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Se apartaron de las ventanas y esperaron en el salón, tensos y en silencio. Cinco minutos más tarde oyeron el crujir de la grava debajo de los neumáticos y el ritmo ahogado de un viejo motor de ocho cilindros en V. Cesó el crujido, se apagó el motor y todos oyeron el ruido del freno de mano. Un minuto más tarde oyeron cómo se cerraba una puerta y el sonido de pasos en la grava. El conductor, que se tambaleaba, desperezándose.

Un minuto más tarde llamaron a la puerta.

Reacher esperó.

Volvieron a llamar.

Reacher contó hasta veinte y caminó por el pasillo. Abrió la puerta. Vio a un hombre en el escalón, enmarcado por la luz, con un camión de tamaño mediano aparcado detrás. El camión era un vehículo alquilado, rojo y blanco, pesado, un tanto feo. Tuvo la sensación de haberlo visto antes. Nunca había visto al hombre. Era de mediana estatura, peso mediano, con prendas caras pero un tanto arrugadas. Tendría unos cuarenta años. El pelo negro, brillante, con un corte impecable, la piel ligeramente morena y las facciones regulares, que podrían haberle pasar por hindú, pakistaní, iraní, sirio, libanés, argelino, o incluso israelí o italiano.

Azhari Mahmoud, en cambio, vio a un gigante blanco desarreglado. Dos metros de altura, ciento diez kilos de peso, quizá ciento veinte, la cabeza afeitada, las muñecas grandes como botellas, las manos como palas, vestido con unos pantalones grises polvorientos y botas de trabajo. Un científico loco, pensó. Contento en su choza del desierto.

—¿Edward Dean?

—Sí —contestó Reacher—. ¿Quién es usted?

—Veo que aquí no hay cobertura de móvil.

—¿Y?

—Me tomé la precaución de cortar su línea telefónica a quince kilómetros de aquí.

—¿Quién es usted?

—Mi nombre no importa. Soy amigo de Allen Lamaison. Es lo único que necesita saber. Debe dispensarme la misma cortesía que le dispensaría a él.

—Yo no dispenso ninguna cortesía a Allen Lamaison —declaró Reacher—. Así que lárguese.

Mahmoud asintió.

—Deje que se lo explique de otra manera. La amenaza que le hizo Lamaison todavía está en vigor. Hoy me beneficiará a mí, no a él.

—¿Amenaza? —preguntó Reacher.

—Contra su hija.

Reacher no dijo nada.

—Usted me va a enseñar a montar el Little Wing —dijo Mahmoud.

Reacher miró el camión.

—No puedo —respondió—. Usted solo tiene los circuitos electrónicos.

—Los misiles vienen de Denver. Estarán aquí muy pronto.

—¿Dónde piensa utilizarlos?

—Aquí, allí.

—¿En Estados Unidos?

—Es un entorno con muchos objetivos.

—Lamaison mencionó Cachemira.

—Puede que enviemos algunas unidades a amigos selectos.

—¿Enviemos?

—Somos una organización grande.

—No lo haré.

—Lo hará. Como hizo antes. Por la misma razón.

Reacher hizo una pausa y dijo:

—Será mejor que entre.

Se apartó. Mahmoud estaba acostumbrado a la deferencia, así que pasó y caminó para entrar en el pasillo. Reacher le pegó fuerte en la nuca y lo envió tambaleante hacia la sala de estar, donde Frances Neagley apareció para tumbarlo con un tremendo gancho. Un minuto más tarde estaba atado en el suelo del pasillo con una brida que le sujetaba la muñeca izquierda con el tobillo derecho y la otra sujetándole la muñeca derecha con el tobillo izquierdo. Las bridas estaban apretadas con fuerza y la sangre comenzaba a amontonarse. Mahmoud sangraba por la boca y gemía. Reacher le propinó un puntapié en el costado y le dijo que se callase. Luego entró en el salón y esperó que llegase el camión de Denver.

El camión de Denver era un semirremolque blanco. Su conductor acabó atado junto a Mahmoud un minuto después de bajarse de la cabina. Reacher arrastró a Mahmoud fuera de la casa y lo dejó de cara al sol junto a su camión. Los ojos de Mahmoud transmitían miedo. Sabía lo que se le venía encima. Reacher se dijo que prefería morir, y era por ese motivo por el que lo dejaba allí vivo. O’Donnell sacó al conductor y lo dejó junto al camión. Permanecieron allí por un momento, miraron alrededor una última vez y luego se acomodaron en el Civic de Neagley y partieron hacia el sur a toda velocidad. Tan pronto como tuvieron cobertura se detuvieron y Neagley llamó a su amigo del Pentágono. Las siete de la mañana en el Oeste, las diez de la mañana en el Este. Le dijo al tipo dónde buscar y lo que encontraría. Luego siguieron viaje. Reacher miró por la ventanilla trasera y antes de que llegasen a las montañas vio a todo un escuadrón de helicópteros que iban en dirección oeste sobre el horizonte. De alguna base cercana del Departamento de Seguridad Interior. El cielo estaba lleno de ellos.

