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Según la experiencia de Reacher, la mejor manera de hacerse con una pistola cualquiera que no se pudiese rastrear era robársela a alguien que ya la había robado. O a alguien que la poseyese ilegalmente. De esa manera no había ninguna respuesta oficial. Algunas veces había una respuesta no oficial, como aquella con los tipos del Museo de Cera, pero se les podía manejar sin muchos esfuerzos.

Sin embargo, conseguir cuatro armas de una misma marca no era un pedido sencillo. Siempre era más difícil proveer a los grupos que a los individuos. Limitar el tipo de munición lo complicaba un poco más. El estado y el mantenimiento de las armas era otra complicación grave. Durante su primera taza de café del día se entretuvo haciendo algunos cálculos. La 9 milímetros Parabellum era una munición muy popular, pero aún había una gran abundancia de calibres 380, 45, 22, 357 y 40 en las calles, en todas sus múltiples variantes. Por tanto, si había una posibilidad entre cuatro de que un robo en particular les proporcionase una pistola de calibre 9 milímetros Parabellum, y una entre tres de que el arma aún estuviese en condiciones de uso, tendrían que realizar cuarenta y ocho robos separados para tener la garantía de conseguir lo que querían. Todos en un día. Sería una oleada de robos en toda regla.

Luego pensó en encontrar un oficial de intendencia corrupto. Fort Irwin no estaba demasiado lejos. O mejor todavía un oficial de intendencia corrupto de la marina. La base Templeton estaba más lejos que Irwin, pero las carreteras eran mejores, y, por tanto, más cerca en cierto sentido. Existía la convicción entre los marines de que la Beretta M9 era un arma poco fiable. Los armeros estaban más que dispuestos a declararlas defectuosas. Algunas lo eran, otras no. Las buenas salían por la puerta trasera a cien dólares cada una. El mismo principio que el timo de New Age. Pero organizar una compra podría llevar días. Incluso semanas. Había que ganarse la confianza. No era fácil. Años atrás lo había hecho muchas veces, en operaciones encubiertas. Mucho trabajo para una ganancia poco tangible.

Karla Dixon creyó tener una idea mejor. La comentó en el desayuno. Era obvio que había descartado la idea de ir a una tienda y comprar armas de forma legal. Tampoco ella o Reacher sabían los detalles relevantes en California, pero ambos suponían que habría un registro, la necesidad de identificarse y quizás algún período de espera. Así que Dixon propuso ir fuera del condado de Los Ángeles, a un condado vecino donde hubiese más votantes republicanos. En términos prácticos, eso quería decir en dirección sur, hacia Orange. Allí buscarían las casas de empeños y utilizarían el dinero de Neagley para saltarse cualquiera de las normas menos exigentes que se aplicasen allí. Opinaba que el respeto local por la segunda enmienda sumado a un mayor margen de beneficios daría resultado. También apuntó que habría una amplia variedad de armas para satisfacer todos los gustos. Podrían escoger lo que deseaba cada uno.

Reacher no tenía tanta confianza como ella, pero aceptó de todas maneras. Le sugirió que se quitase los tejanos y se vistiese con el traje negro. Llevarían el Chrysler azul y no uno de los viejos Honda. De esa manera ella podría parecer una ciudadana de clase media preocupada por su seguridad. Sonarían menos campanas de alarma. Ella compraría un arma en cada sitio. Él se presentaría como su consejero. Quizá su vecino que tenía más experiencia con las armas.

—Los demás llegaron hasta este punto, ¿verdad? —preguntó Dixon.

—Más lejos incluso —contestó Reacher.

—Lo sabían todo —manifestó Karla—. Quién, qué, dónde, por qué y cómo. Pero algo acabó con ellos. ¿Qué fue?

—No lo sé —confesó Reacher. Se había estado haciendo esa misma pregunta desde hacía días.

Partieron hacia el condado de Orange después del desayuno. No sabían a qué hora abrían las casas de empeño, pero se dijeron que era mejor llegar temprano. Reacher condujo por la 101 y después por la 5, por el mismo camino que el GPS de O’Donnell les había llevado hasta la casa de Swan. Pero esta vez permanecieron en la autopista un poco más y salieron hacia el otro lado, hacia el este. Dixon quería probar primero en Tustin. Había oído muchas cosas malas del lugar. O buenas, según el punto de vista de cada uno.

