Si nos cuesta tan poco encontrar enemigos es porque la violencia es una parte innata de la naturaleza humana. Así pues, nuestro mayor reto es elegir al enemigo más importante, porque no podemos esperar luchar contra todos.
BASHAR MILES TEG, valoración militar pronunciada ante las Bene Gesserit
Tras partir de Casa Capitular; Murbella viajó a las líneas de frente. Como madre Comandante, su lugar estaba allí. Haciéndose pasar por una simple inspectora de la Nueva Hermandad, Murbella llegó a Oculiat, uno de los sistemas que quedaba justo en la trayectoria que seguía la flota de máquinas pensantes.
En otro tiempo, Oculiat estaba en los límites más alejados del espacio habitado, no era más que un lugar adonde huir en la Dispersión después de la muerte del Tirano. Mirándolo objetivamente, aquel planeta apenas poblado tenía muy poca importancia, no era más que otro objetivo en el vasto mapa cósmico. Pero para Murbella Oculiat representaba un importante golpe psicológico, cuando aquel planeta cayera ante las máquinas, el Enemigo tendría las puertas abiertas al Imperio Antiguo, no a un lugar lejano y desconocido que no aparecía en los viejos mapas estelares.
Hasta que los ixianos no entregaran sus destructores y la Cofradía no proporcionara todas las naves que ella había exigido, la madre comandante no tenía forma de parar a las máquinas pensantes ni tan siquiera de retrasar su avance.
Bajo un cielo brumoso, iluminado por una luz solar amarilla y acuosa, Murbella bajó de su nave. La pista de aterrizaje parecía desierta, como si ya nadie se ocupara del puerto espacial. Como si ya ni siquiera vigilaran por si llegaba el Enemigo.
Sin embargo, cuando se encontró con la multitud enfervorecida en la ciudad central, vio que la población ya había encontrado a su enemigo. Una muchedumbre tenía rodeado el edificio principal de la administración, donde los funcionarios se habían atrincherado. Los ciudadanos habían sitiado a sus líderes, y gritaban pidiendo sangre o una intervención divina. Preferiblemente sangre.
Murbella sabía la increíble fuerza que puede generar el miedo, pero era evidente que no estaba bien canalizada. La población de Oculiat, y de todos los planetas desesperados que se enfrentaban a la inminente llegada del Enemigo, necesitaba el liderazgo de la Hermandad. Eran un arma ya cargada que había que apuntar. Y en vez de eso estaban fuera de control. Murbella vio lo que pasaba y corrió hacia la zona, pero se detuvo cuando estaba a punto de arrojarse sobre la multitud.
La despedazarían, y lo harían por Sheeana.
Las apariciones y los sermones de la «resucitada Sheeana» habían preparado a billones de personas para la lucha. Las Sheaanas habían avivado la ira y el fervor de los pueblos, para que la Nueva Hermandad pudiera manipular aquel poder para sus propósitos. Sin embargo, una vez se desataba, el fanatismo era una fuerza caótica. Conscientes de que seguramente no sobrevivirían a la llegada de las máquinas, hombres y mujeres se daban a la violencia, buscando cualquier enemigo sobre el que desfogarse… incluso entre los suyos.
—¡Danzarines Rostro! —gritó alguien. Murbella se abrió paso hasta el centro de la acción, apartando a golpes brazos y puños, y golpeó a alguien a un lado de la cabeza. Pero incluso aturdida aquella gente salvaje y envalentonada seguía adelante—. Danzarines Rostros. Nos han estado manipulando todo el tiempo… nos han vendido al enemigo.
Aquellos que reconocieron el unitardo Bene Gesserit de la madre comandante retrocedieron; otros, bien porque no lo conocían o porque estaban demasiado furiosos para que les importara, no recularon hasta que Murbella utilizó la Voz. Bajo el fuego de aquella orden irresistible, se apartaron trastabillando. Sola frente a la multitud, Murbella fue a grandes zancadas hacia la entrada porticada del centro gubernamental, que la gente veía como objetivo. Volvió a utilizar la Voz, pero no pudo detenerlos a todos. Las voces y los gritos acusadores subían y bajaban de volumen como truenos en la tormenta.
Mientras Murbella trataba de llegar al frente de la barricada, varios de los miembros más adelantados de la chusma repararon en su uniforme y dejaron escapar un vítor.
—¡Una Reverenda Madre ha venido a darnos su apoyo!
—¡Matad a los Danzarines Rostro! ¡Matadlos a todos!
