—Nos hemos enterado de un par de cosas, durante las últimas semanas —explicó Mauney—. Ahora dejamos que los buitres hagan el trabajo por nosotros. Vamos al desierto como si fuésemos ornitólogos, en cualquier ocasión en la que disponemos de media hora libre. Te subes al techo del coche con los prismáticos, y por lo general ves lo que necesitas. Dos aves volando y probablemente se trate de un coyote muerto por una serpiente. Más de dos, tiene que ser algo más grande.
—¿Dónde? —preguntó Reacher.
—Más o menos por la misma zona.
—¿Cuándo?
—Hace un tiempo.
—¿Un helicóptero?
—No hay otra explicación.
—¿Alguna duda sobre la identificación?
—Estaba de espaldas. Las manos atadas detrás. Las huellas digitales se conservaron. Llevaba la cartera en el bolsillo. Lo siento mucho.
Se acercó la camarera. La misma que habían visto antes. Se detuvo cerca de la mesa, intuyó el humor y se marchó de nuevo.
—¿Por qué se esconden? —insistió Mauney.
—No nos escondemos —dijo Reacher—. Solo estamos esperando al día de los funerales.
—¿Entonces por qué los nombres falsos?
—Usted nos trajo aquí como cebo. Sean quienes sean, no queremos facilitarles las cosas.
—¿Todavía no saben quiénes son?
—¿Y usted?
—Nada de acciones independientes, ¿vale?
—Aquí estamos en Sunset Boulevard —señaló Reacher—. Que es terreno del Departamento de Policía de Los Ángeles. ¿Habla en nombre de ellos?
—Un consejo amistoso —contestó Mauney.
—Lo tendremos en cuenta.
—Andrew MacBride desapareció en Las Vegas. Llegó, no se alojó en ninguna parte, no alquiló ningún coche, no tomó ningún vuelo. Callejón sin salida.
—¿No le resulta odioso? —preguntó Reacher.
—Pero un tipo llamado Anthony Matthews alquiló un camión.
—El último nombre en la lista de Orozco.
Mauney asintió.
—Final del juego.
—¿Dónde fue a parar?
—No tengo ni idea. —Mauney sacó cuatro tarjetas del bolsillo. Las desplegó y las colocó con cuidado sobre la mesa. Tenían impreso su nombre y dos números de teléfono—. Llámeme. Lo digo en serio. Puede que necesiten ayuda. No se enfrentan a unos aficionados. Tony Swan parecía un tipo duro de verdad. Lo que quedaba de él.
Mauney se fue a ocuparse de sus asuntos. La camarera reapareció al cabo de cinco minutos y se quedó esperando. Reacher supo que nadie tenía ya mucho apetito, pero de todas maneras pidieron. Un viejo hábito. Come cuando puedas, no te arriesgues a quedarte sin energía más tarde. Swan lo hubiese aprobado. Comía en cualquier parte, a cualquier hora, todo el tiempo. Autopsias, exhumaciones, escenas del crimen. De hecho, Reacher estaba más que seguro de que Swan se estaba comiendo un bocadillo de rosbif cuando descubrieron a Doug, el tipo muerto con una pala en la cabeza.
Nadie lo confirmó.
Nadie dijo ni una palabra. El sol brillaba al otro lado de la ventana. Un día precioso. El cielo azul, unas cuantas pequeñas nubes blancas. Los coches pasaban por el bulevar, los clientes iban y venían. Sonaban los teléfonos, los de la cocina y los móviles en los bolsillos de las personas. Reacher comía metódica y mecánicamente sin tener la menor idea de lo que tenía en el plato.
—¿Debemos trasladarnos? —preguntó Dixon—. ¿Ahora que Mauney sabe dónde estamos?
—No me gusta nada que el conserje se chivase —dijo O’Donnell—. Tendríamos que robarle sus malditos mandos a distancia.
—No necesitamos trasladarnos —señaló Reacher—. Mauney no es un peligro para nosotros. Y quiero enterarme cuando encuentren a Sánchez.
—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Dixon.
—Descansamos —respondió Reacher—. Volveremos a salir al anochecer. Le haremos una visita a New Age. No estamos consiguiendo nada con la vigilancia, así que es hora de entrar en acción.
Dejó diez dólares en la mesa para la camarera y pagó la cuenta en la caja. Luego salieron al sol y permanecieron un momento en el aparcamiento antes de emprender el camino de regreso al Dunes.
