El Museo Nacional de Historia Natural de Smithsonian hacía horas que había cerrado sus puertas, pero Crawford había telefoneado previamente y un vigilante esperaba a Clarice Starling en la entrada de la avenida de la Constitución.
Dentro del museo, las luces eran escasas y reinaba el silencio. Sólo la colosal figura de un caudillo de una tribu de los mares del sur, situada ante la entrada, alcanzaba la altura suficiente para que la mortecina bombilla del techo le iluminase la cara.
El guía de Starling era un negro corpulento que vestía el pulcro uniforme del personal de vigilancia del Smithsonian. Cuando alzó la cara hacia las luces del ascensor, Clarice pensó que se parecía un poco al caudillo. Aquella absurda divagación le produjo un momentáneo alivio, como el que produce frotarse un calambre.
El segundo piso, contando a partir del gran elefante disecado, una planta de enormes proporciones cerrada al público, alberga los departamentos de antropología y entomología. Los antropólogos dicen que es el cuarto piso; los entomólogos afirman que se trata del tercero y unos cuantos científicos de la sección de agronomía aseguran tener pruebas de que en realidad es el sexto. Cada una de las tres facciones posee un local en el viejo edificio, con sus dependencias y subdivisiones.
Starling seguía al guía por un sombrío laberinto de pasillos forrados hasta una gran altura con cajones de madera que contenían muestras antropológicas. Sólo unas pequeñas etiquetas revelaban su contenido.
—En esas cajas hay millares de personas —dijo el vigilante—. Cuarenta mil ejemplares.
Comprobó los números de las oficinas con la linterna y dejó caer la luz por las etiquetas mientras seguían andando.
Los cráneos ceremoniales y los capazos para transportar recién nacidos de la cultura dyak dieron paso a los homópteros, y Clarice y su guía dejaron atrás al Hombre para penetrar en el primitivo y mejor estructurado universo de los Insectos. Ahora el pasillo aparecía forrado por murallas de grandes cajas metálicas pintadas de verde pálido.
—Treinta millones de insectos, dejando aparte las arañas, por supuesto. No se le ocurra nunca incluir a las arañas con los insectos —le advirtió el vigilante—. Los entendidos se pondrían como fieras. Ya hemos llegado; ahí, el despacho que está iluminado. No intente salir sola. Si no se ofrecen a acompañarla, llámeme a esta extensión; es la oficina de guardia. Vendré a buscarla.
El vigilante le entregó una tarjeta y se marchó. Clarice se hallaba en el corazón de Entomología, una rotonda elevada a varios niveles de altura sobre el gran elefante disecado. Allí estaba el despacho, con las luces encendidas y la puerta abierta.
—¡Tiempo, Pilch! —Una voz de hombre, chillona de excitación—. Adelante. ¡Tiempo!
Starling se detuvo en el umbral. Sentados a una mesa de laboratorio, dos hombres jugaban al ajedrez.
Tendrían ambos unos treinta años; uno era moreno y flaco; el otro, rechoncho, tenía el pelo rojo y tieso como el alambre. Estaban absortos en el tablero. Si advirtieron la presencia de Starling, no lo manifestaron. Y si advirtieron la presencia del enorme escarabajo rinoceronte que avanzaba lentamente por el tablero sorteando las piezas, tampoco dieron señal de ello.
El escarabajo llegó al borde del tablero.
—¡Tiempo, Roden! —exclamó entonces el flaco. El rechoncho movió su alfil y dio la vuelta al escarabajo, que empezó a recorrer en dirección contraria la distancia que acababa de cubrir.
—¿Cuando el escarabajo llega a la esquina se acaba el tiempo? —preguntó Starling.
—¡Naturalmente! —contestó el rechoncho levantando la voz pero no la vista—. Naturalmente. ¿Cómo quiere jugar? ¿Haciéndole cruzar el tablero en diagonal? ¿Contra quién juega usted, contra un caracol?
—Traigo el ejemplar que ha motivado la llamada del agente especial Crawford.
—No entiendo cómo no hemos oído el ulular de su sirena —replicó el rechoncho—. Llevamos esperando aquí toda la noche para identificar un bicho del FBI. Los bichos son lo nuestro. Nadie nos ha dicho nada del ejemplar del agente especial Crawford. Lo mejor que puede hacer es enseñárselo en privado a su médico de cabecera. ¡Tiempo, Pilch!
