Los tres coches aparecieron juntos. Llegaron a toda prisa, se detuvieron en la carretera delante de la verja destrozada y permanecieron allí, aparcados en ángulo, con los motores en marcha, los faros alumbrando a través de la niebla nocturna. Eran Chrysler 300C flamantes, azul oscuro, idénticos al que estaba aparcado en el vestíbulo de New Age.
Bajaron cinco tipos de los tres coches. Dos del primero, uno del segundo, dos del tercero. Reacher estaba a cien metros y los miraba a través del cristal tintado y la esquina de la verja de New Age, pero las luces de los seis faros lo deslumbraban, así que no podía verles con mucho detalle. Sin embargo, el tipo que había llegado solo en el segundo coche parecía estar al mando. Era un hombre delgado vestido con una gabardina corta que parecía ser negra. Llevaba debajo algo que debía de ser una camiseta blanca. Miraba la verja destrozada y gesticulaba a los demás para que se mantuviesen bien apartados, como si fuese algo peligroso.
«Un expoli —pensó Reacher—. Intentando no contaminar la escena de un crimen».
Luego los cinco tipos se unieron en una formación en cabeza de flecha, con el hombre con la gabardina más cerca del destrozo. Avanzaron, lentos y desconfiados, paso a paso, inclinados hacia delante por la cintura, las cabezas adelantadas, como si estuviesen intrigados por lo que veían. Entonces se detuvieron, retrocedieron deprisa y se colocaron detrás de sus coches. Apagaron los motores y los faros y la escena quedó a oscuras.
«No son tontos —pensó Reacher—. Creen que puede ser una emboscada, que aún podemos estar dentro».
Los observó hasta que recuperó la visión nocturna. Entonces sacó el móvil que había traído desde Las Vegas, y buscó entre los menús hasta dar con el último número marcado. Apretó el botón de llamada, se llevó el móvil a la oreja y miró a través de la ventanilla para ver cuál de los cinco tipos respondía.
Él apostaba por el tipo con la gabardina.
Se equivocó.
Ninguno de los cinco atendió.
Ninguno de ellos reaccionó. Ninguno sacó un teléfono del bolsillo para ver quién llamaba. Ninguno se movió siquiera. La llamada continuó sonando y sonando en el oído de Reacher y después dio paso al buzón de voz. Cortó la llamada, marcó de nuevo y sucedió lo mismo. Observó y nadie movió ni un músculo. Era inconcebible que un director de seguridad pudiese acudir a una alerta de emergencia sin el móvil encendido. Era inconcebible que el director de seguridad no hiciera caso de una llamada en tales circunstancias. Por tanto, ninguno de estos cinco era el director de seguridad. No era el tipo de la gabardina. Él era el tercer hombre en la escala, en el mejor de los casos, contando que Swan fuese el número dos. Se comportaba como el tercero. Era lento y suspicaz. No tenía una comprensión instintiva de las tácticas. Cualquiera con medio cerebro ya habría deducido hacía mucho cuál era su mejor curso de acción. Un pequeño edificio cuadrado, la posibilidad de hostiles armados en el interior, tres coches a su disposición, ya tendría que haber resuelto el problema. Los tres coches entrarían a toda velocidad, en diferentes direcciones, rodearían el edificio, atraerían el fuego, dos tipos por detrás, dos por delante, partido acabado.
«Civiles», pensó Reacher.
Esperó.
Por fin el tipo de la gabardina tomó la decisión correcta. Con una lentitud desesperante, pero al final había llegado. Ordenó que todos volviesen a los coches, maniobraron por un momento y después entraron en el aparcamiento a gran velocidad. Reacher los vio rodear el edificio un par de veces antes de poner el Honda en marcha y dirigirse hacia el oeste.
Reacher continuó por las calles evitando meterse en la autopista. Se había percatado de que las autopistas estaban llenas de polis por la noche, y no los había visto en ningún otro lugar. Así que prefirió ser cauteloso. Se perdió cerca del estadio de los Dodgers y acabó conduciendo en un círculo que lo llevó a pasar por delante de la academia de policía de Los Ángeles. Se detuvo en Echo Park y llamó a los otros por teléfono. Estaban cerca de casa y circulaban hacia el oeste a velocidades prudentes como los bombarderos que regresan de una misión nocturna.
Se reagruparon en la habitación de O’Donnell a las tres de la madrugada. Los documentos capturados estaban colocados sobre la cama en tres montones. Reacher sacó los papeles de Swan del bolsillo y los añadió a la hilera. No era muy interesante. La mayor parte eran notas referentes a futuras horas extraordinarias de su personal de secretaría. El resto eran justificantes de las horas extraordinarias que ya habían trabajado.
La colección de O’Donnell tampoco era mucho más interesante, pero resultaba instructiva de una forma negativa. Demostraba que el cubo de cristal no era más que un centro administrativo. Había sido relativamente inseguro porque contenía muy poco que valiese la pena robar. Allí se realizaban unos pocos trabajos de diseño menores relacionados con componentes, pero la mayor parte del espacio estaba asignado a funciones administrativas. Ficheros de personal, estados financieros, envíos, mantenimiento y burocracia. Nada de un valor inherente.
Todo esto hacía más importante que nunca encontrar la ubicación de la planta.
