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Según el reloj mental de Reacher el viaje duró exactamente veinte minutos, que era más o menos lo que calculaba. Había deducido que los helicópteros modernos podían ser un poco más rápidos que los Huey que había utilizado en el ejército. Dedujo que un helicóptero militar AH-1 podría emplear unos veintipocos minutos para pasar más allá de las montañas, así que veinte exactos parecía razonable para algo con asientos de cuero negro y moqueta.

Pasó los veinte minutos con la cabeza totalmente agachada. Un instinto animal, de un millón de años de antigüedad y todavía practicado por los perros y los niños. «Si yo no los veo, ellos no me ven». Mantuvo los brazos y las piernas moviéndose en silenciosas fracciones de centímetros y mantuvo los músculos tensándolos y relajándolos en una curiosa versión miniaturizada de una clase de gimnasia. Ya no tenía frío, pero no quería quedarse entumecido. El ruido en la cabina era fuerte pero no abrumador. El aullido de los motores desaparecía en el chorro de aire. El ruido del rotor se mezclaba con la corriente y se podía descartar. No había ninguna conversación. Ni una palabra. Reacher no oyó nada de nadie.

Hasta que el viaje de veinte minutos llegó a su final.

Sintió que el helicóptero reducía la velocidad. Sintió que el suelo se nivelaba y después se echaba un poco hacia atrás a medida que subía el morro. El aparato rotó un poco a la izquierda.

Como un caballo al que sofrenan en una película. La cabina se volvió más ruidosa. Ahora se estaba moviendo poco a poco, atrapado en la burbuja de su propio sonido.

Se inclinó hacia adelante por la cintura y apoyó un ojo en el hueco entre los asientos y vio a Lamaison inclinado con la frente apoyada en la ventanilla. Lo vio cambiar de dirección e inclinarse hacia el piloto. Lo oyó hablar. O quizá solo imaginó que lo oía hablar. Había reconstruido las órdenes en su cabeza mil veces desde que había abierto el archivo de Franz días antes. Sintió que las sabía, palabra a palabra, en toda su cruel realidad.

«¿Dónde estamos?», preguntó Lamaison, en la mente de Reacher y también quizás en la realidad.

«¿Qué tenemos ahora abajo?».

«Arena».

«¿Altura?».

«Mil metros».

«¿Cómo es el viento aquí arriba?».

«Tranquilo. Unas pocas corrientes térmicas, pero sin viento».

«¿Es seguro?».

«En términos aeronáuticos sí».

«Pues entonces vamos allá».

Reacher notó que el helicóptero se mantenía estacionario. El ruido del motor bajó a una nota más grave y se acentuó el batir de las palas del rotor. El suelo se movía en pequeños círculos inestables, como una peonza que se detiene. Lamaison se volvió en el asiento y le hizo un gesto a Parker y a Lennox. Reacher oyó el chasquido de las hebillas de los arneses de seguridad y después que el peso se levantaba de los asientos que tenía delante. Los cojines de cuero inhalaron, los cansados resortes apretados se recuperaron y los respaldos de los asientos se apartaron un par de centímetros de su rostro. No había ninguna luz aparte del resplandor naranja de los instrumentos. Parker estaba a la izquierda y Lennox a la derecha. Ambos estaban medio encorvados, las rodillas dobladas y las cabezas agachadas debido a la proximidad del techo, los pies separados para mantenerse estables en el suelo en movimiento, los brazos tendidos hacia adelante para mantener el equilibrio. Uno de ellos iba a morir fácilmente y el otro iba a morir peor.

Todo dependía de cuál de ellos abriera la puerta.

Lennox abriría la puerta.

Se volvió a medias, cogió el arnés de seguridad suelto y lo sujetó bien fuerte con la mano izquierda. Después se movió de lado y utilizó la derecha para sujetar la manija interior de la puerta. Llegó allí, la abrió y la empujó. La puerta se entreabrió y entraron el viento y el sonido. El piloto estaba medio vuelto en su asiento, mirando sobre el hombro, e inclinó el aparato un poco para que la puerta se abriese toda por su propio peso. Lo niveló de nuevo y comenzó una lenta rotación en el sentido de las agujas del reloj para que el movimiento, la inercia y la presión del aire mantuviesen la puerta abierta.

Lennox se volvió. Grande, rubicundo, obeso, agachado como un gorila, la mano izquierda tensa en la correa del arnés, la derecha moviéndose en el aire como un hombre sobre hielo.

Reacher se inclinó hacia adelante y utilizó la mano izquierda para encontrar la palanca que soltaba el asiento. Apoyó el pulgar debajo del pivote y dos dedos por encima y giró. El respaldo del asiento se bajó hacia delante. Utilizó la mano izquierda para ponerlo del todo horizontal. Lo sujetó allí. Los cojines exhalaron de nuevo. Levantó la Glock en su mano derecha, se giró desde la cintura y apoyó el brazo derecho en el respaldo del asiento. Cerró un ojo y buscó un punto dos centímetros por encima del ombligo de Lennox.

Apretó el gatillo.