—En cualquier otro momento estaré más que encantada de familiarizarme con sus costumbres, señores —dijo Starling—, pero como esto es urgente, manos a la obra. Tiempo, Pilch.
El moreno se giró para mirarla y la vio apoyada en el marco de la puerta con la cartera en la mano. Introdujo el escarabajo en una caja que contenía serrín podrido y lo cubrió con una hoja de lechuga.
Cuando se levantó, Clarice vio que era alto.
—Me llamo Noble Pilcher —dijo— y éste es Albert Roden. ¿Le urge identificar un insecto? Estaremos encantados de ayudarla. —Pilcher tenía una cara alargada y simpática, pero sus ojos negros, algo maliciosos y excesivamente juntos, bizqueaban levemente y uno de ellos capturaba la luz por separado. No hizo gesto de tenderle la mano—. Y usted es la señorita…
—Clarice Starling.
—Veamos lo que nos trae.
Pilcher acercó el tarro de vidrio a la luz. Roden se acercó.
—¿Dónde lo ha encontrado? ¿Lo ha matado con su pistola? ¿Y no ha visto a su mamá?
A Starling se le ocurrió pensar lo bien que le vendría a Roden un codazo en la mandíbula.
—Shhh —rogó Pilcher—. Díganos dónde lo ha encontrado. ¿Estaba sujeto a algo, un tallo, una hoja, o lo ha encontrado en el suelo?
—Ya veo —dijo Starling—. Nadie les ha explicado nada.
—El director del museo nos ha rogado que permaneciésemos en el despacho para identificar un insecto para el FBI —repuso Pilcher.
—Nos ha mandado —precisó Roden—. Nos ha mandado que permaneciésemos aquí hasta estas horas.
—Lo hacemos constantemente. Nos lo piden de Aduanas y del Ministerio de Agricultura —explicó Pilcher.
—Pero no a estas horas de la noche —añadió Roden.
—Tendré que explicarles un par de cosas relacionadas con un caso de homicidio —dijo Starling—. Estoy autorizada a ello siempre y cuando comprendan que se trata de una información confidencial hasta que el caso se haya resuelto. Es importante. Hay varias vidas en juego, y les ruego que me crean. Doctor Roden, ¿puede prometerme que respetará una información confidencial?
—No soy doctor. ¿Tengo que firmar algo?
—Si me da su palabra, no será necesario. Sólo tendrá que firmar en caso de que precise quedarse con la muestra que he traído, nada más.
—Claro que la ayudaré. No soy tan egoísta.
—¿Doctor Pilcher?
—Es cierto —declaró Pilcher—. No es muy egoísta.
—¿Confidencial?
—No diré una palabra.
—Pilcher tampoco es doctor, todavía —dijo Roden—. Tenemos el mismo nivel académico. Pero observe que él sí le ha permitido que le llamase doctor. —Roden se llevó la punta del pulgar a la barbilla, como queriendo subrayar lo pertinentes que habían sido sus palabras—. Cuéntenoslo todo sin omitir detalle. Cosas que a usted podrían parecerle irrelevantes, para un experto pueden ser información vital.
—Este insecto se hallaba alojado en el velo del paladar de una mujer víctima de asesinato. Ignoro cómo llegó hasta allí. El cadáver apareció en el río Elk, Virginia occidental; la víctima llevaba muerta pocos días.
—Se trata de Buffalo Bill. Lo he oído por la radio —dijo Roden.
—Pero por la radio no dijeron nada del insecto, ¿verdad? —preguntó Starling.
—No, pero mencionaron el río Elk. ¿Viene directamente de allí? ¿Por eso llega tan tarde?
—Sí —contestó Starling.
—Debe estar cansada. ¿Quiere un poco de café? —preguntó Roden.
—No, gracias.
—¿Agua?
—No.
—¿Coca-Cola?
—Creo que no. Queremos saber dónde estuvo cautiva esta mujer y dónde fue asesinada. Confiamos que este insecto viva en un hábitat concreto, o tenga un radio de acción limitado o duerma solamente en determinado tipo de árbol, en una palabra, queremos averiguar de dónde procede este insecto. Les he pedido que mantengan en secreto esta información porque si el homicida ha colocado el insecto deliberadamente, sólo él conoce este hecho, lo cual nos permitiría eliminar confesiones falsas y ahorrar tiempo. Son ya seis las víctimas. El tiempo se nos echa encima.
