Golpe por golpe
Tal era entonces la situación de Marfa Strogoff y de Nadia, la una junto a la otra. La vieja siberiana lo había comprendido todo; y si la joven ignoraba que su añorado compañero aún vivía, por lo menos sabía quién era la mujer a la que había tenido por madre y le daba las gracias a Dios por haberle dado la alegría de poder reemplazar al lado de la prisionera al hijo que había perdido.
Pero lo que ninguna de las dos podía saber es que Miguel Strogoff, cogido prisionero en Kolyvan, formaba parte del mismo convoy y que le llevaban a Tomsk como a ellas.
Los prisioneros que trajera consigo Ivan Ogareff quedaron unidos a los que el Emir tenía ya en el campamento tártaro. Esos desgraciados, rusos o siberianos, militares o civiles, constituían varios millares y formaban una columna que se extendía sobre una longitud de varias verstas. Entre ellos los había que eran considerados más peligrosos y fueron esposados y sujetos a una larga cadena. Había también mujeres y niños atados o suspendidos de los pomos de las sillas de montar, y despiadadamente arrastrados a través del camino. Se les conducía como un rebaño. Los jinetes encargados de su escolta les obligaban a guardar cierto orden y un ritmo de marcha, por lo que muchos de los que quedaban rezagados caían para no levantarse más.
Como consecuencia de esta disposición en la marcha, resultó que Miguel Strogoff, que iba en las primeras filas de los que habían salido del campamento tártaro, es decir, entre los prisioneros hechos en Kolyvan, no podía mezclarse con los prisioneros llegados de Omsk y situados en último lugar. De ahí que no podía suponer la presencia de su madre y de Nadia en el convoy, como ellas no podían sospechar la suya.
El viaje desde el campamento a Tomsk, hecho en aquellas condiciones, bajo el látigo de los soldados, mortal para muchos de los prisioneros, se hacía terrible para todos. Se iba a atravesar la estepa por una ruta más polvorienta todavía, después del paso del Emir y su vanguardia.
Se dio orden de marcha con rapidez y los descansos eran pocos y muy cortos. Aquellas ciento cincuenta verstas que debían franquear bajo un sol abrasador, por muy rápidamente que fueran recorridas, tenían que parecerles interminables.
La comarca que se extiende sobre la derecha del Obi hasta la base de las estribaciones de los montes Sayansk, cuya orientación es de norte a sur, es una comarca muy estéril. Apenas algunos raquíticos y abrasados arbustos rompen de vez en cuando la monotonía de la inmensa planicie. No hay cultivos porque todo es secano y, sin embargo, el agua es lo que más falta hacía a los prisioneros, sedientos por una marcha tan penosa.
Para encontrar una corriente de agua hubiera sido necesario desviarse unas cincuenta verstas hacia el este, hasta el pie mismo de las estribaciones, que determinan la partición de las cuencas del Obi y el Yenisei. Allá discurre el Tom, pequeño afluente del Obi, que pasa por Tomsk antes de perderse en una de las grandes arterias del norte. Allí hubieran tenido agua abundante, una estepa menos árida y una temperatura menos agobiante. Pero los jefes del convoy de prisioneros habían recibido órdenes estrictas de dirigirse a Tomsk por el camino más corto, porque el Emir temía que algunas columnas rusas que pudieran descender de las provincias del norte les atacasen por el flanco, cortándoles el camino. La gran ruta siberiana no costea las orillas del Tom, al menos en la parte comprendida entre Kolyvan y un pequeño pueblo llamado Zabediero, por lo tanto, era preciso seguir esta gran ruta sin acercarse al sitio donde pudiera aplacarse la sed.
Es inútil insistir sobre los sufrimientos de los desgraciados prisioneros. Varios centenares de ellos cayeron sobre la estepa y sus cadáveres debían quedar allí hasta que los lobos, llegado el invierno, devoraran sus últimos restos.
Del mismo modo que Nadia estaba siempre presta a socorrer a la anciana siberiana, Miguel Strogoff, libre de movimientos, prestaba a sus compañeros de infortunio, más débiles que él, todos los cuidados que la situación le permitía.
