2

Una actitud de Alcide Jolivet

Ivan Ogareff llevaba al Emir todo un cuerpo de ejército. Aquellos jinetes e infantes formaban parte de la columna que se había apoderado de Omsk. Ivan Ogareff no había podido reducir la ciudad alta, en la cual —según se recordará— habían buscado refugio el gobernador de la provincia y su guarnición, por lo que estaba decidido a seguir adelante, sin retrasar las operaciones que debían culminar con la conquista de la Siberia oriental. Por eso, después de apostar una fuerte guarnición en Omsk y reunir las hordas, que habían sido reforzadas en ruta por los vencedores de Kolyvan, vino a reunirse con el ejército del Emir.

Los soldados de Ivan Ogareff quedaron en los puestos avanzados del campamento, sin recibir orden de acampar. El proyecto de su jefe era, sin duda, no detenerse, sino seguir adelante y alcanzar, en el menor plazo posible, la ciudad de Tomsk, centro importante que estaba destinado a convertirse en el puesto de partida de las operaciones futuras de los invasores.

Al mismo tiempo que sus soldados, Ivan Ogareff conducía un convoy de prisioneros rusos y siberianos capturados en Omsk y en Kolyvan. Estos nuevos desgraciados no fueron conducidos al encercado general porque era demasiado pequeño ya para los prisioneros que contenía, por lo que quedaron en los puestos avanzados del campamento, sin abrigo y casi sin comida.

¿Qué destino reservaba Féofar-Khan a estos infortunados? ¿Los internaría en Tomsk para diezmarlos con una de esas sangrientas ejecuciones, tan familiares a los jefes tártaros? Éste era uno de los secretos del caprichoso Emir.

Aquel cuerpo de ejército había salido de Omsk arrastrando tras de sí a la multitud de mendigos, merodeadores, comerciantes y bohemios que forman la retaguardia de todo ejército en marcha. Aquella gente vivía a costa del lugar que atravesaban y a sus espaldas dejaban pocas cosas que saquear.

La necesidad de seguir adelante era para asegurar el aprovisionamiento de las columnas expedicionarias, ya que toda la región comprendida entre los cursos del Ichim y del Obl estaba terriblemente devastada y no ofrecía recurso alguno. Las tropas tártaras dejaban tras de sí un auténtico desierto y los propios rusos tendrían que atravesarlo con muchas dificultades.

Entre aquellos innumerables bohemios llegados de las provincias del oeste, figuraba la tribu de gitanos que había acompañado a Miguel Strogoff hasta Perm y entre ellos estaba Sangarra. Esta espía salvaje, alma condenada de Ivan Ogareff, no dejaba nunca a su dueño. Se les ha visto a los dos preparando sus maquinaciones en la misma Rusia, en el gobierno de Nijni-Novgorod; después de la travesía de los Urales, se habían separado sólo por unos días, porque Ivan Ogareff tenía que llegar rápidamente a Ichim, mientras que Sangarra y su tribu se dirigieron a Omsk por el sur de la provincia.

Se comprenderá fácilmente cuál era la ayuda que aportaba aquella mujer a Ivan Ogareff. Con sus compañeras penetraba en todos los sitios, escuchaba y lo transmitía todo. Ivan Ogareff estaba al corriente de todo cuanto ocurría hasta en el corazón de las provincias invadidas. Eran cien ojos y cien oídos siempre abiertos para servir a su casa. Además, pagaba con largueza aquel espionaje que le proporcionaba magnífico provecho.

Sangarra estuvo una vez comprometida en un grave asunto y fue salvada por el oficial ruso. Jamás olvidó cuanto le debía y por eso vivía entregada a él en cuerpo y alma. Cuando Ivan Ogareff entró por la vía de la traición, había comprendido la misión específica que podía desempeñar aquella mujer. Cualquier orden que se le diera, era prontamente ejecutada por Sangarra. Un instinto inexplicable, mucho más fuerte que el agradecimiento, la había impulsado a hacerse esclava del traidor, a quien venía ligada desde los tiempos de su exilio en Siberia. Sangarra, confidente y cómplice, mujer sin patria y sin familia, había puesto su vida vagabunda al servicio de los invasores que Ivan Ogareff iba a lanzar sobre Siberia. A la prodigiosa astucia natural de su raza, unía una feroz energía que no conocía ni el perdón ni la piedad. Era una salvaje digna de compartir el wigwan de un apache o la choza de un andamíano.

