La subida sacó al helicóptero de la lenta rotación, la puerta abierta se sacudió por un momento y después se cerró sola. En la cabina reinó el silencio. Un silencio casi total en comparación. O’Donnell todavía tenía el arma bajo la barbilla del piloto. Reacher todavía tenía a Lamaison arqueado hacia atrás en el asiento. Lamaison tenía sus manos en el antebrazo de Reacher, tiraba hacia abajo, pero sin fuerza. Por curioso que fuese se mostraba pasivo e inerte. Como si intuyese a la perfección cuál era la amenaza, pero sin acabarse de creer del todo que ocurriría.
«Como no pudo Swan —pensó Reacher—. Ni Orozco, ni Franz, ni Sánchez».
Sintió que el helicóptero se nivelaba. Oyó al rotor morder el aire estacionario, sintió las turbinas acomodarse en un rápido y urgente aullido. El piloto miró en su dirección y asintió.
—Más —le pidió Reacher—. Subamos hasta los mil seiscientos metros.
El ruido del motor cambió, también el del rotor, y el aparato se movió de nuevo hacia arriba, lento y preciso. Giró un poco y luego volvió a permanecer estacionario.
—Mil seiscientos metros —anunció el piloto.
—¿Ahora qué tenemos abajo? —preguntó Reacher.
—Arena.
Reacher se volvió hacia Dixon y le pidió:
—Abre la puerta.
Lamaison encontró restos de nueva energía. Se sacudió y debatió en el asiento y gritó:
—No, por favor, por favor, no.
Reacher aumentó la presión del codo.
—¿Mis amigos rogaron?
Lamaison solo sacudió la cabeza.
—No lo harían —afirmó Reacher—, demasiado orgullosos.
Dixon se movió hacia atrás en la cabina y cogió el arnés de Lennox con la mano izquierda. Se sujetó bien y buscó la palanca de la puerta con la derecha. Era más pequeña que Lennox y para ella era más de un estirón. Pero llegó. Soltó la palanca, empujó con fuerza con los dedos extendidos y la puerta se abrió. Reacher se volvió hacia el piloto y le dijo:
—Haga eso del giro de nuevo.
El piloto inició la lenta rotación en el sentido de las agujas del reloj, la puerta se abrió del todo y se mantuvo sujeta en las bisagras. De nuevo entraron un ruido tremendo y el viento de la noche. Las montañas se veían negras en el horizonte. Más allá se veía el resplandor de Los Ángeles a ochenta kilómetros de distancia, un millón de brillantes luces atrapadas bajo el aire espeso como la sopa. Luego aquella visión desapareció y fue reemplazada por la negrura del desierto.
Dixon se sentó en el asiento plegado de Parker. O’Donnell sujetó con fuerza el cuello de la cazadora del piloto. Reacher tiró del cuello de Lamaison hacia arriba y hacia atrás con el antebrazo bien apretado contra la garganta. Tiró hacia arriba hasta los límites del arnés. Lo sujetó así. Luego pasó una mano y utilizó el cañón de la SIG para soltar el cierre del arnés. Los cinturones se soltaron. Reacher tiró de Lamaison todo el camino por encima del respaldo del asiento y lo tumbó en el suelo.
Lamaison vio una oportunidad, y la aprovechó. Se sentó y movió los talones por la moqueta en un intento de hacerle una zancadilla. Pero Reacher estaba preparado. Más preparado que nunca. Descargó un puntapié en el costado de Lamaison y le dio un codazo que lo pilló en la oreja. Lo tumbó boca abajo en el suelo, apoyó la rodilla entre los omóplatos y metió la pistola contra la nuca. Lamaison tenía la cabeza levantada y Reacher sabía que estaba mirando el vacío. Sus pies batían la moqueta. Gritaba. Reacher le oía con claridad por encima del ruido. Sentía cómo movía el pecho.
«Demasiado tarde —pensó Reacher—. Recoges lo que siembras».