—¿Cree usted que en este momento, mientras estamos contemplando esta larva, tiene secuestrada a otra mujer? —le preguntó Roden a pocos centímetros de la cara, con las cejas arqueadas y la boca abierta. Clarice pudo verle el interior de la boca y de pronto, en un segundo, cayó en la cuenta de algo más.
—No lo sé —replicó con cierta estridencia—. Eso no lo sé —repitió para suavizar el tono—. Volverá a matar lo antes que pueda.
—Pues nosotros averiguaremos esto lo antes que podamos —repuso Pilcher—. No se preocupe; este trabajo es nuestra especialidad. No podría estar usted en mejores manos. —Con unas pinzas finas sacó el pardo capullo del frasco, lo depositó en una hoja de papel blanco bajo la luz y accionando un brazo articulado acercó una lupa.
El insecto era alargado y parecía una momia. Se hallaba enfundado dentro de una envoltura translúcida que dibujaba su morfología como un sarcófago. Las extremidades se hallaban tan adheridas al cuerpo que parecían talladas en bajorrelieve. La minúscula cara tenía una expresión de seriedad.
—En primer lugar, no se trata de un insecto que infeste habitualmente un cadáver expuesto al aire libre, y es también accidental el hecho de que haya aparecido en el agua —declaró Pilcher—. No sé hasta qué punto conoce usted el mundo de los insectos ni qué tipo de información quiere que le demos.
—Digamos que tengo una vaga idea. Quiero que me lo expliquen todo.
—De acuerdo. Se trata de una ninfa, es decir, un insecto que todavía no ha alcanzado su forma perfecta, dispuesto dentro de la crisálida, esto es, el capullo que lo contiene mientras tiene lugar la metamorfosis que lo transforma de larva en adulto —explicó Pilcher.
—¿Caparazón quitinizado, Pilch? —Roden arrugó la nariz para impedir que resbalasen las gafas.
—Sí, creo que sí. ¿Quieres bajar el Chu? Consultaremos los capítulos sobre larvas. Bueno, esto es indudablemente la fase intermedia de un gran insecto. La mayoría de los insectos más desarrollados poseen esta fase. Muchos de ellos revierten a ella para pasar el invierno.
—¿Qué prefieres, consultar el libro o examinar el bicho, Pilch? —preguntó Roden.
—Examinarlo. —Pilcher depositó el insecto en la platina de un microscopio y se inclinó sobre el ocular llevando en la mano una sonda dental—. Adelante: ausencia de órganos respiratorios precisos en la región dorsocefálica; espiráculos mesotorácicos y algunos abdominales. Empecemos por ahí.
—Hummmm —se limitó a replicar Roden pasando páginas de un pequeño manual—. ¿Mandíbulas funcionales?
—No.
—¿Parejas de galeas de maxilas en el borde ventral del mesión?
—Sí, sí.
—¿Dónde están situadas las antenas?
—Adyacentes al margen mesial de los élitros. Dos pares de alas, anteriores y posteriores. El posterior queda completamente cubierto. Sólo quedan visibles los tres segmentos abdominales inferiores. Cremáster con pequeños punteados. Diría que pertenece a los lepidópteros.
—Es lo que dice aquí —replicó Roden.
—Se trata de la familia a la que pertenecen las mariposas y las polillas. Cubre un territorio inmenso —dijo Pilcher.
—Si las alas están mojadas, va a ser un jaleo. Voy a buscar las referencias —declaró Roden—. Supongo que no hay forma de impedir que me pongáis como un trapo mientras esté fuera de aquí.
—Supongo que no —repuso Pilcher—. Roden es una bellísima persona —le dijo a Starling en cuanto aquél hubo salido de la habitación.
—No lo dudo.
—Ahora no. —Pilcher parecía regocijado—. Hicimos la carrera juntos, atrapando cualquier tipo de beca que se pusiese a nuestro alcance. Él consiguió una que le obligó a meterse en una mina de carbón a estudiar la desintegración de los protones. Pasó demasiado tiempo a oscuras. Pero no es mala persona. De todos modos, le aconsejo que no mencione la desintegración de los protones.
—Procuraré evitar el tema.
Pilcher se alejó de la luz.
—Los lepidópteros forman una familia enorme. Unas treinta mil mariposas y ciento treinta mil polillas. Me gustaría sacarla de la crisálida. Tendremos que hacerlo para reducir el campo.
—De acuerdo. ¿Puede sacarla sin tener que dividirla?
