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El helicóptero tenía GPS, pero no del tipo que dibuja un mapa de carreteras en la pantalla. No era como el GPS del coche de alquiler de O’Donnell. El sistema del helicóptero ofrecía un par de lecturas de latitud y longitud que cambiaban constantemente, números verdes pálidos, solo lectura. Reacher le dijo al piloto que fuese a algún lugar al sur de Palmdale y esperase. El piloto estaba nervioso por el combustible. Reacher le dijo que perdiese altitud. Los helicópteros pueden salvarse algunas veces de los fallos de motor a escasos metros de altura. Rara vez sobreviven a grandes altitudes.

Reacher llamó a Neagley de nuevo. Había conseguido la dirección de Dean gracias a Margaret Berenson en el hotel de Pasadena. Pero Neagley tampoco tenía GPS. Iba a la deriva en la oscuridad, siguiendo los débiles faros de última generación con lámparas de tinte azulado. Y la cobertura de móvil era intermitente. Reacher la perdió dos veces. Antes de perderla una tercera vez le aconsejó que buscase la casa de Dean y condujese en círculos cerrados con las luces largas para que ellos pudiesen divisarla.

Reacher ocupó el asiento de Lamaison y apoyó la frente contra la ventanilla de la misma manera que había hecho Lamaison. Dixon y O’Donnell se encargaron de las ventanillas laterales traseras. Entre todos cubrían un panorama de ciento ochenta grados. Quizá más. Por razones de seguridad, Reacher hizo que el piloto trazara amplios círculos de vez en cuando, por si acaso lo que buscaban se había quedado atrás.

No vieron nada.

Nada en absoluto, excepto una vasta negrura sin señales y de vez en cuando un punto naranja. Posiblemente gasolineras o quizá pequeños aparcamientos delante de alguna tienda. Vieron algún que otro coche en carreteras solitarias, pero ninguno era el Civic de Neagley. Faros amarillos, no azules. Reacher probó de nuevo con el móvil. No había cobertura.

—El combustible está casi en reserva —avisó el piloto.

—Autopista a la izquierda —anunció Dixon.

Reacher miró abajo. No parecía una autopista. Había cinco coches en una extensión de kilómetro y medio, dos hacia el sur y tres hacia el norte. Cerró los ojos e imaginó los mapas que había visto.

—No tendríamos que estar encima de una autopista norte-sur —dijo—. Estamos demasiado al oeste.

El helicóptero viró hacia el este en una larga curva rápida y volvió a nivelarse.

—Tendré que aterrizar dentro de poco —comunicó el piloto.

—Aterrizará cuando yo se lo diga —respondió Reacher.

Al norte de las montañas el aire era mejor. Algo de polvo, algunas ondas de calor, pero en conjunto claro hasta el horizonte. Delante, en la distancia, una pequeña cuadrícula de luces parpadeaba. Probablemente Palmdale. Reacher había oído decir que era un lugar bonito. En crecimiento. Deseable. Caro. Por tanto, cualquiera que buscase hectáreas, aislamiento y el máximo de beneficio por dólar se mantendría bien lejos de allí.

—Vuelva al sur —dijo—. Y suba.

—Subir consume combustible —se quejó el piloto.

—Necesitamos un ángulo mejor.

El helicóptero subió poco a poco unos sesenta metros. El piloto bajó el morro y dio un amplio círculo, como si estuviese barriendo el horizonte con un faro imaginario.

No vieron nada.

No había cobertura de móvil.

—Más alto —dijo Reacher.

—No puedo. Mire la aguja.

Reacher encontró el indicador. La aguja estaba al final. Oficialmente los tanques estaban vacíos. Cerró los ojos e imaginó el mapa. Berenson había dicho que Dean se había quejado del viaje desde el infierno. A Highland Park solo tenía dos opciones. Por la ruta 138, por la ladera este del monte San Antonio o por la ruta 2, al oeste, pasado el observatorio del Monte Wilson. La ruta 2 era más pequeña y sinuosa. Y se unía a la 210 en Glendale. Con lo que resultaba mucho más complicada que la ruta este. No había razón para escogerla a menos que fueses tonto. Eso significaba que Dean salía de algún lugar al sur de Palmdale, no al sudeste. Reacher miró adelante y esperó hasta que la distante cuadrícula de luces apareció de nuevo a la vista.

—Ahora gire ciento ochenta grados y dé la vuelta.

—Estamos sin combustible.

—Hágalo.

El aparato viró, bajó el morro y siguió adelante.

Sesenta segundos más tarde encontraron a Neagley.

Un kilómetro y medio más adelante y ciento diez metros más abajo vieron un cono de luz azul que daba vueltas y pulsaba como un faro. Parecía como si Neagley tuviese el volante del Civic girado a tope, dando vueltas en círculos de diez metros, y encendía y apagaba los faros mientras giraba. El efecto era espectacular. Los faros barrían y saltaban, proyectaban sombras en movimiento y dejaban a la vista unos sesenta metros donde no había obstrucciones. Como un faro en una costa rocosa. Había pequeñas hondonadas, quebradas, mesas y agujas que destacaban formando un relieve espectacular. Al norte, edificios bajos. Líneas de alta tensión al este. Al oeste una accidentada ladera que descendía hasta un pequeño arroyo de unos diez metros de ancho y cinco de profundidad.

