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Reacher ya esperaba una respuesta negativa. Lamaison había presionado a Berenson para que guardase silencio, y era obvio que había hecho lo mismo con Dean o incluso más. Pero la negativa de Dean parecía sincera. El tipo estaba extrañado, no rehuía.

—Comencemos por el principio —dijo Reacher—. Sabemos todo el asunto de los circuitos electrónicos y sabemos por qué lo hizo.

De pronto el rostro de Dean cambió. Como había pasado con Margaret Berenson.

—Sabemos la amenaza contra su hija —añadió Reacher.

—¿Qué amenaza?

—¿Dónde está?

—De viaje. Su madre también.

—La escuela aún no ha acabado.

—Un asunto familiar urgente.

—Las envió lejos —dijo Reacher—. Fue una jugada inteligente.

—No sé de qué me habla.

—Lamaison está muerto —le informó Reacher.

Hubo un brillo de esperanza en los ojos de Dean, solo por un segundo, difícil de ver en la oscuridad.

—Lo arrojé desde el helicóptero —explicó Reacher.

Dean no dijo nada.

—¿Le gusta mirar aves? Espere un día, vaya unos dos o tres kilómetros al sur y súbase al techo del coche. Dos buitres volando y probablemente se trate de un coyote muerto por una serpiente. Más de dos, será Lamaison, Parker o Lennox. Todos están allí, en alguna parte.

—No le creo.

—Muéstraselo, Karla.

Dixon sacó la cartera que había cogido del bolsillo de Lamaison. Dean la cogió de su mano y se volvió a la luz encendida en el pasillo. Vació el contenido en la palma y buscó entre los objetos. El carné de conducir de Lamaison, las tarjetas de crédito, la identificación de New Age, la tarjeta de la seguridad social.

—Lamaison está muerto —repitió Reacher.

Dean metió las cosas en la cartera y se la devolvió a Dixon.

—Vale, tiene su cartera. Pero eso no demuestra que lo haya matado.

—Le puedo mostrar al piloto —dijo Reacher—. Está allí, muerto.

—Acaba de aterrizar.

—Acabo de matarlo.

—Usted está loco.

—Y usted libre.

Dean no dijo nada.

—Tómese su tiempo —añadió Reacher—. Hágase a la idea. Pero necesitamos saber quién viene y cuándo.

—No vendrá nadie.

—Alguien tiene que venir.

—Nunca fue parte del trato.

—¿No lo fue?

—Dígamelo de nuevo. ¿Lamaison está muerto?

—Mató a cuatro de mis amigos. Si no estuviese muerto, estoy muy seguro de que no estaría aquí perdiendo el tiempo con usted.

Dean asintió, sin prisa. Se estaba haciendo a la idea.

—Pero sigo sin saber de qué me habla. Vale, firmé los papeles falsos. Lo admito, seiscientas cincuenta veces, lo que es terrible, pero eso es lo único que he hecho. Nunca se habló de que yo montase las unidades o le enseñase a nadie cómo hacerlo.

—¿Quién más sabe cómo hacerlo?

—No es difícil. Es fácil de montar, muy sencillo. Tiene que serlo. Los soldados lo tendrán que hacer. No se ofenda, me refiero en el campo de batalla, por la noche, sometidos a presión.

—Sencillo para usted.

—Relativamente sencillo para todos.

—Los soldados nunca hacen nada hasta que no les enseñan cómo.

—Por supuesto, recibirán entrenamiento.

—¿De quién?

—Montaremos un curso en Fort Irwin. Creo que yo daré la primera clase.

—¿Lamaison lo sabía?

—Es una práctica corriente.

—O sea, que lo contrató para un preestreno.

Dean solo meneó la cabeza.

—No lo hizo. No sé nada de una entrevista previa. Podría haberlo hecho. No es que yo estuviese en posición de negarle nada.

—Nueve horas —dijo Neagley.

—Otros doscientos mil seiscientos kilómetros cuadrados —señaló Dixon.

«Doscientos mil seiscientos cincuenta y ocho kilómetros cuadrados», pensó Reacher, de forma automática. Solo ese incremento era más grande que casi toda California y más de la mitad de Texas. La superficie de un círculo es igual a pi por el radio al cuadrado, y era el radio al cuadrado lo que hacía aumentar tan rápido la cifra.

—Vienen aquí —dijo—. Tienen que hacerlo.

Nadie respondió.

Dean les hizo pasar. Su casa era de una sola planta, larga y baja, construida con cemento y madera. El cemento estaba a la vista y estaba tomando una pátina amarillenta. La madera era de color marrón oscuro. Había un gran salón con alfombras navajo, muebles viejos y una chimenea donde se amontonaban las cenizas del invierno anterior. Había muchos libros en la habitación, CD apilados por todas partes, un equipo estéreo con amplificadores y altavoces. En su conjunto, el lugar parecía como el refugio de quien escapa de la ciudad.

Dean fue a la cocina para preparar café y Dixon dijo:

—Nueve horas y veintiséis minutos.

Neagley y O’Donnell no lo entendieron, pero Reacher sí. Si calculaba tres decimales para pi y una velocidad de ochenta para el camión, entonces las nueve horas y veintiséis minutos ampliaban la zona potencial de búsqueda al millón de kilómetros cuadrados.

—Mahmoud es cauteloso —señaló Reacher—. No va a comprar nada a ciegas. Si no es su dinero y no quiere desperdiciarlo, es el dinero de algún otro y no quiere que le corten la cabeza por perderlo. Vendrá.