—Creo que sí. Mire, ésta ya había empezado a salir antes de morir. Fíjese en esa pequeña fractura irregular que hay aquí, en la crisálida. Esto nos va a llevar cierto tiempo.
Pilcher ensanchó la grieta que había en el capullo y sacó el insecto. Las alas, adheridas, estaban empapadas.
Abrirlas fue como trabajar con un pañuelo de papel doblado quince veces y mojado. No se veía ningún dibujo.
Regresó Roden con los libros.
—¿Listo? —preguntó Pilcher—. Andando: el fémur prototorácico está oculto.
—¿Pilíferos?
—No tiene —contestó Pilcher—. ¿Le importaría apagar la luz, agente Starling?
Clarice esperó junto a la pared a que Pilcher encendiese el bolígrafo-linterna. Él se alejó de la mesa y lo enfocó hacia el insecto, cuyos ojos resplandecieron en la oscuridad reflejando el fino haz de luz.
—Mochuelo —dictaminó Roden.
—Seguramente, pero ¿cuál? —replicó Pilcher—. Encienda la luz, por favor. Se trata de un noctúrnido, agente Starling, una polilla nocturna. ¿Cuántos noctúrnidos existen, Roden?
—Veintiséis mil, de los cuales se han descrito unos… veintiséis mil.
—Aunque no hay tantos de este tamaño. Bueno, ahora te toca brillar a ti, amigo mío.
La roja pelambre de Roden cubrió el microscopio.
—Ahora hemos de estudiar la caetaxia, esto es la piel del insecto, para actuar por eliminación y reducirlo a una especie —dijo Pilcher—. En este tema, el genio es Roden.
Starling tuvo la sensación de que una oleada de cordialidad había invadido la habitación.
Roden correspondió iniciando una feroz discusión con Pilcher sobre si las verrugas de la larva estaban dispuestas en círculos o no, controversia que alcanzó a la disposición de los bulbos pilosos del abdomen.
—Erebus odora —anunció finalmente Roden.
—Vamos a comprobarlo —replicó Pilcher. Cogieron la muestra, bajaron en el ascensor a la planta inmediatamente superior al gran elefante disecado y penetraron en una enorme estancia cuadrada atestada de cajas verde pálido. Lo que antaño fuera una única sala había sido dividida en dos niveles a fin de aumentar la capacidad de almacenamiento de insectos del Smithsonian. Se hallaban en Neotropicales dirigiéndose hacia Noctúrnidos. Pilcher consultó su bloc de notas y se detuvo ante una caja situada a media altura de la elevada muralla.
—Hay que ir con cuidado con esos trastos —dijo corriendo la pesada puerta de metal de la caja y depositándola en el suelo—. Si se te cae en el pie, te pasas saltando tres semanas.
Deslizó el dedo por la hilera de cajones, seleccionó uno y lo sacó. En la bandeja, Starling vio unos huevos diminutos, la larva en un tubo con alcohol, un capullo abierto con una ninfa muy semejante a la suya y a continuación el insecto adulto, una gran polilla de un pardo casi negro, cuerpo peludo y esbeltas antenas, que con las alas abiertas mediría unos quince centímetros.
—La Erebus odora —anunció Pilcher—. La tatagua o bruja negra.
Roden ya pasaba páginas.
—«Especie tropical que a veces en otoño llega en sus correrías hasta Canadá» —leyó—. «Las larvas se alimentan de hojas de acacia, guarango y otras plantas. Originaria de las Antillas y del sur de los Estados Unidos, en Hawai se la considera plaga de la agricultura».
La hemos cagado, pensó Starling.
—Vaya por Dios —dijo en voz alta—. Por lo visto esos insectos están por todas partes.
—Pero no en todas las épocas del año. —Pilcher tenía la cabeza gacha. Se tironeó de la barbilla—. ¿Crían dos veces al año Roden?
—Un segundo… A ver, sí; en el extremo sur de Florida y en el sur de Texas, sí.
—¿Cuándo?
—En mayo y en agosto.
—Estaba pensando —dijo Pilcher— que el ejemplar que nos ha traído está un poco más desarrollado que el nuestro, y tiene pocas semanas de vida. Había empezado a fracturar el capullo para salir. En las Antillas o en Hawai sería comprensible, pero aquí estamos en invierno; en este país había de esperar todavía tres meses para salir. Sólo caben dos posibilidades: que haya crecido accidentalmente en un invernadero o bien que las críe alguien.
—¿Criarlas, de qué modo?