—¿Qué harás cuando todo esto acabe? —preguntó la joven.

—Depende de si sobrevivo.

—¿Crees que no?

—Como dijo Neagley, ya no somos los que éramos. Los otros no, desde luego.

—Creo que todo saldrá bien.

—Eso espero.

—¿Te gustaría pasarte por Nueva York después?

—Me gustaría.

—¿Pero?

—Yo no hago planes, Karla.

—¿Por qué no?

—Ya he tenido esta conversación con Dave.

—Las personas hacen planes.

—Lo sé. Personas como Calvin Franz, Jorge Sánchez y Manuel Orozco. Tony Swan tenía pensado darle a su perro una aspirina todos los días durante las próximas cincuenta y cuatro semanas y media.

Fueron por las calles paralelas a la autopista. Los centros comerciales, las gasolineras, los bancos, todo parecía como adormilado bajo el sol de la mañana. No había ningún cliente en las tiendas de colchones, en los salones de bronceado y las tiendas de muebles.

—¿Quién necesita un salón de bronceado en el sur de California? —preguntó Dixon.

Encontraron la primera casa de empeños junto a una librería en una calle comercial. Pero no les servía. En primer lugar, estaba cerrada. Las persianas metálicas cerraban las ventanas. En segundo lugar, negociaba con otro tipo de artículos. Los escaparates estaban llenos de objetos de plata y joyas antiguas. Vajillas, servilleteros, boles, ensaladeras, broches, pendientes en cadenas finas, marcos ornados. Ninguna Glock a la vista. Ninguna SIG-Sauer, ninguna Beretta, ninguna H&K.

Siguieron avanzando.

Dos manzanas al este de la autopista encontraron la casa correcta. Estaba abierta. En los escaparates había guitarras eléctricas, gruesos anillos para hombre de oro de nueve quilates con incrustaciones de diamantes y relojes baratos.

También armas.

No en el escaparate, pero sí claramente a la vista en una gran urna de vidrio bajo el mostrador. Quizá cincuenta armas de mano, revólveres y pistolas automáticas, negras y niqueladas, cachas de goma o madera, todas bien ordenadas. Era el lugar correcto.

Pero el dueño equivocado. Era un hombre honesto. Cumplidor de la ley. Blanco, de unos treinta años, un tanto obeso, unos buenos genes estropeados por comer demasiado. Tenía una licencia de vendedor de armas enmarcada en la pared detrás de su cabeza. Cumplía las obligaciones que se le imponían como un sacerdote que recitaba la liturgia. En primer lugar, el comprador debía conseguir un certificado de seguridad para las armas de mano, que era como una licencia para poder comprarlas. Luego tenía que presentar tres informes de antecedentes por separado, el primero para confirmar que no estuviese intentando comprar más de un arma en el mismo período de treinta días, el segundo era buscar entre los archivos estatales antecedentes delictivos y el tercero que era idéntico pero a nivel federal a través del ordenador del NCIC.

Luego tenía que esperar diez días antes de recoger su compra, solo por si estuviese pensando en un crimen pasional.

Dixon abrió su bolso y se aseguró de que el tipo viese con toda claridad el fajo de billetes que había dentro. Pero él hizo caso omiso. Lo miró por un instante y desvió la mirada.

Salieron del local.

Cuarenta y ocho kilómetros al noroeste, Azhari Mahmoud estaba de pie al sol, sudaba un poco y miraba cómo vaciaban el contenedor y cargaban el camión. Las cajas eran más pequeñas de lo que había imaginado. Algo inevitable, se dijo, porque las unidades que contenían no eran más grandes que un paquete de cigarrillos. Anotarlas como aparatos de vídeo doméstico había sido una tontería, pensó. A menos que pudiesen pasar como DVD portátiles. Del tipo que las personas llevaban en los aviones. O quizá como reproductores de MP3, con los cables blancos y los auriculares diminutos. Hubiese sido mucho más creíble. Luego sonrió para sus adentros. Aviones.

Reacher condujo al este, en un zigzagueo al azar desde un letrero al siguiente, buscando la parte más barata de la ciudad. Estaba seguro de que había muchas dificultades económicas en todo el camino desde Beverly Hills a Malibú, pero allí se disimulaban con mucha discreción. En lugares como Tustin estaban a plena vista.

