«Si Mahmoud tiene los misiles, entonces esto es más grande que nosotros. Tendremos que tragárnoslo y seguir adelante». Reacher miró a Neagley. Ella abrió los ojos y le devolvió la mirada.
—¿Cuánto pesan? —preguntó Reacher.
—¿Pesan?
—Sí, pesan. En kilos y gramos.
—No lo sé. Son nuevos. Nunca he visto ninguno.
—Haz una suposición.
—Más pesados que un Stinger. Porque hacen más cosas. Pero todavía portátiles. En cajones, con los tubos de lanzamiento, los recambios y los manuales, diría que veinticinco kilos cada uno.
—Algo más de dieciséis toneladas.
—Un semirremolque —apuntó Neagley.
—¿Cuál es la velocidad promedio en las interestatales, ochenta kilómetros por hora?
—Es probable.
—Al norte por la I-25 hasta la I-80, después al oeste hacia Nevada, son unos mil quinientos kilómetros. Así que tenemos dieciocho horas. Pongamos veinticuatro, porque el conductor tendrá que hacer un descanso obligatorio.
—No van a Nevada —señaló Neagley—. Olvídate de Nevada, porque van a utilizarlos, no los van a destruir.
—Lo que sea. Cualquier lugar importante está a dieciocho horas de Denver.
Neagley sacudió la cabeza.
—Esto es una locura. No podemos esperar veinticuatro horas. Ni dieciocho. Tú mismo lo dijiste, puede haber diez mil muertos.
—Pero todavía no.
—No podemos esperar —insistió Neagley—. Es más fácil detener el camión cuando salga de Denver. Puede ir destino a cualquier parte. Podría ir a Nueva York, al JFK o a La Guardia. O a Chicago. ¿Puedes imaginarte el Little Wing desplegado en el aeropuerto de Chicago?
—La verdad es que no.
—Cada minuto que lo retrasemos hará más difícil encontrar el camión.
—Un dilema moral —opinó Reacher—. Dos personas que conocemos, o diez mil que no.
—Tenemos que decírselo a alguien.
Reacher no contestó.
—Tenemos que hacerlo, Reacher.
—Quizá no escuchen. No quisieron escuchar nada del 11-S.
—Te estás aferrando a un hilo. Han cambiado. Tenemos que decírselo a alguien.
—Lo haremos. Pero todavía no.
—Karla y Dave tendrán más probabilidades con un par de equipos de fuerzas especiales de su lado.
—Ni lo sueñes. Acabarán como daños colaterales en un instante.
—Ni siquiera podemos cruzar esa alambrada. Dixon morirá, O’Donnell morirá, otras diez mil personas morirán, nosotros moriremos.
—¿Quieres vivir para siempre?
—No quiero morir hoy. ¿Y tú?
—En realidad no me importa en absoluto.
—¿De verdad?
—Nunca me ha importado. ¿Por qué me iba a importar ahora?
—Eres un psicópata.
—Míralo por el lado bueno.
—¿Ah sí, cuál?
—Puede que ninguna de esas cosas ocurra.
—¿Por qué no iba a ocurrir?
—Puede que nosotros ganemos. Tú y yo.
—¿Aquí? Tal vez. ¿Pero luego? Ni lo sueñes. No tenemos ni idea de adónde va el camión.
—Podemos averiguarlo más tarde.
—¿Tú crees?
—Es lo que hacemos mejor.
—¿Tan bien como para apostar diez mil vidas contra dos?
—Eso espero —dijo Reacher.
Condujo un kilómetro y medio al sur y aparcó de nuevo en una calle lateral delante de una tienda de motocicletas Harley. Veía a lo lejos el helicóptero de New Age.
—¿Qué clase de seguridad nos podemos encontrar? —preguntó.
—¿En una situación normal? —dijo Neagley—. Sensores de movimiento en la cerca, grandes cerraduras en todas las puertas y un tipo en la garita de guardia las veinticuatro horas del día. Es todo lo que necesitan en una situación normal. Pero hoy no será normal. Ya te puedes ir olvidando. Saben que estamos aquí fuera. Todo el equipo de seguridad de New Age estará allí, preparado y alerta.
—Siete hombres.
—Siete que nosotros sepamos. Quizá más.
—Puede.
—Y estarán del lado interior de la cerca. Nosotros estamos fuera.
—Deja que yo me ocupe de la cerca.
—No hay manera de atravesarla.
—No es necesario. Hay una puerta. ¿A qué hora es noche cerrada?
—Digamos que a las nueve, para asegurarnos.
—No volarán antes de que oscurezca. Tenemos siete horas. Siete de nuestras veinticuatro.
—Nunca tuvimos veinticuatro.
—Me pusisteis al mando. Las tenemos si yo digo que las tenemos.
—Bien, pueden haberlos matado ya.
—A Franz, Orozco y Swan no les dispararon. Les preocupa la balística.
—Esto es una locura.
—No voy a perder a otros dos —afirmó Reacher.
Condujeron alrededor de la manzana de New Age una vez más, rápidos y discretos, y grabaron la geografía en sus mentes. La verja de entrada estaba en el centro de la cara delantera del cuadrado. El edificio principal estaba delante y en el centro, al final de una breve calzada. Detrás había tres edificios auxiliares dispersos. Uno estaba cerca del helipuerto. Otro un poco más allá. El último aislado, quizás a unos treinta metros de todos los demás. Los cuatro edificios estaban colocados sobre plataformas de cemento. Tenían las paredes metálicas. Ninguna señal, ningún cartel. Eran edificios severos y prácticos. No había árboles. Ningún trabajo paisajístico, solo hierba reseca, senderos de tierra apisonada y un aparcamiento.