—En un cajón situado en un lugar templado, con algunas hojas de acacia para alimentar a las larvas hasta que estén a punto de encerrarse en el capullo. No es difícil; cuesta poco.
—¿Se trata de una afición corriente? Aparte de los científicos y profesionales, ¿cree usted que la practica mucha gente?
—No. Básicamente es cosa de entomólogos que intentan conseguir un ejemplar perfecto, y tal vez de unos pocos coleccionistas. Claro que también está la industria de la seda; ya se sabe que precisa de la cría de gusanos, pero no son de esta clase.
—Los entomólogos deben disponer de publicaciones, revistas especializadas y comercios que suministren el material adecuado.
—Por supuesto, y aquí se reciben casi todas las publicaciones.
—Le propongo una cosa —dijo Roden—. Aquí hay un par de personas que están suscritas en privado a algunas revistas; se las pediré y no creo que tengan inconveniente en dejárselas para que pueda echar un vistazo a esas bobadas. Cuente con ello mañana por la mañana.
—Muchas gracias, señor Roden. Dejaré encargado que pasen a buscarlas.
Pilcher fotocopió las referencias de la Erebus odora y se las dio junto con el insecto.
—La acompaño abajo —dijo. Tuvieron que esperar el ascensor.
—A la mayoría de la gente les gustan las mariposas y les repugnan las polillas —dijo él—. Pero las polillas son más… interesantes, tienen más atractivo.
—Son destructoras.
—Algunas sí; bueno, muchas, pero viven de mil maneras distintas. Como nosotros. —Silencio durante un piso—. Hay una clase de polillas, en realidad más de una, que vive exclusivamente de lágrimas —afirmó—. Es de lo único que se alimentan o beben.
—¿Qué clase de lágrimas? ¿Lágrimas de quién?
—Lágrimas de los grandes mamíferos terrestres, los que tienen aproximadamente nuestro tamaño. La antigua definición de polilla era «cualquier ser que lenta y silenciosamente come, consume o destruye cualquier cosa». Apolillar era sinónimo de destruir… ¿Es lo único que hace, perseguir a Buffalo Bill?
—Hago todo lo que puedo.
Pilcher se pasó la lengua por los dientes; la lengua parecía un gato moviéndose bajo una manta.
—¿No sale nunca a cenar? ¿A tomar una hamburguesa y una cerveza? ¿O a tomar una copa en un bar?
—Últimamente no.
—¿Quiere que vayamos a tomar algo juntos, ahora? Hay un sitio no muy lejos.
—Ahora, no; pero cuando todo esto haya terminado, me hará mucha ilusión. Propóngaselo también al señor Roden, naturalmente.
—No veo qué tiene eso de natural —replicó Pilcher. Y ya en la puerta—: Espero que termine con esto cuanto antes, agente Starling.
Ella se apresuró hacia el coche que la esperaba.
Ardelia Mapp había dejado en la cama de Starling el correo de su compañera y media barra de Mars. Mapp dormía.
Starling bajó con la máquina de escribir portátil a la lavandería, la colocó en la repisa que se usaba para doblar la ropa e introdujo dos folios y papel carbón. En el viaje de regreso a Quántico había hecho un esquema mental de sus notas sobre la Erebus odora y redactarlas no le llevó mucho tiempo.
Luego se comió la barra de Mars y escribió una nota para Crawford, sugiriendo repasar las listas de suscriptores de revistas entomológicas y compararlas con las de los homicidas de los archivos del FBI, con los de las ciudades más próximas a los puntos de secuestro y también con los archivos de criminales sexuales y homicidas de Metro Dade, San Antonio y Houston, zonas en que las polillas eran más abundantes.
Había otra cosa, además, que quiso mencionar por segunda vez: Preguntémosle al doctor Lecter por qué afirmó que el asesino iba a empezar a arrancar el cuero cabelludo.
Entregó estos papeles al agente que hacía el turno de guardia de noche y se desplomó en la acogedora cama, oyendo todavía los murmullos de las voces del día, más quedas que la acompasada respiración de Ardelia Mapp al otro extremo de la habitación. En la multitudinaria oscuridad volvió a ver la diminuta cara seria de la polilla. Aquellos ojillos relucientes habían mirado a Buffalo Bill.
Lo último que surgió de la cósmica resaca fue la despedida del Smithsonian y un pensamiento que resumía el día: En este extraño mundo, esta mitad del mundo que ahora está a oscuras, tengo que perseguir a un ser que se alimenta de lágrimas.