor acre y nada agradable. Con la frente arrugada y mirada intensa, la madre comandante observó cómo dos Reverendas Madres con expresión pétrea se llevaban una camilla con el cuerpo de una joven envuelto en una sábana.
—¿Otra que no ha superado la Agonía?
Las Reverendas Madres asintieron.
—Sesenta y una hoy. Mueren tan rápido como por la epidemia.
—¿Y cuántos éxitos?
—Cuarenta y tres.
—Cuarenta y tres que vivirán para enfrentarse al Enemigo.
Como una gallina clueca, Murbella camino arriba y abajo ante la hilera de lechos, observando a las hermanas enfermas; algunas dormían en silencio con una nueva conciencia física; otras gimoteaban en un coma profundo del que quizá no volverían.
Al final de la fila, una adolescente yacía con mirada asustada. Se incorporó en la cama con los brazos temblorosos. Miró a Murbella e, incluso en su estado, sus ojos destellaron.
—Madre comandante —dijo con voz ronca.
Murbella se acercó.
—¿Cuál es tu nombre?
—Baleth.
—¿Estás esperando para pasar la Agonía?
—Espero la muerte, madre Comandante. Me trajeron aquí para que tomara el Agua de Vida, pero antes de que me la pudieran administrar manifesté los síntomas de la enfermedad. Moriré antes de que el día acabe. —Hablaba con valentía.
—Entonces ¿no te darán el Agua de Vida? ¿Ni siquiera lo intentarás?
Baleth bajó el mentón.
—Dicen que no sobreviviría.
—¿Y tú las crees? ¿No eres lo bastante fuerte para intentarlo?
—Soy lo bastante fuerte, madre comandante.
—Entonces, prefiero que mueras intentándolo en lugar de rendirte. —Mientras miraba a Baleth, se acordó dolorosamente de Rinya… tan impaciente y segura, como Duncan. Pero su hija no estaba preparada y murió en la mesa.
Tendría que haberla disuadido. Por culpa de mi necesidad de probarme a mí misma, forcé a Rinya. Tendría que haber esperado…
Y su hija menor, Gianne… ¿qué habría sido de ella? La madre comandante se había mantenido al margen de las actividades cotidianas de la joven, dejando que la Hermandad se ocupara de su educación. Pero en aquellos momentos de crisis, decidió pedir a alguien que indagara, a Laera tal vez.
Baleth parecía esperanzada, y miraba a la madre comandante con ojos febriles. Murbella ordenó a las doctoras Suk que la atendieran inmediatamente.
—A esta le queda menos tiempo que a las otras.
Por las expresiones escépticas de los médicos, Murbella supo que lo consideraban un derroche absurdo de la valiosa Agua de Vida, pero ella insistió. Baleth aceptó el líquido viscoso, lanzó una última mirada a la madre comandante y tragó la sustancia tóxica. Se recostó en la cama, cerró los ojos y empezó la lucha…
No duró mucho. Baleth murió en un valeroso intento, pero Murbella no podía sentirse culpable por ello. La Hermandad no debía dejar de luchar.
— o O o —
Aunque la melange era algo raro y precioso, lo era mucho más el Agua de Vida.
Al cuarto día del plan desesperado de Murbella, era evidente que los suministros de Casa Capitular no bastarían. Una hermana tras otra consumía el veneno, y muchas perecían tratando de asimilar la toxina en sus células, tratando de cambiar sus cuerpos.
La madre comandante encargó a sus consejeras que estudiaran la cantidad exacta de veneno que se necesitaba para provocar la Agonía. Algunas Reverendas Madres sugirieron diluirlo, pero si no se administraba el suficiente como para resultar fatal, el experimento entero fracasaría.
Docenas de hermanas murieron. Más del sesenta por ciento de las que ingirieron el veneno.
Kiria se propuso una solución dura pero lógica.
—Valoremos a cada candidata y demos el Agua de Vida solo a las que tengan más probabilidades. No podemos seguir apostando a ciegas. Cada dosis que damos a una mujer que fracasa es un derroche. Debemos discriminar.
