Reacher corrió en línea recta hacia el helicóptero. Estaba a sesenta metros, grande, blanco y luminoso al resplandor de las luces de la ciudad. Neagley trotaba a su lado, paciente. Reacher no era un velocista. Era lento y pesado. Además llevaba cosas en los bolsillos. Cualquier atleta universitario hubiese recorrido los sesenta metros en seis o siete segundos. Neagley los hubiese recorrido en ocho. Reacher tardó casi quince. Pero al final consiguió llegar. Llegó allí justo en el momento en que se abría la puerta del edificio principal y salían la luz y los hombres. Se desvió a la izquierda y mantuvo el helicóptero entre él y los hombres. Neagley acurrucada a su lado. Tres tipos iban a la carrera hacia el aparcamiento. Parker y Lennox. Y Lamaison. Todos iban deprisa. Por cada metro que ellos recorrían, Reacher y Neagley avanzaban un par de centímetros alrededor del helicóptero, en el sentido de las agujas del reloj, tocando el vientre suavemente con la punta de los dedos, utilizando el fuselaje como escudo. Estaba frío y mojado con la niebla nocturna, como un coche aparcado en la calle. Se notaba pegajoso. Olía a aceite y queroseno.
A treinta metros de distancia arrancaron los tres Chrysler. Tres motores de ocho cilindros en V, potentes en el silencio nocturno. Tres transmisiones se movieron para poner las marchas. Tres pares de faros se encendieron. Parecían de una luminosidad cegadora en la oscuridad. Eran concentrados, duros y de un blanco nuclear. Luego empeoraron. Uno tras otro pusieron las luces largas. Se encendieron nuevas ópticas. Enormes conos de luz deslumbrantes que se movían y saltaban a medida que los coches comenzaron a moverse. Reacher y Neagley se movieron alrededor del largo morro aguzado del helicóptero y se pegaron al otro flanco. Los coches se separaron como el estallido de un obús, aceleraron y fueron en direcciones diferentes.
Al cabo de diez segundos habían encontrado a los cuatro tipos muertos.
Los dos coches se detuvieron en los dos lugares separados por una distancia de cincuenta metros.
Uno donde había estado Neagley, dos donde había estado Reacher. Las luces se quedaron inmóviles y proyectaron largas y grotescas sombras sobre las cuatro formas tumbadas. Las tres figuras distantes corrieron alrededor, pasaron al instante de la extrema brillantez a la total oscuridad mientras pasaban por delante de los faros.
—No podemos quedarnos aquí —dijo Neagley—. Van a venir de regreso por este lado y nos alumbrarán como si estuviésemos en un estadio de fútbol.
—¿De cuánto tiempo disponemos?
—Van a revisar la cerca a fondo. Quizá cuatro minutos.
—Comienza a contar —dijo Reacher. Se apartó del flanco del helicóptero y corrió hacia el edificio principal. Cuarenta metros, diez segundos. La puerta estaba entreabierta. Habían dejado las luces encendidas. Reacher hizo una pausa. Luego entró sin más, en silencio, con la mano en la Glock que llevaba en su bolsillo. No vio a nadie dentro. El lugar parecía desierto. Había pequeñas oficinas a la derecha y una zona de trabajo abierta a la izquierda, detrás de una pared de cristal. En la zona de trabajo tenían largos bancos de laboratorio, luces brillantes, y complejos conductos extractores en el techo para controlar el polvo y una rejilla de metal aislante en el suelo para controlar la electricidad estática. Había una puerta corredera abierta en la pared de cristal. El aire que salía olía a circuitos de silicio calientes. Como un televisor nuevo.
Las oficinas a la derecha eran poco más que pequeños cubículos de dos metros y medio por dos metros y medio con las paredes y las puertas a la altura de la cabeza. Una llevaba el nombre de Edward Dean. El ingeniero de desarrollo. Ahora el tipo encargado del control de calidad. La puerta siguiente llevaba el rótulo de Margaret Berenson. La Dama Dragón. Un despacho remoto, se dijo Reacher, para cuando tenía que tratar problemas de recursos humanos sin tener que arrastrar al personal de montaje hasta el cubo de vidrio en Los Ángeles Este. La puerta siguiente era la de Tony Swan. El mismo principio. Dos centros, dos despachos.
La tercera puerta era la de Allen Lamaison.
Estaba abierta de par en par.
Reacher respiró hondo. Sacó la Glock del bolsillo. Se acercó al umbral. Permaneció inmóvil. Vio un cubo de dos metros y medio por dos metros y medio, una mesa, una silla, paredes de tela, teléfonos, archivadores, pilas de papeles.
Nada extraño o fuera de lugar.
Excepto por Curtis Mauney detrás de la mesa.
Y una maleta junto a la pared.
Neagley entró en el despacho.
—Han pasado sesenta segundos.
Mauney permaneció sentado a la mesa, inmóvil. Con algo que parecía una indiferente resignación en el rostro, como un hombre con un mal diagnóstico que espera una segunda opinión que sabe que no será mejor. Tenía las manos vacías. Las tenía entrelazadas sobre la mesa como cangrejos apareándose.
—Lamaison era mi compañero —manifestó como excusa.
Reacher asintió.
—La lealtad es una mala puta, ¿verdad?
