¿Somos los únicos que quedan con vida? ¿Y si a estas alturas el Enemigo ha destruido al resto de la humanidad, en el Imperio Antiguo, a la gente de Murbella? En ese caso, es imperativo que establezcamos tantas colonias como sea posible.
DUNCAN IDAHO, cuaderno de bitácora de la no-nave
Ocultándose a ojos de los habitantes del planeta, varios equipos de eficientes Bene Gesserit se lanzaron a la importante tarea de reabastecer la no-nave del necesario aire, agua y sustancias químicas. Enviaron naves mineras, recolectores de aire y tanques de purificación de agua. Aquella era la prioridad más inmediata del Ítaca.
Stilgar y Liet-Kynes insistieron en bajar a inspeccionar la franja desértica en expansión. Al ver el apasionamiento en el rostro de aquellos dos gholas recién despertados, ni Teg ni Duncan fueron capaces de decir que no. Todos se sentían relativamente optimistas sobre la posibilidad de encontrar un paisaje que los acogiera. Sheeana se preguntaba si podría por fin liberar a sus siete gusanos cautivos. Aunque Duncan no podía abandonar la protección de campo negativo de la no-nave —eso le habría dejado a la vista de los Enemigos que les acosaban—, no había motivo para que los otros no pudieran encontrar por fin un hogar. Y quizá ese hogar estaba allí.
El bashar Teg pilotó personalmente el transporte ligero que los llevó a la superficie, acompañado por Sheeana y una entusiasta Stuka, que llevaba mucho tiempo deseando establecer un nuevo centro Bene Gesserit en lugar de andar errando por el espacio. Garimi dejo que fuera su partidaria incondicional quien bajara en esta primera misión, y ella permaneció en la no-nave haciendo planes con sus hermanas ultraconservadoras. Stilgar y Liet estaban impacientes por poner el pie en el desierto… un desierto de verdad, con cielos abiertos y arenas interminables.
Teg guio la nave directamente a la zona árida, donde se estaba librando la batalla ecológica. Si realmente aquel era uno de los planetas-simiente de Odrade, el Bashar sabía la rapidez con que las voraces truchas de arena absorberían toda el agua del planeta, gota a gota. El medio contraatacaría con patrones climáticos cambiantes; los animales migrarían a zonas aún intactas; la vegetación atrapada lucharía por adaptarse, y en su mayor parte fracasaría. Las truchas de arena actuaban con mucha mayor rapidez de la que un planeta podía adaptarse.
Sheeana y Stuka miraban por las ventanas panorámicas de plaz del transporte, y veían aquel desierto como un éxito, un triunfo de la Dispersión de Odrade. Para aquella Bene Gesserit exquisitamente prudente, incluso la ruina de un ecosistema entero era una «baja aceptable» si servía para crear un nuevo Dune.
—El cambio se está produciendo muy deprisa —dijo Liet-Kynes en tono admirado.
—Sin duda Shai-Hulud ya está aquí —añadió Stilgar.
Stuka pronunció unas palabras que Garimi repetía continuamente.
—Este planeta será una nueva Casa Capitular. Las penurias no significarán nada para nosotros.
Con la detallada información que tenían en los archivos, los pasajeros del Ítaca tenían todos los conocimientos necesarios para establecer una nueva colonia. Sí, una colonia. A Teg le gustaba la palabra, porque representaba la esperanza de un futuro mejor.
Sin embargo, Teg también sabía que Duncan nunca podría dejar de huir, a menos que decidiera enfrentarse cara a cara al Enemigo. Los misteriosos anciano y anciana seguían persiguiéndolo con su siniestra red, a él o a alguna cosa que había en la no-nave, puede que la nave misma.
El transporte descendió con un rugido a través de un cielo azul. En medio de la abrupta franja desértica, las dunas se extendían hasta donde alcanzaba la vista. El sol se reflejaba en las dunas en un ambiente totalmente seco, las corrientes térmicas sacudían la nave. Teg se debatió con los sistemas de dirección.
Detrás, Stilgar chasqueó la lengua.
—Es como montar un gusano.
Cuando volaban sobre el cinturón desértico, Liet-Kynes señaló un tramo de rojo óxido que indicaba una erupción bajo la superficie.