En el momento en que las tiendas de neumáticos comenzaron a ofrecer cuatro neumáticos radiales por menos de cien dólares comenzó a prestar más atención. Y recibió la recompensa casi de inmediato. Vio un lugar a la derecha y Dixon vio otro a la izquierda al mismo tiempo. El local de Dixon parecía más grande, así que fueron hasta el siguiente semáforo para dar la vuelta y en el camino vieron otros tres locales.

—Hay mucho donde elegir —comentó Reacher—. Podemos permitirnos experimentar.

—¿Experimentar cómo? —preguntó Dixon.

—El trato directo. Pero tú tendrás que quedarte en el coche. Cantas demasiado, pareces poli.

—Tú me dijiste que me vistiese así.

—Cambio de planes.

Reacher aparcó el coche donde no era visible desde el interior de la tienda. Cogió el dinero de Neagley del bolso de Dixon y se lo metió en el bolsillo. Luego se acercó para echar una ojeada. Era un local grande para ser una casa de empeños. Reacher estaba más acostumbrado a los polvorientos espacios urbanos. Este era un negocio con dos escaparates del tamaño de un comercio de alfombras. Estaban llenos de aparatos electrónicos, cámaras, instrumentos musicales y joyas. También rifles. Había una docena de armas deportivas colocadas en horizontal detrás de un bosque de guitarras. Armas de calidad, aunque Reacher no las considerase deportivas. No había nada justo en cazar a un ciervo ocultándose detrás de un árbol a cien metros con una caja de balas de alta velocidad. Para él sería mucho más deportivo sujetarse una cornamenta e ir a luchar cabeza contra cabeza. Eso sería más equilibrado, le daría al animal una oportunidad. De hecho, le daría más de una oportunidad, y suponía que esa era la razón por la que los cazadores no querían intentarlo.

Entró y miró alrededor. La descartó de inmediato. El lugar era demasiado grande. Demasiado personal. El trato directo solo funcionaba en la intimidad del uno a uno. Volvió al coche.

—Un error —dijo—. Necesitamos un lugar pequeño.

—Al otro lado de la calle —le indicó Dixon.

Salieron del aparcamiento, fueron al oeste unos cien metros y dieron la vuelta en el semáforo. Entraron en un aparcamiento de cemento delante de una cervecería. A su lado había una tienda naturista sin nombre y una casa de empeños. No era urbana, pero desde luego sí pequeña y polvorienta. El escaparate estaba lleno de los trastos habituales. Relojes, tambores, címbalos, guitarras. Y visible en la penumbra interior, una vitrina con cristales blindados que ocupaba toda la pared trasera. Estaba repleta de armas de mano. Tal vez trescientas. Todas colgadas en clavos por las guardas de los gatillos. Había un tipo solitario detrás del mostrador.

—Mi local preferido —afirmó Reacher.

Entró solo. A primera vista el propietario se parecía mucho al primer tipo que habían encontrado. Blanco, de unos treinta años, robusto. Podrían haber sido hermanos. Pero este podía pasar por la oveja negra de la familia. Mientras que el primero lucía una piel lozana, este mostraba una palidez grisácea consecuencia del consumo de algunos productos nada recomendables, y tatuajes azules y rojos quizá del reformatorio, la cárcel o la marina. Tenía los ojos inyectados en sangre que se movían inquietos como si estuviese conectado a una corriente eléctrica.

«Fácil», pensó Reacher.

Sacó casi todo el fajo de Neagley del bolsillo, abanicó los billetes, los unió y los dejó caer sobre el mostrador desde una altura suficiente para que produjesen un sonido sólido. Un buen fajo de dinero usado pesa más de lo que la gente cree. El papel, la tinta, la suciedad, la grasa. El propietario mantuvo la mirada fija el tiempo suficiente como para echarle una buena ojeada y después preguntó:

—¿Puedo ayudarle?

—Estoy seguro de que sí que puede —respondió Reacher—. Acabo de recibir una lección de civismo un poco más abajo. Al parecer si una persona quiere comprar cuatro pistolas tiene que sortear un montón de escollos.

