Reinó el silencio en la gran ciudad en cuanto dejaron atrás Macarthur Park y entraron en la 110. A su derecha el centro se veía silencioso y desierto. Había luces en el Barrio Chino, pero ninguna actividad visible. En la otra dirección, el estadio de los Dodgers era una enorme mole oscura y vacía. Entonces dejaron la autopista y entraron en las calles por el este. Les había costado orientarse durante el día y por la noche era peor. Pero Reacher había hecho el viaje en tres ocasiones, dos veces como pasajero y otra como conductor, y dedujo que podía saber dónde dar la vuelta.
No tuvo problemas. Redujo la velocidad a tres manzanas del edificio de New Age y dejó que los demás se acercasen. Los condujo por un amplio círculo de dos manzanas como medida de precaución. Luego otra vuelta a una manzana. Había niebla en el aire. El cubo de vidrio se veía oscuro y desierto. Los árboles ornamentales del aparcamiento estaban alumbrados con focos y la luz se reflejaba débilmente en el lateral del edificio, pero aparte de eso no había ninguna iluminación específica. El alambre de espino de la cerca tenía un color gris mate en la oscuridad y la verja principal estaba cerrada. Reacher redujo la velocidad al pasar por delante, bajó el cristal de la ventanilla, sacó un brazo, hizo un gesto circular en el aire con el dedo enguantado, como un árbitro de béisbol que señala una carrera completa. Una vuelta más. Los llevó durante tres cuartos de vuelta y después señaló el bordillo donde quería que aparcasen. Primero Neagley, después O’Donnell detrás de ella, y por último Dixon con el Prelude plateado. Redujeron la velocidad, se detuvieron, y él hizo un gesto como si cortase una garganta; ellos apagaron los motores y se apearon. O’Donnell caminó hasta la verja de la entrada y volvió.
—Es una cerradura muy grande —comentó.
Reacher continuaba al volante del Chrysler al ralentí. La ventanilla continuaba abierta.
—Cuanto más grandes son, más grande es la caída —afirmo.
—¿Lo haremos con sigilo?
—No mucho —respondió Reacher—. Te veo en la entrada.
Ellos se adelantaron. Reacher puso la marcha y los siguió a paso lento. Todas las calles alrededor de la manzana de New Age estaban asfaltadas y tenían una anchura de seis metros y treinta centímetros, típicas de los nuevos polígonos industriales. Sin aceras. Esto era Los Ángeles. Treinta y tres mil seiscientos kilómetros de calles, menos de veintiún mil metros de acera. La entrada de New Age estaba colocada al pie de una rampa curva a unos seis metros de profundidad, de forma tal que los vehículos que entraban pudiesen esperar fuera de la calle. La distancia total entre la verja y el bordillo opuesto era de catorce metros. De una forma automática la parte maníaca de la mente de Reacher le dijo que era equivalente a catorce yardas, o quinientas cuatro pulgadas, o 1.280 centímetros en medidas europeas. Efectuó un giro de noventa grados para entrar en la rampa, movió el volante y avanzó con el Chrysler hasta que el parachoques delantero quedó a un par de centímetros de la verja. Luego aceleró marcha atrás por el camino hasta que sintió que los neumáticos traseros tocaban el lejano bordillo. Apretó el pedal de freno a fondo, movió la palanca de transmisión a marcha y bajó las cuatro ventanillas sintiendo el aire nocturno, vivaz y frío. Los otros lo miraron y él les dijo dónde los quería, dos a la izquierda de la verja y uno a la derecha.
—Reloj en marcha —avisó—. Dos minutos.
Mantuvo el pie en el pedal de freno y con el otro aceleró hasta que la aguja del cuentarrevoluciones llegó a la zona roja y todo el coche se sacudía, temblaba y encabritaba. Entonces quitó el pie del freno siempre acelerando y el coche salió disparado como un proyectil. Recorrió los catorce metros de distancia disponible con las ruedas traseras humeando y chillando y después chocó de frente contra la verja. La cerradura estalló al instante, la puerta se abrió de par en par, rebotó y una docena de airbags se abrieron dentro del Chrysler, del volante, del salpicadero, de los laterales y de los asientos. Reacher estaba preparado para la súbita explosión de las bolsas. Conducía con una mano y tenía un brazo levantado delante de la cara. Detuvo el airbag del conductor con el codo. Ningún problema. Las cuatro ventanillas abiertas redujeron la onda expansiva y le salvaron los tímpanos. Pero el ruido todavía le ensordeció. Fue como estar sentado en un coche y que alguien le disparase un revólver de gran calibre. Delante, en la fachada del edificio una luz azul comenzó a destellar urgente. Si la acompañaba el aullido de una sirena, no lo oía.
