Capítulo 12

Y ahí está la funeraria de Potter, la mayor de las blancas casas de madera de la calle Potter, en Potter, Virginia occidental, que hace las veces de depósito de cadáveres del condado de Rankin. El forense es un médico de cabecera llamado doctor Akin. Si decide que una muerte es sospechosa, el cadáver se envía al centro médico regional de Claxton, en el condado vecino, cuya plantilla dispone de un patólogo titulado.

Clarice Starling, que se trasladaba a Potter desde el aeródromo en el compartimento trasero de un coche celular, tuvo que apretujarse contra la mampara reservada al detenido para oír al policía que mientras conducía iba explicando estas cosas a Jack Crawford.

En la funeraria estaba a punto de celebrarse un entierro. Los asistentes, campesinos endomingados con sus mejores galas, hacían cola en la acera entre unos bojes de tallo alto, recortados en forma de bola, y se arracimaban en los escalones aguardando para entrar. La casa, que estaba recién pintada, y los escalones que quedaban a plomo, aparecían desviados en direcciones contrarias.

En el aparcamiento privado situado en la parte posterior del edificio, donde aguardaban los coches fúnebres, había dos policías jóvenes y otro de más edad que charlaban bajo un olmo desnudo con dos soldados de las fuerzas armadas estatales. No hacía el frío suficiente para que les humeara el aliento.

Cuando el coche penetró en el aparcamiento, Starling contempló a esos hombres y supo de inmediato de qué ambiente procedían. Supo que habían nacido en casas que en lugar de armarios tenían roperos disimulados con cortinas, y supo también qué tipo de prendas había en los roperos. Supo que esos hombres tenían parientes que colgaban la ropa en unos clavos hundidos a martillazos en las paredes de los remolques en que habitaban. Supo que el policía de más edad había crecido en una casa que tenía en el porche la bomba de agua de la cisterna, y que en la primavera, cuando llegaban las lluvias y el barro, había caminado hasta la carretera para tomar el autobús de la escuela con los zapatos colgados al cuello por los cordones, como hiciera de niño su padre, el de ella. Supo que se llevaban la comida a la escuela en unas bolsas de papel manchadas de grasa a fuerza de tanto usarlas, y que después de comer doblaban la bolsa y la guardaban en el bolsillo trasero de los vaqueros.

Y no pudo dejar de preguntarse qué sabría Jack Crawford de esa gente.

Por la parte interna de las puertas traseras del coche celular no había manecillas, cosa que Starling advirtió cuando Crawford y el policía salieron del vehículo y se dirigieron hacia la entrada posterior de la funeraria. Y tuvo que ponerse a golpear los cristales hasta que uno de los guardias que estaban bajo el olmo la vio, y entonces llegó el chófer, sonrojado, a abrirle la puerta.

Los policías la miraron de soslayo cuando pasó junto a ellos. Uno la saludó con un respetuoso «señora». Ella correspondió con una inclinación de cabeza y un esbozo de sonrisa, mientras se dirigía a reunirse con Crawford en el porche trasero.

Cuando se hallaba ya a prudente distancia, uno de los policías jóvenes, un recién casado, comentó rascándose la barbilla:

—No es ni la mitad de guapa de lo que se imagina.

—Pues, ¿sabes lo que te digo? Que aunque se imagine que es una preciosidad, no queda más remedio que estar de acuerdo con ella —replicó el otro joven—. Me la trincaba ahora mismo.

—Yo preferiría una buena sandía, si estuviese bien fresca —masculló el de más edad.

Crawford ya estaba hablando con el jefe de policía, un hombre menudo y tieso, que llevaba unas gafas de montura de acero y esas botas de elásticos laterales que los catálogos de venta por correo denominan «Romeos».

Habían entrado en el sombrío pasillo trasero de la funeraria, donde había, además de una máquina expendedora de refrescos que zumbaba, una extraña colección de objetos apoyados contra la pared: una máquina de coser de pedal, un triciclo, un rollo de césped artificial y un toldo de lona rayada, enrollado. De la pared pendía un grabado en sepia de santa Cecilia ante el teclado; llevaba el pelo recogido en unas trenzas que le rodeaban la cabeza, y sobre las teclas caía una lluvia de rosas.

—Le agradezco mucho que nos haya avisado con tanta rapidez, inspector —dijo Crawford.

Su interlocutor no era sensible a la coba.

