El Prelude era un dos puertas de perfil bajo y por lo tanto Reacher no tenía el mejor ángulo de visión, pero durante la mayor parte veía más o menos bien el Toyota plateado que iba delante. Berenson conducía tranquila, por debajo del límite de velocidad. Quizá debía vigilar los puntos de su carné. O tenía cosas en mente. Tal vez las cicatrices del accidente eran más vividas en su memoria de lo que lo eran en su rostro.
Giró a la derecha por una calle llamada Huntington Drive, que Reacher estaba seguro de que había sido parte de la vieja ruta 66. Fue al nordeste por allí. Reacher comenzó a canturrear para sí mismo. Entonces se detuvo. Berenson estaba reduciendo la velocidad y había puesto en marcha el intermitente. Se estaba preparando para girar a la izquierda. Se dirigía a Pasadena Sur.
Sonó el móvil. Neagley.
—Llevo mucho tiempo detrás de ella —dijo—. Voy a dar la vuelta en la siguiente manzana. Adelántate tú por un rato.
Mantuvo la línea abierta y aceleró. Berenson había doblado por una calle llamada Van Horne Avenue. Él la siguió a unos cincuenta metros. No podía verla. La calle giraba demasiado. Aceleró de nuevo, luego redujo, pasó por la última curva y la vio unos cuarenta metros adelante. Siguió de largo y por el retrovisor vio a Neagley que entraba en la calle.
Las colinas de Monterrey dieron paso a Pasadena Sur y en la línea de cambio de municipio la calle cambió de nombre a Vía del Rey. Un nombre bonito para un lugar bonito. El sueño de California. Colinas bajas, calles curvas, árboles, la primavera eterna, las flores perpetuas. Reacher había crecido en austeras bases militares, en Europa y el Pacífico, y las personas le habían mostrado libros de fotos para enseñarle cómo era su país. La mayoría de las fotos eran de lugares idénticos a Pasadena Sur.
Berenson giró a la izquierda y luego a la derecha y se detuvo en una calle residencial sin salida. Reacher vio las pequeñas casas iluminadas por el sol de la mañana. No la siguió. El Honda era muy anónimo en la mayor parte de Los Ángeles, pero no en una calle como esa. Frenó para detenerse treinta metros más allá. Neagley aparcó detrás.
—¿Ahora? —preguntó por el móvil.
Había dos maneras de realizar una visita a alguien que volvía a su casa. Le dejabas que se acomodase y más tarde le dabas una razón muy clara por la cual debería dejarte entrar, o te presentabas de inmediato y le metías presión mientras aún tenía las llaves en la mano o la puerta abierta.
—Ahora —contestó Reacher.
Salieron de los coches, cerraron las puertas y echaron a correr. No había peligro. Un hombre solo corriendo despertaría sospechas, una mujer sola casi nunca lo hacía. Un hombre y una mujer corriendo juntos eran tomados como compañeros, o una pareja que se divertía.
Llegaron a la calle sin salida y en un primer momento no vieron nada. Había una subida y después una curva. Pasaron la curva a tiempo para ver cómo se abría la puerta de un garaje junto a una casa más o menos a un tercio de distancia a la derecha. El Toyota plateado de Berenson esperaba en el camino de entrada. La casa era pequeña y hermosa. Fachada de ladrillos, con los bordes y las esquinas pintados. El patio delantero estaba repleto de rocas, gravilla y todo tipo de flores. Había un aro de baloncesto sobre la puerta del garaje. La puerta que se levantaba dejaba entrar luz suficiente para mostrar una montaña de juguetes apilados contra la pared del fondo.
Una bicicleta, un patín, un bate de la liga infantil, rodilleras, cascos, guantes.
Se apagaron las luces de freno del Toyota y él se movió. Neagley corrió. Era mucho más rápida que Reacher. Entró en el garaje en el momento mismo en que la puerta comenzaba a bajar. Reacher llegó unos diez segundos más tarde y utilizó el pie para trabar el mecanismo de seguridad. Esperó hasta que la puerta volviese a levantarse a la altura de la cintura y entonces se agachó y entró.
Margaret Berenson ya estaba fuera del coche. Neagley tenía una mano enguantada en su pelo y con la otra le sujetaba las muñecas por detrás. Berenson se resistía, pero no demasiado. Dejó de hacerlo después de que Neagley le forzó la cara hacia abajo y la golpeó dos veces contra el capó del Toyota. En aquel momento se aflojó y comenzó a chillar. Dejó de chillar un segundo más tarde después de que Neagley la alzó de nuevo y la volvió hacia Reacher, que le golpeó en el plexo solar, una vez, suave, solo lo justo para vaciarle el aire de los pulmones.
Entonces Reacher se apartó, apretó el botón y la puerta comenzó a cerrarse de nuevo. Había una bombilla de baja potencia en el techo y cuando se apagó, la luz del sol fue reemplazada por un débil resplandor amarillo. Al fondo a la derecha del garaje había una puerta que comunicaba con el exterior y otra a la izquierda que debía de llevar al interior de la casa. Había un botón de alarma a su lado.
