Dixon y O’Donnell salían del motel Dunes al mismo tiempo que Reacher y Neagley lo hacían del hotel en Pasadena. Ambos lugares estaban a la misma distancia del hospital al norte de Glendale. Dieciséis kilómetros cada uno de los lados del mismo pequeño triángulo.
Reacher pensó que llegarían primero. La disposición de la carretera flanqueando las montañas San Gabriel les otorgaba la ventaja de un camino más recto por la 210. Dixon y O’Donnell debían ir al noreste, obligados a realizar un ángulo recto por el trazado de la autopista, un viaje complicado donde se encontrarían con atascos a lo largo de todo el camino.
Pero en la 210 también se toparon con un atasco. A cien metros de la vía de incorporación la circulación estaba completamente inmóvil. Un río de coches detenidos se curvaba hasta perderse en la distancia, parpadeando al sol, quemando gasolina, sin ir a ninguna parte. El clásico panorama de Los Ángeles. Reacher miró por el retrovisor y vio el Honda de Neagley detrás. Era un Civic blanco, un modelo de hacía unos cuatro años. No podía verla sentada al volante. El cristal era demasiado oscuro. Tenía una franja de plástico en la parte superior del parabrisas de color azul oscuro, con las palabras Sin Miedo escritas en letras plateadas. «Muy apropiado para Neagley», pensó.
La llamó por el móvil.
—Delante hay un coche averiado —dijo ella—. Lo acabo de oír en la radio.
—Joder.
—Si Sánchez ha conseguido sobrevivir hasta ahora, podrá seguir vivo unos minutos más.
—¿En qué se equivocaron? —preguntó Reacher.
—No lo sé. Esta no tiene pinta de ser la cosa más peligrosa a la que se han enfrentado.
—Alguien les tendió una trampa. Algo imprevisible. ¿Por dónde hubiese comenzado Swan?
—Con Dean —contestó Neagley—. El tipo de control de calidad. Su comportamiento tuvo que ser el detonante. Las malas cifras por sí mismas no significan gran cosa. Pero las malas cifras unidas al tipo de control de calidad estresado significan mucho.
—¿Consiguió toda la historia de boca de Dean?
—Probablemente no. Pero lo suficiente para unir cabos. Swan era mucho más inteligente que Berenson.
—¿Cuál fue su siguiente paso?
—Dos pasos en paralelo —dijo Neagley—. Aseguró la situación de Dean y comenzó a buscar pruebas que lo corroborasen.
—Con la ayuda de los otros.
—Más que ayuda —señaló Neagley—. Los subcontrató. Tuvo que hacerlo porque su situación en el despacho era insegura.
—¿Así que en ningún momento habló con Lamaison?
—Ni por asomo. Primera regla, no confiar en nadie.
—¿Entonces quién les tendió la trampa?
—No lo sé.
—¿Cómo pudo Swan asegurar la situación de Dean?
—Tuvo que hablar con los polis locales. Solicitar protección, o al menos pedir que un coche pasase de forma regular.
—Lamaison es un antiguo poli de Los Ángeles. Quizá todavía tiene gente dentro. Posiblemente le avisaron.
—No creo —dijo Neagley—. Swan no habló con el Departamento de Policía de Los Ángeles. Dean vive al otro lado de la montaña. Fuera de su jurisdicción.
Reacher esperó un momento.
—Pues entonces significa que Swan no habló con nadie. Porque allí arriba es el reino de Curtis Mauney, y él no sabía nada de Dean o de New Age. Ni tampoco de Swan, excepto a través de Franz.
—Swan no dejaría a Dean desprotegido.
—Por lo tanto, puede ser que Dean no fuese el detonante. Quizá Swan no sabía nada de él. Posiblemente encontró otra manera de entrar.
—¿Cómo? —preguntó Neagley.
—No tengo ni idea —dijo Reacher—. A lo mejor Sánchez puede decírnoslo.
—¿Crees que está vivo?
—Sueña con lo mejor.
—Pero prepárate para lo peor.