—Tiene toda la razón —dijo el tipo, y señaló a su espalda con el pulgar. Había una licencia de vendedor de armas en la pared, enmarcada y colgada de la misma manera que el primer tipo.

—¿Hay alguna manera de esquivar los escollos? —preguntó Reacher—. ¿Por debajo o por encima de ellos?

—No —dijo el tipo—. Los escollos son escollos. —Sonrió, como si hubiese dicho algo muy profundo. Por un segundo Reacher pensó en cogerlo por el cuello y utilizar su cabeza para romper el cristal del armario. Después el tipo volvió a mirar el dinero y añadió—: Tengo que obedecer las leyes de California. —Pero lo dijo de una manera un tanto especial, y sus ojos se centraron por un momento, así que Reacher supo que se avecinaba algo bueno.

—¿Es usted abogado? —preguntó el tipo.

—¿Tengo pinta de abogado? —preguntó Reacher a su vez.

—En una ocasión hablé con uno —afirmó el tipo.

«Yo diría que muchas más —pensó Reacher—. La mayoría en habitaciones cerradas con la mesa y las sillas atornilladas al suelo».

—Hay una cláusula —continuó el tipo—. En la reglamentación.

—¿La hay?

—Un tecnicismo —respondió el tipo. Le costó un par de intentos decir bien la palabra. Tenía problemas con las consonantes—. Ni usted, ni yo, ni nadie puede vender o darle un arma a alguien sin todas las formalidades.

—¿Pero?

—Usted, yo o cualquiera tiene derecho a prestar una. Un préstamo temporal, no habitual, que durase menos de treinta días bastaría.

—¿Es correcto? —preguntó Reacher.

—Figura en el reglamento.

—Interesante.

—Como entre miembros de una familia —explicó el tipo—. Esposo a esposa, padre a hija.

—Ya veo.

—O entre amigos —prosiguió el tipo—. Un amigo puede prestarle un arma a otro amigo durante treinta días, algo temporal.

—¿Somos amigos? —preguntó Reacher.

—Podríamos serlo.

—¿Qué clase de cosas pueden hacer los amigos los unos por los otros?

—Quizá se prestan cosas el uno al otro. Como que uno le presta un arma y el otro le presta dinero.

—Pero solo temporalmente —dijo Reacher—. Treinta días.

—A veces los préstamos acaban mal. Algunas veces tienes que olvidarte de ellos. Es un riesgo. Las personas se van, desaparecen. Nunca se sabe con los amigos.

Reacher dejó el dinero donde estaba. Fue hasta el armario con el cristal blindado. Allí había mucha chatarra. Pero también algunas armas buenas. Unos cincuenta y cinco revólveres y pistolas automáticas. Unos dos tercios eran pistolas baratas y un tercio de primera calidad. Entre las de buena calidad una de cada cuatro eran del calibre 9 milímetros.

Un total de trece pistolas adecuadas entre trescientas. Un 4,3 por ciento. Peor que su cálculo a la hora del desayuno, por un factor próximo a dos.

Siete de las pistolas buenas eran Glocks. Era obvio que una vez habían estado de moda, pero ya no. Una era una 19. Las otras seis eran 17. En términos de condición visual iban de buenas a excelentes.

—Supongamos que me presta cuatro Glocks —dijo Reacher.

—Suponga que no —afirmó el tipo.

Reacher se volvió. El dinero había desaparecido del mostrador. Ya se lo esperaba. Había un arma en la mano del tipo. Eso no se lo esperaba.

«Somos viejos, lentos y estamos oxidados. Estamos a un millón de kilómetros de lo que solíamos ser. Tienes toda la razón», pensó Reacher.

El arma era un Colt Phyton. Acero azul, cachas de cedro, cañón de veinte centímetros, calibre 357 Magnum. No era el revólver más grande del mundo, pero no le faltaba mucho. Desde luego no era el más pequeño. Y sí quizás uno de los más precisos.

—No es muy amistoso —señaló Reacher.

—No somos amigos —respondió el tipo.

—Además, me parece que acaba de cometer una tontería —dijo Reacher—. Ahora mismo estoy de muy mal humor.

—Pues aguántese. Mantenga las manos donde pueda verlas.