—Mire, a usted le avisaron de la oficina del fiscal del distrito —replicó—. El inspector, lo sé a ciencia cierta, no le llamó. El inspector Perkins está actualmente de vacaciones en Hawai con su señora. He hablado con él por conferencia esta mañana, a las ocho en punto, es decir, las tres en Hawai. Me ha dicho que volvería a llamarme durante el día de hoy, pero ya me ha encargado que lo primero es averiguar si se trata de una de las chicas del pueblo. Podría muy bien ser que se tratase de algo que ciertos elementos exteriores quieran endosarnos a nosotros.

De manera que eso es lo primero que vamos a investigar. Aquí nos han traído cadáveres hasta de Phoenix City, Alabama.

—Precisamente en ese aspecto es donde podemos colaborar nosotros, inspector. Si…

—Acabo de hablar por teléfono con el comandante de las fuerzas amadas de Charleston. Me ha dicho que me enviaba unos oficiales de la Brigada de Investigación Criminal, ya sabe, la BIC. Ellos nos prestarán toda la colaboración que nos haga falta. —El pasillo se estaba llenando de policías y soldados; el jefe empezaba a tener demasiado público—. Nos ocuparemos de ustedes tan pronto como nos sea posible, facilitaremos su labor con todos los medios a nuestro alcance, pero de momento…

—Inspector, este tipo de crímenes sexuales tienen una serie de aspectos que preferiría comentar con usted en privado, entre hombres, ¿comprende lo que quiero decir? —le interrumpió Crawford, indicando la presencia de Starling con un discreto movimiento de cabeza; y tras conducir al hombrecillo a una atiborrada oficina que daba al pasillo, cerró la puerta.

Starling tuvo que quedarse disimulando su rabia ante aquella manada de policías. Con los dientes apretados, se puso a contemplar a santa Cecilia y devolvió la etérea sonrisa de la mártir mientras aguzaba el oído para escuchar por detrás de la puerta de la oficina. Oyó voces airadas y más tarde fragmentos de una conversación telefónica. Crawford y su acompañante regresaron al pasillo en menos de cuatro minutos. El jefe de policía traía los labios fruncidos.

—Oscar, ve ahí afuera a buscar al doctor Akin. Ya sé que está obligado a asistir a los entierros, pero no creo que haya empezado todavía. Dile que está Claxton al teléfono.

El forense, el doctor Akin, entró en la pequeña oficina y permaneció de pie, con el pie apoyado en una silla y golpeándose los dientes con un abanico en el que había una imagen del Buen Pastor, mientras mantenía una breve conversación telefónica con el patólogo de Claxton. Luego accedió a todo lo que se le pidió.

De modo que en una sala de embalsamar de paredes empapeladas con un estampado de rosas rojas y techo alto, adornado con molduras de yeso, en una blanca casa de madera de unas características que ella conocía bien, Clarice Starling trabó conocimiento con Buffalo Bill. La bolsa verde esmeralda que contenía el cadáver, cerrada hasta el borde mediante una cremallera, era el único objeto moderno de la habitación. Yacía sobre una anticuada mesa de embalsamar de loza blanca y se reflejaba infinidad de veces en los cristales de los armarios que contenían escalpelos, trocares y frascos de desinfectante de la marca Rock-Hard.

Crawford fue a buscar al coche el transmisor de huellas dactilares mientras Starling colocaba su material en el escurridor de un fregadero de doble cubeta que había en la habitación.

La estancia estaba atestada de gente. Varios policías y el jefe, por supuesto, se habían congregado en ella y no daban muestras de tener intención de marcharse. Era inconcebible. ¿Por qué no viene Crawford y se deshace de ellos?

El papel de la pared empezó a ondularse por efecto de una corriente de aire; se onduló hacia dentro cuando el médico puso en marcha un gran y polvoriento ventilador.

Clarice Starling, que estaba de pie junto al fregadero necesitaba un nuevo modelo de valentía, más adecuado y eficaz que el del salto de los paracaidistas. La imagen que buscaba acudió a su mente y le sirvió de ayuda, aunque también la hizo sufrir:

Su madre, de pie junto al fregadero, lavando la sangre del sombrero de su padre, dejando correr el chorro del grifo sobre el sombrero, y diciendo: «Todo irá bien, Clarice. Di a tus hermanos que se laven las manos y vengan a la mesa. Hemos de hablar. Luego prepararemos la cena».