Reacher buscó la bolsa y se reunieron en la habitación de O’Donnell. Se dedicaron a comprobar el estado de las Glock robadas. Dixon cogió la 19 y dijo que se daba por satisfecha. O’Donnell buscó entre las seis 17 restantes y escogió las tres mejores entre ellas. Las agrupó con los cargadores de las descartadas de forma que él, Neagley y Reacher tuviesen cargadores de recambio tras el primer uso. Dixon tendría que recargar manualmente después de sus primeros diecisiete disparos. No era algo importante. Si en un enfrentamiento a tiros acababas con los diecisiete disparos, entonces no estás prestando la debida atención, y Reacher confiaba en que Dixon lo hiciese. Siempre lo había hecho en el pasado.
—¿Qué clase de seguridad podemos esperar alrededor del edificio? —preguntó Reacher.
—Cerraduras de última generación —explicó Neagley Una alarma contra intrusos en la verja. Supongo que el interruptor de apertura de la puerta de la recepción estará conectado a un sensor de proximidad durante la noche. Además, es probable que haya otra alarma contra intrusos. También sensores de movimiento por todo el interior. Y posiblemente también alarmas contra intrusos en algunas de las puertas de los despachos individuales. Todo el sistema conectado a través de cables telefónicos. Puede que con un respaldo inalámbrico, incluso una conexión vía satélite.
—¿Quién va a responder?
—Muy buena pregunta. No creo que sean los polis. Demasiado barato. Yo digo que se conecta con su propio personal de seguridad.
—¿No con el gobierno?
—Eso, por supuesto, tiene mucho sentido. El Pentágono está gastando miles de millones allí, y lo más lógico es que el gobierno quisiese estar en el ajo. Pero dudo que lo estén. En la actualidad nada tiene mucho sentido. Confían la seguridad de los aeropuertos a contratistas privados. Y la delegación más cercana de Inteligencia está muy lejos. Por tanto, creo que la seguridad de New Age es un tema interno, por muy innovador que sea Little Wing.
—¿Cuánto tiempo tendremos después de forzar la verja?
—¿Quién dice que vamos a hacerlo? No tenemos las llaves y no puedes forzar una cerradura como esa con un clavo oxidado. No creo que seamos capaces de abrir ninguna de las cerraduras.
—Ya me preocuparé yo de las cerraduras. ¿Cuánto tiempo tendremos en cuanto estemos dentro?
—Dos minutos —dijo Neagley—. En esta clase de situaciones, la regla de los dos minutos es la única cosa en la que podemos confiar.
—De acuerdo —asintió Reacher—. Iremos a la una de la mañana. La cena a las seis. Descansad un rato.
Los otros fueron hacia la puerta. Los siguió con las llaves del Chrysler robado en la mano. Neagley lo miró, extrañada.
—Ya no lo necesitamos más —le dijo él—. Voy a devolverlo. Pero primero tengo que llevarlo a lavar. Debemos intentar ser civilizados.
Reacher llevó el Chrysler hasta el bulevar Van Nuys, al norte de la autopista Ventura. En la calle dedicada a la venta de coches, había a cada lado empresas relacionadas con vehículos de todo tipo y categoría, una detrás de otra. Concesionarios que ofrecían coches nuevos y usados, baratos y caros, chillones y discretos, pero también tiendas de neumáticos, llantas, talleres de chapa y pintura, cambios de aceite, tubos de escape y amortiguadores, y tiendas de accesorios.
Y establecimientos para lavar los coches.
Había una amplia elección. Lavado a máquina, a mano, limpieza de bajos, encerado en tres etapas, limpieza total. Condujo un kilómetro y medio de ida y otro kilómetro y medio de vuelta y vio otros lugares que lo ofrecían todo. Se detuvo en el primero y pidió un tratamiento completo. Se acercó un equipo de tipos vestidos con monos y él tomó el sol mientras los observaba trabajar. Primero limpiaron con aspiradoras el interior y después todo el coche fue arrastrado a través de un túnel de cristal sobre una cadena transportadora y rociado con una secuencia de espitas con agua y toda clase de espumas y fluidos. Unos tipos con esponjas lavaron el metal y otros subidos en escalones de plástico limpiaron el techo. El coche pasó después por un rugiente secador de aire y salió a un patio donde otros tipos esperaban para atacar el interior con aerosoles y paños. Limpiaron cada centímetro cuadrado y lo dejaron brillante, inmaculado y humedecido con una capa encerada. Reacher pagó, repartió las propinas, sacó los guantes del bolsillo, se los puso y se sentó al volante.