Reacher hizo una pausa, luego levantó las manos hasta los hombros, las palmas hacia fuera, los dedos extendidos, de una forma no amenazadora.

—No deje que la puerta le golpee en el culo al salir —añadió el tipo.

El local era angosto. Reacher estaba en el fondo. El tipo estaba detrás del mostrador, a un tercio del camino a la puerta. El pasillo era estrecho. El sol brillaba tras la ventana.

—Abandone el edificio, Elvis —dijo el tipo.

Reacher permaneció quieto durante un momento. Escuchó atento. Miró a la izquierda, a la derecha, miró detrás. Había una puerta en la esquina trasera izquierda. Lo más probable es que fuese un baño. No era un despacho. Había papeles detrás del mostrador. Nadie amontona papeles detrás del mostrador si tiene una habitación aparte para ellos. Por lo tanto el tipo estaba solo. Sin socio, sin respaldo.

Ninguna otra sorpresa.

Reacher puso en su rostro la clase de expresión que había visto en Las Vegas. La del triste perdedor. «Ha valido la pena. Tienes que ir si quieres ganar». Mantuvo las manos a la altura de los hombros y caminó. Un paso. Dos. Tres. El cuarto paso lo puso a la altura del tipo. Solo le separaba el ancho del mostrador. Reacher miraba hacia la puerta. El tipo estaba a noventa grados a su izquierda. El mostrador tenía unos ochenta centímetros de profundidad.

El brazo izquierdo de Reacher se movió, en línea recta en lateral desde el hombro.

El alcance del boxeador Muhammad Alí se calculaba que era de un metro y que sus manos desarrollaban una velocidad promedio de ciento treinta kilómetros por hora cuando se movían. Reacher no era Alí. Obviamente. Y menos aún con su lado menos hábil. Su mano izquierda se movió a unos noventa kilómetros por hora como máximo. Nada más. Pero noventa kilómetros por hora equivalen a mil quinientos metros por minuto, o sea veinticinco metros por segundo. Lo que significó que la mano de Reacher tardó menos de treinta milésimas de segundo en cruzar el mostrador. Y a mitad del trayecto se cerró en un puño.

Treinta milésimas de segundo era un tiempo demasiado breve para que un tipo apretase el gatillo de una Phyton. Cualquier revólver es un sistema mecánico complejo y uno tan grande como el Phyton es más pesado en su acción que la mayoría. Muy poco susceptible para un disparo accidental. El dedo del tipo ni siquiera se movió. Sintió el puñetazo de Reacher en la cara antes de que su cerebro llegase a registrar que se estaba moviendo. Reacher era mucho más lento que Muhammad Alí, pero sus brazos eran mucho más largos. Lo que significó que la cabeza del tipo se aceleró otros cuarenta y cinco centímetros antes de que el brazo de Reacher alcanzase toda su extensión. Después la cabeza continuó acelerando. Siguió acelerando hasta que golpeó contra la pared detrás del mostrador y destrozó el cristal que enmarcaba la licencia de vendedor de armas.

En aquel momento dejó de acelerar y comenzó un lento descenso hacia el suelo.

Reacher saltó por encima del mostrador antes de que el tipo llegase a quedar sentado. Apartó el Phyton de un puntapié y utilizó el tacón para romperle los dedos. Las dos manos. Necesario en un entorno lleno de armas, y más rápido que atarle las manos. Después recuperó el dinero de Neagley del bolsillo del tipo y encontró las llaves. Saltó de nuevo del mostrador, fue hasta la parte de atrás de la tienda y abrió el armario con el cristal de seguridad. Cogió las siete Glocks, luego una bolsa del montón de bolsas usadas y metió las armas dentro. Después limpió las huellas digitales de las llaves y del cristal del mostrador y salió al sol.

Se detuvieron en la tienda del vendedor de armas legítimo en Tustin y compraron munición. En abundancia. Al parecer no había ninguna restricción para esa clase de artículo. Después se dirigieron al norte. El tráfico era lento. Más o menos a la altura de Anaheim recibieron una llamada de O’Donnell en Los Ángeles Este.

—Aquí no pasa nada —informó.

—¿Nada?

—Ninguna actividad en absoluto. No tendrías que haber hecho aquella llamada desde Las Vegas. Fue un error. Los espantaste. Ahora se han atrincherado del todo.