30

Algunos ven la especia como una bendición, otros como una maldición. Sin embargo, para todos es una necesidad.

PLANETÓLOGO PARDOT KYNES, cuadernos originales de Arrakis

Tras un largo y agotador viaje por el Imperio Antiguo, desde los planetas que se preparaban para la batalla, hasta los astilleros de la Cofradía o las zonas de extracción de soopiedras en Buzzell, la madre comandante Murbella regresó a Casa Capitular con una renovada determinación. Había pasado muchos meses fuera, y sus alojamientos en Central le parecieron los de una extraña. Apresuradas acólitas y operarios masculinos corrieron a descargar sus pertenencias de la nave.

Tras llamar educadamente a la puerta, una acolita entró. La joven tenía el pelo corto y castaño y sonrisa furtiva.

—Madre comandante, Archivos envía estos gráficos actualizados. Se suponía que debían estar preparados a vuestra llegada. —Le tendió unos finos mapas con líneas detalladas, y retrocedió sobresaltada cuando vio la carcasa de un robot de combate en un rincón de la habitación, desactivado pero aún en pie, como un trofeo de guerra.

—Gracias. No te preocupes por la máquina, está tan muerta como pronto lo estarán todas. —Murbella cogió los informes de manos de la joven. Y de pronto cuando la miró, se dio cuenta de que era su hija Gianne, la última que tuvo con Duncan Idaho. Otra de sus hijas, Tanidia, criada también por la Nueva Hermandad, había desembarcado allí para trabajar entre la Missionaria.

¿Saben Gianne o Tanidia quiénes son sus padres? Años atrás Murbella había decidido decir a Janess quiénes eran sus padres, y la joven se lanzó al estudio y comprensión de la figura de su famoso padre. Pero dejó que las otras dos se criaran a la manera tradicional. Dudaba que supieran lo especiales que eran.

Gianne parecía vacilar, como si esperara que la madre comandante le pidiera otra cosa. Aunque ya sabía la respuesta, en un impulso Murbella preguntó:

—¿Cuántos años tienes, Gianne?

A la joven pareció sorprenderle que conociera su nombre.

—Veintitrés, madre comandante.

—Y aún no has pasado por la Agonía. —No era una pregunta.

Ocasionalmente, la madre comandante había sentido la tentación de utilizar su posición para interferir en la educación de la joven, pero no lo había hecho. Una Bene Gesserit no debía manifestar este tipo de debilidades.

La joven pareció avergonzada.

—Las censoras sugieren que necesito mayor concentración.

—Entonces empléate a fondo. Necesitamos todas las Reverendas Madres que podamos encontrar. —Lanzó una ojeada al ominoso robot de combate—. La guerra va a peor.

— o O o —

Murbella se dio cuenta de que no podía descansar, no podía perder el tiempo. Convocó a sus consejeras, Kiria, Janess, Laera y Acadia. Las mujeres llegaron esperando una reunión, pero Murbella las hizo salir con ella de la torre de Central.

—Preparad un tóptero. Partiremos inmediatamente hacia el cinturón desértico.

Laera, que llevaba un montón de informes, no se tomó bien la noticia.

—Pero, madre comandante, lleva fuera mucho tiempo. Muchos documentos requieren su atención. Debe tomar decisiones, dar el adecuado…

—Yo decido cuáles son las prioridades.

Kiria se tragó sus palabras con mirada de desprecio, porque vio que la comandante hablaba completamente en serio. Todas subieron al ornitóptero vacío y esperaron mientras se realizaban los preparativos para el despegue. Murbella no podía esperar.

—Si no viene un piloto enseguida yo misma pilotaré esta cosa.

Le enviaron un joven piloto inmediatamente.

Cuando el tóptero despegó por fin, Murbella se volvió hacia sus consejeras y se explicó.

—La Cofradía exige un precio desorbitado por las naves de guerra que está construyendo. Ix únicamente acepta el pago en melange, y ahora que las soopiedras de Buzzell ya no son económicamente viables, todo depende de la especia. Es la única moneda lo bastante importante que tenemos para apaciguar a la Cofradía.

—¿Apaciguar? —espetó Kiria—. ¿Qué desatino es este? Tendríamos que conquistarlos y obligarlos a producir las naves y las armas que necesitamos ¿Es que somos las únicas que comprenden la amenaza? ¡Las máquinas pensantes se acercan!

A Janess esta sugerencia la dejó perpleja.

—Atacar a la Cofradía solo serviría para provocar una guerra civil abierta, y en estos momentos no nos lo podemos permitir.

—¿Tenemos los suficientes recursos que gastar en esas naves? —preguntó Laera—. Ya hemos forzado nuestro crédito con el Banco de la Cofradía más allá de sus límites.

—Todos nos enfrentamos a un enemigo común —dijo la vieja Accadia—. Sin duda la Cofradía e Ix estarán dispuestos a…

Murbella apretó los puños.

—Esto no tiene nada que ver con el altruismo o la avaricia. Por muy buenas intenciones que tengan, los recursos y los materiales no aparecen espontáneamente como un arco iris tras la lluvia. Hay que alimentar a las poblaciones, hay que pagar el combustible de las naves, hay que producir y consumir energía. El dinero es solo un símbolo, pero la economía es el motor que mueve toda la máquina. Hay que pagar al barquero.