Starling se quitó el pañuelo que llevaba al cuello y se lo ató a la cabeza como una comadrona de pueblo. Del estuche que contenía su material sacó un par de guantes de látex. Cuando abrió la boca —por vez primera desde que llegó a Potter— su voz sonó con un gangueo más pronunciado que de costumbre y con tal fuerza que hizo que Crawford se acercase a la puerta a escucharla.

—¡Señores! ¡Señores, por favor! ¡Escúchenme un minuto! Tengan la bondad de permitir que me ocupe de ella. —Levantó las manos y se puso los guantes a la vista de todos—. Hay ciertas cosas que debemos atender. Ustedes la han traído aquí y sé que su familia, si pudiera, les daría las gracias. Por favor, tengan la amabilidad de salir todos para que pueda ocuparme de ella.

Crawford les vio bajar la voz, guardar un respetuoso silencio y decirse unos a otros entre murmullos:

—Anda, Jeff, salgamos afuera.

Y Crawford comprobó cómo cambiaba el ambiente en presencia de la muerte, vio con sus propios ojos que, independientemente de cuáles fuesen el lugar de procedencia y la identidad de esa víctima, el río la había llevado al campo y por el hecho de yacer indefensa en esa habitación de una casa de pueblo, Clarice Starling había establecido una especial y estrecha relación con ella. Crawford vio que en esa sala Clarice Starling se erigía en heredera de esas mujeres de pueblo que conocen el poder curativo de las hierbas, esas mujeres recias, plenas de sabiduría, que siempre han sabido administrar el remedio adecuado, que siempre han velado a los enfermos y que cuando ya no hay nada que velar lavan y amortajan a sus muertos.

Y en la sala quedaron tan sólo Crawford, Starling y el médico con la víctima. El doctor Akin y Starling se miraron como reconociéndose. Ambos singularmente contentos, singularmente azorados.

Crawford sacó del bolsillo un tarro de Vicks VapoRub que ofreció a los presentes. Starling aguardó para ver qué hacían con ello y cuando vio que Crawford y el médico se aplicaban un poco del contenido en las aletas de la nariz, hizo lo mismo.

Se dirigió al fregadero y del fondo de la bolsa sacó las cámaras fotográficas, dando la espalda a la habitación.

En ese momento oyó cómo abrían la cremallera de la bolsa del cadáver.

Starling parpadeó a las rosas rojas de la pared, realizó una profunda inspiración y expulsó el aire. Luego se dio media vuelta y contempló el cuerpo tendido sobre la mesa.

—Le hubieran tenido que proteger las manos con bolsas de papel —dijo—. Cuando hayamos terminado, se las pondré yo.

Con sumo cuidado, desplazando poco a poco la cámara para que las instantáneas solapasen, Starling fotografió el cadáver.

La víctima era una joven de pronunciadas caderas y un metro setenta y uno de estatura, según la cinta métrica de Starling. En las zonas desprovistas de piel, el agua la había decolorado tornándola gris, pero por fortuna se trataba de agua fría y era evidente que no había estado en el río más que unos pocos días. El cuerpo aparecía limpiamente desollado a partir de una línea situada debajo de los pechos y hasta las rodillas, más o menos la zona que cubren unos pantalones de torero con su faja.

Los pechos eran pequeños y entre ambos, encima del esternón, se veía la causa aparente de la muerte, una herida de bordes irregulares en forma de estrella de aproximadamente medio palmo de anchura.

A la cabeza, redonda como una bola, se le había arrancado el cuero cabelludo desde encima de las cejas hasta la nuca.

—El doctor Lecter dijo que iba a empezar a arrancarles el cabello —dijo Starling.

Crawford, que había permanecido con los brazos cruzados mientras ella tomaba las fotografías, se limitó a replicar.

—Fotografíele las orejas con la Polaroid —aunque llegó a fruncir los labios mientras rodeaba la mesa para contemplar el cadáver.

Starling se quitó un guante para pasar el dedo por la pantorrilla de una de las piernas. Un trozo de sedal que había detenido el cadáver en el río, provisto todavía de tres anzuelos, se le había quedado enredado en la pierna.

—¿Qué ve, Starling?

—Pues que no es una chica de pueblo. Tiene tres agujeros en cada oreja y lleva las uñas pintadas. Mi impresión es que es de ciudad. El vello de las piernas tiene más o menos dos semanas.