Daba ánimos a unos, sostenía a otros, se multiplicaba, iba y venía hasta que la lanza de algún soldado le obligaba a volver al sitio que se le había asignado en la fila.
¿Por qué no intentaba la huida? Había decidido, después de pensarlo detenidamente, no lanzarse por la estepa hasta que fuese segura para él, y se había empeñado en la idea de ir hasta Tomsk a expensas del Emir y, decididamente, tenía razón. Viendo los numerosos destacamentos que batían la llanura sobre ambos flancos del convoy, tanto hacia el sur como hacia el norte, era evidente que no hubiese podido recorrer dos verstas sin ser capturado de nuevo. Los jinetes tártaros pululaban por todas partes. Muchas veces hasta parecía que salieran de la tierra semejantes a esos insectos dañinos que la lluvia hace aparecer sobre el suelo como un hormiguero. Además, la huida en esas condiciones hubiera sido extremadamente difícil, si no imposible, porque los soldados de la escolta desplegaban una estrecha vigilancia, ya que se jugaban la cabeza si escapaba alguno de los prisioneros.
Al fin, el 15 de agosto, a la caída de la tarde, el convoy llegaba al pueblecito de Zabediero, a una treintena de verstas de Tomsk. A partir de aquel lugar, la ruta seguía el curso del Tom.
El primer impulso de los prisioneros hubiera sido el precipitarse en las aguas del río, pero los guardianes no les permitieron romper filas hasta que estuviera organizada la parada. Pese a que la corriente del Tom era casi torrencial en esa época, podía favorecer la huida de algunos audaces o desesperados, por lo que fueron tomadas las más severas medidas de vigilancia. Con barcas requisadas en Zabediero se formó una barrera de obstáculos imposible de franquear. En cuanto a la línea del campamento, apoyada en las primeras casas del pueblo, quedaba guardada por un cordón de centinelas igualmente impenetrable.
Miguel Strogoff, que en aquellos momentos habría podido pensar en lanzarse a la estepa, comprendió, después de haber estudiado detenidamente la situación, que sus proyectos de fuga eran casi inejecutables en aquellas condiciones y, no queriendo comprometerse en nada, esperó.
Los prisioneros debían acampar la noche entera a orillas del Tom. Efectivamente, el Emir había aplazado hasta el día siguiente la instalación de sus tropas en la ciudad de Tomsk, decidiendo una fiesta militar que señalara la inauguración del cuartel general tártaro en esta importante ciudad. Féofar-Khan ocupaba ya la fortaleza, pero su ejército vivaqueaba en los alrededores, esperando el momento de hacer su entrada solemne.
Ivan Ogareff dejó al Emir en Tomsk, adonde ambos habían llegado la víspera, volviendo al campamento de Zabediero. Desde este punto debía partir al día siguiente la retaguardia del ejército tártaro. Tenía dispuesta una casa para que pasase la noche y, al amanecer, al frente de sus jinetes e infantes, se dirigía hacia Tomsk, en donde el Emir quería recibirle con la pompa que es habitual entre los soberanos asiáticos.
Cuando, por fin, quedó organizada la parada, los prisioneros, destrozados por los tres días de viaje y víctimas de ardiente sed, pudieron apagarla y reposar un poco.
El sol ya se había ocultado, aunque el horizonte todavía estaba iluminado por las luces del crepúsculo, cuando Nadia, sosteniendo a Marfa Strogoff, llegó a la orilla del Tom. Hasta entonces ninguna había podido abrirse paso entre las filas de los que se agolpaban para beber.
La vieja siberiana se inclinó sobre la fresca corriente y Nadia, con el cuenco de su mano, llevó el agua a los labios de Marfa, bebiendo luego a su vez. La anciana y la joven encontraron gran alivio con aquellas aguas bienhechoras.
De pronto, Nadia, en el momento en que iba a retirarse de la orilla, se enderezó y un grito involuntario se escapó de sus labios.