Mantuvo el pie en el acelerador. El coche se bamboleó por un segundo después del impacto con la verja, cogió velocidad otra vez y dejó la huella de los neumáticos todo el camino a través del aparcamiento. Enderezó la dirección y se arriesgó a mirar por el espejo retrovisor. Vio que los demás le seguían a la carrera. A continuación miró al frente, apoyó ambas manos en el volante y apuntó hacia las puertas de la recepción.
Iba a casi ochenta kilómetros por hora cuando las alcanzó. Las ruedas delanteras golpearon el escalón y todo el coche saltó y atravesó las puertas a unos treinta centímetros por encima del suelo. Se destrozaron los cristales, los marcos acabaron arrancados de las paredes y el coche continuó moviéndose hacia el interior más o menos sin interrupciones. Golpeó en el suelo de mosaico con los frenos bloqueados, se deslizó en línea recta, demolió el mostrador de la recepción, derribó la pared de detrás y acabó enterrado en escombros hasta la base del parabrisas, con los restos del mostrador más o menos hasta la altura de las puertas.
«Todo esto va a dificultar la búsqueda de Dixon», pensó Reacher.
Entonces se despreocupó del problema, se desabrochó el cinturón de seguridad y forzó la puerta hasta abrirla. Se tumbó en el suelo del vestíbulo y avanzó a rastras. A su alrededor las diminutas luces estroboscópicas blancas de la alarma destellaban. Comenzaba a recuperar el oído. Sonaba una sirena. Se levantó y vio a los otros saltar por los escombros en la entrada y correr al interior. Dixon iba en línea recta hacia el fondo del vestíbulo y O’Donnell y Neagley se dirigían a la entrada del pasillo por donde la Dama Dragón había salido en dos ocasiones. Habían encendido las linternas y los brillantes conos de luz se sacudían y saltaban delante de ellos entre nubes de polvo blanco. Sacó su propia linterna, la encendió y siguió a sus compañeros.
«Han transcurrido veintiún segundos», pensó.
Había dos ascensores a medio camino por el pasillo. Los paneles mostraban que era un edificio de tres plantas. No apretó el botón de llamada. Se dijo que la alarma habría bloqueado los ascensores. Así que abrió una puerta contigua que daba a las escaleras. Subió las escaleras de dos en dos hasta la tercera planta. El sonido de la sirena era insoportable. Salió al pasillo. No necesitaba la linterna. Las luces estroboscópicas de alarma iluminaban todo el lugar como si fuese la discoteca del infierno. En el pasillo había puertas separadas unos seis metros a ambos lados. Despachos. Las puertas tenían placas con nombres. Largos rectángulos de plástico negro, grabados con letras cortadas hasta una capa de base blanca. Delante, Neagley estaba abriendo a puntapiés una puerta marcada con el nombre de Margaret Berenson. El efecto de parada-movimiento de las luces estroboscópicas de alarma hacía que sus movimientos pareciesen extraños e intermitentes. La puerta no se abría. Neagley desenfundó la Glock y disparó tres veces a la cerradura. Tres fuertes detonaciones. Los casquillos saltaron por el eyector de la pistola y rodaron por la alfombra, congelados por las luces estroboscópicas en una larga cadena dorada. Neagley volvió a patear la puerta, que se abrió del todo. Entró.
Reacher siguió adelante.
«Han transcurrido cincuenta y dos segundos», pensó.
Pasó por una puerta marcada con el nombre de Allen Lamaison. Seis metros más allá vio otra puerta: Anthony Swan. Se apoyó en la pared opuesta, tomó impulso y descargó un tremendo puntapié con el tacón justo por encima de la cerradura. La madera se partió y la puerta se torció sobre las bisagras, pero el cerrojo se mantuvo. Acabó la tarea con un tremendo golpe con la palma de la mano enguantada y entró.
«Sesenta y tres segundos», pensó.