»¿Ve lo suave que es? Creo que se las depilaba a la cera. Las axilas también. También se decoloraba el vello del labio superior. Era extremadamente cuidadosa de su aspecto, aunque se nota que no había podido cuidarse durante varios días.

—¿Y la herida?

—No sé —contestó Starling—. Diría que se trata de una herida de salida de bala, si no fuera porque esto de aquí arriba parece parte de un collar de abrasión y la marca del cañón.

—Muy bien, Starling. Se trata de una herida de entrada por contacto encima del esternón. Los gases de la explosión se expanden entre el hueso y la piel y forman esa estrella alrededor del orificio.

Al otro lado del tabique se oyó sonar un armónium; era el entierro que empezaba en la sala principal de la funeraria.

—Qué muerte tan injusta —comentó el doctor Akin, limitando su colaboración a esas palabras y subrayándolas con sentidos gestos de cabeza—. Tengo que asistir al menos a una parte del entierro. A las familias les agrada que acompañe al difunto al cementerio. Lamar vendrá a ayudarles en cuanto termine de tocar los himnos del servicio. Confío en su promesa de conservar las pruebas para el patólogo de Claxton, señor Crawford.

—Tiene dos uñas rotas aquí, en la mano izquierda —observó Starling cuando el médico hubo salido—. Están rotas a ras de carne y en las otras hay suciedad y algunas partículas duras. ¿Podemos tomar muestras?

—Tome muestras de partículas y también un par de muestras del esmalte —respondió Crawford—. Luego les comunicaremos los resultados.

Lamar, un enjuto empleado de pompas fúnebres que despedía aroma de whisky, entró en la sala cuando Clarice estaba ejecutando la orden de Crawford.

—Ha debido trabajar usted de manicura —comentó. Les alegró descubrir que la víctima no tenía marcas de uñas en las palmas de las manos, indicación, como en los otros casos, de que había muerto antes de ser sometida a lo demás.

—¿Quiere tomarle las huellas boca abajo, Starling? —le preguntó Crawford.

—Sería más fácil.

—Hagamos primero los dientes y luego Lamar puede ayudarnos a darle la vuelta.

—¿Sólo fotografías o hago un esquema de toda la dentadura?

—Sólo fotos. Un esquema sin radiografías no sirve de nada —contestó Crawford—. Con las fotos podremos eliminar a unas cuantas mujeres desaparecidas.

Lamar, con sus manos de organista, era un hombre sumamente cuidadoso; siguiendo las instrucciones de Starling, abrió la boca de la víctima y retiró los labios a fin de que ella pudiese acercar la Polaroid para fotografiar con detalle toda la zona frontal de la dentadura. Aquello no presentó dificultades; en cambio, para fotografiar las molares tuvo que emplear un reflector palatal y vigilar el resplandor que transparentaba la mejilla para asegurarse de que el flash iluminaba correctamente el interior de la cavidad bucal. Nunca lo había llevado a cabo; sólo lo había visto hacer en clase de prácticas forenses.

Starling observó la gradual aparición de la imagen de la primera instantánea de los molares, modificó la intensidad de la luz y tomó una segunda fotografía. Era de mejor calidad. La tercera resultó francamente buena.

—Tiene algo en la garganta —observó Starling. Crawford examinó la fotografía. En ella aparecía un objeto cilíndrico oscuro, situado justo detrás del velo del paladar.

—Deme la linterna.

—Cuando aparece un cadáver en el agua, es frecuente que lleve hojas u otras cosas en la boca —dijo Lamar, ayudando a Crawford a inspeccionar la boca.

Starling sacó unos fórceps de su bolsa. Miró a Crawford desde el otro lado del cadáver. Él asintió con un gesto. Clarice tardó menos de un segundo en extraerlo.

—¿Qué es? ¿Una vaina con semillas?

—Nada de eso. Es el capullo de un insecto —repuso Lamar. Tenía razón. Starling lo depositó en un frasco.

—Tendrían que enseñárselo al encargado del servicio de extensión agraria —comentó Lamar.

Una vez colocada boca abajo, tomar las huellas de la víctima fue fácil. Starling se había preparado para lo peor, pero no hizo falta emplear los tediosos y delicados métodos a base de inyecciones ni emplear las protecciones para dedos lastimados. Imprimió las huellas en una cartulina fina que sujetaba un aparato en forma de calzador. Tomó también una serie de huellas plantares, por si no disponían de otra referencia que las tomadas en el hospital al nacer. En la parte alta de los hombros faltaban dos trozos de piel, idénticos, de forma triangular. Starling tomó fotografías.