¡Allí estaba Miguel Strogoff, a sólo unos pasos de ella! ¡Era él! ¡Todavía podía verle bajo las últimas luces del crepúsculo!
El grito de Nadia hizo estremecer al correo del Zar… Pero tuvo bastante dominio sobre sí mismo como para no pronunciar ni una sola palabra que pudiera comprometerle.
¡Sin embargo, al mismo tiempo que a Nadia, había reconocido a su madre!
Miguel Strogoff, ante este inesperado encuentro, temiendo no ser dueño de sí mismo, llevó la mano a los ojos y se alejó de aquel lugar en seguida.
Nadia se había lanzado instintivamente a su encuentro, pero la anciana murmuró unas palabras a su oído:
—¡Quieta, hija mía!
—¡Es él! —respondió Nadia con la voz rota por la emoción—. ¡Vive, madre! ¡Es él!
—Es mi hijo —replicó Marfa Strogoff—, es Miguel Strogoff y ya ves que no he dado el menor paso hacia él. ¡Imítame, hija mía!
Miguel Strogoff acababa de experimentar una de las más violentas emociones que le fuera dado sentir a un hombre. Su madre y Nadia estaban allí… Las dos prisioneras que casi se confundían en su corazón, Dios las había puesto una junto a la otra en este común infortunio. ¿Sabía Nadia, pues, quién era él? No, porque había visto el gesto de Marfa Strogoff deteniéndola en el momento en que iba a lanzarse hacia él. Su madre había comprendido y guardaba el secreto.
Durante aquella noche Miguel Strogoff estuvo veinte veces tentado de reunirse con su madre, pero comprendió que debía resistir a ese inmenso deseo de estrecharla entre sus brazos, de apretar una vez más las manos de su joven compañera entre las suyas. La menor imprudencia podía perderlo. Además, había jurado no ver a su madre… y no la vería voluntariamente. Una vez que hubieran llegado a Tomsk, ya que no podía huir aquella misma noche, se lanzaría a través de la estepa sin siquiera haber abrazado a los dos seres que resumían toda su vida y a los cuales dejaba expuestos a todos los peligros.
Miguel Strogoff esperaba, pues, que este nuevo encuentro en el campamento de Zabediero no trajese funestas consecuencias ni para su madre ni para él. Pero no sabía que ciertos detalles de esa escena, pese a lo rápidamente que se había desarrollado, fueron captados por Sangarra, la espía de Ivan Ogareff.
La gitana estaba allí, a pocos pasos, espiando, como siempre, a la vieja siberiana sin que ésta lo sospechara. No había podido ver a Miguel Strogoff, que ya había desaparecido cuando ella se volvió; pero el gesto de la madre reteniendo a Nadia no le había pasado desapercibido y un especial brillo de los ojos de Marfa se lo había dicho todo.
No albergaba ninguna duda de que el hijo de Marfa Strogoff, el correo del Zar, se encontraba en aquel momento en el campamento de Zabediero, entre los numerosos prisioneros de Ivan Ogareff.
Sangarra no lo conocía, pero sabía que estaba allí. No intentó siquiera descubrirlo porque hubiera sido imposible en las sombras de la noche y entre aquella multitud de prisioneros.
En cuanto a continuar espiando a Nadia y Marfa Strogoff, era inútil, puesto que era evidente que las dos mujeres se mantendrían alerta y sería imposible captarles cualquier palabra o gesto que pudiera comprometer al correo del Zar.
La gitana no tuvo más que un pensamiento: prevenir a Ivan Ogareff. Y, con esta intención, abandonó enseguida el campamento.
Un cuarto de hora después llegaba a Zabediero y era introducida en la casa que ocupaba el lugarteniente del Emir.
Ivan Ogareff la recibió inmediatamente.
—¿Qué deseas de mí, Sangarra? —le preguntó.
—El hijo de Marfa Strogoff está en el campamento —respondió Sangarra.
—¿Prisionero?
—Prisionero.
—¡Ah! —exclamó Ivan Ogareff—. Yo sabré…
—Tú no sabrás nada —le cortó la gitana—, porque ni siquiera lo conoces.