Murbella no estaba de acuerdo.
—Ninguna tiene la más mínima posibilidad a menos que pase por la Agonía. Todo esto se ha hecho justamente para que todas la tomen… y que sobrevivan las más aptas.
Las mujeres estaban en medio del caos de dormitorios de las enfermerías que habían improvisado en todos los edificios lo bastante grandes para instalar camas. Unas Reverendas Madres con aspecto agotado pasaron con cuatro cuerpos sin vida. Se habían quedado sin sábanas, así que los cadáveres no estaban cubiertos. Sus rostros crispados daban muestra del dolor incalculable por el que habían pasado.
Sin hacer caso de los muertos, Murbella se arrodilló junto al lecho de una joven que había sobrevivido. Tenía que mirar las cifras de bajas desde otra perspectiva. Si todas estaban destinadas a morir, era absurdo contar a las que morían. Visto así, la única cifra relevante era las que se recuperaban. Las victorias.
—Si no tenemos suficiente Agua de Vida, utilizad otros venenos. —Murbella se puso en pie con hastío, haciendo caso omiso de los olores, los sonidos—. La Bene Gesserit quizá estableció que el Agua de Vida era lo más efectivo para provocar la Agonía, pero hace tiempo las hermanas utilizaban otras sustancias… cualquier cosa que pudiera empujar al organismo a una crisis. —Observó detenidamente a las jóvenes estudiantes que esperaban convertirse algún día en Reverendas Madres. Y ahora cada una de ellas tenía una oportunidad, solo una—. Envenenadlas. De un modo u otro, envenenadlas a todas. Si sobreviven, este es su sitio.
Un correo se acercó corriendo a ella, una de las hermanas más jóvenes, que había sobrevivido recientemente a la transformación.
—Madre comandante. La necesitan enseguida en Archivos.
Murbella se volvió.
—¿Ha encontrado algo Accadia?
—No, madre comandante. Ella… tiene que verlo usted misma. —La joven tragó saliva—. Dese prisa, por favor.
La anciana no tenía fuerzas para abandonar su despacho. Accadia estaba sentada, rodeada de lectores y montones de láminas de cristal llenas de datos. Se recostó en su gran sillón, respirando pesadamente, sin poder apenas moverse. Los ojos legañosos de la anciana se abrieron.
—Ha venido… a tiempo.
Murbella miró a la archivera, horrorizada. También ella tenía la enfermedad.
—¡Eres una Reverenda Madre! ¡Lucha!
—Estoy demasiado vieja y cansada. He utilizado mis últimas energías para recopilar nuestros registros y proyecciones y crear un mapa sobre la propagación de la enfermedad. Quizá podamos evitar que pase en otros planetas.
—Lo dudo. El Enemigo distribuye los virus allá donde lo considera más estratégico. —Ya había decidido que varias Reverendas Madres compartieran con Accadia. Sus extensos recuerdos y conocimientos no debían perderse.
Accadia trató de incorporarse en su asiento.
—Madre comandante, no se concentre tanto en la epidemia como para no ver sus consecuencias. —Se puso a toser. Tenía la piel cubierta de eccemas, un estadio avanzado de la enfermedad—. Esta epidemia no es más que un avance, una prueba. En muchos planetas con esto basta, pero el Enemigo sin duda conoce a la Hermandad lo suficiente para saber que podemos combatir la enfermedad, al menos hasta cierto punto. Cuando nos hayan debilitado, atacarán.
Murbella sintió frío por dentro.
—Si las máquinas pensantes destruyen a la Nueva Hermandad, lo que quede de la humanidad no tendrá ninguna posibilidad. Somos el obstáculo más importante que Omnius tiene en su camino.
—¿Lo entiende ahora? —La anciana aferró la mano de la madre comandante para asegurarse de que entendía—. Este planeta siempre ha estado oculto, pero ahora las máquinas pensantes conocen su localización. Apuesto a que su flota espacial ya está de camino.