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Algo consiguió atraerlos a una trampa. Algo imprevisible. Neagley había tenido razón, pero solo a medias. Dean había sido un factor importante, pero no el detonante original. Swan había llegado a él mucho más adelante en el proceso, por una vía diferente, después de que los demás ya estuviesen a bordo. No había otra manera de explicar el desastre. Reacher permaneció en el aparcamiento del hospital, cerró los ojos y se imaginó la escena. Visualizó a Swan hablando con Dean, la parte final del rompecabezas, en casa, al norte de las montañas, en el desierto cerca de Palmdale, un paraíso para quien escapaba de la ciudad, un santuario, una adolescente moviéndose en silencio por delante de una puerta abierta, el miedo en el rostro de Dean, la preocupación en el de Swan. Reacher vio cómo Swan se enteraba de toda la historia, como siempre tranquilo e inspirando confianza. Después visualizó a Swan yendo al polvoriento despacho de un sheriff, a hablar con Mauney, explicar, pedir ayuda, exigiéndola. A continuación vio marchar a Swan, y a Mauney que cogía el teléfono. Para sellar el destino de Swan allí mismo. Y el de Franz, el de Orozco y el de Sánchez.

Algo imprevisible.

Reacher abrió los ojos y dijo:

—No vamos a perder a dos más. No mientras yo viva y respire.

Abandonaron el Civic de Neagley en el aparcamiento del hospital y utilizaron el Prelude de Reacher. No tenían ningún lugar adonde ir. Solo se movían por mantenerse en movimiento. Y hablaban solo por hablar.

—Sabían que acabaríamos por aparecer —comentó Neagley—. El suspenso les estaba matando. Por tanto, manipularon el guión para acomodarlo a su conveniencia. Mauney obligó a Angela Franz a llamarme. Se inventó la historia del cebo para mantener a Thomas Brandt a bordo. Nos estuvo siguiendo cada paso del camino e informándonos de cosas que ya sabíamos para tenernos cerca y preguntarnos qué más habíamos descubierto y a la espera de ver si renunciábamos y les dejábamos en paz. Como no lo hicimos, decidieron seguir adelante y matarnos. Primero en Las Vegas, y luego aquí.

Entraron de nuevo en la 210. El tráfico era fluido y rápido.

—¿Algún plan? —preguntó Neagley.

—No —dijo Reacher.

El listín de teléfonos que Dixon había conseguido estaba en la habitación de O’Donnell en el motel, pero de ninguna manera querían acercarse a Sunset Boulevard. No en aquel momento. Así que fueron reuniendo fragmentos recordados a medias de la ubicación de la planta en Highland Park y fueron en esa dirección.

No les costó mucho dar con Highland Park. Era un lugar con calles, casas, polígonos industriales y empresas de alta tecnología. Fue más difícil encontrar la ubicación precisa de New Age. No esperaban ningún cartel y tampoco lo encontraron. En cambio buscaron los edificios sin señales, con vallas y helipuertos. Encontraron varios. Vaya con el barrio.

—Dixon dijo que el helicóptero era un Bell 222 —dijo Reacher—. ¿Reconocerías uno si lo vieses?

—He visto tres en los últimos cinco minutos —respondió Neagley.

—Dijo que era blanco.

—Dos en los últimos cinco minutos.

—¿Dónde?

—El segundo estaba a kilómetro y medio hacia atrás. Dos giros a la izquierda y uno a la derecha. El primero estaba tres edificios antes que ese.

—¿Ambos lugares con vallas?

—Sí.

—¿Edificios exteriores?

—En ambos.

Reacher frenó y dio una vuelta ilegal en redondo por todo el ancho de la carretera y volvió por donde habían venido. Giró dos veces a la izquierda y una a la derecha, redujo la velocidad y Neagley le señaló un grupo de edificios de metal detrás de una verja que hubiese servido para una cárcel de máxima seguridad. Medía no menos de dos metros cuarenta de altura y se acercaba al metro veinte de profundidad, dos hileras de alambre de espino con grandes rollos de alambre dispuestos entre ambas y acordeones de alambre apilados encima. Era una barrera tremenda. Detrás había cuatro edificios. Uno era un cobertizo de grandes dimensiones y los otros tres eran más pequeños. Había un gran rectángulo de hormigón con un helicóptero de morro aguzado en él, blanco, inmóvil y silencioso.