La maleta era una Samsonite de color gris oscuro, colocada junto a una pared al final de la mesa. No era la más grande que había visto Reacher. Nada parecido a las gigantescas que algunas personas arrastraban por los aeropuertos. Pero tampoco era pequeña. No era una maleta de cabina. Tenía iniciales de plástico en los recesos junto a las cerraduras. Las iniciales decían A. M.
—Han pasado setenta segundos —avisó Neagley.
—¿Qué van a hacer? —preguntó Mauney.
—¿Con usted? —replicó Reacher—. Nada todavía. Relájese.
Neagley apuntó su arma al rostro de Mauney y Reacher se agachó junto a la mesa para colocar la maleta tumbada en la alfombra. Probó las cerraduras. Estaban cerradas. Dejó la Glock en el suelo y metió las puntas de sus dedos índices debajo de las puntas de las lengüetas de los cierres, enganchó los pulgares, encorvó los hombros y tiró. Reacher contra dos delgadas lengüetas de metal. No eran rivales. Los cierres saltaron de inmediato.
Levantó la tapa.
—Han pasado ochenta segundos —dijo Neagley.
—Día de pago —exclamó Reacher.
La maleta estaba llena de bonos al portador en papel de lujo, cartas de pago de bancos extranjeros y pequeñas bolsas de ante que pesaban mucho.
—Sesenta y cinco millones de dólares —comentó Neagley, por encima de su hombro.
—A primera vista —señaló Reacher.
—Han pasado noventa segundos —dijo Neagley.
Reacher volvió la cabeza para mirar a Mauney.
—¿Cuánto de lo que hay aquí es suyo?
—Algo —contestó Mauney—. No mucho, creo.
Reacher dobló los papeles y se los dio a Neagley. Después las bolsas de ante. Neagley se guardó todo en los bolsillos. Reacher dejó la maleta donde estaba, en el suelo, vacía, la tapa abierta como una almeja. Cogió el arma, se levantó y se volvió hacia Mauney.
—Se equivocó. Nada de esto es suyo.
—Han pasado dos minutos —dijo Neagley.
—Sus amigos están aquí —le recordó Mauney.
—Lo sé —dijo Reacher.
—Lamaison era mi compañero.
—Ya me lo ha dicho.
—Solo lo digo.
—Entonces saben que está aquí.
—He estado aquí antes —admitió Mauney—. Muchas veces.
—Coja el teléfono.
—¿O?
—Le dispararé en la cabeza.
—Lo hará de todas maneras.
—Debería. Usted entregó a seis de mis amigos.
Mauney asintió.
—Sabía cómo acabaría esto. Cuando no les pillamos en el hospital.
—El tráfico de Los Ángeles —dijo Reacher—. Es un grano en el culo.
—Dos minutos quince —informó Neagley.
—¿Tenemos un trato? —preguntó Mauney.
—Coja el teléfono.
—¿Y qué?
—Dígale al guardia de la verja que abra exactamente dentro de un minuto.
Mauney titubeó. Reacher apoyó el cañón de la Glock en la sien de Mauney. Este cogió el teléfono. Marcó. Reacher oyó con atención y escuchó el sonido del timbre del auricular, los motores al ralentí de los Chrysler que estaban a cien metros en campo abierto y el sonido apagado de un teléfono a cuarenta metros de distancia en la garita del guardia.
Atendieron la llamada.
—Soy Mauney. Abra la verja dentro de un minuto a partir de ahora. —Colgó. Reacher se volvió hacia Neagley.
—¿Soy tu oficial al mando?
—Sí. Lo eres.
—Entonces escucha. Cuando se abra la verja nos vamos a nuestros coches y nos largamos de aquí lo más rápido que podamos.
—¿Y después?
—Volveremos más tarde.
—¿A tiempo?
Reacher asintió.
—Llegaremos a tiempo si ahora mismo nos movemos rápido. Ellos ya están en sus coches. Así que tendremos que correr con todo. Tú eres mucho más rápida que yo, así que iré detrás. No me esperes. Ni siquiera mires atrás. No podemos permitirnos perder ni un metro, ninguno de los dos.
—Comprendido. Han pasado tres minutos.
Reacher sujetó a Mauney por el cuello y lo levantó. Lo arrastró de detrás de la mesa, fuera del despacho, por el pasillo, hasta la zona abierta. A través de la puerta principal. Y después un metro más allá, en la noche. El olor de la ceniza mojada era fuerte. Los tres Chrysler se movían de nuevo en la distancia. Se movían en círculos apretados en terreno abierto y trazaban dibujos contra la verja como los reflectores en una película de cárceles.
—Espera el disparo de salida —le dijo a Neagley.
Observó la verja. Vio moverse al guardia en su garita, vio el movimiento del acordeón de alambre, oyó el torturado chirrido de las ruedas en el riel metálico. Vio como la verja comenzaba a moverse. Llevó la Glock a la sien de Mauney y apretó el gatillo. El cráneo de Mauney estalló y Neagley y Reacher echaron a correr a toda velocidad, como velocistas en la prueba de cien metros lisos.
Neagley iba delante por medio paso. Reacher se detuvo y la miró marchar. Ella voló atravesando el cono de luz junto a la garita del guardia y se coló por el hueco de la punta abierta de la verja. Continuó corriendo por la calle. Se perdió de vista.
Reacher se volvió para correr en la dirección contraria. Quince segundos más tarde estaba de nuevo donde había comenzado, detrás del morro aguzado del helicóptero.