—¿Dónde están los Chrysler? —preguntó Reacher.
—Fuera —contestó Neagley—. Nos buscan.
Volvieron al hospital en Glendale. Neagley fue a sacar su coche del aparcamiento. Se detuvieron en un supermercado. Compraron una caja de cerillas de madera largas. Dos cajas de agua mineral Evian. Doce botellas de un litro, reunidas en paquetes de seis y envueltas en plástico. Se detuvieron de nuevo un poco más allá en una casa de recambios de coches. Compraron un bidón de plástico de veinte litros y una bolsa de bayetas.
A continuación fueron a una gasolinera, llenaron los depósitos de los coches y el bidón.
Salieron de Glendale por el sudoeste y acabaron en Silver Lake. Reacher llamó a Neagley por teléfono y le dijo:
—Ahora tendríamos que pasar por el motel.
—Puede que aún tengan vigilancia —le recordó Neagley.
—Es la razón por la que debemos ir. Si podemos acabar con uno de ellos ahora, será uno menos del que preocuparse más tarde.
—Podría haber más de uno.
—Perfecto. Cuantos más mejor.
Sunset Boulevard pasaba a través de Silver Lake, al sur del embalse. Era una carretera muy larga. Reacher la encontró y fue hacia el oeste. Nueve kilómetros después pasó por delante del motel sin detenerse. Neagley lo seguía a veinte metros con el Civic. La precedió en un giro a la izquierda y aparcó a una manzana. Había callejones de servicio que les llevaron en una ruta circular hasta la parte de atrás del motel. Caminaron por los callejones separados por una distancia de cinco metros. No tenía ningún sentido convertir a dos personas en un único objetivo. Reacher iba primero, con la mano puesta en la culata de la Glock en su bolsillo. Entró en el aparcamiento del motel muy despacio, por la parte de atrás, por un estrecho pasadizo flanqueado por los contenedores de residuos. En el aparcamiento no parecía haber peligro. Ocho coches, cinco con matrículas de otros estados, ningún Chrysler azul. Nadie en las sombras. Fue a la derecha. Sabía que cinco metros detrás de él Neagley iría a la izquierda. Era su disposición por defecto, establecida muchos años antes. Dio una media vuelta completa al edificio. No había nada fuera de lugar. Nadie sospechoso. Nadie en el vestíbulo, nadie en la lavandería. A través del ancho del aparcamiento vio al empleado solo en el mostrador de la conserjería.
Salió a la acera y observó la calle. Estaba despejada. Algo de actividad pero nada significativo. Algunos coches, pero nada de qué preocuparse. Volvió al aparcamiento y esperó a que Neagley acabase su ronda por el otro lado. Ella comprobó la acera, la calle, volvió atrás y miró la oficina. Nada. Su compañera sacudió la cabeza y juntos fueron hacia la habitación de O’Donnell, por diferentes caminos, todavía separados por cinco metros, solo por si acaso.
La cerradura de O’Donnell estaba rota.
Mejor dicho, la cerradura de O’Donnell estaba bien, pero la jamba de la puerta estaba rota. La madera estaba rajada. Alguien había utilizado una palanca o una llave para cambiar neumáticos a modo de palanca para abrir la puerta. Reacher sacó la Glock del bolsillo y esperó junto a las bisagras de la puerta y Neagley se le unió por el lado del pomo. Ella asintió y Reacher abrió la puerta de un puntapié. Neagley se dejó caer de rodillas y se movió en el umbral con el arma extendida. Otra vieja disposición por defecto. El del lado de las bisagras abría la puerta, el que estaba en el lado del pomo entraba agachado para reducir el objetivo. Por lo general, cualquiera oculto en una habitación con un arma apuntaría alto, hacia la masa central.
Pero no había nadie oculto en la habitación. Estaba vacía. También destrozada del todo. Revisada y destrozada. Había desaparecido toda la documentación de New Age, las pistolas Glock 17 descartadas, la munición de recambio, las pistolas AMT Hardballer, la metralleta Daewoo DP 51 de Saropian y las linternas Maglite. Las prendas de O’Donnell estaban dispersas por todas partes. Su traje de mil dólares había sido arrancado de la percha en el armario y pisoteado. Sus objetos de aseo estaban hechos añicos.
En la habitación de Dixon vieron lo mismo. Vacía y destrozada.
Y la de Neagley.
También la de Reacher. Su cepillo de dientes plegable estaba en el suelo, aplastado de un pisotón.
—Cabrones —dijo.
Echaron una última ojeada a las habitaciones, luego al motel, y después en el radio de una manzana. Nadie.
—Todos nos están esperando en Highland Park —opinó Neagley.
Reacher asintió. Contaban con las dos Glock y sesenta y ocho proyectiles. Además de su reciente compra guardada en el maletero del Prelude.
Dos contra siete o más.
Sin tiempo.
Sin elemento sorpresa.
Una posición fortificada sin manera de entrar.
Una situación sin esperanza.
—En marcha —anunció Reacher.