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Lamaison llamó a Reacher por el móvil comprado, no el móvil de Saropian. El número que aparecía en pantalla indicaba que estaba utilizando el móvil de Karla Dixon. Una provocación descarada. Había mucha satisfacción en su voz.

—¿Reacher? Tenemos que hablar.

—Pues hable —dijo Reacher.

—Es un inútil.

—¿Usted cree?

—Hasta ahora ha perdido todos los asaltos.

—Excepto con Saropian.

—Es verdad —admitió Lamaison—, y me siento muy apenado por ello.

—Pues más le vale acostumbrarse. Porque va a perder otros seis, y después usted y yo iremos a dar un largo paseo.

—No —dijo Lamaison—. No va a pasar así. Vamos a hacer un trato.

—Ni lo sueñe.

—Los términos son excelentes. ¿Quiere oírlos?

—Será mejor que se dé prisa. Ahora mismo estoy en el centro. Tengo una cita con el FBI. Voy a contarles todo el asunto del Little Wing.

—¿Qué les va a contar? —replicó Lamaison—. No hay nada que contar. Teníamos algunas unidades defectuosas que fueron destruidas. Así consta en blanco y negro en la documentación aprobada por el Pentágono.

Reacher no dijo nada.

—De cualquier manera, ahora no está cerca del FBI —añadió Lamaison—. Está tratando de averiguar cómo rescatar a sus amigos.

—¿Usted cree?

—Usted no confiaría su seguridad al FBI.

—Me está confundiendo con alguien a quien las cosas le importan un carajo.

—No estaría aquí en absoluto si no le importase. Tony Swan, Calvin Franz, Manuel Orozco y Jorge Sánchez nos lo contaron todo. Antes de morir. Al parecer no debíamos meternos con los investigadores especiales.

—Aquello no era más que un eslogan. Estaba desfasado entonces, y mucho más ahora.

—Ellos todavía se lo creían a pies juntillas. También la señorita Dixon y el señor O’Donnell. Su confianza en usted es conmovedora. Así que hablemos de nuestro trato. Puede evitarles a sus amigos un mundo de dolor.

—¿Cómo?

—Usted y la señorita Neagley se entregan ahora. Les detendremos durante una semana. Hasta que se asiente la polvareda. Entonces les dejaremos marchar. A los cuatro.

—¿O si no?

—Le partiremos los brazos y las piernas a O’Donnell y utilizaremos su navaja para encargarnos de Dixon. Después de que los chicos se diviertan un poco con ella. Entonces los subiremos a ambos en el helicóptero.

Reacher no dijo nada.

—No se preocupe por el Little Wing —añadió Lamaison—. Es un trato cerrado. Ya no se puede detener. En cualquier caso, van a Cachemira. ¿Alguna vez ha estado allí? Es un vertedero. Un agujero de mierda. Montones de tipos con toallas en las cabezas que pelean entre ellos. ¿A usted qué le importa?

Reacher no dijo nada.

—¿Tenemos trato? —repitió Lamaison.

—No.

—Tendría que pensarlo mejor. A Dixon no le gustará lo que tenemos en mente.

—¿Por qué voy a confiar en usted? Si entro me disparará a la cabeza.

—Estoy de acuerdo, es un riesgo —admitió Lamaison—. Pero creo que lo aceptará. Porque es el responsable de la situación de su gente. Les abandonó. Era su líder y les falló. He oído mucho de usted. De hecho, estoy harto de oír su nombre. Hará lo que sea para ayudarles.

—¿Dónde está usted? —preguntó Reacher.

—Estoy seguro de que lo sabe.

Reacher miró a través del parabrisas. Calculó el efecto del tinte de la ventana e intentó juzgar la luz.

—Estamos a dos horas —dijo, con un poco de tensión en la voz.

—¿Dónde está usted?

—Estamos al sur de Palmdale.

—¿Por qué?

—Íbamos a visitar a Dean. Para reunir todas las piezas, de la misma manera que hizo Swan.