Fue el material recogido por Dixon el que marcó la diferencia. Había buscado entre los restos de la recepción y se había arrastrado debajo del Chrysler accidentado y en unos cincuenta segundos había descubierto un filón. Entre los restos de un cajón había encontrado el listín de los teléfonos internos de New Age. Ahora estaba sobre la cama, un grueso fajo de páginas sueltas metidas en una carpeta de anillas blanca, un poco rota y cubierta de polvo. La tapa tenía impreso el logo empresarial de New Age y en la mayoría de las páginas había nombres que no significaban nada, con las correspondientes extensiones telefónicas de cuatro dígitos. Pero en la primera página había un diagrama que detallaba las diversas divisiones de la compañía. Los nombres aparecían impresos en recuadros y las líneas conectaban los recuadros hacia abajo a través de todas las diversas jerarquías. La división de seguridad estaba dirigida por un tipo llamado Allen Lamaison. Su número dos era Tony Swan. Debajo de Swan dos líneas llevaban a otros dos tipos, y debajo de ellos, otras cinco líneas se desplegaban a otros cinco tipos, uno de los cuales tenía el nombre de Saropian, y estaba tan muerto como Tony Swan, en los cimientos de un hotel de Las Vegas. Un total de nueve, dos muertos, siete supervivientes.
—Pasa a la última página —dijo Dixon.
En la última sección estaban los números de cuenta de UPS, FedEx y DHL. Además de las direcciones completas y los números de teléfono de dos de las plantas de New Age que necesitaban los servicios de mensajería. El cubo de vidrio en Los Ángeles Este, la oficina de contratos en Colorado.
Y entonces, curiosamente, una tercera dirección, con una nota escrita en cursiva y subrayada: Ninguna entrega a esta dirección.
La dirección correspondía a una empresa fabricante de electrónica.
Estaba en Highland Park, a medio camino entre Glendale y Pasadena Sur. Diez kilómetros al nordeste del centro, a catorce kilómetros al este de donde estaban.
Lo bastante cerca como para olerlo.
—Ahora vuelve unas páginas atrás —le indicó Dixon.
Reacher volvió atrás. Había toda una sección con las extensiones de teléfono dentro de la planta de fabricación.
—Busca en la P —añadió Dixon.
La sección de la P comenzaba con un tipo llamado Pascoe y acababa con un tipo llamado Purcell. En mitad de la lista aparecía Despacho del piloto.
—Encontramos el helicóptero —dijo Dixon.
Reacher asintió. Luego le sonrió. La imaginó entrando a la carrera con su linterna, salir corriendo cincuenta segundos más tarde cubierta de polvo. Su viejo equipo. «Podía enviarlos a Atlanta y ellos volverían con la receta de la coca-cola».
Neagley tenía los expedientes personales de toda la división de seguridad. Nueve carpetas verdes. Una correspondía a Saropian, otra a Tony Swan. Reacher no investigó ninguna de las dos. No tenía sentido. Comenzó por el jefe, Allen Lamaison. Había una foto Polaroid enganchada en la primera página. Lamaison era un hombre fornido, de cuello grueso, los ojos oscuros carentes de expresión y una boca demasiado pequeña para la barbilla. La información personal estaba en la página siguiente y decía que había servido veinte años en el Departamento de Policía de Los Ángeles, los últimos doce en la sección de Robos y Homicidios. Tenía cuarenta y nueve años.
Después estaban los dos tipos que compartían el tercer lugar en la jerarquía. El primero se llamaba Lennox. Cuarenta y un años, exmiembro de la policía de Los Ángeles, el pelo al rape gris, rostro rojo y carnoso, gordo.
El segundo era el tipo de la gabardina. Se llamaba Parker. Cuarenta y dos años, de la policía de Los Ángeles, alto, delgado, el rostro pálido y duro desfigurado por una nariz rota.
—Son todos exmiembros de la policía de Los Ángeles —comentó Neagley—. De acuerdo con esta información todos renunciaron más o menos por la misma época.
—¿Un escándalo?
—Siempre hay escándalos. De acuerdo con las estadísticas es difícil renunciar a la policía de Los Ángeles por alguna otra razón.
—¿Tu hombre de Chicago podría conseguir sus historiales?
Neagley se encogió de hombros.
—Podríamos colarnos en su ordenador. Conocemos a algunas personas. Podríamos conseguir que nos contasen algo.
—¿Qué había en el suelo del despacho de Berenson?
—Una alfombra oriental nueva. De estilo persa, sin duda una copia hecha en Pakistán.
—También en el despacho de Swan —señaló Reacher. Han tenido que alfombrar toda la planta ejecutiva.
Neagley utilizó su móvil para llamar al buzón de voz de su hombre en Chicago y Reacher puso el expediente de Parker a un lado y miró las fotografías de los otros cuatro soldados de a pie. Después cerró los expedientes, los amontó en una pila y los colocó encima del de Parker, como una categoría.
—A estos cinco los vi esta noche —dijo.
—¿Qué te parecieron? —preguntó O’Donnell.
—Un desastre. Lentos y estúpidos.
—¿Dónde estaban los otros dos?
—Supongo que en Highland Park. Es allí donde está lo bueno.
O’Donnell deslizó los cinco expedientes separados hacia él y preguntó:
—¿Cómo es que hemos perdido a cuatro de los nuestros a manos de estos payasos?
—No lo sé —respondió Reacher.