—Mídalas —ordenó Crawford—. A la chica de Akron le hizo un corte en la espalda al rajarle la ropa; era poco más que un rasguño, pero coincidía con el corte que había en la blusa que se encontró junto a la carretera. Esto, no obstante, es nuevo; no lo había visto en los otros casos.

—Esa marca que le cruza la pantorrilla parece una quemadura —observó Starling.

—Eso lo tienen muchos viejos —comentó Lamar.

—¿Cómo dice? —preguntó Crawford.

HE DICHO QUE ESO LO TIENEN MUCHOS VIEJOS.

—Le he oído perfectamente; lo que quería es que me lo explicase. ¿Qué quiere decir que lo tienen muchos viejos?

—Los viejos mueren muchas veces tapados con una esterilla eléctrica que, aunque no esté muy caliente, les produce esas quemaduras. A un muerto una esterilla le produce quemaduras. Porque no hay circulación sanguínea.

—Le diremos al patólogo de Claxton que lo compruebe y nos diga si esa marca es posterior a la muerte —le dijo Crawford a Starling.

—Producida por el silenciador del tubo de escape de un coche, seguramente —añadió Lamar.

—¿Cómo dice?

POR EL SILENCIADOR… que eso lo ha producido el silenciador del tubo de escape de un coche. Mire, a Billie Petrie lo mataron a tiros y lo metieron en el maletero de su coche. Su mujer anduvo buscándole con el coche durante dos o tres días. El silenciador del coche se calentó y cuando lo trajeron aquí tenía esas mismas quemaduras, sólo que en la cadera —explicó Lamar—. Yo no puedo transportar la compra en el maletero de mi coche porque el helado se derrite.

—Excelente explicación, Lamar. Ojalá trabajase usted en mi departamento —dijo Crawford—. ¿Conoce a los individuos que la encontraron en el río?

—Jabbo Franklin y su hermano, Bubba.

—¿A qué se dedican?

—A pelearse en el Moose, a burlarse de la gente que no se mete con ellos; uno entra en el Moose para tomar una copa después de pasarse el día contemplando a los difuntos, y al momento: «Anda, Lamar, siéntate ahí y tócanos Filipino Baby». Te hacen tocar Filipino Baby treinta veces en ese viejo piano cochambroso. Eso es lo que le gusta a Jabbo. «Bueno, invéntate la letra, si no la sabes», te dice, «pero esta vez procura que rime». Tiene una pensión de los veteranos del Vietnam que cobra por Navidad. Hace más de quince años que cada día, cuando llego a trabajar, pienso que me lo voy a encontrar en esta mesa.

—Necesitaremos pruebas de serotonina en las heridas de los anzuelos —dijo Crawford—. Le voy a enviar una nota al patólogo.

—Esos anzuelos están demasiado juntos.

—¿Cómo dice usted?

—Los Franklin han empleado un palangre que tiene los anzuelos demasiado juntos. Es ilegal. Seguramente por eso no han avisado hasta esta mañana.

—El inspector dijo que lo habían encontrado unos cazadores de patos.

—Supongo que sí debieron decirle que habían salido a cazar patos —replicó Lamar—. También le dirán que una vez pelearon con Duke Keomuka en Honolulu, formando equipo con Satélite Monroe. Y créaselo, si quiere. Y si le gustan las agachadizas, coja un saco y, aunque estemos en época de veda, le llevarán a un sitio donde se hartará de cazarlas. Y luego le propondrán una partidita de billar.

—¿Qué opina usted que ocurrió, Lamar?

—Los Franklin calaron este palangre; con estos anzuelos tan juntos, no hay duda de que es el suyo. Y estaban tirando de él para ver si habían cogido pescado.

—¿Por qué está tan seguro?

—Porque esta señora no está todavía a punto de flotar.

—Es cierto.

—Por lo tanto, si no hubiesen tirado del palangre, no la habrían encontrado. Seguramente se asustaron y al final vinieron a denunciarlo. Si quiere, el guarda forestal puede confirmárselo.

—Veremos —repuso Crawford.

—Muchas veces llevan un teléfono de manivela bajo el asiento del Rarricharger, y eso sí que si te cogen, te ponen una multa de no te menees, si es que no te meten en la cárcel.

Crawford arqueó las cejas.