—¡Una explosión de especia! El color y el patrón no dejan lugar a duda. —Dedicó una sonrisa amarga a su amigo Stilgar—. Yo morí en una. ¡Malditos sean los Harkonnen por dejarme morir!
Unos montículos se ondulaban y se movían casi en las capas superiores de la arena, pero no salieron a la superficie.
—Si son gusanos, son más pequeños que los que llevamos en nuestra cubierta de carga —dijo Stilgar.
—Pero siguen imponiendo —añadió Liet.
—Han tenido menos tiempo para madurar —señaló Sheeana—. La madre superiora Odrade no envió voluntarias para su Dispersión hasta mucho después de iniciarse la desertificación de Casa Capitular. Y no sabemos cuánto tardaron en encontrar este lugar.
Allá abajo, unas líneas visibles marcaban la rápida expansión de la arena, como ondas en un estanque. En los límites, un perímetro de desolación, zonas donde la vegetación había muerto y la tierra se había convertido en polvo. El desierto incipiente había creado bosques fantasma y poblados enterrados.
Volando bajo, buscando con expectación e inquietud, Teg descubrió tejados medio enterrados, los pináculos de edificios orgullosos, ahogados ahora bajo el desierto. Por un momento vio la chocante imagen de un embarcadero y parte de un bote boca abajo en lo alto de una duna ardiente.
—Estoy deseando ver a nuestras hermanas Bene Gesserit. —Stuka parecía impaciente—. Es evidente que su misión aquí ha tenido éxito.
—Espero que nos acojan bien —confesó Sheeana.
Después de haber visto aquella ciudad sumergida bajo la arena, Teg no creía que los nativos del planeta apreciaran lo que habían hecho las hermanas refugiadas.
El transporte ligero voló siguiendo el límite norte del desierto y los escáneres detectaron la presencia de pequeñas chozas y tiendas levantadas poco más allá del fin de la arena. Teg se preguntó con cuanta frecuencia tendrían que desplazar aquellos poblados nómadas. Si la zona árida se extendía con la misma rapidez que en Casa Capitular, aquel mundo perdería miles de hectáreas cada día… y el proceso se iría acelerando conforme las truchas absorbieran más y más agua preciosa.
—Aterriza en uno de esos asentamientos, Bashar —le dijo Sheeana—. Quizá alguna de nuestras hermanas perdidas esté aquí, controlando el avance de las dunas.
—Estoy impaciente por sentir arena de verdad bajo mis pies —musitó Stilgar.
—Es todo tan fascinante —dijo Liet.
Mientras Teg hacía girar la nave por encima de uno de los poblados, la gente empezó a salir y a señalar. Sheeana y Stuka se pegaron contra las ventanas de plaz con entusiasmo, buscando los hábitos negros distintivos de la Bene Gesserit, pero no vieron ninguno.
Una formación rocosa se elevaba por detrás del poblado, una muralla defensiva que les protegía del polvo y la arena. La gente estaba en lo alto de los puntos más altos, agitando las manos, pero Teg no habría sabido decir si sus gestos eran amistosos o amenazadores.
—Mirad, se cubren la cabeza y el rostro con paños y filtros —dijo Liet—. El aumento de la aridez les obliga a adaptarse. Para vivir aquí, en la zona que limita con las dunas, tienen que aprender a conservar los líquidos corporales.
—Podríamos enseñarles cómo hacer destiltrajes —dijo Stilgar con una sonrisa—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me puse uno decente. Llevo una docena de años en esa nave, ahogando mis pulmones con humedad. ¡Estoy impaciente por volver a respirar aire seco!
Teg encontró una zona despejada e hizo descender el transporte ligero. Se sintió inexplicablemente inquieto cuando vio que los nativos corrían hacia ellos.
—Evidentemente se trata de campamentos nómadas. ¿Por qué no trasladarse tierra adentro, donde el clima es más acogedor?
—La gente se adapta —dijo Sheeana.
—Pero ¿por qué? Sí, la franja desértica no deja de extenderse, pero aún hay gran cantidad de bosques, incluso ciudades, no muy lejos de aquí. Esta gente podría evitar la arena durante generaciones. Y sin embargo se obstinan en quedarse.