La detonación se perdió en el rugido general. Audible, pero no tanto como lo hubiese sido en una biblioteca. La bala alcanzó a Lennox en el vientre. Reacher pensó que lo atravesó instantáneamente. Inevitable, con una nueve milímetros desde una distancia tan corta. Era la razón por la que le disparaba a Lennox y no a Parker. Reacher no tenía ningún miedo a volar, pero prefería que el aparato donde estaba no sufriese ningún daño. Un disparo a través del vientre de Parker, podría haber alcanzado un conducto hidráulico o un cable eléctrico. A través de Lennox salió por la puerta abierta a la noche, sin hacer daño alguno.

Lennox permaneció incómodo medio agachado. Un chorro de sangre bordeó el agujero en su camisa. Parecía negra a la débil luz naranja. La mano izquierda soltó el arnés y se movió en el aire, una réplica perfecta de su derecha. Continuó agachado allí, en equilibrio, simétrico, a treinta centímetros del marco de la puerta, sin nada detrás excepto el vacío, con un catastrófico asombro físico en su rostro.

Reacher movió la Glock una pequeña fracción y disparó de nuevo, esta vez apuntando al esternón. Se dijo que en un tipo tan grande y viejo como Lennox, el esternón sería una placa bien calcificada, de un centímetro de espesor. La bala lo atravesaría, obviamente, pero seguro que al destrozar el hueso, el cuerpo sentiría como un pequeño empujón hacia adelante, como el efecto de un suave manotazo, posiblemente la inercia suficiente para desplazar al tipo ligeramente hacia atrás, en lugar de caer verticalmente como un saco, tal como habría ocurrido con un disparo en la cabeza. El cuello humano está demasiado articulado para que un disparo en la cabeza consiguiese el efecto que Reacher deseaba.

De todas formas, fueron las rodillas las que cumplieron el cometido, no el esternón. En vez de caer en vertical hacia atrás, las rodillas se le doblaron, como un tipo que pretende sentarse sobre los talones. Pero era grande, pesado y tenía 41 años, así que sus rodillas se habían endurecido. Cuando llegaron a los noventa grados, dejaron de doblarse. Su tronco se movió hacia atrás por el súbito bloqueo y el culo golpeó de lleno en el marco de la puerta, de manera que el peso de los hombros y la cabeza hicieron que el cuerpo girase y atravesase el hueco de la puerta perdiéndose en la noche. Lo último que Reacher vio fueron las suelas de sus zapatos, todavía bien separados, sacudiéndose en el viento y la oscuridad como pensamientos tardíos.

En ese momento habían pasado menos de dos segundos desde que había bajado el asiento, pero a Reacher le parecían como dos vidas completas, quizá las de Orozco y Franz. Se sentía infinitamente fluido y lánguido. Flotaba en un estado de gracia y tormento, pensaba sus movimientos como en una partida de ajedrez, consciente de sus posibilidades, las retiradas, las amenazas y las oportunidades. Los demás en la cabina apenas si habían reaccionado. O’Donnell estaba boca abajo e intentaba levantar la cabeza lo suficiente para volverse. Dixon intentaba ponerse boca arriba. El piloto estaba medio girado, inmóvil en su asiento. Parker estaba congelado en su absurda pose simiesca. Lamaison miraba al espacio vacío donde había estado Lennox, como si le fuese del todo imposible comprender lo que acababa de pasar.

Entonces Reacher se levantó.

Dejó caer el segundo respaldo y pasó por encima como una aparición de pesadilla, un súbito gigante surgido de la nada que se movía silenciosamente hacia el ruidoso resplandor anaranjado. Luego se mantuvo inmóvil, sin acabar de estar erguido del todo, la cabeza apretada contra el techo, los pies separados un metro, triangulado para obtener la máxima estabilidad. La mano izquierda sujetaba la SIG, apuntada al rostro de Parker. La derecha empuñaba la Glock, que apuntaba a Lamaison. Ambas armas estaban inmóviles. Su rostro era inexpresivo. El rotor batía el aire. El aparato continuaba su lenta rotación en el sentido de las agujas del reloj. La puerta bien abierta, empujada hacia atrás como una vela. Entraban rachas de viento, ruido y el olor del queroseno.

O’Donnell arqueó la espalda y levantó la cabeza lo bastante alta para girarse. Sus ojos se movieron a la izquierda hasta las botas de Reacher y se cerraron por un momento. Dixon consiguió ponerse de espaldas, rodó sobre los brazos atados y se acomodó sobre el otro hombro de cara a popa.

El piloto miró. Parker miró. Lamaison miró.

Un momento de máximo peligro.

Reacher no podía permitirse disparar a proa. La probabilidad de dar en algún instrumento esencial de la carlinga era demasiado grande. No podía permitirse bajar un arma y soltar a O’Donnell o Dixon porque Parker estaba suelto en la cabina a no más de un metro veinte. Tampoco podía tumbar a Parker mano a mano porque ni siquiera podía avanzar. No había espacio en el suelo. Los cuerpos de O’Donnell y Dixon lo ocupaban todo.

En cambio, Lamaison continuaba sujeto a su asiento. El piloto todavía estaba sujeto al suyo. El piloto no tenía nada más que forzar los movimientos del aparato para que todos en la parte trasera cayesen por la puerta abierta. Sacrificarían a Parker de esta manera, pero Reacher sabía que Lamaison no dejaría de dormir por tomar dicha decisión.

Tablas si lo comprendían.

Victoria si aprovechaban el momento.