Jamás debemos dar voz a la duda. Hemos de creer plenamente que podemos ganar esta lucha contra el Enemigo. Pero en mis momentos de mayor oscuridad, cuando estoy sola en mis alojamientos, siempre me pregunto: ¿Es esto fe realmente, o se trata solo de estupidez?
MADRE COMANDANTE MURBELLA, archivos privados de Casa Capitular
Cuando el pequeño consejo de la Missionaria Aggressiva de Murbella volvió a reunirse, el debate fue tenso. En el pasado año, la Hermandad había enviado siete falsas Sheeanas a campos de refugiados para que movilizaran a las masas. Las falsas Sheeanas tenían una misión muy concreta: convencer a los fanáticos para que se mantuvieran firmes a pesar de la derrota segura.
Las naves aparentemente invencibles del Enemigo proliferaban como las cabezas de una hidra; por más que destruyeran, siempre aparecían más y más. Omnius había tenido milenios enteros para preparar su conquista final, y no había dejado nada al azar. Los puntos de los mapas estelares mostraban los mundos que iban cayendo uno tras otro bajo la ofensiva de las máquinas pensantes.
Murbella ocupaba una silla dura e incómoda en el extremo de la mesa; la mayoría prefirió las peludas sillas-perro. A la cabeza de la mesa, la bashar Janess Idaho esperaba en posición de firmes para dar su informe.
—Traigo noticias.
—¿Buenas o malas? —Murbella temía oír la respuesta.
—Juzgue usted misma.
Su hija parecía demacrada, cansada, y bastante mayor de lo que era. Janess había superado la Agonía de Especia, y había sido sometida a un intenso adiestramiento Bene Gesserit, y por tanto podía ralentizar los cambios de su cuerpo, no para mantener una apariencia atractiva, sino para conservarse fuerte y ágil. La lucha constante lo exigía. Y sin embargo, la interminable crisis empezaba a pasar factura. Murbella reparó en la cicatriz que su hija tenía en la mejilla izquierda, en la marca de una quemadura en el brazo.
Las palabras de la bashar carecían de emotividad, pero Murbella intuía su agitación en su voz cortante.
—Antes incluso de que se avistaran las primeras naves en el sistema de Jhibraith, las máquinas enviaron sondas exploradoras para diseminar las epidemias. La población de Jhibraith ya había solicitado la evacuación, pero en cuanto aparecieron los primeros síntomas, las naves de la Cofradía dieron marcha atrás y se negaron a acercarse. Hubo que poner en cuarentena un crucero. Por suerte, la epidemia quedó contenida en siete de las fragatas que llevaba en su cámara de carga. Todos los pasajeros de las fragatas murieron, pero el resto pudo vivir.
—¿Qué pasó con el planeta? —preguntó Murbella.
—La epidemia se extendió con rapidez por los diferentes continentes. Como se esperaba. Las nuevas cepas virales son mucho peores que nada que hayamos visto, más mortíferas incluso que las legendarias plagas de la Yihad Butleriana.
Laera deslizó una lámina de cristal riduliano ante ella.
—Jhibraith tiene una población de trescientos veintiocho millones de personas.
—Ya no —dijo Kiria.
Janess entrelazó sus dedos con firmeza, como si tratara de sacar fuerzas.
—Una de las Sheeanas sustitutas estaba en Jhibraith. Cuando la Cofradía puso el planeta en cuarentena, la falsa Sheeana supo estar a la altura y no dejó de hablar ante las multitudes mientras la epidemia se extendía. Todos sabían que iban a morir. Sabían que las fuerzas de las máquinas pensantes se acercaban. Pero ella les convenció que si había que morir, mejor morir como héroes.
—Pero, si la Cofradía ya les había abandonado ¿cómo lucharon? —Kira parecía escéptica—. ¿Tirando piedras?
—Jhibraith tenía sus propias fragatas orbitales, naves de carga y transportes, ninguno de ellos equipado con motores Holtzman ni campos negativos. Mientras la epidemia iba esquilmando la población, los supervivientes luchaban por crear una fuerza militar doméstica con la que enfrentarse a Omnius. Tenían que ser más rápidos que la epidemia. —Obligó a sus labios a esbozar una sonrisa fría.
