Todo hombre comete errores. Sin embargo, cuando los comete un jefe de seguridad, hay consecuencias. Muere gente.
THUFIR HAWAT, el original
El Bashar y su protegido avanzaban por los corredores en dirección al centro de soporte vital de la no-nave.
—Estoy profundamente avergonzado, Thufir. Casi ha pasado un año y soy incapaz de descubrir a un saboteador y asesino.
El joven Hawat lo miró, con una expresión de visible adoración por aquel genio militar.
—Tenemos un abanico limitado de sospechosos, y una zona formada por partes diferenciadas donde él —o ella— podría ocultarse. Hemos hecho cuanto hemos podido, Bashar.
—Y sin embargo el saboteador está aquí, en algún sitio. —Teg no aminoró el paso—. Por tanto, no hemos hecho cuanto hemos podido, porque seguimos sin encontrar al responsable. El hecho de que no haya habido nuevos asesinatos no significa que debamos bajar la guardia. Estoy convencido de que el saboteador sigue entre nosotros.
El Ítaca se registraba y revisaba continuamente. Se habían instalado nuevas cámaras de seguridad, pero el culpable parecía tener el don de ocultarse. Teg sospechaba que la actuación del saboteador iba más allá del asesinato de los gholas y los tanques axlotl. En los meses pasados, muchos sistemas habían fallado en la nave inexplicablemente… demasiados para ser fruto de la casualidad o fallos normales.
—Nuestro adversario sigue activo.
El ghola de Thufir levantó su mentón lampiño en un despliegue de orgullo. Era fuerte y larguirucho, con poderosas cejas. Se había dejado crecer el pelo.
—Entonces usted y yo lo encontraremos.
Teg le sonrió.
—En cuanto recuperes tus recuerdos y tu experiencia como guerrero mentat y maestro de asesinos, serás un aliado formidable.
—Ya soy formidable. —Thufir ya había demostrado su valía durante la huida de los adiestradores, arriesgando su vida por ayudar al rabino a huir de los Danzarines Rostro compinchados con el Enemigo. Teg creía que el joven ghola tenía el potencial de hacer mucho más.
Variando el patrón, insistía en una exhaustiva ronda de inspecciones de seguridad diarias, mientras dejaba a Duncan Idaho en el puente de navegación, atento siempre a la red centelleante del Enemigo.
El Ítaca seguía vagando por el vacío del espacio. Al principio, el viaje había consistido únicamente en huir de sus perseguidores. Duncan se había visto obligado a permanecer oculto tras el campo negativo que velaba la nave, porque por lo visto el anciano y la anciana lo buscaban a él. Ahora, después de más de dos décadas, la población había aumentado a bordo, los niños crecían y aprendían las aptitudes necesarias sin haber puesto nunca el pie en la superficie de un planeta.
A pesar de todos los mundos que se establecieron durante la Dispersión, los sistemas habitables parecían escasos. Por primera vez, Teg se preguntó cuántas naves de refugiados que huían de los Tiempos de la Hambruna habían desaparecido sin llegar a encontrar nunca un destino. El Ítaca no llevaba ningún navegante de la Cofradía; solo la casualidad les llevaba a veces a las proximidades de algún planeta. Por el momento, solo habían encontrado dos que pudieran dar cabida a una nueva colonia: un planeta de las Honoradas Matres arrasado por las epidemias del Enemigo, y el planeta de los insidiosos adiestradores.
Aun así, con sus recicladores, invernaderos y tanques de algas, el Ítaca tendría que haber podido mantener a la población actual de la nave durante siglos si hacía falta. Ellos —y sus sucesores— podían permanecer por siempre a bordo y no dejar nunca de huir. ¿Es ese nuestro destino?, se preguntó Teg. Pero, los escapes, las pérdidas y los «accidentes» les daban motivo para preocuparse. Tarde o temprano tendrían que reponer suministros.
