En retrospectiva fue un relato que Reacher hubiese podido escribir por adelantado. El diseñador principal de la planta de Highland Park era ahora el encargado del control de calidad y había comenzado a mostrar síntomas de un fuerte estrés. Se llamaba Edward Dean y vivía al norte, más allá de las montañas. Por pura casualidad, le tocaba la revisión anual de rendimiento tres semanas después de haber comenzado su extraño comportamiento. Como una profesional competente, Margaret Berenson se había fijado en su conducta, y había investigado a fondo.
Al principio Dean afirmó que su traslado al norte era la raíz del problema. Él quería un estilo de vida relajado y por eso había comprado una finca en el desierto, al sur de Palmdale. Pero los viajes de ida y vuelta al trabajo le estaban matando. Berenson no le creyó. Todos los habitantes de Los Ángeles tenían que ir al trabajo desde el infierno. Entonces Dean dijo que sus vecinos eran problemáticos. Había moteros y laboratorios de droga cerca. Berenson estaba más dispuesta a creérselo. Las historias sobre aquella zona eran innumerables. Pero el doloroso eco de un comentario casual referente a la hija de Dean la llevó a creer que la chica tenía algún problema. Tenía catorce años. Berenson sumó dos y dos y el resultado fue cinco. Se dijo que quizá la chica frecuentaba a los moteros o tomaba drogas y estaba causando problemas en casa.
Más adelante cambió de opinión. Los problemas de calidad en Highland Park se esparcieron por toda la compañía. Berenson sabía que Dean tenía una posición complicada, una doble responsabilidad. Como uno de los directores, tenía el compromiso de conseguir el mayor beneficio económico. Pero también tenía la responsabilidad paralela con el Pentágono de garantizar que New Age solo vendía material en condiciones. Berenson dedujo que el conflicto en su mente era la causa del estrés. Así y todo, en general el hombre estaba haciendo lo correcto según la ley, así que dejó a un lado sus preocupaciones.
Entonces desapareció Tony Swan.
Se esfumó. Un día estaba allí y al día siguiente ya no. Como profesional que era, Margaret Berenson advirtió su ausencia. Investigó. Ella también tenía una doble responsabilidad. Swan tenía acceso a información clasificada. Había implicaciones de seguridad nacional. Investigó el tema como un sabueso. Hizo toda clase de preguntas a toda clase de personas.
Entonces un día llegó a casa y se encontró a Allen Lamaison en el sendero de entrada jugando al baloncesto con su hijo.
Berenson le tenía miedo a Lamaison. Siempre se lo había tenido. No se había dado cuenta de la magnitud de su miedo hasta que lo vio alborotar el pelo a su hijo de doce años con una mano lo bastante grande para destrozarle el cráneo. Lamaison sugirió que el chico siguiese practicando tiros libres mientras él iba al interior de la casa para mantener una charla importante con mamá.
La charla comenzó con una confesión. Lamaison le relató a Berenson punto por punto lo que le había pasado a Swan. Todos los detalles. Insinuó cuál era la razón. Esta vez Berenson sumó dos y dos y obtuvo cuatro. Recordó el estrés de Dean. Entonces Lamaison le explicó que Dean estaba cooperando en un proyecto especial, porque no quería que su hija desapareciese y la encontrasen semanas más tarde con las piernas bañadas en sangre en medio de un alegre grupo de moteros.
Claro que también podía ser que nunca apareciese.
Luego Lamaison dijo que lo mismo le podía pasar al hijo de Berenson. Comentó como de pasada que hay muchos moteros que gustan de usar ambas vías sexuales cuando se trata de disfrutar. La mayoría de ellos había pasado por la cárcel, y ya se sabe, la cárcel distorsiona los gustos.
Le hizo una advertencia y dos instrucciones. La advertencia era que antes o después se presentarían dos hombres y dos mujeres y comenzarían a formular preguntas. Viejos amigos del ejército. La primera orden era que debía distraerlos, con firmeza y de forma definitiva. La segunda orden era que nada de esa conversación debía ser revelada.