Desde su llegada a Omsk con sus gitanas, ya no le había separado ni un instante de Ivan Ogareff. Sabía la circunstancia que había enfrentado a Miguel y Marfa Strogoff y estaba al corriente de los temores de Ivan Ogareff sobre el paso de un correo del Zar. Los conocía y participaba de ellos, siendo capaz de torturar a la prisionera Marfa Strogoff con todo el refinamiento de un piel roja para arrancarle su secreto.

Pero aún no había llegado la hora en que Ivan Ogareff quería enfrentarse a la vieja siberiana. Sangarra debía aguardar, y esperaba, sin perder de vista a Marfa Strogoff, fijándose en sus menores gestos, en sus palabras, observándola día y noche, buscando escuchar que la palabra «hijo» se escapara de su boca, pero hasta entonces había sido frustrada por la inalterable impasibilidad de Marfa Strogoff, la cual ignoraba que fuera objeto de tal espionaje.

Mientras tanto, a los primeros toques de corneta, los jefes de la caballería del Emir y de la artillería tártara, seguidos por una brillante escolta de jinetes usbecks, se trasladaron a la entrada del campamento para recibir a Ivan Ogareff.

Llegados a su presencia, le rindieron los más grandes honores invitándole a que les acompañara hasta la tienda de Féofar-Khan.

Ivan Ogareff, imperturbable como siempre, respondió fríamente a las deferencias de que fue objeto por parte de los altos funcionarios enviados a su encuentro. Iba vestido muy sencillamente, pero, por una especie de descarada bravata, lucía aún el uniforme de oficial ruso.

En el momento en que tiraba de las riendas del caballo para obligarlo a atravesar el recinto del campamento, Sangarra, pasando entre los jinetes de la escolta, se aproximó a él y permaneció inmóvil.

—¿Nada? —preguntó Ivan Ogareff.

—Nada.

—Ten paciencia.

—¿Se acerca la hora en que obligarás a hablar a la vieja?

—Se acerca, Sangarra.

—¿Cuándo hablará la vieja?

—Cuando lleguemos a Tomsk.

—¿Y cuándo llegaremos?

—Dentro de tres días…

Los grandes ojos negros de Sangarra adquirieron un extraordinario brillo, retirándose con paso tranquilo.

Ivan Ogareff oprimió los flancos de su caballo y, seguido por su estado mayor de oficiales tártaros, se dirigió hacia la tienda del Emir.

Féofar-Khan esperaba a su lugarteniente. El Consejo, formado por el guardador del sello real, el kodja y algunos otros altos funcionarios, había tomado ya asiento en la tienda.

Ivan Ogareff descendió del caballo, entró y se encontró frente al Emir.

Féofar-Khan era un hombre de cuarenta años, alto de estatura, rostro bastante pálido, ojos salientes y fisonomía feroz. Una barba negra, dividida en pequeños bucles, caía sobre su pecho. Con su traje de campaña, cota de mallas de oro y plata; tahalí cuajado de resplandecientes piedras preciosas; la vaina de su sable curvo como un yatagán, cubierta de joyas brillantes; botas con espuelas de oro y casco coronado por un penacho de diamantes que despedían mil fulgores, Féofar ofrecía a la vista el aspecto, más extraño que imponente, de un Sardanápalo tártaro, soberano indiscutido que dispone a su capricho de la vida y la hacienda de sus súbditos; cuyo poder no tiene límites y al cual, por privilegio especial, se da en Bukhara la calificación de Emir.

En el momento en que apareció Ivan Ogareff, los grandes dignatarios permanecieron sentados sobre sus cojines festoneados de oro; pero Féofar-Khan se levantó del rico diván que ocupaba en el fondo de la tienda, en donde el suelo desaparecía bajo una espesa alfombra bukharlana.