—¿Está conectada? —preguntó Reacher.
—Sí —respondió Berenson, sin aliento.
—No —dijo Neagley. Señaló la bicicleta y el patinete—. El chico tiene unos doce años. Mamá salió esta mañana muy temprano. Por una vez el chico tomó el autobús escolar por su cuenta. Sin duda algo poco frecuente. Conectar la alarma seguro que no forma parte de su rutina habitual.
—Quizá la conectó papá.
—Papá hace tiempo que no está. Mamá no lleva alianza.
—¿Un novio?
—¿Es un chiste?
Reacher intentó abrir la puerta. Estaba cerrada. Sacó las llaves del contacto del Toyota y buscó en el llavero hasta encontrar la llave de la casa. Encajaba en la cerradura y giró. La puerta se abrió. No sonó ningún pitido de aviso. Treinta segundos más tarde, ninguna luz, ninguna sirena.
—Dice usted un montón de mentiras, señora Berenson —afirmó Reacher.
Berenson no dijo nada.
—Pertenece a recursos humanos —comentó Neagley—. Es su trabajo.
Reacher mantuvo la puerta abierta y Neagley llevó a Berenson a través del lavadero hasta la cocina. La casa había sido edificada antes de que los arquitectos comenzasen a hacer cocinas grandes como hangares, así que solo era una pequeña habitación cuadrada con armarios y electrodomésticos de unos años de antigüedad. Había una mesa y dos sillas. Neagley obligó a Berenson a sentarse en una y Reacher fue al garaje y buscó hasta encontrar un rollo de cinta aislante en un estante. Con los guantes no podía coger la punta así que volvió a la cocina y utilizó un cuchillo que había sobre una madera. Ligó a Berenson bien fuerte a la silla, el torso, los brazos, las piernas, rápido y eficiente.
—Estuvimos en el ejército —le dijo a ella—. Se lo mencionamos, ¿no? Cuando necesitábamos información, nuestra primera puerta de llamada era el encargado de la compañía. Esa es usted. Así que comience a hablar.
—Está loco —replicó Berenson.
—Hábleme de las heridas del accidente.
—¿Qué?
—Sus cicatrices.
—Eso fue hace mucho tiempo.
—¿Fue grave?
—Terrible.
—Esto puede ser mucho peor. —Reacher dejó el cuchillo de cocina en la mesa y luego lo acompañó con la Glock que sacó de un bolsillo y el trozo de cemento de Tony Swan del otro—. Heridas de arma blanca, heridas de bala, golpes. Puede elegir.
Berenson comenzó a llorar. Lloros y gemidos indefensos. Sus hombros se sacudían y las lágrimas caían sobre sus muslos.
—No le servirá de nada —añadió Reacher—. Le está llorando al tipo equivocado.
Berenson levantó la cabeza y la volvió para mirar a Neagley. El rostro de Neagley era tan expresivo como el trozo de cemento de Swan.
—Comience a hablar —repitió Reacher.
—No puedo —contestó Berenson—. Le hará daño a mi hijo.
—¿Quién?
—No se me permite decirlo.
—¿Lamaison?
—No lo puedo decir.
—Es hora de que se decida, Margaret. Queremos saber quién lo sabía y quién iba en el helicóptero. Ahora mismo usted está incluida. Si quiere que la quitemos, tendrá que hablar, y mucho.
—Hará daño a mi hijo.
—¿Se lo hará Lamaison?
—No puedo decirlo.
—Mírelo desde nuestro lado, Margaret. En caso de duda, la mataremos a usted.
Berenson no dijo nada.
—Sea inteligente, Margaret —prosiguió Reacher—. Sea quien sea el que está amenazando a su hijo, si usted nos da las explicaciones pertinentes, es hombre muerto. No estará en condiciones de hacerle daño a nadie.
—No puedo confiar en su palabra.
—Mátala ya —dijo Neagley—. Nos está haciendo perder el tiempo.
Reacher fue hasta la nevera y la abrió. Sacó una botella de plástico de agua Evian. Sin gas, francesa, tres veces más cara que la gasolina. Destapó la botella y bebió un largo trago. Le ofreció la botella a Neagley. Ella negó con la cabeza. Vació el resto del agua en el fregadero, volvió a la mesa y utilizó el cuchillo de cocina para abrir un agujero oval en el fondo del recipiente. Lo encajó en el cañón de la Glock. Lo movió hasta que el cuello quedó alineado con el cañón.
—Un silenciador casero —explicó—. Los vecinos no escucharán nada. Solo sirve una vez, pero basta y sobra.
Sostuvo el arma a cincuenta centímetros del rostro de Berenson y apuntó de forma que ella pudiese mirar a lo largo de la botella con el ojo derecho.
Berenson comenzó a hablar.