Cerraron la comunicación. Su carril avanzó un poco. En un minuto y cuarto de conversación habían recorrido la distancia de cinco coches. En los siguientes cinco minutos de silencio recorrieron alrededor de otros diez, seis veces más lento que a pie. A su alrededor los conductores soportaban la espera. Hablaban por teléfono, leían, se afeitaban, se maquillaban, fumaban, comían, escuchaban música. Algunos tomaban el sol. Se habían arremangado y mantenían los brazos fuera de las ventanillas abiertas.
Sonó el móvil de Reacher. De nuevo Neagley.
—Más de Chicago. Hemos entrado en parte de los archivos del Departamento de Policía de Los Ángeles. Lennox y Parker eran tan malos como Lamaison. Eran compañeros. Renunciaron antes de enfrentarse a su duodécima investigación de Asuntos Internos en doce años. Debían de llevar una semana fuera del trabajo cuando Lamaison los contrató para New Age.
—Me alegra no tener acciones de New Age.
—Las tienes. Todo es dinero del Pentágono. ¿De dónde crecí que viene?
—De mí no —afirmó Reacher.
Doscientos metros más tarde la autopista apareció delante de ellos y vieron la causa del atasco en la distancia, entre la bruma. Había un coche averiado en el carril izquierdo. Un obstáculo trivial, pero toda la carretera estaba detenida. Reacher cortó la llamada con Neagley y marcó para llamar a Dixon.
—¿Ya has llegado? —preguntó.
—Estoy a unos diez minutos.
—Nosotros estamos en un atasco. Llámanos si tienes buenas noticias. También si son malas.
Tardaron otro cuarto de hora en llegar al coche averiado y necesitaron hacer unos cuantos arriesgados cambios de carril para pasarlo. Entonces desapareció el atasco y todos continuaron su camino a ciento diez kilómetros por hora como si nada hubiese ocurrido. Reacher y Neagley llegaron al edificio del condado diez minutos más tarde. Dieciséis kilómetros en cuarenta minutos. Velocidad promedio cincuenta kilómetros por hora. Una maravilla.
No hicieron caso de la morgue y entraron en el aparcamiento de visitantes del hospital. Caminaron bajo el sol hasta la entrada principal. Reacher vio el Honda de O’Donnell en el aparcamiento, y después el de Dixon. La entrada principal daba a un vestíbulo lleno de sillas de plástico rojo. Algunas estaban ocupadas. La mayoría no lo estaban. En el lugar reinaba la tranquilidad. No había ninguna señal de Dixon u O’Donnell. Tampoco de Curtis Mauney. Había un largo mostrador con personas detrás. No eran enfermeras. Solo empleados. Reacher le preguntó a uno de ellos por Mauney y no obtuvo respuesta. Preguntó por Jorge Sánchez y no obtuvo respuesta. Preguntó por las admisiones en urgencias de personas desconocidas y lo enviaron a otra mesa a la vuelta de una esquina.
En la nueva mesa le informaron de que no habían ingresado a ninguna persona sin identificar y no sabían nada de un paciente llamado Jorge Sánchez o de un sheriff del condado de Los Ángeles llamado Curtis Mauney. Reacher sacó el móvil del bolsillo pero le pidieron que no lo utilizase en el interior porque la señal podía causar interferencias en los delicados equipos médicos. Salió al aparcamiento y llamó a Dixon.
Ninguna respuesta.
Probó con el número de O’Donnell.
Ninguna respuesta.
—Puede que los hayan apagado —señaló Neagley—. Quizás están en la unidad de cuidados intensivos o algo así.
—¿Con quién? Aquí nunca han oído hablar de Sánchez.
—Tienen que estar por aquí en alguna parte. Acaban de llegar.
—Esto me da mala espina —afirmó Reacher.
Neagley sacó la tarjeta de Mauney del bolsillo. Se la dio. Reacher marcó el número del móvil de Mauney.
Ninguna respuesta.
Llamó al teléfono fijo.
Ninguna respuesta.
Entonces sonó el móvil de Neagley. Su móvil personal, no el de tarjeta. Respondió. Escuchó. Su rostro se puso pálido. Literalmente sin sangre, como la cera.
—Era de Chicago —explicó—. Curtis Mauney era el compañero de Allen Lamaison. Estuvieron juntos doce años en el Departamento de Policía de Los Ángeles.