El Emir se aproximó a Ivan Ogareff y le dio un beso, cuyo significado no dejaba lugar a dudas, ya que con él le convertía en jefe del Consejo y le situaba temporalmente por encima del kodja.

Después, Féofar, dirigiéndose a Ivan Ogareff, dijo:

—No tengo nada que preguntarte. Habla, pues, Ivan. Aquí no encontrarás más que oídos dispuestos a escucharte.

Takhsir[5] —respondió Ivan Ogareff—, he aquí lo que tengo que comunicarte.

Ivan Ogareff se expresaba en tártaro y daba a sus frases esa enfática entonación que distingue a las lenguas orientales.

Takhsir, no hay tiempo para palabras inútiles. Lo que he hecho a la cabeza de tus tropas, lo sabes de sobra. Las líneas del Ichim y del Irtyche están en nuestro poder y los jinetes turcomanos pueden bañar sus caballos en esas aguas que ahora se han convertido en tártaras. Las hordas kirguises se han sublevado ante la llamada de Féofar-Khan y la principal ruta de Siberia te pertenece desde Ichim hasta Tomsk. Puedes dirigir tus columnas tanto hacia el oriente, en donde se levanta el sol, como hacia el occidente, en donde se pone.

—¿Y si marcho con el sol? —preguntó el Emir, el cual escuchaba sin que su mirada traicionara ninguno de sus pensamientos.

—Marchar con el sol —respondió Ivan Ogareff— es lanzarte hacia Europa; es conquistar rápidamente las provincias siberianas de Tobolsk hasta los Urales.

—¿Y si voy contra la dirección de la antorcha celeste?

—Significa someter a la dominación tártara, con Irkutsk, las más ricas comarcas del Asia central.

—Pero ¿y los ejércitos del sultán de Petersburgo? —dijo Féofar-Khan, designando al Emperador de Rusia con este caprichoso título.

—No tienes nada que temer ni por el levante ni por el poniente —respondió Ivan Ogareff—. La invasión ha sido rápida y antes de que el ejército ruso haya podido acudir en su socorro, Irkutsk o Tobolsk habrán caído en tu poder. Las tropas del Zar han sido aplastadas en Kolyvan, como lo serán allá donde los tuyos luchen con los insensatos soldados de occidente.

—¿Y qué consejo te inspira tu devoción a la causa tártara? —preguntó el Emir, después de unos instantes de silencio.

—Mi consejo —respondió vivamente Ivan Ogareff— es que marchemos en dirección contraria al sol. Que las hierbas de las estepas orientales sean pasto de los caballos turcomanos. Mi consejo es que tomemos Irkutsk, la capital de las provincias del este y, con ella, el rehén cuya posesión vale toda una comarca. Es preciso que, en defecto del Zar, caiga en nuestras manos el Gran Duque, su hermano.

Aquél era el supremo resultado que perseguía Ivan Ogareff. Escuchándolo, se le hubiera podido tomar por uno de esos crueles descendientes de Stepan Razine, el célebre pirata que arrasó la Rusia meridional en el siglo XVIII. ¡Apoderarse del Gran Duque y maltratarlo sin piedad, era la más plena satisfacción que podía dar a su odio! Además, la caída de Irkutsk pondría inmediatamente bajo la dominación tártara a toda la Siberia oriental.

—Así se hará, Ivan —respondió Féofar.

—¿Cuáles son tus órdenes, Takhsir?

—Hoy mismo, nuestro cuartel general será trasladado a Tomsk.

Ivan Ogareff se inclinó y, seguido por el huschbegui, se retiró para hacer ejecutar las órdenes del Emir.

En el momento en que iba a montar a caballo, con el fin de alcanzar los puestos avanzados del campamento, se produjo un tumulto a una cierta distancia, en la parte del campo destinado a los prisioneros. Se dejaron oír unos gritos y sonaron algunos tiros de fusil. ¿Era una tentativa de revuelta o de evasión que iba a ser rápidamente reprimida?