Con la mente en los recursos, el Bashar siguió un corredor lateral para comprobar los bidones de fermentación y los tanques adyacentes de cultivo de algas. Aquella biomasa, cultivada en la cámara abovedada y húmeda, proporcionaba la materia bruta para las unidades de fabricación de alimentos. Algo que les hacía muy vulnerables.
Teg abrió una escotilla y percibió el olor rico y acuoso del compost y las algas. Subieron a una pasarela por unos peldaños metálicos y miraron abajo, a la cuba cilíndrica llena de una sustancia verde y vellosa. Aquella masa hedionda de algas fecundas digería cualquier cosa que fuera orgánica, creando así grandes cantidades de un material comestible que podía transformarse en alimentos con un mejor sabor. Los ventiladores del techo zumbaban, atrayendo el aire hacia arriba y llevándolo al intrincado sistema circulatorio de la no-nave. Después de tomar muestras y comprobar el balance químico de los tanques, Teg concluyó que todo estaba en orden. No había señal de sabotaje desde la última inspección.
Aquel joven serio siguió andando a su lado.
—Aún no soy un mentat, señor, pero he pensado mucho en el problema del sabotaje.
Teg se volvió hacia su protegido con las cejas arqueadas.
—¿Y tienes una aproximación de primer orden?
—Tengo una idea. —Thufir no trató de disimular su ira—. Sugiero que tenga una larga conversación con el ghola de Yueh. Quizá sabe más de lo que dice.
—Yueh solo tiene trece años. Aún no ha recuperado sus recuerdos.
—Quizá lleva la debilidad en la sangre. Bashar, sabemos que alguien tuvo que cometer el sabotaje. —El joven parecía decepcionado consigo mismo por haber permitido que pasara—. Ni siquiera el auténtico Thufir Hawat fue capaz de encontrar al traidor de la Casa Atreides antes de que nos traicionara ante los Harkonnen. El traidor era Yueh.
—Lo tendré presente.
Mientras andaban por los corredores, se cruzaron con el viejo y consumido Scytale y su clon cuando salían de sus alojamientos. Los dos tleilaxu se habían aislado del resto del pasaje y vivían siguiendo viejas tradiciones y normas de comportamiento, y eso los convertía en sospechosos, pero Teg no había encontrado ninguna prueba contra ellos. De hecho, estaba convencido de que el verdadero saboteador trataría de confundirse con los demás y no llamar la atención. De otro modo no habría podido permanecer oculto durante tanto tiempo.
Dos mujeres embarazadas se cruzaron con ellos por el pasillo charlando animadamente. Las dos formaban parte del programa reproductivo convencional de Sheeana para mantener la población de la Hermandad y tener una adecuada base genética, por si algún día aquel grupo escindido encontraba un lugar donde establecerse.
Finalmente, Teg y Thufir llegaron a la sala cavernosa y resonante de los motores. Entraron en el inmenso compartimiento de la parte de atrás por una puerta redonda. El Ítaca vagaba, aparentemente a salvo, perdido de nuevo desde su último salto por el tejido espacial, y sin embargo Duncan insistía en tener los motores Holtzman siempre a punto.
Una gruesa capa de plaz separaba al Bashar y a Thufir del trío de plantas generadoras que alimentaban las máquinas. Una serie de pasarelas enlazaban el exterior de una cámara de plaz a prueba de explosiones que contenía los motores. Los dos se quedaron mirando aquellos mecanismos gigantescos capaces de plegar el espacio. Un auténtico milagro de la tecnología. Todas las lecturas estaban dentro de lo normal. De nuevo, no había indicios de sabotaje.
—Se nos sigue escapando algo —musitó—. Lo intuyo.
En otra ocasión, al final de la Batalla de Conexión, Teg no había sabido ver el arma terrible y mortífera que las Honoradas Matres tenían reservada. Ese error casi le había costado perder la guerra. Pensó en la situación. ¿Qué temible artilugio no sabré ver esta vez?