—Nuestra falsa Sheeana era como el mismo demonio. Me consta que estuvo cinco días seguidos sin dormir, porque los registros la muestran en diferentes ciudades y fábricas, arengando a la ciudadanía, obligándolos a ir a rastras si hacía falta hasta las cadenas de montaje. Nadie se molestó en establecer cuarentenas, porque todos estaban infectados. Conforme la gente iba muriendo en las fábricas, sus cuerpos eran llevados a fosas comunes y se incineraban. Y otros ocupaban su sitio.
—Y la gente no dejó de trabajar ni siquiera cuando la flota del Enemigo rodeó el planeta. Y entonces nuestra Sheeana desapareció. —Janess paseó la mirada por la mesa, bajó la voz—. Más tarde, supe por un mensaje cifrado de las Bene Gesserit que nuestra falsa Sheeana había contraído la enfermedad y murió.
Murbella estaba sorprendida.
—¿Murió? ¿Cómo puede ser eso? Una Reverenda Madre sabe combatir la enfermedad.
—Para eso se requiere una gran concentración y unos considerables recursos físicos. Nuestra Sheeana había agotado los suyos. Si hubiera descansado uno o dos días, podría haber recuperado fuerzas y haber mantenido la enfermedad a raya. Pero no lo hizo, y agotó todas sus reservas de energía. Consciente de que Jhibraith estaba condenado, de que si la epidemia no la mataba lo haría el ejército invasor de máquinas, Sheeana no cejó en sus esfuerzos.
La vieja Accadia asintió.
—E imbuyó el fervor religioso en la gente. Sin duda sabía que si la veían debilitada y moribunda perderían empuje. Hizo bien en apartarse del ojo público.
La leve sonrisa de Janess demostraba una verdadera admiración.
—En cuanto empezó a manifestar los síntomas, Sheeana lanzó un último gran discurso y dijo a la gente que debía ascender a los cielos, Y entonces se aisló y murió sola para que nadie viera cómo la horrible plaga la destrozaba.
—Un excelente ejemplo de valentía para los archivos históricos. —Accadia frunció sus labios ajados—. Su sacrificio no caerá en el olvido.
—Si después de esto queda alguien para estudiarlos —musitó Kiria.
—¿Y la batalla subsiguiente en Jhibraith? —preguntó Murbella—. ¿Se defendió la gente?
—Cuando el Enemigo llegó, la población luchó como antiguos berserkers, hasta el último hombre y la última mujer. Nada podía detenerlos. Recibieron a la flota del Enemigo con naves dirigidas por abuelos, adolescentes, madres, esposos e incluso criminales a los que liberaron de los centros de detención. Todos lucharon y murieron valientemente. Y con su sola ferocidad consiguieron repeler a las máquinas. Aunque no tenían una fuerza militar estructurada, la población de Jhibraith destruyó más de mil naves enemigas.
La realidad dio a la voz de Murbella un tono glacial.
—Mi entusiasmo se ve atemperado por la certeza de que incluso tras perder mil naves las máquinas pensantes tienen incontables más que arrojar contra nosotros.
—Aun así, si todos los planetas luchan de ese modo, cabría la posibilidad de que la humanidad sobreviva —señaló Janess—. La especie no desaparecería.
Kiria escogió aquel momento para intervenir. Apartó hojas de cristal de otro grupo de informes y empujó un proyector al centro de la mesa. La silla-perro se movió sutil y dócilmente para acomodarse a sus movimientos.
—Este nuevo informe demuestra que no podemos contar con todos los planetas. El ataque viene de dentro tanto como de fuera.
Murbella frunció el ceño.
—¿Dónde has conseguido esto?
—Tengo mis fuentes. —Con expresión de suficiencia, aquella Honorada Matre puso en marcha el proyector—. Mientras nosotros nos enfrentamos a las máquinas pensantes, hay un enemigo insidioso que está minando nuestras fuerzas desde dentro.
La imagen mostraba una multitud.
—Esto es Belos IV; pero se han documentado casos parecidos en todas partes. Avivadas por la impotencia ante la llegada inminente de la flota enemiga, las luchas políticas y las guerras intestinas están apareciendo por doquier en todos los planetas. La gente tiene miedo. Sus líderes no les dicen lo que quieren oír, se amotinan, derriban a sus primeros ministros y ponen a otros en su lugar. Y la mayoría de las veces acaban por deponer también a estos nuevos líderes.