Ivan Ogareff y el huschbegui dieron algunos pasos adelante y, casi inmediatamente, dos hombres a los que los soldados no pudieron detener, aparecieron ante ellos.

El buschbegui, sin pedir información, hizo un gesto que era una orden de muerte, y la cabeza de aquellos prisioneros iba a rodar por los suelos cuando Ivan Ogareff dijo algunas palabras que detuvieron el sable que ya se levantaba sobre sus cráneos.

El ruso había comprendido que aquellos prisioneros eran extranjeros y dio orden de que los acercaran a él.

Eran Harry Blount y Alcide Jolivet.

Desde la llegada de Ivan Ogareff al campamento, habían pedido ser conducidos a su presencia, pero los soldados rechazaron su petición. De ahí la lucha, tentativa de fuga y tiros de fusil que, afortunadamente, no alcanzaron a los dos periodistas, pero su castigo no se hubiera hecho esperar de no haber sido por la intervención del lugarteniente del Emir.

Éste examinó durante unos instantes a los dos prisioneros, los cuales le eran absolutamente desconocidos. Sin embargo, estaban presentes en la escena que tuvo lugar en la parada de posta de Ichim, en la cual Miguel Strogoff fue golpeado por Ivan Ogareff; pero el brutal viajero no prestó atención a las personas que se encontraban entonces en la sala de espera.

Harry Blount y Alcide Jolivet, por el contrario, le reconocieron perfectamente y el francés dijo a media voz:

—¡Toma! Parece que el coronel Ogareff y aquel grosero personaje de Ichim son la misma persona.

Y agregó al oído de su compañero:

—Expóngale nuestro asunto, Blount. Hágame ese favor, porque me disgusta ver un coronel ruso en medio de estos tártaros y, aunque gracias a él mi cabeza está todavía sobre mis hombros, mis ojos se volverían con desprecio si le mirase a la cara.

Dicho esto, Alcide Jolivet tomo una actitud de la más completa y altanera indiferencia.

¿Ivan Ogareff comprendió lo que la actitud del prisionero tenía de insultante para él? En cualquier caso, no lo dio a entender.

—¿Quiénes son ustedes, señores? —preguntó en ruso con un tono muy frío, pero exento de su habitual rudeza.

—Dos corresponsales de periódicos, inglés y francés —respondió lacónicamente Harry Blount.

—¿Tendrán, sin duda, documentos que les permitan establecer su identidad?

—He aquí dos cartas que nos acreditan, en Rusia, ante las cancillerías inglesa y francesa.

Ivan Ogareff tomó las cartas que le entregó Harry Blount y las leyó con atención, diciendo después:

—¿Piden autorización para seguir nuestras operaciones militares en Siberia?

—Pedimos la libertad, eso es todo —respondió secamente el corresponsal inglés.

—Son ustedes libres, señores —respondió Ivan Ogareff—, y siento curiosidad por leer sus crónicas en el Daily Telegraph.

—Señor —contestó Harry Blount con su más imperturbable flema—, cuesta seis peniques por número, además del franqueo.

Y, dicho esto, Harry Blount se volvió hacia su compañero, el cual pareció aprobar completamente su respuesta.

Ivan Ogareff no pestañeó y, montando en su caballo, se puso a la cabeza de su escolta, desapareciendo enseguida en una nube de polvo.

—Y bien, señor Jolivet, ¿qué piensa de Ivan Ogareff, general en jefe de las fuerzas tártaras? —preguntó Harry Blount.

—Pienso, querido colega, que ese huschbegui tuvo un gesto muy hermoso cuando ordenó que no nos cortaran la cabeza.

Fuera cual fuese el motivo que hubiera tenido Ivan Ogareff para tratar de aquella manera a los dos corresponsales, el caso es que estaban libres y que podían recorrer a su gusto el teatro de la guerra. Así que su intención era no abandonar la partida.