Se detuvo cien metros más adelante, en el segundo lugar que había escogido, y pidió que repitiesen de nuevo todo el proceso. El empleado pareció desconcertado por un segundo, después se encogió de hombros y le hizo una seña a uno de los equipos para que se acercasen. Reacher volvió a ponerse al sol y miró el espectáculo. El aspirado, el enjabonado, el interior, los aerosoles y las toallas. Pagó y dio propinas, se puso los guantes y condujo de nuevo al motel.
Dejó el coche al sol en una esquina del aparcamiento, donde acabaría de secarse. Después caminó una larga manzana al sur hasta la avenida Fountain. Encontró un lugar que había comenzado como una farmacia y después se había convertido en algo así como un mini supermercado que vendía toda clase de artefactos domésticos pequeños. Entró y compró cuatro linternas. Maglites de tres elementos, negras, lo bastante poderosas para ser útiles, suficientemente pequeñas para ser maniobrables, lo bastante grandes como para servir de porras. La cajera las metió en una bolsa blanca con el logo de I love LA, en tres letras mayúsculas y un símbolo rojo en forma de corazón. Reacher llevó la bolsa de nuevo al motel, balanceándola con suavidad, escuchando el leve susurro del plástico.
Fueron incapaces de volver a Denny’s para cenar. Así que llamaron a Domino’s y pidieron pizzas. Se las comieron en el cochambroso salón junto a la lavandería. Sacaron refrescos de la ruidosa máquina roja que había junto a la puerta. Una cena perfecta para lo que tenían en mente. Algunas calorías inútiles, algo de grasa, algo de carbohidratos complejos. Energía de liberación lenta, para unas doce horas. Un médico del ejército se lo había explicado muchos años antes.
—¿Objetivos para la noche? —preguntó O’Donnell.
—Tres —dijo Reacher—. Primero, Dixon se ocupa de la mesa de recepción para ver si hay algo útil. Segundo, Neagley encuentra el despacho de la Dama Dragón con el mismo cometido. Tú y yo nos ocupamos del resto de los despachos para ver qué más tienen. Ciento veinte segundos para entrar y salir. Tercero, identificamos a los tipos de seguridad cuando aparezcan.
—¿Después nos quedamos a esperarlos?
—Yo me quedo. Vosotros os largáis.
Reacher fue a su habitación, se cepilló los dientes y se dio una larga ducha caliente. Después se tumbó en la cama y durmió una siesta. El reloj en su cabeza lo despertó a las doce y media. Se desperezó, se lavó los dientes de nuevo y se vistió. Pantalón gris, camisa gris, cazadora negra cerrada hasta el cuello. Las botas con los cordones bien atados. Guantes. Las llaves del Chrysler en un bolsillo del pantalón, el cargador de recambio de la Glock en el otro. El teléfono móvil capturado en Las Vegas en un bolsillo de la camisa, su propio móvil en el otro. La linterna en un bolsillo de la cazadora, la Glock en el otro. Nada más.
Salió al aparcamiento a la una menos diez. Los otros ya estaban allí, un sombrío trío bien apartado de cualquier círculo de luz.
—Vale —dijo. Se volvió hacia O’Donnell y Neagley—. Vosotros dos con vuestros Hondas. —Miró a Dixon—. Karla, tú conduces el mío. Lo aparcas cerca, de cara al oeste, y dejas las llaves puestas. Después vuelves con Dave.
—¿De verdad vas a dejar el Chrysler allí? —preguntó Dixon.
—No lo necesitamos.
—Está lleno de nuestras huellas, pelos y fibras.
—Ya no. Un grupo de tipos en Van Nuys se ocuparon de terminarlo todo. Ahora en marcha.
Chocaron los puños como jugadores de baloncesto, un viejo ritual, y después se dispersaron y subieron a sus coches respectivos. Reacher entró en el Chrysler y lo puso en marcha, el ronquido del potente motor de ocho cilindros en V lento y fuerte sonó en la oscuridad. Oyó como arrancaban los Honda, el rateo de los motores más pequeños y el rugido de los grandes escapes. Salió de la plaza de aparcamiento, dio la vuelta y se dirigió a la salida. Por el espejo retrovisor vio tres pares de brillantes faros azules que se alineaban detrás de él. Dobló al este por Sunset, al sur por La Bren y luego de nuevo por Wilshire y vio a los demás que lo seguían todo el camino, un pequeño convoy que se mantenía unido en el escaso tráfico nocturno.