—Eso lo sabemos. —Murbella miró a Janess, que seguía con rigidez en posición de firmes a la cabeza de la mesa. Le habría gustado que su hija se sentara. En las imágenes, los ciudadanos de Belos IV se levantaban contra su gobernador que les estaba pidiendo que se rindieran ante las máquinas pensantes—. Evidentemente, no era eso lo que la gente quería escuchar. ¿Qué relevancia puede tener esto?
Kiria apuntó con el dedo la imagen.
—¡Mirad!
Cuando la gente atacó al líder, un hombre de mediana edad, este se defendió con notable destreza, haciendo uso de unas habilidades y una rapidez que rara vez podía verse en un burócrata. Murbella supuso que el gobernador debía de haber recibido algún tipo de entrenamiento especial. Sus métodos de combate eran poco habituales y efectivos, pero la turba lo superaba con creces en número. Lo arrastraron por las calles, hasta el balcón de su palacio y lo arrojaron abajo. El hombre quedó inerte en el suelo y la multitud ruidosa empezó a retroceder. La cámara acercó la imagen. El gobernador muerto cambió, se puso más pálido. Su rostro se volvió más chupado, cadavérico, con un algo informe. ¡Un Danzarín Rostro!
—Siempre tuvimos la sospecha de que las lealtades de los nuevos Danzarines Rostro eran cuestionables. Se aliaron con las Honoradas Matres y se volvieron en contra de los viejos tleilaxu. Ya los encontramos entre las rameras rebeldes de Gammu y Tleilax, y ahora parece que la amenaza es peor de lo que pensábamos. Escuchad las palabras del gobernador. Estaba defendiendo la rendición ante las máquinas pensantes. ¿Para quién trabajan realmente los Danzarines Rostro?
Murbella sacó la conclusión lógica y paseó su mirada afilada como un cuchillo aserrado sobre las otras hermanas.
—Los nuevos Danzarines Rostro son marionetas de Omnius, y se han infiltrado entre la población. Son muy superiores a los antiguos, y pueden resistir casi cualquier técnica de las Bene Gesserit. Nunca entendimos cómo podían haberlos creado los tleilaxu perdidos, porque sus capacidades eran muy inferiores a las de los antiguos maestros. No era normal.
—Si las máquinas pensantes ayudaron a crearlas —dijo Laera con frialdad—, es posible que los mandaran entre los tleilaxu que regresaron de la Dispersión.
—Una primera oleada de exploradores e infiltrados. —Asintió—. ¿Hasta dónde se habrán extendido? ¿Es posible que entre nosotras haya Danzarines Rostro que las Decidoras de Verdad no han sabido detectar?
Accadia frunció el ceño.
—Una idea atemorizadora, si es cierto que no tenemos forma de desenmascarar a estos nuevos Danzarines Rostro. Por lo que he visto, la imitación es perfecta.
—Nada es perfecto —dijo Murbella—. Incluso las máquinas pensantes tienen defectos.
—Pues, podemos identificarlos fácilmente —apuntó Kiria con un tono muy poco humorista—. Cuando mueren los Danzarines Rostro su rostro recupera su aspecto neutro.
—¿Y qué propones, que matemos a todo el mundo?
—De todos modos es lo que el Enemigo piensa hacer.
Murbella se puso en pie, inquieta. Podía quedarse allí, en Casa Capitular, junto a las otras hermanas, recibiendo informes durante otro año, escuchando los recuentos, tratando de prever el avance de las máquinas en un mapa, como si fuera una especie de juego de guerra. Entretanto, los ingenieros ixianos trabajaban para construir armas equivalentes a los destructores, y los astilleros de la Cofradía estaban fabricando miles de naves, todas ellas equipadas con compiladores matemáticos.
Pero la crisis iba mucho más allá de la política interna y las luchas de poder. Así que decidió salir allá afuera y viajar a los mundos que limitaban con la zona en guerra, no como madre comandante, sino como observadora. Dejaría un consejo de Reverendas Madres al frente de las actividades cotidianas en Casa Capitular, que se ocuparan de las cuestiones burocráticas y distribuyeran especia entre la Cofradía para asegurar su cooperación.
Cuando Murbella anunció su decisión, Laera exclamó:
—Madre comandante, eso no es posible. La necesitamos aquí. ¡Hay tanto por hacer!
—Represento mucho más que la Nueva Hermandad. Dado que parece que nadie piensa aceptar el reto, me siento responsable de la raza humana. —Suspiró—. Alguien tiene que serlo.