Aquella especie de antipatía que les enfrentaba en otro tiempo se había convertido en una amistad sincera. Unidos por las circunstancias, no deseaban ya separarse y las mezquinas cuestiones de rivalidad profesional estaban enterradas para siempre. Harry Blount no podía olvidar lo que debía a su compañero, el cual no se lo recordaba en ninguna ocasión y, en suma, aquel acercamiento, al facilitar las operaciones necesarias para los reportajes, redundaría en beneficio de sus lectores.

—Y ahora —preguntó Harry Blount—, ¿qué vamos a hacer de nuestra libertad?

—¡Abusar, pardiez! —respondió Alcide Jolivet—. Irnos tranquilamente a Tomsk a ver lo que pasa.

—¿Hasta el momento, que espero sea pronto, en que podamos unirnos a cualquier cuerpo de ejército ruso?

—¡Usted lo ha dicho, mi querido Blount! No es preciso tartarizarse demasiado. El buen papel es todavía para aquellos cuyos ejércitos llevan la civilización, y es evidente que los pueblos de Asia central lo tienen todo que perder y absolutamente nada que ganar en esta invasión. Pero los rusos responderán bien. No es más que cuestión de tiempo.

Sin embargo, la llegada de Ivan Ogareff, que acababa de dar la libertad a Alcide Jolivet y Harry Blount, era, por el contrario, un grave peligro para Miguel Strogoff. Si el destino ponía al correo del Zar en presencia de Ivan Ogareff, éste no dejaría de reconocerlo como el viajero al que tan brutalmente había golpeado en la parada de posta de Ichim y, aunque Miguel Strogoff no respondió al insulto como hubiera hecho en cualquier otra circunstancia, atraería la atención sobre él, todo lo cual dificultaba la ejecución de sus proyectos.

Ahí estaba el aspecto desagradable que significaba la presencia de Ivan Ogareff.

No obstante, una feliz circunstancia que provocó su llegada fue la orden dada de levantar aquel mismo día el campamento y trasladar a Tomsk el cuartel general.

Esto significaba el cumplimiento del más vivo deseo de Miguel Strogoff. Su intención, como se sabe, era llegar a Tomsk confundido entre el resto de los prisioneros; es decir, sin riesgo de caer en manos de los exploradores que hormigueaban en las inmediaciones de aquella importante ciudad. Sin embargo, a causa de la llegada de Ivan Ogareff y ante el temor de ser reconocido por él, debió de preguntarse si no le convendría renunciar a aquel primer proyecto e intentar huir durante el viaje.

Miguel Strogoff iba, sin duda, a decidirse por esta segunda solución, cuando supo que Féofar-Khan e Ivan Ogareff habían partido ya hacia la ciudad, al frente de algunos millares de jinetes.

—Esperaré, pues —se dijo—, a menos que se me presente alguna ocasión excepcional para huir. Las oportunidades malas son numerosas más acá de Tomsk, mientras que más allá crecerán las buenas, ya que en varias horas habré traspasado los puestos más avanzados de los tártaros hacia el este. ¡Tres días de paciencia aún y que Dios venga en mi ayuda!

Efectivamente, era un viaje de tres días el que los prisioneros, bajo la vigilancia de un numeroso destacamento de tártaros, debía hacer a través de la estepa. Ciento cincuenta verstas separaban el campamento de la ciudad y el viaje era fácil para los soldados del Emir, que tenían abundancia de todo, pero muy penoso para aquellos desgraciados, debilitados ya por las privaciones. Más de un cadáver jalonaría aquella ruta siberiana.

A las dos de la tarde de aquel 12 de agosto, con una temperatura muy elevada y bajo un cielo sin nubes, el toptschi-baschi dio la orden de partir.

Alcide Jolivet y Harry Blount, después de comprar dos caballos, habían tomado ya la ruta de Tomsk, en donde la lógica de los acontecimientos iba a reunir a los principales protagonistas de esta historia.

Entre los numerosos prisioneros que Ivan Ogareff había conducido al campamento tártaro, había una anciana mujer cuya taciturnidad hasta parecía aislarla en medio de todos aquellos que compartían su desgracia. Ni una sola queja salía de sus labios. Se hubiera dicho que era la imagen del dolor. Aquella mujer, casi siempre inmóvil, más estrechamente vigilada que ningún otro prisionero, era, sin que ella pareciera darse cuenta, observada por la gitana Sangarra. Pese a su edad, había tenido que seguir a pie al convoy de prisioneros, sin que nada atenuara sus miserias.