Luego llevó a Berenson a la planta de arriba para que realizase cierto acto sexual. Para sellar el compromiso, dijo.
Salió y continuó jugando al baloncesto con su hijo un poco más.
Después, por fin se marchó.
Reacher la creyó. A lo largo de su vida había escuchado a muchas personas contar mentiras, y con menos frecuencia a personas que decían la verdad. Sabía cómo distinguirlas. Sabía en qué confiar y en qué desconfiar. Era un hombre cínico hasta la médula, pero su talento especial era mantener en parte una mentalidad abierta. Había la parte del baloncesto, la referencia a la cárcel y el acto sexual. Las personas como Margaret Berenson no se inventaban esa clase de cosas. No podían. Sus marcos de referencia no eran lo bastante amplios. Cogió el cuchillo y cortó la cinta aislante. La ayudó a levantarse.
—Entonces ¿quién está al tanto del asunto? —preguntó.
—Lamaison, Lennox, Parker y Saropian.
—¿Nadie más?
—Alan.
—¿Qué pasa con los otros cuatro expolis?
—Son diferentes. Pertenecen a otra época y otro lugar. Lamaison no confiaría en ninguno de ellos para algo como esto.
—¿Por qué los contrató?
—Porque necesita personal. Les confía todo lo demás. Hacen lo que él les dice.
—¿Por qué contrató a Tony Swan? Debió de ser un engorro.
—Lamaison no contrató a Swan. No quería. Pero yo convencí a nuestro director ejecutivo de que necesitábamos diversidad de orígenes. No era sano tener a todos del mismo lugar.
—¿Así que fue usted quien lo contrató?
—Se puede decir que sí. Lo siento.
—¿Dónde ocurrió todo esto?
—En Highland Park. El helicóptero está allí. Y también los talleres. Es un lugar grande.
—¿Puede ir a algún lugar? —preguntó Reacher.
—¿Irme? —dijo Berenson.
—Durante un par de días, hasta que esto se acabe.
—No se acabará. No conoce a Lamaison. No podrá derrotarlo.
Reacher miró a Neagley.
—¿Podemos golpearlos? —preguntó.
—Como a un tambor —respondió ella.
—Pero ellos son cuatro —protestó Berenson.
—Tres —le corrigió Reacher—. Saropian ya ha caído. Tres ellos, cuatro nosotros.
—Está loco.
—Es lo que van a creer. Sin ninguna duda. Van a creer que soy un auténtico psicópata.
Berenson permaneció callada por un largo momento.
—Puedo ir a un hotel —sugirió.
—¿Cuándo llega su hijo a casa?
—Iré a recogerlo a la escuela.
—Prepare las maletas —dijo Reacher.
—Lo haré.
—¿Quiénes iban en el helicóptero? —preguntó Reacher.
—Lamaison, Lennox y Parker. Solo ellos tres.
—Además del piloto —le recordó Reacher—. Son cuatro.
Berenson subió las escaleras para preparar las maletas y Reacher dejó el cuchillo de cocina en su sitio. Se guardó la piedra de Swan en el bolsillo y quitó la botella de plástico del cañón de la Glock.
—¿Crees que hubiese funcionado? —preguntó Neagley—. ¿Como silenciador?
—Lo dudo. Lo leí una vez en un libro. Funcionaba en el papel. Pero en el mundo real imagino que hubiese estallado y me hubiese cegado con los trozos de plástico. Pero ha quedado de coña, ¿no? Añadía más dramatismo a la situación. Mejor que solo apuntar con el arma.
Entonces sonó el móvil. El comprado, no el de Saropian. Era Dixon. Ella y O’Donnell llevaban apostados en Highland Park desde hacía cuatro horas y media. Habían visto todo lo que se podía ver, y comenzaban a aburrirse.