—Dé la vuelta —ordenó Lamaison—. Ahora mismo. Por el bien de la señorita Dixon. Estoy seguro de que es de las que grita. Mis muchachos se encargarán de ella. La pondré al teléfono y le dejaré que escuche.

Reacher hizo una pausa.

—Dos horas —dijo—. Volveremos a hablar.

Cortó la comunicación y llamó a Neagley.

—Entramos en sesenta minutos —le avisó.

Después se reclinó en el asiento y cerró los ojos.

Sesenta minutos más tarde el cielo en el este era de un color azul oscuro, casi negro. La visibilidad desaparecía deprisa. Años atrás, un pedante profesor en algún lugar del Pacífico le había explicado a Reacher que primero viene el atardecer, después el crepúsculo y luego la noche. Había insistido que penumbra y crepúsculo no eran la misma cosa. Si necesitaba una palabra genérica para la oscuridad vespertina tenía que utilizar la palabra atardecer.

Era lo que había ahora mismo. En abundancia, pero no tanto como hubiese deseado.

Llamó a Neagley y cortó al primer timbre. Ella bajó el cristal de la ventanilla y le hizo una seña. Una pequeña mano pálida en la oscuridad. Reacher puso en marcha el coche y se apartó del bordillo. Sin luces. Fue al este mientras la noche se aproximaba, dobló a la derecha y tres manzanas más adelante estaba rodeando la cerca de New Age, en el sentido de las agujas del reloj, a lo largo de la parte trasera de la propiedad. Giró otra vez a la derecha y se arrimó a un lado del terreno, hasta detenerse junto al bordillo a unos dos tercios del camino. Suponiendo que el lugar de New Age fuese un reloj, se había detenido a las cuatro. Si fuese una brújula, estaba un poco al sudeste.

Se apeó del coche, permaneció inmóvil con el oído al acecho. No oyó nada. No vio nada. Highland Park era una zona poblada, pero los terrenos de New Age eran parte de una zona comercial. La jornada laboral se había acabado. El personal se había ido. Las calles estaban oscuras y silenciosas.

Abrió el maletero del Prelude. De un puñetazo aplastó la luz de cortesía. Utilizó la uña del pulgar para cortar el plástico que envolvía las botellas de agua mineral. Abrió una, le quitó la tapa y bebió un largo trago. Luego vació el resto del agua en la alcantarilla. Colocó la botella vacía de pie en el maletero. Repitió el proceso once veces más. Acabó con una ordenada hilera de doce botellas de un litro vacías.

Cogió el bidón de gasolina. Cinco galones estadounidenses, que sumaban aproximadamente diecinueve litros. Llenó las botellas con mucho cuidado. El olor de la gasolina sin plomo llegó hasta su nariz. Le gustaba. Era uno de los grandes olores del mundo. Cuando llenó la duodécima botella dejó el bidón en el suelo. Aún quedaban siete litros.

Abrió el paquete de bayetas.

Eran trozos de tela de algodón blanco de treinta por treinta. Como camisetas. Las enrolló bien apretadas, como si fuesen puros, y las metió en los cuellos de las botellas. La mitad dentro, la mitad fuera. La gasolina fue empapando la tela hacia arriba, pálida e incolora.

Cócteles Molotov. Un arma primitiva pero efectiva, inventada por los fascistas durante la guerra civil española, bautizada por los finlandeses durante su campaña contra el Ejército Rojo en 1939, como una burla al ministro de relaciones exteriores soviético Vyacheslav Molotov. «Nunca imaginé que un tanque podía arder durante tanto tiempo», había comentado una vez un veterano finlandés.

Tanques, edificios, para Reacher era todo lo mismo. Enrolló un tercer paño y lo dejó en el suelo. Vertió gasolina del bidón en el paño hasta que quedó empapado. Buscó la caja de cerillas y se la metió en el bolsillo. Sacó las doce botellas con gasolina del maletero, una a una, con mucho cuidado, y las colocó de pie en la carretera a un metro ochenta detrás del parachoques trasero del Prelude. Luego cogió la decimotercera bayeta, cerró la puerta del maletero con la bayeta enganchada, tres cuartas partes afuera. En la oscuridad parecía como si el coche tuviese una pequeña cola blanca. Como un cordero blanco.