Sin embargo, algún providencial designio había situado a su lado a un ser valiente, caritativo, hecho para comprenderla y asistirla. Entre sus compañeros de infortunio había una joven, notable por su belleza y por su impasividad, que no cedía en nada a la de la anciana siberiana, que parecía haberse impuesto la tarea de velar por ella. Ninguna palabra habían cruzado las dos cautivas, pero la joven se encontraba siempre cerca de la anciana en todos los momentos en que su ayuda podía serle útil.

Marfa Strogoff no había aceptado enseguida, sin desconfiar, los cuidados que le prodigaba aquella desconocida. Sin embargo, poco a poco, la evidente rectitud de la mirada de la joven, su reserva y la misteriosa simpatía que un dolor común establece entre los que sufren iguales infortunios, habían hecho desvanecer la frialdad altanera de Marfa Strogoff.

Nadia —porque era ella—, había podido así, sin conocerla, dar a la madre los cuidados y atenciones que había recibido del hijo. Su instintiva bondad la había inspirado doblemente porque al socorrer a la anciana, aseguraba a su juventud y belleza la protección de la edad de la vieja prisionera. En medio de aquella multitud de infelices a los que los sufrimientos habían agriado el carácter, el grupo silencioso que formaban las dos mujeres, una de las cuales parecía la abuela y la otra la nieta, imponía a todos cierto respeto.

Nadia, después de ser arrojada por los exploradores tártaros sobre una de sus barcas, fue conducida a Omsk. Retenida como prisionera en la ciudad, participó de la suerte de todos los que la columna de Ivan Ogareff había capturado hasta entonces y, por consecuencia, de la propia suerte de Marfa Strogoff.

De no haber sido tan enérgica, Nadia hubiera sucumbido a aquel doble golpe que acababa de recibir. La interrupción de su viaje y la muerte de Miguel Strogoff la habían, a la vez, desesperado y enardecido. Alejada quizá para siempre de su padre, después de tantos esfuerzos para hallarle y, para colmo de dolor, separada del intrépido compañero al que el mismo Dios parecía haber puesto en su camino para conducirla hasta el final, lo había perdido todo de repente y en un mismo golpe.

La imagen de Miguel Strogoff, cayendo ante sus ojos víctima de un golpe de lanza y desapareciendo en las aguas del Irtyche, no abandonaba su pensamiento. ¿Cómo había podido morir así un hombre como aquél? ¿Para quién reservaba Dios sus milagros si un hombre tan justo, al que a ciencia cierta impulsaba un noble deseo, había podido ser tan miserablemente detenido en su marcha? Algunas veces la cólera superaba a su dolor y cuando le venía a la memoria la escena de la afrenta tan extrañamente sufrida por su compañero en la parada de posta de Ichim, su sangre hervía a borbotones.

«¿Quién vengará a ese muerto que no puede vengarse a sí mismo?», se decía.

Y, dirigiéndose a Dios con todo su corazón, exclamaba:

—¡Señor, haz que sea yo quien lo vengue!

¡Si al menos, antes de morir, Miguel Strogoff le hubiera confiado su secreto! ¡Si aun siendo mujer, casi niña, ella hubiera podido llevar a buen fin la tarea interrumpida de este hermano que Dios no hubiera debido darle, puesto que tan pronto se lo había quitado…!

Absorta en estos pensamientos, se comprende que Nadia se volviera insensible a las miserias de su cautiverio.

Fue entonces cuando el azar, sin que ella lo hubiera sospechado, la había reunido con Marfa Strogoff. ¿Cómo podía imaginar que aquella anciana mujer, prisionera como ella, fuera la madre de su compañero, el cual no había sido nunca para ella más que el comerciante Nicolás Korpanoff? Y, por su parte, ¿cómo Marfa Strogoff habría podido adivinar que un lazo de gratitud unía a aquella joven con su hijo?