—Eso se llama telefonear a los peces —dijo Starling—. Se conecta un cable a la batería del coche, se mete otro en el agua, se acciona la manivela y se produce una descarga eléctrica. Los peces quedan atontados, flotando en la superficie, y sólo hay que recogerlos.

—Exacto —corroboró Lamar—. ¿Es usted de por aquí?

—Eso se hace en muchos sitios —repuso Starling. Starling sintió el impulso de decir algo antes de que cerrasen la cremallera de la bolsa, de hacer un gesto o expresar de algún modo su sentimiento de pesar. Al final sacudió la cabeza y se puso a guardar en el estuche las muestras que había recogido.

Era distinto una vez que el cadáver y el problema desaparecieron de su vista. En ese momento de pausa, Starling experimentó el gran horror de la labor que acababa de realizar. Se quitó los guantes y abrió el grifo del agua. De espaldas a la habitación, metió las muñecas debajo del chorro. El agua no estaba demasiado fría. Lamar, que la observaba, salió al pasillo. Regresó de la máquina expendedora de refrescos con una lata de gaseosa helada, sin abrir, y se la ofreció.

—No, gracias —le dijo Starling—. No tengo ganas de beber nada.

—No, es para que se la ponga aquí, en el cuello, y en la nuca. El frío la hará reaccionar. Va muy bien. Yo lo hago muchas veces.

Cuando Starling terminó de redactar la nota para el patólogo y la hubo sujetado a la cremallera de la bolsa, el transmisor de huellas dactilares de Crawford ya chasqueaba en la oficina.

El hecho de haber encontrado a esta víctima tan poco tiempo después de producirse el crimen era un golpe de suerte.

Crawford estaba decidido a identificarla cuanto antes para iniciar una búsqueda de los posibles testigos del secuestro. Su método causaba problemas a todo el mundo, pero era rápido.

Crawford usaba un transmisor de huellas Litton Policefax. Al contrario de lo que ocurre con la mayoría de aparatos federales de este tipo, el Policefax es compatible con los sistemas de casi todas las jefaturas de policía de las grandes ciudades. La tarjeta con las huellas dactilares que Starling había recogido apenas estaba seca.

—Cárguela usted, Starling. Tiene más maña que yo.

No la emborrone es lo que quería decir, y Starling no lo hizo, aunque le costó bastante introducir en el pequeño tambor la doble tarjeta engomada, sabiendo que seis salas de transmisión aguardaban esos datos en otros tantos puntos del país.

Crawford estaba al teléfono, hablando primero con la centralita del FBI y luego con la sala de transmisión de Washington.

—¿Están todos a la escucha, Dorothy? De acuerdo, señores, lo bajamos a uno veinte para que lo reciban con claridad y nitidez. Comprueben que están a uno veinte todos ustedes. Atlanta, ¿recibe bien? De acuerdo, ahí van las imágenes… a partir de este momento.

Y acto seguido, la transmisión a baja velocidad, para no sacrificar la nitidez, que se recibía simultáneamente en la sala de transmisión del FBI y en las de las principales jefaturas de policía del este, de las señales que configuraban las huellas de la muerte. Si Chicago, Detroit, Atlanta o cualquier otra demarcación identificaba las huellas, la búsqueda comenzaría en cuestión de minutos.

Después, Crawford envió las fotografías de la dentadura y del rostro de la víctima. Starling le había cubierto la cabeza con una toalla por si la prensa amarilla lograba hacerse con el documento gráfico.

Cuando ya se marchaban, llegaron, procedentes de Charleston, tres miembros de la Brigada de Investigación Criminal del Estado de Virginia. Crawford se detuvo y entre calurosos apretones de manos y efusivos saludos les entregó unas tarjetas con el número telefónico del Centro Nacional de Información del Crimen que estaba de servicio las veinticuatro horas del día. Starling se dedicó a observar cuánto tardaba el jefe en establecer con ellos un clima de cooperación basado en vínculos puramente masculinos. Sí, naturalmente, claro que llamarían para comunicar cualquier descubrimiento; eso por descontado, no pase cuidado, somos nosotros los que le quedamos agradecidos. A lo mejor no se trataba de vínculos puramente masculinos, pensó Clarice; con ella también daba resultado.

Lamar agitó los dedos desde el porche cuando Crawford y Starling se alejaron en el coche celular conducido por el chófer en dirección al río Elk. La gaseosa todavía estaba fría. Lamar la llevó a la despensa y se preparó un refresco para él.