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Quizás habían visto a Neagley correr y supuesto que Reacher iba delante. O tal vez solo habían visto el movimiento de la verja o escuchado su sonido a través de las ventanillas abiertas. Desde luego debían haber oído el disparo. Lo más probable es que se hubiesen imaginado el resto. Mordieron el anzuelo. Reaccionaron al instante. Los tres coches frenaron, dieron la vuelta y aceleraron para ir hacia la calle, patinando como locos y levantando grandes chorros de tierra en el aire.

Atravesaron la verja como coches de carreras. Sus faros iluminaron la calle como si fuera pleno día.

Reacher los vio marchar.

Esperó a que volviese la oscuridad y el silencio. Luego contó diez y avanzó poco a poco a lo largo del flanco de estribor del helicóptero. No hizo caso de la puerta de la carlinga. Siguió adelante y apoyó la mano en la manija de la puerta trasera.

La probó.

No estaba cerrada con llave.

Miró por encima del hombro hacia el despacho del piloto. Ningún movimiento. Bajó la palanca, se descorrió el pestillo. Se abrió la puerta. Era ancha, ligera y pequeña. Como la puerta de una furgoneta. En absoluto como esperaba. No era pesada ni neumática como la de un avión de pasajeros.

La abrió sesenta centímetros y subió al interior. Cerró la puerta, hizo una pausa y después la cerró con el pestillo con un golpe decidido. Se agachó para mirar a través de la ventanilla y observar el despacho del piloto.

Ninguna reacción.

Se volvió agachado y se arrodilló en el suelo de la cabina en la oscuridad. El interior del helicóptero parecía una versión más amplia de una furgoneta. Un espacio un poco más ancho y largo que esa clase de vehículo en que las mamás llevan a los niños en los anuncios de televisión. Menos cuadrado, con un poco más de contorno. Angosto en la parte delantera, más ancho a ras del suelo, un poco más ceñido en la parte superior, y angosto en la parte trasera. Tendría que haber habido siete asientos. Dos en la carlinga, tres en la hilera central, dos atrás, pero faltaba la fila del medio. Los asientos eran todos reclinables con respaldos altos tapizados en cuero negro. Tenían reposacabezas y brazos. Tenían cinturones de seguridad. El suelo estaba cubierto con moqueta negra. Arriba, tapizado con vinilo negro. Muy empresarial. Pero un tanto anticuado. Alquilado de segunda mano, se dijo Reacher. Todo el interior olía un poco a queroseno.

Había un espacio detrás de los asientos traseros. Para las maletas, adivinó Reacher. Un compartimiento para el equipaje. Como en las furgonetas. No era un espacio grande. Pero sí suficiente. Encontró las palancas y tumbó los respaldos hacia adelante. Pasó por encima de los asientos y se sentó en el suelo, de lado, con las piernas extendidas y la espalda apoyada contra el mamparo. Sacó las pistolas SIG del cinturón y las dejó en el suelo junto a las rodillas. Se inclinó hacia adelante y volvió a levantar los respaldos de los asientos. Chasquearon cuando encajaron en los cierres. Después se tumbó para ver hasta qué punto podía agacharse para mantener la cabeza oculta.

«Probable», pensó.

Volvió a levantar la cabeza. Las ventanillas estaban empañadas con el rocío. Oscuras, grises y sin características. Como pantallas de televisión apagadas. En el exterior no pasaba nada. Los sonidos eran apagados. Era obvio que la moqueta y el acolchado servían como capas de insonorización.

Esperó.

Cinco minutos.

Diez.

Entonces las ventanillas empañadas se alumbraron con brillantes siluetas en movimiento y sombras. Los coches que regresaban. Tres pares de faros, que saltaban y giraban. Alumbraron los cristales por un momento, después se detuvieron y se estabilizaron. Se apagaron. Los coches, de nuevo en el aparcamiento. Aparcados.

Reacher forzó el oído.

No oyó nada excepto las lentas pisadas y las voces bajas. Agitación, no triunfo. El inconfundible sonido del fracaso.

La búsqueda se había acabado.

Sin éxito.

Esperó.