Lo que impresionó a Nadia y a Marfa Strogoff fue la especie de secreta conformidad en la manera con que cada una, por su parte, soportaba su dura condición. Esa indiferencia estoica de la vieja mujer hacia los dolores materiales de su vida cotidiana, el desprecio por los sufrimientos corporales, Marfa no podía superarlos más que por un dolor moral igual al suyo. Eso era lo que pensó Nadia y no se equivocó.

Fue, pues, una simpatía instintiva por aquella parte de sus miserias que Marfa Strogoff no mostraba jamás, lo que impulsó enseguida a Nadia hacia ella. Esa forma de soportar sus males iba en armonía con el alma valiente de la joven, por eso no le ofreció sus servicios, sino que se los dio. Marfa no tuvo que rehusarlos ni aceptarlos.

En los trozos en que el camino se hacía difícil, allí estaba Nadia para ayudarla con sus brazos. A las horas de la distribución de víveres, la anciana no se movía, pero la joven compartía con ella su escaso alimento y fue así como aquel penoso viaje fue de mutuo consuelo, tanto para una como para la otra.

Gracias a su joven compañera, Marfa Strogoff pudo seguir en el convoy de prisioneros, sin ser atada al arzón de una silla como tantos otros desgraciados, arrastrados así sobre ese camino de dolor.

—Que Dios te recompense, hija mía, de lo que haces por mis viejos años —le dijo una vez Marfa Strogoff, y éstas fueron, durante algún tiempo, las únicas palabras que se cruzaron entre las dos infortunadas mujeres.

Durante aquellos días (que les parecieron largos como siglos), la anciana y la joven parecía lógico que se sintieran impulsadas a comentar entre ellas su recíproca situación. Pero Marfa Strogoff, por una circunspección fácil de comprender, no había hablado, y aun con mucha brevedad, más que sobre sí misma. No había hecho ninguna alusión ni a su hijo ni al funesto encuentro que les había puesto cara a cara.

Nadia, por su parte, también permaneció, si no muda, sin pronunciar ninguna palabra inútil. Sin embargo, un día, sintiendo que estaba delante de un alma sencilla y noble, su corazón se desbordó y contó a la anciana, sin ocultar ningún detalle, todos los acontecimientos, tal como habían sucedido desde su salida de Wladimir hasta la muerte de Nicolás Korpanoff. Lo que dijo de su joven compañero interesó vivamente a la anciana siberiana.

—¡Nicolás Korpanoff! —dijo—. Háblame de ese Nicolás. No sé más que era un hombre, uno sólo entre toda la juventud de estos tiempos, en el que no me extraña una conducta tal. ¿Nicolás Korpanoff era su verdadero nombre? ¿Estás segura, hija mía?

—¿Por qué tenía que engañarme sobre este punto si no lo había hecho en ningún otro? —respondió Nadia.

Sin embargo, impulsada por una especie de presentimiento, Marfa Strogoff dirigía a Nadia pregunta tras pregunta.

—¿Dijiste que era intrépido, hija mía? ¡Has demostrado que lo era!

—¡Sí, intrépido! —respondió Nadia.

«¡Así se hubiera portado mi hijo!», repetía Marfa Strogoff para sí.

Después continuó la conversación:

—Me has dicho también que nada le detenía, que nada le acobardaba, que era dulce en su misma fortaleza, que tenías en él tanto como un hermano y que ha velado por ti como una madre…

—¡Sí, sí! —dijo Nadia—. ¡Hermano, hermana, madre, lo ha sido todo para mí!

—¿También, un león defendiéndote?

—¡Un león de verdad! ¡Sí, un león, un héroe!

«Mi hijo, mi hijo», pensaba la anciana siberiana.

—Pero, sin embargo, me has dicho que soportó una terrible afrenta en esa casa de postas de Ichim.

—La soportó —respondió Nadia bajando la cabeza.

—¿La soportó? —murmuró Marfa Strogoff estremeciéndose.

—¡Madre, madre! —gritó Nadia—. ¡No lo condene! ¡Tenía un secreto. Un secreto del cual sólo Dios, a estas horas, es juez!