—¡Pero lo conoces tú! ¡Tú lo has visto, Sangarra!
—No lo he visto, pero su madre se ha traicionado con un movimiento que me lo ha revelado todo.
—¿No te equivocas?
—No.
—Tú sabes la importancia que para mí tiene la detención del correo —dijo Ivan Ogareff—. Si la carta que le entregaron en Moscú llegara a Irkutsk, si consigue llevarla al Gran Duque, éste estará sobre aviso y no podré llegar hasta él. ¡Es preciso que consiga esa carta a cualquier precio! ¡Ahora vienes a decirme que el portador de esa carta está en mi poder! ¡Te lo repito, Sangarra, ¿no te equivocas?!
Ivan Ogareff había hablado con gran vehemencia. Su emoción evidenciaba la gran importancia que concedía a la posesión de la carta imperial, pero Sangarra no se sintió turbada en ningún momento por la insistencia del lugarteniente del Emir al repetirle su pregunta.
—No me equivoco, Ivan —respondió.
—¡Pero, Sangarra, en este campamento hay varios millares de prisioneros y tú dices que no conoces a Miguel Strogoff!
—No —replicó la gitana, cuya mirada se impregno de una salvaje alegría—, yo no lo conozco, pero su madre sí. Ivan, será preciso hacerla hablar.
—¡Mañana hablará! —exclamó Ivan Ogareff.
Después, tendió su mano a la gitana, la cual la besó, sin que en este gesto de respeto, habitual en las razas del norte, hubiera nada de servil.
Sangarra volvió al campamento para situarse junto al lugar que ocupaba Nadia y Marfa Strogoff, y pasó la noche observando a ambas mujeres. La anciana y la joven no pudieron dormir, pese a que la fatiga les abrumaba, porque las inquietudes las mantenían desveladas ¡Miguel Strogoff había sido hecho prisionero como ellas! ¿Lo sabía Ivan Ogareff y, si no lo sabía, no acabaría enterándose? Nadia no tenía otro pensamiento que el de que su compañero, a quien había llorado como muerto, aún vivía. Pero Marfa Strogoff veía más allá en el futuro y, si era sincera consigo mismo, tenía sobrados motivos para temer por la seguridad de su hijo.
Sangarra, que, amparándose en las sombras se había deslizado hasta situarse justo detrás de las dos mujeres, se quedó allí durante varias horas aguzando el oído. Pero nada pudo oír, porque un instintivo sentimiento de prudencia hizo que Nadia y Marfa no intercambiaran ni una sola palabra.
Al día siguiente, 16 de agosto, alrededor de las diez de la mañana, sonaron las trompetas en los linderos del campamento y los soldados tártaros se apresuraron a tomar inmediatamente sus armas.
Ivan Ogareff, después de salir de Zabediero, llegaba al campamento en medio de su numeroso estado mayor de oficiales tártaros. Su mirada era más sombría que de costumbre y su gesto indicaba estar poseído de una sorda cólera que sólo buscaba una oportunidad para estallar.
Miguel Strogoff, perdido entre un grupo de prisioneros, vio pasar a aquel hombre y tuvo el presentimiento de que iba a producirse alguna catástrofe, porque Ivan Ogareff sabía ya que Marfa Strogoff era madre de Miguel Strogoff, capitán del cuerpo de correos del Zar.
Ivan Ogareff llegó al centro del campamento, descendió de su caballo y los jinetes de su escolta formaron un amplio círculo a su alrededor.
En aquel momento, Sangarra se le acercó murmurándole:
—No tengo nada nuevo que decirte, Ivan.
Ivan Ogareff respondió dando una breve orden a uno de sus oficiales.
Enseguida, las filas de prisioneros fueron brutalmente recorridas por los soldados. Aquellos desgraciados, estimulados a golpes de látigo o empujados a punta de lanza, tuvieron que levantarse con toda rapidez y formar en la circunferencia del campamento. Un cuádruple cordón de infantes y jinetes dispuestos tras ellos hacía imposible cualquier tentativa de evasión.