Los débiles puñetazos hacia atrás de Lamaison ni siquiera llegaban a tocarlo. Apoyó las palmas en el suelo e intentó apartar a Reacher de un empujón. «Ni hablar —pensó Reacher—. A menos que puedas levantar ciento veinticinco kilos con la espalda». Algunos tipos podían. Reacher lo había visto hacer. Pero Lamaison no. Era fuerte, pero no lo bastante. Forcejeó por un momento y se rindió.
Reacher pasó la pistola a la mano izquierda y rodeó con la derecha el cuello de Lamaison por detrás como una pinza. Lamaison tenía el cuello grueso, pero Reacher tenía las manos grandes. Metió el pulgar y la punta del dedo medio en los huecos detrás de las orejas de Lamaison y apretó con fuerza. Sus arterias se comprimieron y su cerebro se quedó sin oxígeno. Dejó de gritar y se acabaron los pataleos. Reacher mantuvo la presión durante todo un minuto antes de ponerlo boca arriba, girarlo y sentarlo como si fuese un borracho.
Lo sujetó por el cinturón y el cuello de la chaqueta.
Lo empujó por el suelo sobre el culo, los pies por delante.
Lo llevó hasta el marco de la puerta y lo retuvo allí, los brazos sujetos detrás. El helicóptero giraba poco a poco. Los motores aullaban y el rotor batía como si fuese un tambor. Reacher lo podía sentir en su pecho, como si fuesen latidos. Pasaron los minutos y el aire fresco que entraba reanimó a Lamaison, que se encontró sentado en el borde con los pies colgando en el vacío, como alguien en lo alto de una pared.
Mil seiscientos metros por encima del suelo del desierto.
Reacher había ensayado un discurso. Lo había comenzado a componer en el Denny’s de Sunset, con el informe de la autopsia de Franz en la mano. Lo había perfeccionado a lo largo de los días siguientes. Estaba repleto de magníficas frases sobre la lealtad y la retribución, y sentidos elogios por sus cuatro amigos muertos. Pero cuando llegó el momento no dijo gran cosa. No tenía sentido. Lamaison no hubiese oído ni una palabra. Estaba loco de terror y había demasiado ruido. Un caos. Al final Reacher se limitó a inclinarse y poner la boca cerca de la oreja de Lamaison.
—Cometió un grave error. Se metió con las personas equivocadas. Ahora es el momento de pagar.
Estiró los brazos de Lamaison detrás de la espalda y empujó. Lamaison se movió un par de centímetros y después se echó hacia adelante en un intento por mover el culo hacia atrás en el marco. Reacher empujó de nuevo. Lamaison se dobló y su pecho tocó las rodillas. Miraba directamente a la oscuridad. Mil seiscientos metros. Un coche a toda velocidad tardaría un minuto en recorrerlo.
Reacher empujó. Lamaison aflojó los hombros. No tenía ningún punto de apoyo para hacer palanca.
Reacher apoyó el tacón por debajo de la cintura de Lamaison.
Dobló la pierna.
Soltó los brazos de Lamaison.
Extendió la pierna, rápido y con fuerza.
Lamaison pasó por encima del borde y desapareció en la noche.
No se oyó ningún grito. O quizá sí lo hubo. Tal vez se perdió bajo el ruido del rotor. O’Donnell le hizo una seña al piloto y este movió el aparato, invirtió la rotación y la puerta se cerró. En la cabina se hizo el silencio. Dixon abrazó a Reacher con fuerza.
—Desde luego lo has dejado para el último minuto, ¿eh? —dijo O’Donnell.
—Intentaba decidir si dejaba que te arrojasen a ti primero antes de salvar a Karla —contestó Reacher—. Una decisión difícil. Me llevó algún tiempo.
—¿Dónde está Neagley?
—Espero que trabajando. Los misiles cruzaron la verja de Colorado hace ocho horas. Y no sabemos adónde van.