El tóptero se desplazaba veloz por los cielos, azotado por los vientos secos y el polvo, aunque aún no veían el desierto. Murbella miró al exterior por la ventanilla curva, convencida de que la última vez las dunas aún no llegaban a aquella altura del continente. Eran como una antimarea, una sequedad absoluta que avanzaba en ondas. En el corazón del desierto, los gusanos crecían y se reproducían, manteniendo el ciclo en una espiral en perpetuo crecimiento.

La madre comandante se volvió hacia la mujer que tenía detrás.

—Laera, necesito un informe completo sobre nuestras operaciones de extracción de especia. Necesito cifras. ¿Cuántas toneladas de melange recogemos? ¿Cuánta tenemos en nuestros stocks? ¿Cuánta podemos exportar?

—Producimos suficiente para cubrir nuestras necesidades, madre comandante. Nuestras inversiones siguen empleándose en ampliar las excavaciones, pero los gastos se han incrementado de forma drástica.

Kiria musitó amargamente algo sobre los ixianos y sus interminables facturas.

—Quizá habrá que traer obreros extraplanetarios —señaló Janess—. Es un obstáculo que se puede superar.

El tóptero descendió hacia una columna de polvo y arena que arrojaba un recolector. A su alrededor, como lobos rodeando a un animal herido, varios gusanos de arena se acercaban atraídos por las vibraciones. Ya estaban empezando a retirarse, los mineros corrían y las alas de acarreo se preparaban para levantar la maquinaria pesada cuando los gusanos se acercaran demasiado.

—Exprimid el desierto —dijo Murbella—, extraed hasta el último gramo de especia.

—Hace tiempo a la Bestia Rabban se le asignó la misma tarea, en tiempos de Muad’Dib —dijo Accadia—, y fracasó estrepitosamente.

—Rabban no tenía el respaldo de la Hermandad. —Vio que Laera, Janess y Kiria hacían cálculos mentales. ¿Cuántos obreros podían derivarse a la zona desértica? ¿Cuántos prospectores y caza tesoros extraplanetarios podían permitirse tener en Casa Capitular? ¿Cuánta especia necesitarían para que la Cofradía y los ixianos siguieran produciendo las armas y naves que tan desesperadamente necesitaban?

El piloto, que hasta entonces había guardado silencio, habló.

—Ya que estamos aquí, madre comandante, ¿desea que las lleve a la instalación de investigación del desierto? El equipo de planetólogos está estudiando el ciclo de los gusanos, la extensión del desierto y los parámetros necesarios para una recolección más efectiva de la especia.

—«Para que el éxito sea posible primero es necesario comprender» —dijo Laera, citando directamente de la antigua Biblia Católica Naranja.

—Sí, inspeccionaré la estación. La investigación es necesaria, pero en tiempos como estos, debe ser una investigación práctica. No tenemos tiempo para estudios frívolos ideados por los caprichos de un científico extraplanetario.

El piloto dio la vuelta con el tóptero y se alejó por el desierto a toda velocidad. En el horizonte, una pared de roca negra semienterrada, un bastión seguro donde los gusanos no podían aventurarse.

La estación de Shakkad debía su nombre a Shakkad el Sabio, un mandatario de antes de la Yihad Butleriana. Perdido casi en la bruma de la leyenda, el químico de Shakkad fue el primer hombre de la historia que reconoció las propiedades geriátricas de la melange. Ahora, un grupo de cincuenta científicos, hermanas y su personal de soporte vivía y trabajaba lejos de la torre central de Casa Capitular y de cualquier interferencia exterior. Colocaban artilugios para tomar mediciones del clima, salían a las dunas para medir los cambios químicos que se producían durante las explosiones de especia y seguían el crecimiento y movimiento de los gusanos.

Cuando el tóptero se detuvo en un saliente plano de roca que hacía las veces de improvisada pista de aterrizaje, un grupo de científicos salió a recibirlas. Un equipo de inspección, polvoriento y castigado por los vientos, regresaba en esos momentos de los límites del desierto, donde habían colocado postes de muestreo e instrumentos para medir el clima. Vestían con destiltrajes, reproducciones exactas de los que en otro tiempo llevaron los fremen.

La mayoría de los científicos de la estación Shakkad eran hombres, y varios de los de mayor edad habían hecho breves expediciones al calcinado Rakis. Tres décadas habían pasado desde la destrucción del planeta desértico, y a aquellas alturas muy pocos científicos podían decir que conocían personalmente a los gusanos ni las condiciones del Dune original.

—¿En qué podemos ayudarla, madre comandante? —preguntó el director de la estación, un extraplanetario que se subió sus gafas protectoras polvorientas sobre la cabeza. Los ojos sabios del individuo ya tenían un matiz ligeramente azulado. La especia formaba parte de su dieta cotidiana desde que llegó a la estación. Su cuerpo despedía un desagradable olor a sucio, como si se hubiera tomado su trabajo en aquel cinturón desértico sin agua tan en serio que descuidaba su aseo regular.

—Ayúdenos consiguiendo más melange —contestó Murbella directamente.

—¿Tienen sus equipos todo lo que necesitan? —preguntó Laera—. ¿Necesitan suministros o trabajadores adicionales?

—No, no. Solo necesitamos soledad y libertad para hacer nuestro trabajo. Oh, y tiempo.

—Puedo darle los dos primeros, pero tiempo es un lujo que ninguno de nosotros posee.