—Aterrice allí —ordenó Reacher—. En aquella hondonada. Mantenga el tren de aterrizaje recogido.

—¿Por qué? —quiso saber el piloto.

—Porque es como yo lo quiero.

El piloto se desvió un poco al oeste y descendió unos sesenta metros para ponerse en línea con el arroyo. A continuación bajó con el helicóptero como si fuese un ascensor. Sonó un pitido para avisarle de que estaba aterrizando sin el tren de aterrizaje. Hizo caso omiso y continuó bajando. Descendió hasta seis metros del suelo y se posó con suavidad en el lecho rocoso del arroyo. Crujieron las piedras, el metal rechinó y el suelo se inclinó treinta centímetros de la horizontal. Por la ventanilla Reacher vio las luces de Neagley que se acercaban entre la tormenta de arena levantada por la corriente del rotor.

Entonces se acabó el combustible.

Los motores se apagaron y el rotor se detuvo con un temblor.

En la cabina reinó el silencio.

Reacher fue el primero en salir. Se abrió paso entre nubes de polvo caliente, envió a O’Donnell y Dixon a encontrarse con Neagley y volvió al helicóptero. El tipo todavía estaba atado al asiento. Golpeaba el cristal del indicador con la uña.

—Buen aterrizaje —le felicitó Reacher—. Es un buen piloto.

—Gracias —dijo el tipo.

—Eso que hacía con la rotación —añadió Reacher—. Para mantener la puerta abierta. Muy inteligente.

—Aerodinámica básica.

—Claro que usted tiene mucha práctica.

El piloto no dijo nada.

—Cuatro veces. Al menos que yo sepa.

El piloto no dijo nada.

—Esos hombres eran mis amigos —continuó Reacher.

—Lamaison me ordenó que lo hiciese.

—¿O?

—Perdería mi trabajo.

—¿Eso es todo? ¿Dejó que lanzara a cuatro seres humanos vivos fuera del helicóptero para salvar su empleo?

—Me pagan por obedecer órdenes.

—¿Alguna vez ha oído hablar del juicio de Núremberg? Esa excusa ya no vale.

—Estuvo mal, lo sé —admitió el piloto.

—Pero lo hizo de todas maneras.

—¿Qué otra cosa podía hacer?

—Muchas cosas —dijo Reacher. Entonces sonrió. El piloto se relajó un poco. Reacher sacudió la cabeza como si le hiciese gracia alguna cosa, se inclinó hacia adelante y palmeó al tipo en la mejilla. Dejó su mano allí, en el lado opuesto de su cara, un gesto amistoso. Subió el pulgar hacia la órbita del ojo, apretó el dedo índice en la sien, movió los otros tres dedos detrás de la oreja, entre el pelo. Le partió el cuello con una mano, con un solo giro decidido. Después movió su cabeza adelante y atrás, a un lado y a otro para asegurarse de que la médula espinal estuviese rota del todo. No quería que se despertase convertido en un parapléjico. De hecho, no quería que se despertase en absoluto.

Se alejó y lo dejó allí, todavía atado al asiento. Se volvió después de caminar unos quince metros y evaluó la situación. Un helicóptero en una hondonada, un tanto inclinado, el tren de aterrizaje levantado, los tanques vacíos. Un choque. El piloto a bordo, heridas de impacto, un desafortunado accidente. No perfecto, pero razonable.

Neagley había aparcado a treinta metros del arroyo, más o menos la mitad de la distancia hasta la puerta principal de Edward Dean. Todavía tenía las largas puestas. Cuando Reacher llegó al coche, se volvió para mirar atrás y verificar de nuevo. El helicóptero estaba bastante bien escondido. La parte superior del rotor era visible, pero apenas. Las hélices quedaban fuera de la vista. El polvo se iba aposentando. Neagley, Dixon y O’Donnell formaban un grupo cerrado.

—¿Todos bien?

Dixon y O’Donnell asintieron. Neagley no.

—¿Estás enfadada conmigo? —le preguntó Reacher.

—La verdad es que no. Pero lo habría estado si la hubieses jodido.

—Necesitaba que descubrieses adónde iban los misiles.

—Tú ya lo sabías.

—Quería una segunda opinión. Y la dirección.

—Pues aquí estamos. No hay ningún misil.

—Todavía están de camino.

—Esperemos que así sea.

—Vayamos a hacerle una visita al señor Dean.

Subieron al pequeño Civic y Neagley condujo los sesenta metros hasta la puerta de Dean. El ingeniero la abrió a la primera llamada. Era obvio que se había despertado por el ruido del helicóptero y las luces. No tenía el aspecto de un científico que manipulase cohetes. Se parecía más a un entrenador de instituto. Era alto, desgarbado y con el pelo rubio largo. Tendría unos cuarenta años y vestía pantalón de chándal y una camiseta. Vestido para irse a la cama. Era casi medianoche.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó.

Reacher le explicó quiénes eran y por qué estaban allí.

Dean no tenía ni idea de lo que le estaba diciendo.