Los bomberos se presentaron en menos de cuatro minutos. Era obvio que New Age tenía un sistema de alarma conectado con el cuartel. Una exigencia del Pentágono, se dijo Reacher, como la garita del centinela en la verja. Lejos, a su derecha, oyó el ladrido bajo de la sirena y vio las luces azules que centelleaban en el horizonte. Vio a Neagley arrancar el motor y poner la marcha. Puso en marcha el suyo. Después esperó. Las sirenas aumentaron el volumen. Se convirtieron en un continuado alarido maníaco, una vez, de nuevo, en las esquinas de mucho tráfico.
Después volvieron a convertirse en un ladrido al azar. Las luces azules aumentaron el brillo. Los camiones estaban a dos manzanas. Las luces de los faros brillaban en la penumbra. Neagley se apartó del bordillo. Reacher la siguió. Ella fue primero y esperó en el stop. Reacher estaba detrás de ella. Los camiones de bomberos estaban a una manzana, venían a toda velocidad, con las sirenas y las luces. Neagley salió y dobló a la izquierda, delante mismo del convoy, Reacher la siguió, con un chirrido de neumáticos, a solo unos metros delante del camión que iba en cabeza. La sirena le pitó furiosa. Neagley condujo otros doscientos metros. Una manzana. Dos. La manzana de New Age. Ella siguió su marcha a lo largo del frente de la propiedad. Reacher estaba detrás todo el camino. Las sirenas sonaban detrás de él furiosas. Después Neagley se apartó, como una buena ciudadana. Reacher se puso detrás de ella. Los camiones los adelantaron por la izquierda. Entonces más o menos de inmediato frenaron a fondo y doblaron para ir hacia la verja de New Age. Eran tres. Toda una compañía de bomberos. Un cliente prioritario.
Se abría la verja de New Age. La alarma de incendios era mejor que cualquier tipo de pase o papeleo.
Entonces Neagley metió el coche en una calle lateral seis metros más allá, saltó del asiento y corrió con todas sus fuerzas a través de la oscuridad. Reacher la siguió. Cruzaron la calle a la máxima velocidad y alcanzaron al último camión cuando frenaba para dar el giro. Se mantuvieron a su izquierda, en el lado ciego, lejos de la garita del guardia, lejos del incendio. Lejos del centro de atención. Corrían con fuerza para mantenerse a la par. Siguieron al camión todo el camino a través de la verja. La sirena aún sonaba. El motor rugía. Era ensordecedor. El humo se elevaba por encima del fuego, fuerte y ágil en el aire de la noche. El camión siguió adelante. Neagley se desvió a la izquierda y corrió por el lado interior de la cerca. Reacher fue a la izquierda a través de la hierba. Dedicó diez largos segundos al máximo esfuerzo y después se arrojó boca abajo, giró sobre sí mismo y permaneció tumbado con el rostro hundido en la tierra.
Un minuto más tarde levantó la cabeza.
Estaba a sesenta metros del fuego. Entre él y el incendio había tres camiones, enormes, ruidosos, con las luces azules girando, los faros a tope. Más allá de los camiones veía las llamas. Veía a las personas moviéndose. La seguridad de New Age. Estaban junto a la cerca más lejana intentando ver quién o qué había comenzado el incendio. Se movían hacia adelante y retrocedían, apartados por el calor. Los bomberos corrían por todas partes, cargados con los equipos y desenrollando las mangueras.
Caos.
Reacher volvió la cabeza y forzó la vista en la oscuridad. Vio un bulto chato en la hierba a unos doce metros que debía de ser Neagley.
Habían entrado.
Sin ser vistos.
Los bomberos de Los Ángeles tardaron ocho minutos en apagar el fuego. Después dedicaron otros treinta y uno a empapar las cenizas, tomar notas e iniciar las primeras investigaciones. Duración total de la visita, treinta y nueve minutos. Reacher pasó los primeros veinte minutos observando los edificios todo lo cerca que pudo. Después dedicó los últimos diecinueve a alejarse a gatas todo lo que pudo. Cuando los camiones acabaron y salieron por la verja, él estaba en un rincón apartado, a ciento cincuenta metros de la acción.