Antes de que la escotilla se abriera y dejara entrar una bocanada de aire reseco, los nómadas rodearon el transporte. Sheeana y Stuka, ataviadas con el hábito negro tradicional de Casa Capitular para que sus hermanas refugiadas pudieran reconocerlas, encabezaron el grupo valientemente. Teg las siguió, junto a Stilgar y Liet.
—Somos Bene Gesserit —gritó Sheeana a aquella gente en galach universal—. ¿Hay entre vosotros alguna de nuestras hermanas? —Protegiéndose los ojos de la luz, escrutó los pocos rostros ajados de mujeres que vio, pero no obtuvo respuesta.
—Quizá es mejor que probemos en otro poblado —en un susurro. Sus sentidos estaban alerta.
—Todavía no.
Un anciano se acercó, quitándose una máscara filtradora de encima del rostro.
—¿Preguntáis por las Bene Gesserit? ¿Aquí en Qelso? —Aunque su acento era basto, se le entendía. A pesar de su edad, parecía sano y enérgico.
Stuka tomó la delantera y se puso delante de Sheeana.
—Las que llevaban hábitos negros, como nosotras. ¿Dónde están?
—Todas muertas. —Los ojos del anciano destellaron.
Stuka reaccionó demasiado tarde. Moviéndose como una serpiente, el hombre arrojó un cuchillo que llevaba oculto en la manga, con una puntería mortífera. La multitud se abalanzó sobre ellos.
Stuka se aferró con torpeza a la hoja que tenía clavada en el pecho, pero no consiguió que sus dedos la obedecieran. Sus rodillas se doblaron y su cuerpo cayó por un lado de la rampa de la nave.
Sheeana retrocedió enseguida. Teg gritó a Liet y Stilgar que volvieran atrás mientras sacaba una de las pistolas aturdidoras que había cogido de la armería de la no-nave. Una piedra voluminosa golpeó a Stilgar en la cabeza. Liet ayudó a su amigo, tratando de arrastrarlo a la nave. Teg disparó un haz de energía plateada que hizo que parte de la multitud se desplomara, pero siguieron lloviendo cuchillos y piedras.
La gente enfervorecida atacó la rampa desde todos los lados, y se abalanzó sobre Teg. Muchas manos sujetaron su muñeca antes de que pudiera volver a disparar, y alguien le arrebató el aturdidor. Otros prendieron a Liet y se lo llevaron.
Sheeana luchó en un remolino de golpes de su repertorio Bene Gesserit. No tardó en quedar rodeada por un círculo de atacantes caídos.
Con un rugido Teg se preparó para acelerar su metabolismo y así evitar los golpes y las armas, pero un segundo rayo plateado como la lluvia salió de su aturdidor y los derribó primero a él y luego a Sheeana.
— o O o —
Al poco la gente del campamento ató las manos de sus cuatro prisioneros con fuertes cordeles. Aunque estaba muy magullado, Teg recuperó la conciencia y vio que Liet y Stilgar estaban atados juntos. El cuerpo de Stuka seguía cerca de la rampa, y sus atacantes estaban registrando el transporte ligero y sacando cosas.
Un grupo de hombres levantó el cuerpo de Stuka. El anciano recuperó su cuchillo, arrancándolo del pecho de la muerta, y lo limpió en su hábito con expresión de asco. Miró el cadáver con ira y escupió, y entonces se acercó a los prisioneros. Mirando a los tres hombres, meneó la cabeza con aire de desaprobación.
—No me he presentado. Podéis llamarme Var.
Sheeana lo miró con gesto desafiante.
—¿Por qué nos haces esto? Dices que conoces la orden de la Bene Gesserit.
El rostro de Var se crispó, como si hubiera preferido no hablar con ella. Se inclinó sobre Sheeana.
—Sí, conocemos a las Bene Gesserit. Vinieron hace años y soltaron sus criaturas demoníacas en nuestro mundo. Un experimento, dijeron. ¿Un experimento? ¡Mirad qué han hecho con nuestra preciosa tierra! Todo se está convirtiendo en polvo. —Levantó el cuchillo y pensó por un momento, y entonces lo guardó—. Cuando nos dimos cuenta de lo que aquellas mujeres estaban haciendo, las matamos a todas, pero ya era tarde. Ahora nuestro planeta se muere, y lucharemos para proteger lo que queda de él.