Murbella agarró a una anciana.
—¿Cómo sabéis que son Danzarines Rostro?
—Lo sabemos. Pensad si no en sus decisiones, en sus discursos. Es evidente que son traidores. —Murbella no creía que los Danzarines Rostro actuaran tan abiertamente como para que el simple populacho pudiera detectarlos. Pero la chusma estaba convencida.
Seis hombres pasaron corriendo y resollando cargados con un pesado poste de plastiacero que procedieron a utilizar a modo de ariete. En el interior del edificio del capitolio, los funcionarios aterrados habían amontonado todo tipo de objetos tratando de bloquear las puertas y ventanas. Las piedras rompieron el plaz ornamental, pero la gente no pudo entrar tan fácilmente. Barras y objetos pesados les cerraban el paso.
Impulsado por la fuerza del pánico y la histeria, el ariete aporreó las gruesas puertas, astillando la madera y arrancando los goznes. En cuestión de momentos una marea de cuerpos humanos entró.
Murbella gritó.
—¡Esperad! ¿Por qué no comprobar si realmente son Danzarines Rostro antes de matar a nadie…?
La anciana pasó a empujones, ansiosa por llegar a los funcionarios. Pisó a Murbella, oyó sus advertencias, y entonces se volvió hacia ella entrecerrando los ojos con expresión viperina.
—¿Por qué duda, Reverenda Madre? Ayúdenos a atrapar a los traidores. ¿O es que también es uno de ellos?
Los reflejos de Honorada Matre de Murbella hicieron que su mano saliera disparada y asestó en el cuello de la mujer un golpe que la dejó inconsciente. No pretendía matarla, pero cuando su acusadora se desplomó sobre las escaleras, una docena de personas la arrolló.
Con el corazón martilleándole en el pecho, Murbella se pegó contra la pared para evitar la estampida. Si alguien hubiera pronunciado las palabras fatídicas —¡Danzarín Rostro! ¡Danzarín Rostro!— y los dedos la hubieran señalado a ella, la chusma la habría matado sin vacilar. Y ni siquiera con sus capacidades superiores de lucha podría haberse defendido contra tanta gente.
Retrocedió un poco más y se refugió detrás de la estatua de un héroe olvidado de los Tiempos de la Hambruna, parapetándose tras su mole de plazpiedra. La multitud enfervorecida aplastaría a muchos de sus propios integrantes en su afán por entrar en el edificio.
Murbella oyó gritos dentro, disparos, pequeñas explosiones. Algunos de los funcionarios debían de llevar armas personales para protegerse. Murbella esperó; sabía que pronto se habría acabado.
El sangriento ataque se consumió en media hora. La chusma encontró y asesinó a los veinte funcionarios sospechosos. Y entonces, con una sed de sangre que aún no estaba saciada, se volvieron contra otros miembros de la chusma que no habían demostrado el suficiente entusiasmo, hasta que finalmente toda aquella violencia quedó en un agotamiento culpable…
La madre comandante Murbella entró en el edificio, en toda su estatura, y vio las ventanas, las vitrinas y las obras de arte destrozadas. Los jubilosos asesinos arrastraron los cuerpos hasta la galería legislativa principal. Casi treinta hombres y mujeres muertos, algunos por disparos, otros a golpes, y con tanta saña que a duras penas se reconocían si eran hombres o mujeres. Los cadáveres del pulido suelo de piedra tenían expresiones de terror.
Ciertamente, uno de los cuerpos que había en aquel revoltijo de sangre era un Danzarín Rostro.
—¡Teníamos razón! Ve, Reverenda Madre. —Un hombre señaló al cambiador de forma muerto—. Se habían infiltrado, pero hemos descubierto al enemigo y lo hemos matado.
Murbella miro a su alrededor, a todos aquellos inocentes asesinados para descubrir a un Danzarín Rostro. ¿Cuál era la economía del derramamiento de sangre? Trató de pensar fríamente. ¿Cuánto daño podía haber causado aquel único Danzarín Rostro al revelar sus puntos débiles al Enemigo que se acercaba? ¿Un daño equivalente a aquellas vidas? Sí, y más, tuvo que admitir.
Por su exaltación, era evidente que la gente de Oculiat consideraba aquel levantamiento una victoria, y Murbella no se lo podía discutir. Pero si aquella oleada de vigilantismo demencial continuaba, ¿caerían todos los gobiernos? ¿Incluso en Casa Capitular? ¿Y entonces quien organizaría a la gente para que se defendiera?