«Comienza el espectáculo», pensó. Encendió una cerilla y la acercó al paño sujetado en la puerta del maletero hasta que la tela comenzó a arder con fuerza. Tiró la cerilla y cogió el primer cóctel Molotov. Encendió la mecha en la llama de la bayeta, dio un paso atrás y lo lanzó bien alto en el aire, por encima de la cerca. Fue dando vueltas en un lento arco de fuego y estalló contra la base de la pared del edificio principal. Se incendió la gasolina y después creó un pequeño charco de fuego.

Lanzó la segunda botella. El mismo procedimiento. Encendió la mecha con el trapo ardiendo, dio un paso atrás y la lanzó con fuerza. La botella voló en el mismo arco, golpeó en el mismo lugar y estalló. Hubo un breve destello rojo y blanco, y después el charco de llamas se aposentó y se hizo más ancho. Comenzaron a elevarse contra la pared. Lanzó la tercera bomba directamente al fuego. Y la cuarta. Apuntó la quinta un poco más a la izquierda. Inició un nuevo incendio.

Siguió con la sexta y la séptima. El hombro comenzaba a dolerle por el esfuerzo de los largos lanzamientos. La hierba alrededor del extremo del edificio comenzó a arder. Se alzó una columna de humo. Lanzó la octava botella en la brecha entre los dos incendios. Se quedó corto, estalló e inició un fuego en la hierba a unos dos metros y medio. Ahora había una zona irregular de llamas, quizá de unos tres metros de ancho y unos dos metros y medio de profundidad, aproximadamente un metro veinte de altura, llamas rojas, naranjas y verdes a causa de la aceleración química. Lanzó la novena botella más fuerte y más a la izquierda. Estalló cerca de la puerta del edificio. La siguió la décima botella. No estalló. Roló, chorreó y la gasolina ardiente se derramó y las llamas corrieron y crepitaron a través de la hierba seca. Hizo una pausa, escogió el objetivo y utilizó la undécima botella para llenar el hueco en la esquina del edificio. La siguió la duodécima y última botella. La lanzó muy fuerte y alcanzó el lateral muy arriba y estalló en llamas. La gasolina ardiente salpicó toda la pared trasera.

Abrió la tapa del maletero, quitó la bayeta y la apagó a pisotones. Después se acercó a la cerca y miró. La hierba en la base de la pared trasera del edificio y todo a lo largo de la pared delantera hasta la puerta ardía con fuerza. Las llamas se alzaban muy altas y el humo las acompañaba. El edificio estaba hecho de metal y resistía. Pero en el interior comenzaría a hacer mucho calor.

«Muy pronto se calentará más», pensó Reacher.

Tapó el bidón de gasolina, lo levantó y lo arrojó como un lanzador de disco. Pasó por encima de la cerca, dio vueltas y tumbos a través del aire y cayó en el centro mismo de las llamas. Plástico rojo inflamable, diez litros de gasolina en el interior. Hubo una pausa de una fracción de segundo y después el bidón estalló en una gran bola de fuego blanca. Por un momento pareció como si todo el lugar estuviese en llamas. Y cuando la bola de fuego acabó por apagarse, las llamas que dejó detrás eran el doble de alto que antes y la pintura de la pared comenzaba a quemarse.

Reacher volvió al Prelude, lo puso en marcha, giró en redondo y regresó por donde había venido. El escape atronaba. Esperaba que Dixon y O’Donnell pudiesen oírlo, allí donde estuviesen. Tres manzanas más allá volvía a estar donde había comenzado. Aparcó detrás del Civic de Neagley, apagó el motor, y permaneció quieto entretenido en mirar a través de la ventanilla. Veía el resplandor a lo lejos, a su izquierda. Nubes de humo que subían, alumbradas por las brillantes llamas de abajo. Un buen incendio, que empeoraba por momentos.

Impresionante. Levantó una copa imaginaria en un brindis por el camarada Molotov.

Después se reclinó en el asiento y esperó a que apareciesen los bomberos.