—Dean dice que no.

—Dean dice que no se lo dijeron antes. Hay una diferencia.

Dean volvió, sirvió el café y nadie habló durante quince minutos. Entonces Reacher se volvió hacia Dean y le preguntó:

—¿Tiene aquí su propio taller de electricidad?

—Sí.

—¿Tiene bridas de plástico?

—Montones. El taller está detrás.

—Tendría que viajar al norte —manifestó Reacher—. Ir a Palmdale, desayunar.

—¿Ahora?

—Ahora. Quédese a comer. No vuelva hasta la tarde.

—¿Por qué? ¿Qué va a pasar aquí?

—Todavía no estoy seguro. Pero sea lo que sea, usted no debería estar aquí.

Dean permaneció inmóvil por un momento. Después se levantó, buscó las llaves y se marchó. Oyeron como arrancaba el coche. Oyeron el crujir de las piedras bajo el peso de los neumáticos. Después el ruido se perdió en la nada y la casa volvió a quedar en silencio.

—Nueve horas cuarenta y seis minutos —dijo Dixon. Reacher asintió. El círculo tenía ahora dos millones de kilómetros cuadrados.

—Viene hacia aquí —insistió Reacher.

El círculo llegó a los dos millones seiscientos mil kilómetros cuadrados a la una y diecisiete de la mañana. Reacher encontró un atlas en un estante y buscó la ruta probable, y calculó que Denver estaba a dieciocho horas de distancia, lo que hacía que las seis de la mañana fuese un horario probable. Ideal desde el punto de vista de Mahmoud. Lamaison le habría hablado de la amenaza contra la hija, y él seguramente habría deducido que en cualquier circunstancia la chica estaría en casa a las seis de la mañana. Por lo tanto un recordatorio perfecto de la vulnerabilidad de Dean. Quizá Mahmoud se presentaría sin anunciarse, pero no había duda de que esperaba conseguir lo que quería.

Reacher se levantó y salió a dar un paseo, primero por fuera y después dentro. La propiedad consistía en la casa, un garaje y el taller que Dean había mencionado. Más allá no había nada. Era noche cerrada, pero Reacher podía sentir el vasto y silencioso desierto alrededor. Dentro, la casa era sencilla. Tres dormitorios, un despacho, una cocina, la sala de estar. Uno de los dormitorios era de la hija. Había fotos pinchadas en las paredes. Grupos de adolescentes, tres o cuatro en cada foto. La chica y sus amigas, al parecer. Por un proceso de eliminación, Reacher encontró cuál era la que estaba en todas las paredes. La hija de Dean, su cámara, su habitación. Era una chica rubia, alta, de unos catorce años, todavía un poco torpe, con ortodoncia en los dientes. Pero dentro de un año o dos sería espectacular, y seguiría siéndolo durante treinta años. Un rehén de la fortuna. Reacher comprendió la angustia de Dean, y deseó que Lamaison hubiese gritado un poco más mientras caía.

La gente dice que la hora más oscura es justo antes del alba, pero la gente se equivoca. Por definición la hora más oscura es en mitad de la noche. A las cinco de la mañana el cielo empieza a iluminarse por el este. A las cinco y media la visibilidad es ya muy buena. Reacher dio otro paseo. Dean no tenía vecinos. Vivía en medio de miles de hectáreas vacías. La vista era despejada en todos los horizontes. Una tierra sin valor abrazada por el sol. Las líneas de alta tensión iban de sur a norte y desaparecían en la bruma. Una pista de grava llegaba por el sudeste. Tenía por lo menos kilómetro y medio de largo, quizá más. Reacher caminó un poco y se volvió para mirar lo que Mahmoud vería cuando llegase. El helicóptero estaba fuera de la vista. Por azar, un solitario arbusto de mezquite tapaba la corona del rotor. Reacher llevó el Civic de Neagley detrás del garaje y miró de nuevo. Perfecto. Un somnoliento grupo de tres edificios bajos y polvorientos, casi parte del paisaje. Un centenar de metros más allá vio un segmento de roca plano del tamaño y la forma de una tumba. Fue hasta allí, sacó el trozo de cemento de Tony Swan del bolsillo y lo apoyó en la lápida como si fuese un monumento. Entró en el taller. La puerta no estaba cerrada con llave. El lugar estaba ordenado y olía a aceite lubricante calentado por el sol. Encontró una bandeja con bridas de plástico negro y cogió ocho de las más grandes. Medían unos sesenta centímetros de largo, gruesas y duras. Para sujetar los cables pesados en las cajas de conducción perforadas.

Después volvió al interior de la casa para esperar. Llegaron las seis de la mañana y Mahmoud no aparecía. Ahora el círculo medía más de cuatro millones y medio de kilómetros cuadrados. Pasaron las seis y cuarto, las seis y media, y dejó de calcular.

Entonces, a las seis y treinta y dos en punto, sonó el timbre del teléfono, solo una vez, breve, suave y apagado.

—Vamos allá —dijo Reacher—. Alguien acaba de cortar la línea del teléfono.

Se acercaron a las ventanas. Esperaron. Entonces, ocho kilómetros al sudeste vieron una pequeña mancha blanca que se movía bajo la luz del sol. Un vehículo que se acercaba deprisa, seguido por una nube de polvo caqui, alumbrada por el amanecer como una aureola.