Pronto se hizo el silencio y, a una señal de Ivan Ogareff, Sangarra se dirigió hacia el grupo entre el cual se encontraba Marfa Strogoff.
La anciana la vio venir y comprendió lo que iba a pasar. Una sonrisa desdeñosa apareció en sus labios; después, inclinándose hacia Nadia, le dijo en voz baja:
—¡Tú no me conoces, hija mía! Ocurra lo que ocurra y por dura que fuese la prueba, no digas una palabra ni hagas ningún gesto. Se trata de él, y no de mí.
En ese momento, Sangarra, después de haberla mirado por unos instantes, puso su mano sobre el hombro de la anciana.
—¿Qué quieres de mí? —le preguntó Marfa Strogoff.
—Ven —respondió Sangarra.
Y, empujándola con la mano, la condujo frente a Ivan Ogareff, en el centro de aquel espacio cerrado.
Marfa Strogoff, al encontrarse cara a cara con Ivan Ogareff, enderezó el cuerpo, cruzó los brazos y esperó.
—Tú eres Marfa Strogoff, ¿no es cierto? —preguntó el traidor.
—Sí —respondió la anciana con calma.
—¿Rectificas lo que me contestaste cuando te interrogué en Omsk, hace tres días?
—No.
—¿Así pues, ignoras que tu hijo, Miguel Strogoff, correo del Zar, ha pasado por Omsk?
—Lo ignoro.
—Y el hombre en el que creíste reconocer a tu hijo en la parada de posta ¿no era él? ¿No era tu hijo?
—No era mi hijo.
—¿Y no lo has visto después, entre los prisioneros?
—No.
Tras esta respuesta, que denotaba una inquebrantable resolución de no confesar nada, un murmullo se levantó entre la multitud de prisioneros.
Ivan Ogareff no pudo contener un gesto de amenaza.
—¡Escucha! —gritó a Marfa Strogoff—. ¡Tu hijo está aquí y tú vas a señalarlo inmediatamente!
—No.
—¡Todos estos hombres, capturados en Omsk y en Kolyvan, van a desfilar ante ti y si no señalas a Miguel Strogoff recibirás tantos golpes de knut como hombres hayan desfilado!
Ivan Ogareff había comprendido que, cualesquiera que fuesen sus amenazas y las torturas a que sometiera a la anciana, la indomable siberiana no hablaría. Para descubrir al correo del Zar contaba, pues, no con ella, sino con el mismo Miguel Strogoff. No creía posible que cuando madre e hijo se encontraran frente a frente, dejara de traicionarles algún movimiento irresistible.
Ciertamente, si sólo hubiera querido apoderarse de la carta imperial, le bastaba con dar orden de que se registrara a todos los prisioneros; pero Miguel Strogoff podía haberla destruido, no sin antes informarse de su contenido y, si no era reconocido, podía llegar a Irkutsk, desbaratando los planes de Ivan Ogareff. No era únicamente la carta lo que necesitaba el traidor, sino también a su mismo portador.
Nadia lo había oído todo y ahora ya sabía qué era Miguel Strogoff y por qué había querido atravesar las provincias invadidas sin ser reconocido.
Cumpliendo la orden de Ivan Ogareff, los prisioneros desfilaron uno a uno por delante de Marfa Strogoff, la cual permanecía inmóvil como una estatua y cuya mirada expresaba la más completa indiferencia.
Su hijo se encontraba en las últimas filas y cuando le tocó el turno de pasar delante de su madre, Nadia cerró los ojos para no verlo.
Miguel Strogoff permanecía aparentemente impasible, pero las palmas de sus manos sangraban a causa de las uñas que se habían clavado en ellas.
¡Ivan Ogareff había sido vencido por la madre y el hijo!
Sangarra, situada cerca de él, no pronunció más que dos palabras:
—¡El knut!
—¡Sí! —gritó Ivan Ogareff, que no era dueño de sí mismo—. ¡El knut para esta vieja bruja! ¡Hasta que muera!