Se quedó inmóvil y alumbró con el haz de la linterna todo el despacho de su amigo muerto. Estaba sin tocar. Parecía como si Swan acabase de ir al lavabo o salido a comer. Había una cazadora colgada en un perchero. Era una cazadora caqui, vieja, gastada, con el forro a cuadros como una prenda de golf, corta y elegante. Había archivadores. Teléfonos. Una silla con el tapizado de cuero, el asiento aplastado por el peso de un hombre con la forma de un tonel. Había un ordenador en la mesa. Un bloc nuevo. Bolígrafos y lápices. Una grapadora. Un reloj. Una pequeña pila de papeles.
Un pisapapeles, que sujetaba las hojas. Un trozo de cemento soviético, de forma irregular, del tamaño de un puño, gris y pulido hasta un brillo grasiento por el manoseo, la parte plana con algunos rastros de las pintadas azules y rojas.
Reacher se acercó a la mesa y se metió el trozo de cemento en el bolsillo. Cogió la pila de papel. De pronto tomó conciencia de algo suave debajo de sus pies. Alumbró con la linterna. Vio reflejados unos colores rojos fuera. Unos dibujos geométricos muy ornamentados. Muy gruesa. Una alfombra oriental. Nueva. Recordó el cordel en las muñecas y tobillos de Orozco y las palabras de Mauney: «Es un producto de sisal que viene de la India. Tuvo que venir en lo que sea que estén exportando desde allí».
«Ochenta y nueve segundos transcurridos —pensó—. Quedan treinta y uno».
Se acercó a la ventana. Vio a Karla Dixon abajo en la oscuridad, ya de camino hacia fuera del aparcamiento. Los pantalones y la chaqueta estaban raspados y sucios con un polvo blanco. Parecía un fantasma. Consecuencia de arrastrarse en el polvo de la pared, se dijo. Llevaba papeles y lo que parecía una carpeta de anillas blanca. Las breves pulsaciones azules de la luz de la alarma en la fachada del edificio alumbraban su figura.
«Quedan veintiséis segundos».
Vio a O’Donnell correr como si escapase de una casa en llamas, con grandes zancadas, cargado con cosas sujetas contra el pecho. Después a Neagley un segundo más tarde, corriendo a todo trapo, el largo cabello oscuro flotando detrás de ella, los brazos moviéndose a ritmo, con una gruesa pila de carpetas verdes en cada mano.
«Faltan diecinueve segundos».
Cruzó la oficina y tocó la chaqueta en el perchero, con suavidad, en el hombro, como si Swan aún la tuviese puesta. Luego pasó detrás de la mesa y se sentó en la silla. Crujió una vez mientras se acomodaba. Oyó el sonido con toda claridad por encima de la sirena.
«Quedan doce segundos».
Miró los maníacos destellos en el pasillo y supo qué podía esperar. Antes o después, quizás en menos de un minuto, los hombres que habían matado a sus amigos aparecerían. Siempre que fuesen menos de treinta y cuatro podía quedarse aquí donde estaba y matarlos a todos, uno a uno.
«Quedan cinco segundos».
Excepto, por supuesto, que no podía. Nadie era tan tonto. Después de los tres o cuatro primeros muertos apilados en el portal, el resto se reagruparían en el pasillo y comenzarían a pensar en gases lacrimógenos, refuerzos y chalecos antibalas. Quizás incluso pensarían en llamar a los polis o al FBI. Reacher sabía que no había manera de tumbar a los tipos correctos antes de perder un asedio de tres o cuatro días contra un montón de equipos de operaciones especiales.
«Queda un segundo».
Saltó de la silla y salió a través de la puerta rota y fue a la izquierda por el pasillo y a la derecha por las escaleras. Neagley había dejado la puerta abierta trabada para él. Llegó a la planta baja unos diez segundos después del límite. Pasó junto al Chrysler destrozado en el vestíbulo y estaba en el aparcamiento quince segundos más tarde. A través de la verja destrozada y en la calle, pasados cuarenta segundos. Corrió hacia el débil resplandor del Prelude plateado. Estaba a una distancia de cien metros, distante, inocente y solo. Los otros dos Hondas ya se habían marchado. Cubrió los cien metros en veinte segundos y se lanzó al interior. Cerró la puerta y se enderezó en el asiento. Respiraba con fuerza, con la boca muy abierta. Volvió la cabeza y vio los faros a lo lejos, que se acercaban muy rápido, venían hacia él, doblando las esquinas sobre dos ruedas, y después bajando el morro por la violencia de la frenada.