Una vez superadas las montañas, hablaron de dinero. Neagley le dio a Dixon los documentos financieros y los diamantes, y todos acordaron que debían llevarlos a Nueva York y convertirlos en efectivo. Lo primero sería pagar el presupuesto de gastos de Neagley, luego establecer unos fondos para Angela y Charlie Franz, Tammy Orozco y sus tres hijos, y Milena, la amiga de Sánchez, y por último, hacer una donación a la organización de Personas por el Trato Ético a los Animales en nombre de la perra de Tony Swan, Maisi.

Entonces llegó el momento incómodo. Neagley no tenía problemas de dinero, pero Reacher intuyó que a Dixon y a O’Donnell las cosas no les iban muy bien. Pasaban apuros y se sentían tentados, pero con miedo de preguntar. Así que se adelantó y admitió que no tenía un céntimo y sugirió que se quedasen con el resto y lo dividiesen entre los cuatro, como una gratificación. Todos estuvieron de acuerdo.

Después de eso no hablaron mucho más. Lamaison había desaparecido, Mahmoud había sido capturado. Pero ninguno de sus amigos había regresado. Y Reacher empezó a darle vueltas a la gran pregunta: ¿Si el coche averiado en la 210 no hubiese retrasado su llegada al hospital, se hubiese comportado mejor que O’Donnell o Dixon? ¿Que Swan, Franz, Sánchez u Orozco? Quizá los otros se estaban preguntando lo mismo que él. La verdad era que no sabía la respuesta, y detestaba no saberla.

Dos horas más tarde estaban en el aeropuerto de Los Ángeles. Abandonaron el Civic en una ruta de servicio y se alejaron caminando, rumbo a cuatro terminales diferentes y a cuatro compañías aéreas distintas. Antes de separarse se detuvieron en la acera y chocaron los puños por última vez, y se dijeron un adiós que prometieron sería temporal. Neagley fue hacia la compañía American. Dixon fue a buscar el mostrador de America West. O’Donnell, la de United. Reacher permaneció en el calor, entre la multitud inquieta, personas que se movían a su alrededor, y él los veía marchar.

Reacher dejó California con casi dos mil dólares en el bolsillo, de los traficantes de detrás del Museo de Cera en Hollywood, de Saropian en Las Vegas y de los tipos en Highland Park de New Age. Eso le sirvió para cuatro semanas. Finalmente, se detuvo en un cajero en la estación de autobuses de Santa Fe, Nuevo México. Como siempre, ya había calculado previamente el resultado, y después comprobó si el cálculo del banco coincidía con el suyo.

Por segunda vez en su vida no coincidió.

La máquina le dijo que el saldo en su cuenta era de más de cien mil dólares, más de lo que esperaba. Exactamente ciento once mil ochocientos veintidós dólares y dieciocho centavos, superior a sus propios cálculos.

111.822,18.

Dixon, obviamente. Los despojos de la guerra.

Al principio se sintió desilusionado. No por la cantidad. Era más dinero del que había visto en mucho tiempo. Estaba desilusionado consigo mismo porque no conseguía deducir ningún mensaje en el número. Estaba seguro de que Dixon había retocado el total, unos dólares o centavos más arriba o más abajo para provocarle una sonrisa. Pero no lo captaba. No era un número primo. Ningún número par mayor que dos podía ser primo. Tenía centenares de factores. Su recíproco era aburrido. La raíz cuadrada era una larga hilera de dígitos. La raíz cúbica era peor.

111.822,18.

Se sintió desilusionado con Dixon. Porque cuanto más pensaba, cuanto más lo analizaba, más seguro estaba de que era un número aburrido.

La mente de Dixon no estaba por la labor.

Ella le había decepcionado.

Quizá.

O quizá no.

Apretó el botón para que se imprimiesen las últimas operaciones. Salió por la rendija un trozo de papel. Las letras de un gris claro, las últimas cinco operaciones de su cuenta. El primer depósito de Neagley desde Chicago seguía allí, el primero de la lista. El segundo, los cincuenta dólares que sacó en la estación de autobuses de Portland, en Oregón. Luego el tercero, su billete de avión desde Portland a Los Ángeles.

Luego el cuarto, un nuevo depósito en su cuenta de ciento un mil ochocientos diez dólares y dieciocho centavos.

Luego un quinto, el mismo día, otro depósito, por la suma de diez mil doce dólares.

101.810,18.

10.012.

Sonrió. Después de todo, la mente de Dixon sí estaba por la labor. Total y absolutamente por la labor. El primer depósito era diez-dieciocho, repetido para darle énfasis. El código de radio de la policía militar para misión conseguida. 10-18, 10-18. Ella y O’Donnell rescatados. Lamaison y Mahmoud, derrotados. O las dos cosas.

«Genial, Karla», pensó.

El segundo depósito era su código postal: 10012. Greenwich Village. Donde vivía. Una referencia geográfica.

Una insinuación.

Ella le había preguntado: «¿Te gustaría pasarte por Nueva York después?».

Reacher volvió a sonreír, hizo una bola con el papel y lo arrojó a la papelera. Sacó cien dólares del cajero, entró en la estación y compró un billete para el primer autobús que vio. No tenía idea de adónde iba.

Él había respondido: «Yo no hago planes, Karla».