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Reacher y Dixon permanecieron en la 101 todo el camino hasta Hollywood, dejaron el Chrysler en el aparcamiento del motel y cogieron un Honda cada uno para el viaje a Los Ángeles Este. El de Reacher era un Prelude plateado con un brioso motor de cuatro cilindros. Tenía unos neumáticos anchos que se movían bien sobre el asfalto y un escape ronco que le divirtió durante las tres primeras manzanas y después comenzó a irritarle. El tapizado apestaba a champú del lavadero y había una grieta en el parabrisas que se alargaba visiblemente cada vez que pasaba por un bache. El asiento se movía lo suficiente hacia atrás como para que estuviese cómodo y el aire acondicionado funcionaba. En su conjunto no era el peor de los vehículos de vigilancia. Había conducido otros mucho peores en numerosas ocasiones.

Mantuvieron una conferencia múltiple con los móviles y aparcaron lejos unos de otros. Reacher estaba a dos manzanas del edificio de New Age y tenía una vista parcial de la entrada principal, a unos sesenta metros en diagonal entre un depósito y un almacén gris. La verja de New Age estaba cerrada y el aparcamiento se veía casi vacío. Las puertas de la recepción estaban cerradas. Todo el lugar parecía silencioso.

—¿Quién está adentro? —preguntó Reacher.

—Quizá nadie —respondió O’Donnell—. Llevamos aquí desde las cinco y nadie ha entrado.

—¿Ni siquiera la Dama Dragón?

—Negativo.

—¿Ninguna recepcionista?

—Negativo.

—¿Tenemos el número de teléfono?

—Tengo el número de la centralita —dijo Neagley. Lo recitó, y Reacher lo marcó en el móvil y apretó el botón verde.

Sonó el teléfono.

Pero ninguna respuesta.

Volvió a comunicarse con el resto.

—Confiaba en seguir a alguien hasta la planta de fabricación.

—No va a ocurrir —dijo O’Donnell.

Silencio en los teléfonos. Ninguna acción en el cubo de vidrio.

Cinco minutos. Diez. Veinte.

—Ya está bien —manifestó Reacher—. De vuelta a la base. El último en llegar paga la comida.

Reacher fue el último en llegar. No era un conductor veloz. Los otros tres Hondas ya estaban en el aparcamiento cuando llegó al motel. Aparcó el Prelude en un lugar poco visible, sacó la bolsa con las armas robadas del maletero del Chrysler y se la llevó a su habitación. Luego fue a pie hasta el Denny’s. Lo primero que vio fue el coche de Curtis Mauney en el aparcamiento. El Crown Vic. El sheriff del condado de Los Ángeles. Lo segundo que vio fue al propio Mauney a través de la ventana, dentro del restaurante, sentado a una mesa redonda con Neagley, O’Donnell y Dixon. Era la misma mesa que habían compartido con Diana Bond. Cinco sillas, una de ellas vacía y esperando. Nada en la mesa. Ni siquiera la jarra de agua, los manteles o los cubiertos. No habían pedido. No llevaban allí mucho tiempo. Reacher entró, se sentó y hubo un momento de tenso silencio antes de que Mauney dijese:

—Hola de nuevo.

Un tono de voz amable.

Discreto.

Comprensivo.

—¿Sánchez o Swan? —preguntó Reacher.

Mauney no respondió.

—¿Los dos? —inquirió Reacher.

—Ya llegaremos a eso. Primero dígame por qué se ocultan.

—¿Quién dice que nos ocultamos?

—Dejaron Las Vegas. No están alojados en ningún hotel de Los Ángeles.

—Eso no significa que estemos escondidos.

—Están un motel de West Hollywood con nombres falsos. El conserje me lo chivó. Como grupo son bastante fáciles de identificar. No fue difícil encontrarlos. No costó nada deducir que vendrían aquí a comer. Caso de no encontrarlos aquí, hubiese vuelto a la hora de la cena. O a la hora del desayuno de mañana.

—¿Jorge Sánchez o Tony Swan? —insistió Reacher.

—Tony Swan —respondió Mauney.