Un soldado tártaro, llevando en la mano ese terrible instrumento de tortura, se acercó lentamente a Marfa Strogoff.
El knut está compuesto por una serie de tiras de cuero, en cuyos extremos llevan varios alambres retorcidos. Se estima que una condena a ciento veinte de estos latigazos equivale a una condena de muerte. Marfa Strogoff lo sabía; pero sabía también que ninguna tortura le haría hablar y estaba dispuesta a sacrificar su vida.
Marfa Strogoff, asida por dos soldados, fue puesta de rodillas. Su ropa fue rasgada para dejar al descubierto la espalda y delante de su pecho, a solo unas pulgadas, colocaron un sable. En el caso de que el dolor la hiciera flaquear, aquella afilada punta atravesaría su pecho.
El tártaro que iba a actuar de verdugo estaba de pie a su lado.
Esperaba.
—¡Va! —dijo Ivan Ogareff.
El látigo rasgó el aire…
Pero antes de que hubiera golpeado, una poderosa mano lo había arrancado de las manos del tártaro.
¡Allí estaba Miguel Strogoff! ¡Aquella horrible escena le había hecho saltar! Si en la parada de Ichim se había contenido cuando el látigo de Ivan Ogareff lo había golpeado, ahora, al ver que su madre iba a ser azotada, no había podido dominarse.
Ivan Ogareff había triunfado.
—¡Miguel Strogoff! —gritó.
Después, avanzando hacia él, dijo:
—¡Ah! ¡El hombre de Ichim!
—¡El mismo! —exclamó Miguel Strogoff.
Y levantando el knut, cruzó con él la cara de Ivan Ogareff.
—¡Golpe por golpe! —dijo.
—¡Bien dado! —gritó la voz de un espectador que, afortunadamente para él, se perdió entre la multitud.
Veinte soldados se lanzaron sobre Miguel Strogoff con la intención de matarlo, pero Ivan Ogareff, al que se le había escapado un grito de rabia y de dolor, los contuvo con un gesto.
—¡Este hombre está reservado a la justicia del Emir! ¡Que se le registre!
La carta con el escudo imperial fue encontrada en el pecho de Miguel Strogoff, el cual no había tenido tiempo de destruirla, y fue entregada a Ivan Ogareff.
El espectador que había pronunciado las palabras «¡Bien dado!», no era otro que Alcide Jolivet. Él y su colega se habían detenido en el campamento, siendo testigos de la escena.
—¡Pardiez! —dijo Alcide Jolivet—. ¡Estos hombres del norte son gente ruda! ¡Debemos una reparación a nuestro compañero de viaje, porque Korpanoff, o Strogoff, la merece! ¡Hermosa revancha del asunto de Ichim!
—Sí, revancha —respondió Harry Blount—, pero Strogoff es hombre muerto. En su propio interés hubiera hecho mejor no acordándose tan pronto.
—¿Y dejar morir a su madre bajo el knut?
—¿Cree usted que tanto ella como su hermana correrán mejor suerte con su comportamiento?
—Yo no creo nada; yo no sé nada —respondió Alcide Jolivet—. ¡Únicamente sé lo que yo hubiera hecho en su lugar! ¡Qué cicatriz! ¡Qué diablos, es necesario que a uno le hierva la sangre alguna vez! ¡Dios nos habría puesto agua en las venas, en lugar de sangre, si nos hubiera querido conservar siempre imperturbables ante todo!
—¡Bonito incidente para una crónica! —dijo Harry Blount—. Si Ivan Ogareff quisiera comunicamos el contenido de la carta…
Ivan Ogareff, después de manchar la carta con la sangre que le cubría el rostro, había roto el sello y la leyó y releyó largamente, como si hubiera querido penetrar todo su contenido.
Terminada la lectura, dio órdenes para que Miguel Strogoff fuera estrechamente agarrotado y conducido a Tomsk con los otros prisioneros, tomó el mando de las tropas acampadas en Zabediero y, al ruido ensordecedor de los tambores y trompetas, se dirigió hacia la ciudad donde esperaba el Emir.