—Volved a casa —dijo Reacher—. Tenemos lo que necesitamos.
Entonces sonó el móvil de Neagley. El suyo personal, no el comprado. El tipo de Chicago. Las diez y media en Los Ángeles, hora de comer en Illinois. Escuchó, sin moverse, sin hacer preguntas, solo absorbiendo información. Luego cortó la llamada.
—Los primeros datos preliminares de radio macuto en el Departamento de Policía de Los Ángeles. En veinte años de servicio Lamaison se enfrentó a dieciocho investigaciones de Asuntos Internos y salió bien librado de todas.
—¿Cargos?
—Todos los que quieras. Corrupción, soborno, drogas desaparecidas, dinero desaparecido, brutalidad. Es un mal bicho, pero inteligente.
—¿Cómo un tipo así consigue un trabajo con un contratista de Defensa?
—¿Y cómo pudo entrar en la policía de Los Ángeles? Y luego ascender. Se monta una fachada y trabaja duro para mantener limpia su hoja de servicios, así es como se hace. Y teniendo un compañero que sabe cuándo y cómo callarse.
—Lo más probable es que su compañero fuese tan malo como él. Por lo general funciona de esa manera.
—Tú deberías saberlo —dijo Neagley.
Berenson bajó las escaleras cuarenta minutos más tarde. Llevaba una maleta negra muy cara y un macuto de nailon verde con un logo deportivo. Su equipaje y el del chico, se dijo Reacher. Los cargó en el maletero del Toyota. Reacher y Neagley fueron a sus coches y los acercaron para formar un convoy de protección. El mismo método básico de vigilancia, con un propósito diferente. Neagley iba casi pegada y Reacher se mantenía detrás. Después de recorrer unos dos kilómetros decidió que O’Donnell se había equivocado al decir que los Hondas eran los coches más invisibles de California. El Toyota aún encajaba mejor. Lo miraba y apenas si podía verlo.
Berenson se detuvo ante una escuela. Era un gran edificio marrón con esa especie de silencio de agujero negro que tienen las escuelas cuando todos los niños están dentro estudiando. Pasados veinte minutos salió con un chico de pelo castaño. Era pequeño. Apenas si le llegaba al hombro. Parecía un tanto intrigado, pero feliz de que lo sacasen de clase.
Después Berenson recorrió un tramo de la no, salió en Pasadena y se dirigió a un hotel en una calle discreta. Reacher aprobó su elección. El lugar tenía un aparcamiento trasero donde el Toyota no podía ser visto desde la calle, con un conserje en la puerta, y dos mujeres en el mostrador de recepción. Muchos ojos vigilantes antes de los ascensores y las habitaciones. Mejor que un motel.
Reacher y Neagley permanecieron abajo para dar a Berenson y a su hijo tiempo para acomodarse. Calcularon que diez minutos bastarían. Utilizaron el tiempo para comer, en un bar junto al vestíbulo. Sándwiches de varios pisos, café para Reacher, gaseosa para Neagley. A Reacher le gustaban los sándwiches de varios pisos. Le gustaba poder limpiarse los dientes con el palillo de plástico que mantenía las capas del sándwich unidas. Odiaba hablar con personas que mostraban trozos de pollo entre los dientes.
Su teléfono sonó cuando se estaba tomando el café. De nuevo Dixon. Estaba en el motel, con O’Donnell. Había un mensaje urgente en la recepción. De Curtis Mauney.
—Quiere que vayamos a aquel lugar al norte de Glendale —le informó Dixon—. Ahora mismo.
—¿Donde fuimos por lo de Orozco?
—Sí.
—¿Han encontrado a Sánchez?
—No lo dijo. Pero tampoco ha dicho que nos viésemos en la morgue. Dijo que nos reuniésemos con él en el hospital al otro lado de la calle. Por lo tanto, si es Sánchez, está vivo.