—¿Y en aquel momento de humillación, le despreciaste? —preguntó Marfa, levantando la cabeza y mirando a Nadia como si hubiera querido leer hasta en lo más profundo de su alma.

—¡Le admiré sin comprenderlo! —respondió la joven—. ¡Nunca le vi tan digno de respeto!

La anciana calló unos instantes.

—¿Era alto? —preguntó después.

—Muy alto.

—Y muy guapo, ¿no es así? Vamos, habla, hija mía.

—Era muy guapo —respondió Nadia, enrojeciendo.

—¡Era mi hijo! ¡Te digo que era mi hijo! —grito la anciana abrazando a la joven.

—¡Tu hijo! ¡Tu hijo! —exclamó Nadia, confusa.

—¡Vamos! —dijo Marfa—. ¡Termina, hija mía! ¿Tu compañero, tu amigo, tu protector, tenía madre? ¿No te habló nunca de su madre?

—¿De su madre? —replicó Nadia—. Me hablaba de su madre a menudo, como yo le hablaba de mi padre; siempre, todos los días. ¡Él adoraba a su madre!

—¡Nadia, Nadia! ¡Acabas de contarme la historia de mi hijo! —dijo la anciana, agregando impetuosamente—. ¿No debía ver en Omsk a esa madre a la que tanto dices que adoraba?

—No —respondió la joven—, no debía verla.

—¿No? —gritó la anciana—. ¿Te atreves a decirme que no?

—Lo he dicho, pero me falta añadir que, por motivos muy poderosos que yo desconozco, comprendí que Nicolás Korpanoff debía atravesar el país en el más absoluto secreto. Para él era una cuestión de vida o muerte, más aún, un compromiso de deber y de honor.

—Una cuestión de deber, en efecto; de imperioso deber —dijo Marfa Strogoff—, de esos deberes a los que se sacrifica todo; de esos que, para llevarlos a cabo, se rechaza todo, hasta la alegría de dar un beso, que puede ser el último, a su vieja madre. Todo lo que no sabes, Nadia, todo lo que ni yo misma sabía, lo sé ahora. ¡Tú me lo has hecho comprender todo! Pero la luz que has hecho penetrar hasta lo más profundo de las tinieblas de mi corazón, esa luz, yo no puedo hacer que entre en el tuyo. El secreto de mi hijo, Nadia, ya que él no te lo ha revelado, es preciso que yo se lo guarde. ¡Perdóname, Nadia! ¡El bien que me has hecho no te lo puedo devolver!

—Madre, yo no le pregunto nada —replicó Nadia.

Todo quedaba, de este modo, explicado para la vieja siberiana; todo, hasta la inexplicable conducta de su hijo cuando la vio en el albergue de Omsk, en presencia de los testigos de su encuentro. Ya no existía la menor duda de que el compañero de la joven era Miguel Strogoff, al que una misión secreta, algún importante mensaje secreto que tenía que llevar a través de las comarcas invadidas, le obligaba a ocultar su calidad de correo del Zar.

«¡Ah, mi valeroso niño! —pensó Marfa Strogoff—. ¡No, no te traicionaré y las torturas no podrán arrancarme jamás que fue a ti a quien vi en Omsk!».

Marfa Strogoff habría podido, con una sola palabra, pagar a Nadia toda la devoción que le había demostrado. Hubiera podido decirle que su compañero Nicolás Korpanoff o, lo que era lo mismo, Miguel Strogoff, no había muerto entre las aguas del Irtyche, ya que varios días después de aquel incidente, ella lo había encontrado y le había hablado…

Pero se contuvo y guardó silencio, limitándose a decir:

—¡Espera, hija mía! ¡La desgracia no se cebará siempre sobre ti! ¡Tengo el presentimiento de que verás a tu padre y, tal vez aquel que te dio el nombre de hermana no haya muerto! ¡Dios no puede permitir que haya perecido tan noble compañero…! ¡Espera, hija mía, espera! ¡Haz como yo! ¡El luto que llevo no es por mi hijo!