—¿Es un Bell 222? —preguntó Reacher.

—Inconfundible —afirmó Neagley.

—¿Es este el lugar?

—Difícil de decir.

Junto al helipuerto había una manga de viento naranja en lo alto de un poste. Colgaba floja por la falta de viento. Había un pequeño aparcamiento ocupado por trece coches. Ninguno de lujo. Ningún Chrysler azul.

—¿Qué coches conducirían los trabajadores de montaje? —preguntó Reacher.

—Coches como esos —contestó Neagley.

Reacher continuó conduciendo, pasó un grupo de edificios, luego otro. El tercero en la fila era muy similar al primero. Una valla en toda regla, cuatro edificios con las paredes de metal, un aparcamiento lleno de coches baratos, un helipuerto, un Bell 222, blanco. Ningún nombre, ninguna señal, ninguna identificación.

—Necesitamos la dirección exacta —señaló Reacher.

—No tenemos tiempo. El Dunes está muy lejos de aquí.

—Pero Pasadena no.

Hicieron el corto trayecto al este por el bulevar York y la 110. Aparcaron delante del hotel en Pasadena quince minutos más tarde. Pasados otros cinco estaban en la habitación de Margaret Berenson. Le dijeron lo que necesitaban. No le dijeron por qué. Querían reservar por su bien una ilusión de competencia.

Berenson les informó que el primer lugar que habían visto era el que buscaban.

Quince minutos más tarde pasaron de nuevo por el conjunto de edificios. La cerca era apabullante. Brutal. Un tanque de combate podría haberla atravesado. Un coche desde luego que no. No un Honda Prelude. Tampoco un coche grande como un Chrysler. Ni siquiera un camión pesado. Era una cuestión de resistencia del alambre. Los alambres exteriores se estirarían como cuerdas de guitarra antes de romperse, disipando la fuerza del impacto, frenando el vehículo, privándole de su impulso. Luego los rollos interiores se comprimirían. Como una esponja. Como un resorte. El vehículo se vería envuelto, frenado y se calaría. No había manera de entrar sobre ruedas. Tampoco de pasar a pie. Un individuo con unas cizallas se desangraría hasta morir antes de haber avanzado solo un cuarto de la distancia. Tampoco había manera de pasar por encima. Los acordeones eran demasiado grandes y demasiado sueltos para permitir que pasase una escalera.

Reacher dio toda la vuelta a la manzana. La instalación completa ocupaba poco más de una hectárea. Era más o menos cuadrada, con unos cien metros por lado. Cuatro edificios, uno grande, tres pequeños. La hierba reseca atravesada por senderos de piedra. La cerca tenía una longitud total de cuatrocientos metros y no había ningún punto débil. Una sola puerta. Era de acero y se deslizaba sobre carriles. En la parte superior tenía más rollos de alambre de espino soldados. A un costado estaba la garita de un guardia.

—Requerimientos del Pentágono —comentó Neagley—. Tiene que serlo.

Había un guardia en la garita. Un tipo mayor, el pelo canoso. Uniforme gris. Un cinto alrededor de las caderas, un arma en la pistolera. Un trabajo sencillo. El pase correcto y la documentación correcta, y él oprimiría el botón y la verja se abriría. Sin pase y sin documentación, no se abriría. Había una bombilla por encima de la cabeza del tipo. Se encendería cuando llegase la noche. Proyectaría un suave círculo de luz amarilla a seis metros a su alrededor.

—No hay manera de pasar —dijo Reacher.

—¿Crees que estarán ahí?

—Tienen que estar. Es una cárcel privada. Más seguro que llevarlos a ninguna otra parte. Es aquí donde tuvieron a los otros.

—¿Cómo los atraparon?

—Mauney los arrestó en el aparcamiento del hospital. Quizá le ayudaron los tipos de Lamaison. Rodeados, una sorpresa total, ¿qué podían hacer?

Reacher continuó conduciendo. El Prelude era un coche que no llamaba la atención, pero no quería pasar demasiadas veces por el mismo sitio. Dobló en una esquina y aparcó cuatrocientos metros más allá. No dijo nada. Porque no tenía nada que decir.

El teléfono de Neagley sonó de nuevo. Su móvil personal. Respondió. Escuchó. Cortó. Cerró los ojos.

—El tipo del Pentágono. Los misiles acaban de salir por la puerta en Colorado.