Lo que tenía más cerca era el helicóptero. Continuaba en la pista, más o menos por la mitad de la diagonal del solar, quizás a unos setenta metros de distancia. Más allá estaba el más cercano de los pequeños edificios auxiliares. Reacher se dijo que debía de ser el despacho del piloto. Había visto a un tipo con una cazadora de cuero salir corriendo por la puerta. Detrás, al resplandor de la luz, había podido divisar mapas y cartas de aeronavegación pinchadas en la pared.
Equidistante del helicóptero y el despacho del piloto, treinta metros al sur estaba el aparcamiento. Estaban los seis Chrysler azules, todos fríos y silenciosos.
Pasado el despacho del piloto estaba el segundo edificio auxiliar pequeño. Debía de ser un almacén, se dijo Reacher. Al jefe de bomberos le habían permitido echar una rápida mirada al interior.
Luego venía el edificio principal. El centro de la operación. La línea de montaje. Donde las mujeres con gorritos trabajaban en los bancos de laboratorio. A su alrededor las personas continuaban al aire libre y seguían moviéndose. Reacher estaba bastante seguro de haber reconocido a Lamaison, por su tamaño y forma, que caminaba cerca de las últimas zonas humeantes, dando órdenes, dirigiendo las operaciones. Lennox y Parker también estaban allí. Además de los otros. Era difícil decir cuántos. Demasiada oscuridad, confusión y movimiento. Por lo menos tres. Quizá cuatro, o incluso cinco.
El tercer edificio auxiliar estaba más atrás, lejos de todos los demás, hacia una esquina opuesta a la de Reacher. La puerta no se había abierto en ningún momento, y nadie se había acercado a ella. Ni Lamaison o su gente, ni tampoco los bomberos.
Aquella era la prisión, adivinó Reacher.
La verja principal que daba a la calle se cerró de nuevo. Había vuelto a su lugar con un sonoro chirrido después de que pasase el último camión de bomberos y se cerró con un impacto que hizo sacudir los acordeones de alambre soldados a la parte superior. El guardia permanecía en la garita. Su silueta se veía detrás del cristal. La luz por encima de su cabeza se derramaba en un suave círculo de seis metros de diámetro, una circunferencia perfecta, solo rota por las cuatro barras de las sombras de los marcos de las ventanas.
Más allá del edificio principal continuaban buscando algo. Lamaison había reunido a los cuatro para darles instrucciones. Los dividió en dos parejas y los envió a verificar la cerca, una pareja en el sentido de las agujas del reloj y la otra en el sentido contrario. Cada pareja caminaba despacio, paralelos a la cerca, empujando la hierba con los pies, mirando abajo, arriba, observando la alambrada. A ciento cincuenta metros Reacher se puso boca arriba. Miró el cielo. Faltaba poco para la oscuridad total. El smog, marrón durante el día, era ahora de color negro mate, como una manta. No había luna. Ninguna luz en absoluto, excepto por ese último e imperceptible toque de luz del día y un pequeño resplandor naranja de las luces de la ciudad.
Reacher volvió a ponerse boca abajo. Los tipos de seguridad seguían en pareja y se movían poco a poco. Lamaison iba hacia el edificio principal. Parker y Lennox no se veían por ninguna parte. Reacher se dijo que ya estaban en el interior. Observó a los buscadores. Primero a una pareja, luego a la otra. Dos direcciones diferentes. Los tipos que seguían las agujas del reloj eran de Neagley. Los otros dos eran suyos. Tendrían que cubrir unos ciento cincuenta metros antes de aproximarse. Un poco más de cuatro minutos a la velocidad que iban. Estaban comprobando la cerca y una franja de unos cinco metros hacia el interior. No llevaban linternas. Buscaban solo al tacto. Tendrían que tropezar con algo para encontrarlo. Reacher se adentró veinte metros más adentro. Encontró un hueco detrás de un pequeño montículo en la tierra y se aplastó contra el suelo. Tierra de nadie. El solar tenía aproximadamente unos diez mil metros cuadrados. Reacher ocupaba unos dos. Neagley, más o menos lo mismo. Cuatro metros cuadrados entre diez mil. Las posibilidades eran de una entre 2.420 de ser descubiertos por casualidad. Si permanecían quietos y en silencio, ya estaba.
Algo que Reacher no podía permitirse hacer.
Porque el reloj en su cabeza se acercaba a la señal de las dos horas. Se apoyó sobre los codos, sacó el teléfono y marcó el número del móvil de Dixon.